Una oportuna circularidad
hizo del tiempo un tránsito perpetuo –
espacio por el que me escurro todos los días y me lleva
siempre a los mismos lugares.
Tengo nueve años. Me aviento sobre una montaña de hojas
pero soy muy pesada y me doy el mentón contra la baldosa.
Se acabó el verano — sobrevino la sequía y entonces las cosas
se han ido para adentro.
Los roedores hacen acopio para el futuro, los benteveos
buscan un refugio para sus nidos: algo estable que les
permita pasar la temporada.
Yo, en cambio, me refugio en la intemperie. Una casa
abandonada cerca del alambrado donde solía estar la vieja
pileta. La única puerta está bajo llave pero es muy fácil
acceder al techo.
Un asilo es, a la vez, un refugio y un lugar de retiro.
Por algún acto de magia me llega el sonido lejano de un
festejo: la gente sale a celebrar lo que sea. No sé de
dónde viene, no lo entiendo.
A los nueve años una niña ya se siente nacida en éxodo —
algo se lo advierte con la furia de un volcán y luego se
reafirma con palabras de desprecio.
A las niñas les convienen las alturas, pobladas de fantasmas
una vista privilegiada del horizonte. Las niñas del éxodo
están acompañadas en las horas del insomnio: prefieren
soñar de día.
Alrededor de las once empezaba a plantear
el fuego lento mi abuelo
no le gustaba apresurar el asunto.
Lo mirábamos operar el carbón
las pastillas de encendido —
destrozar un cajón de manzanas
al tiempo que apartaba del resto sus clavos
y sobre la rejilla de metal acomodaba la madera.
Idilio sin palabras sus uñas ennegrecidas
la pelada que no disimulaba
los vellos que pasaban el límite de su nariz.
De la carne que compraba nos decía es un puema.
Mugre
como las vacas.
¡No!
Mugen
las vacas: mugen.
—Esa es la voz de mamá.
Mi hermano había tomado el hábito de comer
insectos. Los ponía a caminar sobre la piel de su
antebrazo hasta el cansancio — suyo o de
los demás y luego al buche.
Movimiento
la memoria es movimiento.
Viajábamos al campo cada fin de semana.
Desde el auto
las vacas eran esquirlas del paisaje.
El viaje en realidad empieza
mucho antes con una caída que apenas
recuerdo.
La que cae no soy yo es mi hermano.
Esta es sólo una versión y hay otras.
La ingesta de insectos me asqueaba hasta el vómito
sin embargo
cuando mamá corría el mosquitero del patio
y preguntaba si él había vuelto a comer
bichos yo siempre contestaba: —No.
En la casa en que crecí había un samovar.
Plateado, precioso. Quizás el único indicio de nuestra
herencia rusa. Yo no le quitaba los ojos de encima, me
volvía a verlo cada vez que me encontraba cerca de él.
No supe su nombre hasta muchos años después.
Ni su nombre ni su utilidad. Ese samovar nunca hizo un té
bajo mi amorosa vigilancia. Era un objeto que habitaba
en un rincón del living comedor, participando en silencio
de nuestro cotidiano – un testigo delicadísimo, olvidado
delante de nuestros ojos.
Pasaron los años y el samovar allí, inmóvil, de pie junto al
modular – inmutable.
Mi hermano crecía, yo crecía – el samovar se mantenía intacto.
Ni siquiera el polvo le afectaba.
Si me hubiera animado a la fantasía recurrente de escaparme
del hogar, me hubiera llevado: a mi hermano y aquel
samovar. Probablemente no hubiera llegado muy lejos
pero me hubiera sentido satisfecha.
Tiempo después me enteré de que el ruso era el idioma en
código de mis bisabuelos. Sólo ellos sabían hablarlo. Lo
usaban para transmitirse información delante del resto de
la familia, sin que nadie pudiera adivinar de qué hablaban,
como perfectos espías rusos. Mi bisabuela leía a Pushkin
y a Dostoievski en idioma original.
Las familias gustan de los secretos.
No tener un nombre para darle a aquel trofeo ruso y platinado
me regaló años de inagotable curiosidad – un asombro que
se renovaba a fuerza de incertidumbre.
No dar un nombre a las cosas es conceder un lugar al
misterio y a la reinvención. De alguna manera — una
suerte de secreto. Un acto de ocultamiento imperfecto
porque deja rastros.
El único destino noble de todo secreto es el misterio.
Fue necesario anidar en
destierros prematuros: de cada exilio brotaron
palabras
y en cada palabra ejercité un adiós.
Despedí a la niña
a la sierva
a la estela de amabilidad.
Me hice toro
luego efigie.
Andando aprendí de la fuerza de mis piernas.
Hubo un profesor de la facultad que, hastiado de dar cátedra
sobre Proust y su tiempo perdido – y recibir como
respuesta un rotundo silencio –, dijo: Esto es lo
que quiero que entiendan sobre Proust. Y al silencio regular se le
sumó la tensión de un poderoso estado de intriga.
Entonces leyó – las gotas de tinta indeleble que dibujan
figuras de papel japonés abriéndose en el té con
magdalenas, de las cuales se desprende la memoria de un
siglo. En el aire aparecieron como por primera vez,
eternamente, Combray, Swann. Leía sin énfasis pero con
entusiasmo, siguiendo la respiración del texto, tratando
cada palabra como pieza de orfebrería.
Durante su lectura el tiempo se detuvo y avanzó
simultáneamente. La música invisible que se escondía
dentro de cada oración y que le era imposible explicar más
que leyendo en voz alta las palabras escritas. Descubrimos
a Proust, autor que somete la sintaxis al curso de las ideas
y las ideas, al ritmo de un denso vapor de agua que sube
hasta sublimarse en el aire.
Un autor que desconfía del origen. De esa desconfianza nace
todo lo involuntario: la memoria, la escritura.
La literatura nos cundió aquel día.
El futuro espera atrás
en la ceguera de la espalda.
El pasado salpica el terreno
donde los pies zambullen el movimiento.
El tiempo va necesitando una nueva metáfora
que fulmine las anteriores.
Un ritual de alcohol
para prender la casa en llamas.
* Poemas pertenecientes a Caminar sola (Editorial Pre-Textos, 2023).

Autor
Yamila Transtenvot
/ Buenos Aires, Argentina 1987. Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y Escritura Creativa en la Universidad de Iowa. Sus poemas fueron publicados en Casa Vacía/Empty House (2021) y en la antología poética Territorixs (2019), de la cual también participó como editora. Su libro Esto no es lluvia fue semifinalista del Premio Estímulo a la Escritura 2021, en la categoría de dramaturgia. Trágico o la guerra ganó la residencia CASA en 2017 y fue galardonada por el Encuentro de Dramaturgia Internacional Emergente. Colabora con distintas publicaciones literarias en línea. Su obra ha sido traducida al inglés.