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CARCOMA (VERMOULURE) |
Por Víctor Cabrera |
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«El que busca la verdad corre el riesgo de encontrarla», reza una vieja frase con tintes categóricos, y aunque una poética no es (necesariamente) la verdad sino, muchas veces, su encubrimiento, quien emprende su búsqueda corre el riesgo de perderse en los médanos del lenguaje. Sabido o intuido lo anterior, Carlos Vicente Castro no sólo asume tales riesgos (el de encontrar la verdad, la suya propia, y el de extraviarse en su enunciación) sino que los procura consciente, temerariamente. Diría, también, valientemente. Quienquiera que por curiosidad se acerque a los poemas de Carlos Vicente, no a los incluidos en el libro que hoy nos ocupa sino a trabajos previos como Raíces temporales o a otros poemas recogidos en antologías de diversa índole, podría verificar y acaso compartir esta opinión. Leo, para darme un ejemplo y convencerme de mis palabras, estas líneas elocuentes de uno de sus «Diez poemas apócrifos»: En este lado del mundo nada se sabía Si en aquellos poemas previos Castro acusaba una retórica digamos «correcta», «temperada», los versos de Carcoma tienen ya otro aire y otra voluntad: la de poner en duda los propios recursos, sus palabras, las herramientas del poeta: Todavía “Las significaciones poéticas (afirma Antonio Gamoneda) son sensibles antes que inteligibles: las significaciones se sienten”. Carlos Vicente Castro lo intuye así: “Se sabe y no lo que se dice”, remata uno de sus poemas. Hay ahí un saber (y un no saber) que desvela un presentimiento, el de la falibilidad del lenguaje poético. Se sabe pero no. Por cada cosa dicha, otra se calla. Estúpida dicción Nardos, los cielos que los nombran si Si para el cubano José Kozer “los poemas vienen de las moscas, […] son combustión de moscas en perpetuo movimiento eslabonado, sin origen fijo, sin destino ni destinatario determinados”, Carlos Vicente ha emparentado sus versos con las termitas, la polilla y el comején. “Carcoma […]: Nombre que se aplica a diversas especies de insectos coleópteros, muy pequeños y de color oscuro, cuyas larvas roen y taladran la madera produciendo a veces un ruido perceptible. // 2. Polvo que produce este insecto después de digerir la madera que ha roído. // 3. Cuidado grave y continuo que mortifica y consume a quien lo tiene. // 4. Persona o cosa que poco a poco va gastando y consumiendo la hacienda.” Previsto el cálculo, no resulta extraño que cualquiera de estas definiciones (depredador que produce ruidos perceptibles; excrescencia resultante de la horadación; consunción material o espiritual y agente de ésta) le calce a este libro de Carlos Vicente Castro, quien equipara aquí su labor poética con la del bicho que roe y mancilla lo que se pretendía impoluto. Apenas más allá del barniz y la apariencia se descubre la verdadera consistencia de la materia. Debajo de la poesía palpita el balbuceo. Como en la famosa cita pascaliana, en los versos de Carcoma encontramos un hombre donde se esperaba un autor. Sí, pero uno que en la subversión de la sintaxis, de su prosodia natural, en la contaminación de su lenguaje, manifiesta una vocación incendiaria en la que se autoinmola. En este sentido, Carcoma parece más el ensayo de un tránsito en la propuesta lírica de su autor, un puente entre lo que fue y lo que habrá de venir. “Yo cambiaría mi traición por compromiso/ pero en el fondo del compromiso hay una traición mayor”, proclamaba Santiago Auserón hace ya veinte años. Carlos Vicente Castro parece haber asumido ese postulado y, en su exploración personal, perpetrar una traición que nos ofrezca nuevos compromisos poéticos.
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