El morro de Acapulco
(las manos ciegas)
Quería yo saber.
Saber si en España corrían
lobos [tu padre era español]
o por qué una gata con
el nombre de montaña
usaba por la tarde,
señorial, el excusado—
magma gualdo de amoniaco,
aséptica Aconcagua.
Queriendo yo saber,
otros lobos me mostraste,
otros montes y otras lavas.
Vente acá, que a aullar te enseño
sin que nos vean las otras gatas.
Esa puerta del ropero
tenía siempre el ojo hueco;
ése que, al mirar adentro,
pasmos, maravillas descubría:
a ti y a mí en el resbaloso entuerto;
así, de milagro y de rodillas.
Quizá con alguien más
jugabas escondidas,
pero entre dos nosotros
no había nada ni otra cosa
que jugar escondidillas—
Supe al fin, por fin,
de un calor de veinte soles
como fiera que se entibia
al hurgar en lo pequeño,
con la panza para arriba.
Armando
(boca de antro)
“Conózcanse, ámense: para eso los presento”,
nos dijo uno entre canciones, sin sorna o elemento
que algún pie diera de adivinar aquella noche
las densidades procelosas, la intención de algún fantoche
dispuesto a dar la vida por el desleal delirio de las dragas.
“Y cuando bajen los espejos, finge que te tragas
sus reflejos a pedazos, cual astro derrumbado
hacia sí mismo, sin romper el himen que calienta el lado
inapreciable de la luna, testigo de tu baile y de tus pasos”.
Comiste de esa luz y luego vomitaste los escasos
soles que habitaban en tu cuerpo con humor de tierra.
Bebiste gotas de música celeste, y al compás que encierra
fuego y éter creaste un universo entre las piernas;
pusiste el sexo entre las flores, en cavernas
de inocencia, farsas pétreas del contorno de una boca
cansada de besar la piel que la sofoca.
Volaste en aire denso, dudando ser avión o el ave
que pudiera perforar mi sol austral con nota grave,
barítono graznido, gemido anunciador de que poesía
es de putos el asunto, pues rima muy feliz con sodomía.
José
(el que encuentra así, esperando)
Ojalá supiera siempre yo
qué provoca tus comidas
o tus cenas para conocer así
la medida mínima del hambre
que te tiene azul por dentro,
o la máxima extensión de tu deseo
sin colores, ése que tu padre
se ha robado porque puede;
ése que la madre, cuando
alcanza a rescatarlo, arrumba
en alguna pieza oscura
de una casa que recuerdas solo,
sin realmente haberla profanado
o perfumado nunca.
Yo al menos debiera concederte
el fulgor de una noche de cristales
o un olvido que replique
el toque displicente de unos pétalos
paganos o, a cambio de un espasmo,
la inquietante orografía de ocho labios,
o la cruenta infinitud
de toda luna y toda rosa.
Pero he olvidado ya contar
las estrellas y sus rayos,
y esa cósmica ignorancia
impide que adivine los contornos
de tu sombra; evita que en el día
más plateado del invierno
sea capaz de percibir los salvajes
fundamentos de tu aritmética
inocente:
es ésa una lengua memoriosa
que, amoroso y diligente, sigues
traduciendo en destellos
cotidianos, en sabores de amargura
y en prácticas mortales para un hombre
que, en toda su soberbia, se bate
entre saberes cortos y anormales.
Paciente y descarnado,
como un gato entre la bruma,
me sigues esperando.
* Poemas pertenecientes a Sabor mortal, Aliosventos Ediciones / Aquelarre Ediciones, Xalapa, 2024, 87 pp.

Autor
Mario Murgia
/ Ciudad de México, 1973. Es profesor de literatura, traductor y poeta. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran Singularly Remote. Essays on Poetries (2018) y los poemarios El mundo perdone (2018) y Sabor mortal (2024).