enero 2024 / Dossier, Reseñas

La primacía de la niebla

 
Aurelia Cortés Peyron. Xicotepec. Años roble, México, UAM, 2021, 72 pp.

La primacía de la niebla

Por Leticia Gámez
 
 
Xicotepec. Años roble puede ser muchas cosas: la cartografía de un recuerdo habitado, el cronograma de la expansión del musgo, las raíces de una amistad; un trozo de bosque que permitió, en sus propios términos, los muros y cristales de una casa. Pero también es un sitio en la sierra de Puebla que huele a café, una localidad en la que, después de leer este libro, se vuelve difícil creer que haya vivido alguien más que dos niñas: la que escribe y Regina, su amiga.

Los poemas de Xicotepec tienden a la brevedad. En verso, prosa o una mezcla de ambos, poseen líneas precisas, sin enredo de subordinaciones –salvo por los momentos en que se persigue la enroscada forma de las plantas–; caen livianos. Más que seguir el formato del libro, tienen lugar en un pequeño mapa que encontramos antes del prólogo, el blueprint de una casa rodeada de bosque. A blanco y negro, los trazos del plano son los recuerdos de los anteriores habitantes, disgregados sobre éste; los nombres de los poemas y su número de página tupen los espacios vacíos en un convite a comprender, si no el recuerdo, sí las dimensiones de la memoria.

Se trata del segundo poemario de Cortés Peyron. El primero, Alguien vivió aquí (2018), ya daba aviso del interés por la lenta destrucción del agua, por la pérdida como un sedimento legible que condiciona los modos de habitar. En Xicotepec, a partir de lo que le cuentan –más lo que supone–, la voz poética refiere de manera ocasional la vida de los desconocidos y antiguos inquilinos; sabe que atraviesa las fantasías malogradas de un gringo, la locura agriada de una esposa y una casa que, ambivalente, bien la avala un documento pero la desaparece un bosque. Con todo, la humedad, el musgo, los hongos, son quienes permiten leer la verdadera historia de aquellas ruinas:

la humedad ablandó los dátiles navideños desde el centro
rizó el pelo de ella, fermentó la saliva de él,
se arraigó en camisas y vestidos,
fue ondulando fotografías,
patrones de costura, cuadernos de contabilidad,
invadió colchones y las horas de lectura
. . .
La humedad no distinguió entre
árbol vivo y casa.

Pese a que pareciera que cualquier visitante será intruso, el mágico mesófilo de montaña seduce hasta trabar una bella fraternidad entre la invitada y las formas de crecimiento que observa. En tanto lectores, nos adentramos en la intimidad iniciática de quien ha concedido germinar a partir del ambiente: “No sabía que un aire amniótico rodeaba mis facciones, aun indefinidas. Que incluso la niebla sin filo podía erosionarlas”. La voz que nos habla aprendió, o se dejó contagiar, de los movimientos enigmáticos de lo no visible, aunque palpable: “Yo también vine flotando, lejos del centro, de los cuerpos, a sentir el fresco de la madera”. La autopercepción naciente –la autora tenía, acaso, 13 años en su primera visita– despierta la mirada que trenza asociaciones y, de la vivencia a la poesía, ésta se vierte en una escritura entendida como placentera absorción. De un poema a otro se busca una continuidad que, además de lineal, sea una respiración compartida que enlaza a los habitantes. Alguien nos traduce el idioma del bosque, o bien, alguien encuentra su propio idioma, su levedad y frágil estancia, sólo a partir del bosque. En Xicotepec sólo el musgo puede escribir la eternidad.

Si bien se puede prescindir del blueprint para entender los poemas, que logran imbuirnos en la arquitectura intrincada de los hongos, gracias a aquel plano comprobamos que junto a la edificación principal hay una pequeña vivienda como isla –ínfimo país donde dos niñas juegan a crear una genealogía–; que el río pasa cerca pero inicia y acaba en otro sitio; que los documentos de pertenencia, sus límites, sólo acentúan el carácter indómito de la tierra: las pretensiones interrumpidas, los sueños frustrados. El mapa vuelve palpable el desequilibrio entre el inmueble y el reino vegetal, o el de la realidad material y la imaginación poética. En este último sentido, Xicotepec se asemeja una casa de retiro dentro de un panorama literario donde crecen los contextos lacerantes, las causas sociales, los desquites o las reparaciones familiares. En todo caso, habrá quien encuentre algún atisbo de ecopoesía en el libro, aunque su riqueza no reside en encomendarse a denuncias o responsabilidades, sino en el asombro de una experiencia personal a la que se nos invita por distintos caminos de llegada.

La voz de los poemas no desaparece en afanes colectivos; suele desvanecerse en un viaje al interior de la flora. Su introspección radica en contemplar la dinámica de las flores, de las bromelias y orquídeas, y reconocer que el bosque es más que un plan vacacional, pues ha penetrado en lo hondo de la percepción hasta plantar su cepa. A sabiendas de que la esposa del gringo enloqueció porque “La humedad penetró en su idioma”, contrasta el vínculo que la voz lírica entabla con el dominio de lo húmedo: sus consecuencias, fenómenos y enseñanzas: “somos una capa delgada de musgo / que improvisa su edificio”, y la primacía de la niebla:

Vendrá con su compresa húmeda
a curar mis ojos
de la profundidad
para que sólo miren lo que pueden
tocar las manos

Encuentro en los versos de Xicotepec el logrado encanto por la edificación fluorescente de los hongos. Mapa sobre mapa, se despliega “la escritura/ parasitaria de las plantas”, sus desordenados y engorrosos caminos. Los poemas se convierten en una evanescencia que persigue los misterios del bosque sin hacer ruido; respeto y magnetismo por la oscuridad de la noche; reposo, mirada y crecimiento donde sólo quien está de paso, madura. La visitante, la huésped, acepta lo transitorio sin conquistas pero con filiaciones: apego al terrón de neblina, a la gota que cae sobre las hojas de planta prehistórica, al pigmento del musgo.

Otro tanto se podría decir sobre la amistad que crea espacios de sosiego, tardes paradisiacas, hermandad en la tierra, pero cómo entender esto sin saber antes que la floresta se embebe por los ojos e hidrata no la memoria ni la juventud, sino una noción de compañía donde “Nada en el bosque está solo: es una red de alusiones”. En el último poema se nos habla de las pupilas de Regina, antes de tono aceitunado por el reflejo de los árboles y ahora distintas, “pues cambiaron de color con los años”. Sin embargo, luego de ser invitados en esta conversación con el bosque, una grata duda podría coronar nuestra lectura: ¿realmente desaparece la huella verde de los rostros?
 
 

***

 
Habitar una arquitectura vegetal

Por Andrea Fuentes
 
 
La sierra tuerce la carretera y entonces comienza el viaje.
 
Un viaje que no es viaje, sino genealogía. Un conjunto de antepasados, sí (sus voces, sus anhelos rotos, la deslumbrante perfección de sus aspiraciones); pero, sobre todo, una filogenia que descoloca la antigua clasificación de los reinos de los seres vivos. Ahí se es moho tanto como cuerpo, sombra de árbol tanto como momento de la historia: el trazo de una amistad, el tegumento los seres que les precedieron, el vaho (condición de temperatura y humedad) de una devoción: hacia la vida misma, hacia la naturaleza. La inmersión en esta geografía nos expande de manera inmediata pero suave; a quienes leemos, a quienes por ahí desfilaron, erigiendo o deshaciendo lazos. El sitio, como enredadera, cubre, atraviesa, densifica la visión que tras sí se nos revela. Y se vuelve ambiente, atmósfera, selva. Lo que nos rebela es el acontecer de una casa, erigida en medio de la espesura, donde se yerguen con ramas firmes pero ligeras los retazos de asuntos sucedidos a las presencias que por ella han transitado: personas o helechos —o una cierta luz, que se advierte aunque no se le nombre. Sus pisadas unidas como peciolos a un tallo que se divide en tiempos y ayeres: nada que haya sido ni casa ni historia ni tiempo, sino en realidad una cartografía. Sus coordenadas son precisas (lo dice claramente el índice que lleva el libro y que fue trazado como plano): 2 Dentro; 13 Fuera; 6 Casa; 2 Bosque de niebla o mesófilo de montaña (observo cómo esta escritura toma el término “mesófilo” y lo incorpora entre versos, y nos obliga con sutileza a percatarnos de algo más, quizás a aprender); 3 El río; 2 Blueprint (el proyecto, el plano, que más que una visión sobre el futuro se trata de una reconstrucción del pasado, uno que no lo es tanto porque la vegetación en él sigue siempre creciendo, cubriéndolo todo, abrazando el paso del tiempo bajo su regazo, siendo futuro); 6 Limbo; 1 Lechuza; 1 Años roble; 1 Tepalcate.

También incluye un “Llegar / volver”, porque al fin eso es lo que hace una genealogía: constituye una serie de partidas y arribos que suponen lazos, trayectos, encuentros, olvidos. El origen que tiene dentro el porvenir y la vida, más allá de todo reino.

Pienso en el juego de los afectos que se establece desde nuestra memoria con la flora, con el universo natural. La primera vez que leí los poemas de lo que sería este libro, tuve la sensación de iniciar un diálogo íntimo con la naturaleza: sus palabras me forzaban a ello; me sumían en la posibilidad de nombrar una experiencia que todos hemos sido, donde se difumina el límite de nuestro estar con nuestro respirar, donde somos suspensión de pequeñas gotas aglutinadas a tal grado que se vuelven bruma blanca y en ella somos apenas como fantasmas. En Xicotepec, la niebla es tan densa que por momentos no puedes ver a la persona parada a tu lado. Los ejes de movimiento se vuelven otros; otras coordenadas emotivas aparecen, otro sistema de vínculos. Lo sé porque estuve ahí, porque en el sistema de extraordinarias relaciones que nos conforman, muy poco después de haber recibido los poemas de Cortés Peyron para editarlos —y sin haber estado antes en ese punto específico de la Sierra Norte de Puebla—, dos queridos amigos celebraron su unión justo ahí, en ese lugar. Las palabras de Xicotepec se me volvieron, más que registro, conversación, develación. Bajo su guía, me sumergí en los relieves y declives donde verde y blanco se funden. Éste es parte del diálogo que hicieron brotar en mí esos años roble, mil años quizás, (una eternidad y nosotros un suspiro). Aprendí entonces a estar ahí. El juego de orquestar esa húmeda selva con mis pisadas y de imaginar, allá abajo, la casa-planta de alguien que todos hemos conocido y que nadie abrazó tanto como la propia Aurelia con su clara voz, con su habilidad para profundizar y crear un lenguaje de lianas y heno desde el cual asirse y saberse red: “Todo apunta hacia el cielo y hasta el alma se nos vuelve vertical, nuestros pasos se hacen cortos y la savia, contra toda ley física, sube el tronco, irriga las habitaciones de la hoja”, dice la autora. La palabra poética en Xicotepec, desplegada en hojas de papel —otro árbol—, ha sabido, más que abrazar, entender y erigir en su amplia y justa dimensión (no de lugar sino de fuerza centrípeta) a ese espacio de la memoria natural como una de las semillas del saber, construyéndolo verbalmente como el ecosistema de humanidad y naturaleza que “hará brotar de cada accidente extremidades verdes”.
 
 

***

Poemas de Xicotepec. Años roble

 

Casa

La humedad ablandó los dátiles navideños desde el centro,
rizó el pelo de ella, fermentó la saliva de él,
se arraigó en camisas y vestidos,
fue ondulando fotografías,
patrones de costura, cuadernos de contabilidad,
invadió colchones y las horas de lectura,
hizo más denso el sabor del tabaco,
hizo imposible el paso a ciertos cuartos,
posible sembrar café,
madurar sus frutos como cerezas.

Desmoronó el dinero de él,
la voluntad de ella,
volvió musgo su deseo.
debió teñir sus sueños.

La humedad penetró la casa con un idioma propio.
La humedad no distinguió entre
árbol vivo y casa.

 

Niebla

La única niebla
endémica de mi ciudad
es la lluvia;
la llevo como un suéter gris
entre texturas de otra gente
y estampados.

Mi única niebla,
la de la espera bajo cualquier techo,
de coches ciegos, lentos
bajo el chubasco,
me siembra cataratas en el ojo,
esconde los contornos.

Es el punto inmóvil
al centro del trompo,
no me moja, me rodea,
esfera al vacío
yo adentro,
gris apenas, suéter grueso
con su olor a húmedo.

Es la gasa que impide
que mi propia sangre me hiera.

 

Montaña

No es mar:
no parte el cielo en mitades,
lo empuja
lo apuntala
con su techo de dos aguas
y para medir su altura
se necesita una pupila de felino.

Me vuelve sótano,
ventana al ras:
la montaña me convierte
en la niña bajo la mesa.

 

Niebla

Vendrá con su compresa húmeda
a curar mis ojos
de la profundidad
para que sólo miren lo que pueden
tocar las manos.

Hará brotar de cada accidente
extremidades verdes.

 

Fuera

Filmé este poema con una cámara térmica: el bosque azul cobija la casa verde. El azul oscuro indica que no hay seres vivos; el rojo y el rosa, que algo palpita. En la noche, somos dos manchas de lava incandescente en un mar extenso donde a veces alguien enciende un cerillo.


Autores

Leticia Gámez

Hidalgo del Parral, Chihuahua, 1997. Egresada de la Maestría en Literatura Mexicana de la Universidad Veracruzana. Asistió al X Curso de Creación Literaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, Xalapa 2018. En 2021 recibió el Premio de Literatura Joven Rogelio Treviño de poesía y una mención honorífica en el Premio Nacional al Estudiante Universitario Carlos Fuentes de Ensayo. Fue becaria del PECDA 2021 en poesía. Colaboraciones suyas aparecen en Bistró, Criticismo, Punto de Partida y Letras Libres.

Andrea Fuentes Silva

Ciudad de México, 1973. Escritora y editora. Parte de su obra, con una nota introductoria de Carla Faesler, apareció publicada en la colección Material del Lectura (UNAM, 2023). Es, asimismo, autora de MuchaMadre (2021), Palabras para nombrar al mundo (2018) y Rosario Castellanos y Juan Ruiz de Alarcón (2010). Directora general y cofundadora de La Caja de Cerillos Ediciones, ha impartido numerosas conferencias, talleres y seminarios sobre libro ilustrado y edición. Becaria del Fonca, ha fungido como jurado en numerosos concursos de creación.

enero 2024