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Por Jorge Fondebrider La reciente tendencia de las grabaciones de música folklórica por parte de conocidos intérpretes del repertorio clásico, permite reflexionar sobre las relaciones entre lo popular y lo artístico, tomando como base el período isabelino.
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La canción es la misma |
Música y poesía Música isabelina Significativamente, A. L. Lloyd (cfr. Clásica nº 145, octubre 2000), anota que durante la época isabelina hubo una importante interacción entre la ciudad y el campo, así como entre las diferentes clases sociales. "Así, la clase alta aprovechaba el vigoroso arte de las masas, mientras que los commoners llevaron a su música y a sus danzas elementos provenientes del arte cortesano." En consecuencia, además de otros tipos de composiciones cultas, existió un enorme cuerpo de canciones, fruto de los intercambios entre la música cortesana y la popular. Las songs eran compuestas por autores contemporáneos definidos, con música y textos originales y escritos, mientras que las folk songs eran de naturaleza anónima, orígenes anteriores y transmisión oral. Puesto a precisar sobre estas últimas, Lloyd señala que "La línea melódica y la estructura armónica de la folk song inglesa es unitaria, aunque pueden percibirse dos períodos". Lloyd denomina al primero "early tradition" ("tradición temprana") y al segundo, "late tradition" ("tradición tardía"). El primero —que es el que nos importa— corresponde al período que va desde alrededor de 1550 hasta mediados del siglo XVII. Durante ese lapso —siempre según Lloyd— hubo dos tipos de folk song: el que él llama de "tipo isabelino", vigoroso y emocional, y otro más elegante y suave que corresponde al final de la época, que se prolonga hasta bien entrado el siglo XVIII. Ahora bien, dado que la denominación folk song incluye a muchos tipos diferentes de composición, corresponde al menos hacer un distingo fundamental entre dos de ellas: las baladas tradicionales y las canciones folklóricas propiamente dichas. Las primeras —en principio, muy anteriores al período isabelino— han recibido numerosas definiciones. Limitándonos apenas a dos, podríamos decir con Francis B. Gummere que son "poemas destinados al canto, de naturaleza muy impersonal, probablemente conectados en sus orígenes con la danza comunal, pero sometidos a un proceso de transmisión oral entre personas libres de influencias literarias". Esta última característica se acentúa en la definición de Albert B. Friedman quien, por su parte, señala que se trata de "una narración breve, tradicional, impersonal y cantada, transmitida oralmente de generación en generación, marcada por su propia y peculiar estructura y su propia retórica, sin influencia de las convenciones literarias." Las canciones folklóricas, en cambio, resultan mucho más difíciles de definir. Cecil Sharp, a fines del siglo XIX, las definió como "creadas por la gente común; vale decir, aquélla carente de educación". Para Bela Bartok, el término era sinónimo de canción campesina (lo cual probablemente fuese cierto en los Balcanes, pero no necesariamente en la Londres isabelina, con 500.000 habitantes). Otras definiciones resultan igualmente insatisfacatorias: insisten sobre la transmisión oral —compartida con las baladas— y sobre la posibilidad de que las canciones folklóricas se hayan originado en un compositor individual, siendo luego absorbidas por la tradición no escrita de una comunidad. Por lo dicho, para muchos estudiosos las canciones folklóricas lindan con las baladas, compartiendo su melancolía y no pocos de sus recursos, pero se distinguen por su marcado tratamiento de temas amorosos y por su propensión a la efusión lírica y sentimental, ausente en las baladas tradicionales. Cada época formula su propia música y, a la vez, reinterpreta la música del pasado, modificándola. En el presente, por ejemplo, escuchamos grabaciones de Beethoven que no necesariamente se ajustan a lo que consta en las partituras originales (las versiones de von Karajan, sin ir más lejos). En los tiempos pretéritos ha ocurrido otro tanto. Si se dejan de lado las formas cultas, lo que se sabe de su manera de ejecución popular proviene la literatura de la época, así como de las obras pictóricas. Por una y otras conocemos el tipo de instrumentos utilizados, que incluyen el laúd —con algunos otros de tipo análogo, como por ejemplo el cittern, el instrumento más popular—, el recorder —una flauta que se construía en diferentes registros—, el oboe —de tono más áspero y agudo que el actual, y también construido en varios tamaños, siendo uno de los más populares el wait, que correspondía al registro bajo—, el sacabuche —una suerte de trombón primitivo—, las violas —también de varios tamaños— y, en interiores, la espineta, el clave y el órgano. En cuanto a los modos de interpretación popular en tiempos isabelinos, poco se sabe. Sí se conoce, sin embargo, mucho sobre los intérpretes. Estos se dividían, fundamentalmente, entre músicos profesionales de tiempo completo, profesionales al servicio de municipios (que sólo eran empleados para festividades y entierros) ministriles que vagabundeaban de un ciudad a otra, y aficionados. Los profesionales estaban sindicalizados en fraternidades y solían disputar con los no profesionales, a quienes veían como peligrosos para el normal ejercicio de su trabajo. De acuerdo con testimonios de la época, estaban por todas partes y, por lo tanto, también al alcance de los compositores serios, que solían servir en las casas nobles o en la corte.
Un mismo arte Según Lloyd, "no hay una diferencia esencial entre la música folklórica y la artística; son distintos brotes de un mismo tronco, que crecen para servir a un propósito similar, aunque estén destinados a ámbitos diferentes". Esa percepción, que era normal en la época isabelina, se perdió en períodos posteriores y sólo fue recuperada, primero por los folkloristas y luego por los músicos "serios", a partir de la década de 1960. Sin embargo, antes de ese momento, los distintos modos de las formas artísticas y folklóricas de la música isabelina fueron percibidos como entidades diferentes. Las formas de la música folklórica, al decir del crítico Denys Lemery, fueron consideradas como mediocres, y en ello tienen mucho que ver los prejuicios de los críticos, así como los requerimientos de un público más atento a los ritos de las salas de concierto que a la música que en ellas se desarrolla. En cuanto a los músicos clásicos, dejando de lado las adaptaciones orquestales de —para nombrar sólo a algunos— Ralph Vaughan Williams —English Folk Songs Suite o Fantasia on Greensleeves, ambas de1923— o Benjamin Britten —sus colecciones de canciones para piano y voz, de 1943, o laSuite on English Folk Tunes, de 1972—, uno de los pioneros en revertir ese estado de las cosas fue el tenor inglés Richard Dyer-Bennet, que en la década de 1940, no dudó en presentarse en Village Vanguard de New York, al lado del folklorista Burl Ives. Acompañándose con laúd y guitarra respectivamente, uno interpretó canciones isabelinas y baladas británicas, mientras que el otro ofreció las versiones folklóricas estadounidenses derivadas de esos temas. El éxito fue tan grande que la cadena CBS realizó un programa especial con el espectáculo y lo difundió con resultados sorprendentes, al punto que, pocos días más tarde, ambos músicos, esta vez
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