Alejandro Aura, Sección Aura. Antología poética (prólogo y selección de Eduardo Vázquez Martín), Ciudad de México, UNAM, 2024, 176 pp.

En 2008 Alejandro Aura (Ciudad de México, 1944-Madrid, España, 2008), narrador, poeta y dramaturgo, fue conocido sobre todo por su carrera de actor. Como escritor entró en ese limbo del olvido al que la mayoría de los escritores están condenados, y del cual pocos vuelven a salir relegados a una ficha biográfica en la enciclopedia o una referencia al vuelo en una historia literaria. Pero yo —llevo agua a mi molino— creo que fue ante todo poeta. Hay otra manera de sobrevivir: la memoria de los que lo conocieron y fueron sus amigos. Uno de ellos, Eduardo Vázquez Martín — colaborador muy cercano—, acaba de publicar Sección Aura, ceñida antología de una obra lírica muy extensa, en la colección Poemas y Ensayos de la UNAM, que puede —y debe— traerlo otra vez a la lectura en presente como uno de los más brillantes poetas de la generación del 68. No es un azar que sea Vázquez, poeta 20 años menor, quien asuma el trabajo de antólogo con una visión juguetona y festiva, en cierta manera sin pretensiones, manifiesta desde el título: Sección Aura. Recuerdo la gracia que le hacia a Aura su libro Fuentes en guiño paródico a la famosa novela breve de Carlos Fuentes.
Alejandro Aura escribió, actuó y dirigió Salón Calavera, un clásico del teatro mexicano. Hace unos años, cuando se acercaba el décimo aniversario de su muerte, el Fondo de Cultura Económica hizo un tímido intento de publicar su poesía reunida. El proyecto se quedó en el tintero y es una tarea pendiente. Se trata de un extenso corpus de muchos libros publicados en ediciones hoy inencontrables. En su momento pensé que el título para ella debía ser ese: Salón Calavera, tomado prestado de su dramaturgia, porque el papel que él interpretaba en la obra —ese crooner transformado en diablo de la noche, venido de la muerte— lo representaba idealmente en mi memoria como el poeta que, ante todo, fue como escritor. El conjunto de su poesía nos revelaría, además, un autor que va del humor a la seriedad y vuelve de ella con renovada carga lúdica en una celebración de la vida en la que, como muestra su antólogo en Sección Aura, es también una paradójica celebración de la muerte, como el personaje de su obra de teatro vio venir paso a paso.
La manera en que Eduardo organiza la selección es propositiva y afortunada, no cronológica y dividida en tres apartados: “La fiesta de la ciudad”, “Vida súbita” y “Canto al cáncer”. Empezaré por esta última porque en mis diversas lecturas de su poesía cada vez me parece más evidente que es así como hay que leerla, y que así se limpia la mirada de muchos prejuicios acumulados en su lectura. Y no tanto por el efecto dramático que ello provoca, cuando el autor, herido por el fatal cangrejo, dio una valiente lucha por lo que siempre le importó: la vida. La sombra de la enfermedad le dio una nueva luz a su escritura. No perdió, sin embargo, el desenfado con el que la asumía, aunque sí sumó una búsqueda formal llamativa a través de una forma fija —en cierta manera la reina de las formas— que fue el soneto. El velado pesimismo que siempre se adivinaba bajo el sonriente histrionismo de sus poemas, presto al elogio de la vida y la existencia, se transforma y se asume como un proceso de, llamémoslo así, desencarnamiento en busca de la/el calavera/rostro del maestro de ceremonias. Él, que gustaba de cocinar para sus amigos, sabía que la carne da sabor al caldo. En Aura el desencanto se resuelve en canto.
Una señal evidente: el uso del soneto. En un poeta tan desparpajado, el recurrir a una forma tan estricta podemos verlo como un desafío personal y un alarde de oficio que nos debería llevar a reconsiderar lo que hace con el verso libre en sus inicios. Vázquez Martín señala la importancia que tuvieron para él dos maestros en apariencia antitéticos: Juan José Arreola —con quien se inició literariamente en la década de 1960 en torno a la revista Mester y la Casa del Lago— y Efraín Huerta —de quien fue gran amigo y cuya amistad ayudó al autor de “El Tajín” a renovarse líricamente en su madurez con el condimento del humor en los poemínimos—. Dos figuras algo antitéticas: el juglar en busca de la página perfecta que termina por no escribir, sino sólo hablar, y el poeta urbano poseído por cierta amargura que acaba por perder la voz por una traqueotomía, el taumaturgo exhibicionista y el reconcentrado melancólico que en Aura encuentran, si no una síntesis, sí un cruce de caminos. Hagamos un juego de palabras: el narrador que habla por la extraña (el otro, sobre todo la otra) y el poeta que habla por la entraña. El histrión conocedor de su oficio sabía el encanto que daba a su poesía escucharla dicha por él.
Pocas formas hay tan difíciles de leer en voz alta como el soneto, adaptarse a su fraseo, evitar que la rima se oiga como ripio, transmitir su arquitectura interna. A veces es más fácil cantarlos. Aura era un gran lector y conocía mucha poesía tanto clásica como contemporánea; a la vez que sabía mucho de cultura popular, sabía muchos boleros de memoria —bromeaba, por el parecido físico, que podía ser hijo de Julio Jaramillo— y le gustaba cantarlos. Por otro lado, en su prólogo, Vázquez Martín cuenta muy sucintamente cómo la escritura de sonetos surge de una conversación-desafío-sugerencia de hacer sonetos con el también poeta Julio Trujillo que incluye en el apartado “Canto al cáncer”. Esta forma le atrajo por su condición de forma introspectiva y ceñida a los 14 versos, que le aporta una verbalidad/sonoridad notable y que tal vez le viene de la lectura de los Sonetos votivos de Tomás Segovia, con quien, como señala Eduardo, tuvo una estrecha amistad en los años españoles de Alejandro.
Borges señalaba que a los modernos —se refería al siglo XX— la fortuna del soneto les estaba vedada, que ella pertenecía a los Siglos de Oro. Creo que, con su consabida malicia y coquetería, sabía que se equivocaba. No sólo él escribió sonetos muy buenos, sino que su práctica es abundante y notable en ese siglo, practicado en abundancia por las vanguardias, que no le eran simpáticas al argentino. Pero los de Aura pertenecen a más al siglo XXI: tienen una modernidad diferente, son de alguna manera naturales. Nos enseña en ellos a diferenciar entre verbosidad y verbalidad. El matiz es muy importante en su poesía. Lo verbal es lo opuesto de la verbosidad, y si Aura no es —no puede ser— barroco, no lo es ni en sus poemas más complejos. Y la poesía más “escrita” se cumple mejor en su lectura en voz alta. Y el primero en saberlos es, justamente, el de la voz (otro título posible para su poesía completa). En ese sentido, la ceñida antología —más de 1 500 páginas dejan, acaso, 200— nos ofrece un Aura diferente al que la crítica —yo mismo incluido— ha ofrecido en las pocas veces que se ha ocupado de él y hay que agradecerlo.
Pongo un ejemplo personal: al escribir mi ensayo “Una poesía del desparpajo”, incluido en Para una política del texto —pensado como un posible prólogo a su poesía completa—, realicé una lectura más o menos cronológica, aunque no se me escapaba que había que leerla iluminada por los poemas de su última década. Vázquez Martín cambia con tino la perspectiva, abandona en parte la cronología y propone tonos y temáticas. El recurso al humor y a la ironía no es ya una manera de seducir al lector/escucha, sino de evitar las certezas y, sobre todo, las verdades absolutas a las que la poesía mexicana se había vuelto tan afecta. No hay en él un escepticismo gritón, sino más bien amable. Basta comparar su libro Volver a casa con La zorra enferma de Eduardo Lizalde (ambos Premios Aguascalientes de forma sucesiva en 1973 y 1974), este último mucho más ácido. Prolonguemos el juego del antólogo: la zona Aura no es áurea, sino más bien sombría. La luz de El poeta en la mañana es aquella que viene de la sombra, que de ella emerge en el milagro del día.
¿Paradoja? No necesariamente: una luz matizada en la experiencia vivida, con sutilezas de poeta visual y a la vez también de establecer una narrativa —romance o relato— en conversación con los vivos (y no sólo con los difuntos). Lo que sí resulta paradójico es que el poeta en la mañana sea un poeta tardío, consecuencia de esa conversación. Pero desde esta conversación hay que replantear la etiqueta, ya lugar común, de poeta conversacional que se le suele aplicar; mejor “poeta conversador”. El perfil de Aura como actor le proporciona, además, otro elemento, no tan frecuente entre los poetas: la memoria. Hay en sus versos un gusto en evocar —hacer oír— los versos de otros poetas —el mismo Huerta, Carlos Pellicer, Ramón López Velarde e incluso Amado Nervo—, evitando así la banalidad de lo original y reafirmando que la poesía la hacemos entre todos. En especial: la leemos entre todos. La manera en que el actor memoriza es lo que le otorga libertad en el escenario y, también, en el caso de Aura, en la página. Quedará para otra ocasión un par de temas: ahondar en su actitud ante la muerte y, en contraparte, su actitud ante el amor. Hay que agradecer a Eduardo Vázquez Martín y al sello editor —la UNAM— esta oportunidad de leer a un Alejandro Aura absolutamente nuevo.
Autor
José María Espinasa
Ciudad de México, 1957. Poeta, ensayista y editor. Es editor fundador de Ediciones Sin Nombre y director del Museo de la Ciudad de México. Fue secretario de redacción de las revistas Tierra Adentro y Casa del Tiempo, así como del suplemento La Jornada Semanal. En Piélago, publicado por la UNAM, reunió buena parte de su poesía escrita entre 1977 y 2007. Es, asimismo, autor de múltiples volúmenes de ensayo como Notas sobre la literatura mexicana después de 1968 (2019).