No. 86 / Febrero 2016 |
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Poesía y política |
Ike |
por Jorge Aulicino |
En su famoso ensayo “El poeta y la ciudad”, W. H. Auden describe una serie de inconvenientes para que el poeta practique su arte hoy y de alguna manera la existencia de ese arte tenga sentido. En ensayo se cierra en un callejón sin salida: si la sociedad se pareciese a un poema sería un lugar horroroso; una ciudad con el mismo número de habitantes que hacen siempre lo mismo, puesto que en un buen poema cada parte tiene una función y éstas deben cumplirse, o están destinadas a cumplirse por toda la eternidad, so pena de que el poema no perdure por toda la eternidad. Si fuera al revés, es decir, si el poema imitase a la ciudad, sería inconcebiblemente aburrido, sin sentido, vacío, informe. Hay algo aun más certero en el ensayo de Auden. Es su reflexión sobre la abundancia de cultura en la vida moderna; sobre la temible proximidad de la cultura artística, que la sociedad de la despersonalización y los medios de masas han acentuado, si no producido. “Una metrópolis -dice Auden- puede ser un ámbito maravilloso para el artista maduro. En cambio, a menos que sus padres sean muy pobres, es un lugar peligroso para la formación del aspirante a artista, ya que se confronta con los mejores del arte demasiado pronto. Es como tener una relación amorosa con una mujer sabia, inteligente y veinte años mayor que él. Con frecuencia su destino es el de chéri.” Esa demasiada producción cercana, unida a la explotación comercial del arte popular, y también (cabe decir) del menos popular, aunque en menor medida, nos ha reenviado, según Auden, a una búsqueda que yo llamaría tardo-romántica de la voz propia. Una tradición es valorada en tanto en ella podamos reconocer algo “nuestro”, no lo que significó o pudo significar en la articulación del arte que queremos aprender. Si aspiramos a que nuestra poesía sea “actual” y “comprometida” siempre buscaremos en el pasado ejemplos que nos justifiquen, o nos sirvan de modelo, y a eso lo llamaremos “nuestra tradición” en el mejor de los casos, porque en el peor diremos que es la única tradición vigente; el resto habrá muerto. El poeta suele consolarse y hacer su orgullo de que la poesía no sirve ni vende. Los aún comprometidos buscan una serie de explicaciones, de caminos ocultos y atajos que llevan a demostrar que la poesía de todos modos “opera”, influye, sociabiliza, crea hechos políticos. Pero lo cierto es que la poesía vende y sobre todo ha vendido mucho. Todo político, cualquier publicitario, se valen de ella. Saben hoy que el discurso debe ser metafórico, porque los hechos lo son, y una y otra vez el 18 Brumario de Luis Bonaparte imita la política de verdad, da cuenta de ella, “como farsa”. Los políticos apelan a ingeniosas figuras “populares” la más de las veces, aunque también probadas figuras literarias, sin citar fuente; y hacen esto en mayor medida que pronunciar retóricas frases susceptibles de ganar el aplauso por su magnificencia metafórica. No es necesario recordar a Cicerón para establecer la diferencia entre un político de antes y uno de ahora; baste decir que ningún político diría una frase del tipo “todo taller de fragua es un mundo que se derrumba” como la que alguna vez usó el caudillo radical argentino Hipólito Yrigoyen. Son conscientes de su función de farsantes, de cómicos standup. Usan el arma del ingenio y de la vívida representación de una idea, en una suerte de operación no mentirosa, sino cínica. Esto lo han hecho los de derecha y los de izquierda en América latina últimamente, y de modo muy especial en la Argentina. El mundo que describen o prometen es una patraña. Su humor de provocadores de patio solo lo reafirma. No hay construcción alguna en lo que hacen; al perder la construcción retórica perdieron toda posibilidad de ser creíbles y aun de construir “de verdad”. Ha llegado la hora de contradecir a Marx. No es que los filósofos hayan querido explicar el mundo hasta que acudió el marxismo para decir que era el momento de transformarlo. Pudo ser así en el siglo XIX. Hoy parece más bien necesario crear un mundo, para luego, en todo caso, ver qué hacemos con él. Volvamos a Ike. Es probable que desde su mesa de arena no haya contemplado el “aspecto humano” de la operación que iba a llevar a cabo sino el modo en que la mayor cantidad posible de sus soldados lograría atravesar entera la línea de cañones y torretas de metralla enemiga. Había un porcentaje de bajas calculado. Ike sabía que debía ser menor, por la integridad del ejército y el éxito de una empresa portentosa que involucraba cientos de miles de combatientes de varios países. No importa si esa operación fue liberadora, justa. Quizá Ike y todos sus generales hubiesen actuado de igual modo en cualquier otra circunstancia de guerra. Pero en “la integridad de la tropa” anda, aunque sea de prestado, el interés “humano”. De este modo debería construir, finalmente, un poeta. Mirando a los ojos a los que van a morir sin que le tiemble el pulso.
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