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Tomás Gubitsch: "El poeta y el músico están trabajando la misma materia"
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Música y poesía |
Por Jorge Fondebrider |
Hace más de treinta y siete años que el virtuoso guitarrita y compositor Tomas Gubitsch (Buenos Aires, 1957) está radicado en París. Luego de haber tenido, entre sus 16 y 19 años, una brillante carrera porteña (con Generación Cero, el mítico grupo del bandoneonista Rodolfo Mederos, y con la mejor versión de Invisible, el grupo de rock de Luis Alberto Spinetta), durante una gira con el octeto eléctrico de Astor Piazzolla, quedó varado en París por negarse a convalidar la política represiva del gobierno militar argentino, que, luego supo, auspiciaba los shows. En París y tan joven, tenía que sobrevivir. Lo hizo asociándose primero con otros músicos argentinos y, luego, empezando a involucrarse con el ambiente del jazz local. Fue arreglador de Stéphane Grappelli, guitarrista de Steve Lacy y frecuente sesionista de otras figuras igualmente importantes. Recibió ofertas de trabajo increíbles que dejó de lado porque no le permitían hacer su música. Después, poniendo la guitarra entre paréntesis, se dedicó a la composición de música contemporánea y a la dirección orquestal, combinando en varias oportunidades ambos oficios. Retomada la guitarra, fundó un singularísimo quinteto que recrea los quintetos tradicionales del tango, solo que no se trata ni de la vanguardia
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No. 71 / Julio-agosto 2014 |
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Hace más de treinta y siete años que el virtuoso guitarrita y compositor Tomas Gubitsch (Buenos Aires, 1957) está radicado en París. Luego de haber tenido, entre sus 16 y 19 años, una brillante carrera porteña (con Generación Cero, el mítico grupo del bandoneonista Rodolfo Mederos, y con la mejor versión de Invisible, el grupo de rock de Luis Alberto Spinetta), durante una gira con el octeto eléctrico de Astor Piazzolla, quedó varado en París por negarse a convalidar la política represiva del gobierno militar argentino, que, luego supo, auspiciaba los shows. En París y tan joven, tenía que sobrevivir. Lo hizo asociándose primero con otros músicos argentinos y, luego, empezando a involucrarse con el ambiente del jazz local. Fue arreglador de Stéphane Grappelli, guitarrista de Steve Lacy y frecuente sesionista de otras figuras igualmente importantes. Recibió ofertas de trabajo increíbles que dejó de lado porque no le permitían hacer su música. Después, poniendo la guitarra entre paréntesis, se dedicó La siguiente entrevista tuvo lugar, luego del reciente estreno del segundo espectáculo propio en el Theatre de la Ville, de París, que forma parte de una trilogía donde los poemas y los poetas tienen mucho que decir. ¿Cuál es tu relación con la literatura en general y con la poesía en particular? Recuerdo, yo debía tener unos quince años, a mi padre preguntándome qué estaba leyendo. “En este momento, nada”, le contesté. Creo que rara vez lo vi tan alarmado. En cuanto a la poesía, digamos que es quizás el aspecto más accesible de la literatura para un músico. Probablemente porque la poesía es la parte de la literatura que más se aproxima al pensamiento musical, si la consideramos como el espacio donde las palabras pueden hasta dejar de obedecer a sus propios significados, donde el lenguaje es la materia creativa en sí, liberado de sus imperativos prácticos. Para un músico, nada es unívoco. Una nota en sí no tiene un sentido particular, y una frase musical puede tener tantos difícilmente descriptibles “significados” como oyentes. Ahora bien, esa misma nota sin sentido particular también puede trascender su mera realidad físico-acústica y ser el punto culminante de una obra, o el elemento preciso de una melodía que nos conmueve hasta las lágrimas. Tal y como puede hacerlo la palabra más banal, por motivos difícilmente explicables, en medio de un verso que nos atañe.
¿Tenés alguna experiencia que vincule la composición o tu instrumento con la palabra escrita? He hecho, y sigo haciendo, varios espectáculos donde aparece la palabra escrita, o, para ser exactos, la palabra leída. Por caso, el último, El tango de Ulises, es un tríptico del cual acabo de estrenar la parte central (Todos los sueños, el sueño), y gira en torno de una relectura de la Odisea, guiada, entre otros, por el poema Ítaca de Cavafis. Si bien sería falso decir que “lo que dice” un poema o un texto me sea indiferente, cuando incluyo poemas en mis conciertos, ya se trate de una lectura en directo o difundiendo grabaciones, lo que prima es cómo suena. Puedo agregarles música (https://www.youtube.com/watch?v=66cGWmgjY&feature=youtu.be), pero perfectamente pueden prescindir de ella, porque suelo percibir la lectura de un poema como música en sí. En cierta medida y a partir de instrumentos distintos, el poeta y el músico están trabajando la misma materia, el sonido. Hay casos flagrantes. Pienso en dos poetas leyendo sus propios poemas: Dylan Thomas cantándolos en éxtasis y la muy opuesta letanía monótona de un Borges, por ejemplo. Suenan muy diferentemente, claro, pero si de algo no cabe duda es que ambos son, eminentemente, músicos. Curiosamente, rara vez me ha tentado apelar al canto, que, teóricamente, es capaz de reunir poesía y música. Lo cierto es que el “gesto bruto” de la lectura de un poema me conmueve tanto o más: ya es un canto, con su melodía, su dinámica y su ritmo propios. Y que la música instrumental, o al menos exenta de palabras, conlleva, en el mejor de los casos, su propia poesía a su vez. Decís que rara vez te tentó apelar al canto y, sin embargo, acompañaste cantantes. ¿Cómo fue esa experiencia? ¿Dependía en algo el género? Te seré claro: hay montones de canciones que me encantan y que forman parte de mi vida. Dentro de ellas, inclusive varias inconfesables, no soy un talibán de la música instrumental ni nada que se le asemeje. Ocurre que el canto, el sonido de una voz, apelan casi ineluctable e inefablemente a lo afectivo, a esas esferas donde uno se encuentra con las defensas bajas. Quizás por eso haya que ser extremadamente exigente con él. Todo lo enfático activa todas mis alarmas. De igual manera, todo lo exageradamente nostálgico, por ejemplo, produce el efecto contrario en mí, me aleja de toda emoción. Por éstas y otras razones, detesto a la inmensa mayoría de los tangos cantados. Pueden gustarme algunas de sus músicas, pueden gustarme ciertas letras, pero la ultra-significación que implica la yuxtaposición de ambas suele horripilarme. Muchos de los títulos de tus temas suenan muy literarios. ¿A partir de qué se te ocurren? ¿Cómo los decidís? ¿Podrías dar ejemplos? Los títulos surgen de las más variadas maneras. Durante la composición de mi último álbum, Ítaca, creo haber estado en medio de un cuestionamiento acerca de todas esas pequeñas o grandes historias que hacen que uno vaya imperceptiblemente bifurcando o alejándose de sus verdaderos deseos u objetivos. Para ser más precisos, la “Ítaca” a la que me referí es ese espacio, real o imaginario, en el que uno puede volver a ser lo más “uno mismo” posible, a desandar esas pequeñas bifurcaciones —que no por pequeñas dejan de ser nocivas—, en otros términos y para hablar claro si no sonase tan trillado, ¿En qué medida lo que leíste pudo haber influido en tu concepción de la guitarra o en tu manera de tocar? ”What you eat you are”, decía George Harrison en Savoy truffle. Algo análogo, creo, ocurre con lo que uno lee, con lo que uno escucha o con lo que uno va a ver. Ahora bien, no sé cuánto más podría ahondar esta cuestión si la articulamos específicamente con el instrumento o la manera de tocar. Cada arte responde a una lógica que le es propia. Hasta puede resultarme problemático intitular mis composiciones, en muchas oportunidades soy consciente que mis propios títulos inducen interpretaciones que poco o nada tienen que ver con mis intenciones (o mi ausencia de intenciones) musicales. ¿Nunca se te ocurrió “musicalizar” un poema? Asocio la pregunta con la autorización de ponerle música a uno de sus poemas que le pidió Debussy a Mallarmé. Éste le habría contestado: “¿Para qué?, si ya tiene su música”. Sabemos que finalmente Debussy se salió con la suya y que, inteligentemente, en su Fauno el texto ocupó más bien un lugar de pretexto. Al mismo tiempo, si el pretexto cumple un rol inspirador, su función no es nada desdeñable. Para contestar concretamente, nunca he musicalizado un poema, por el momento los he incluido más bien en mis músicas. No descarto en absoluto la posibilidad de hacerlo algún día. ¿Podrías ejemplificar de qué manera trabajaste con las voces de los poetas? Citaré tan solo tres ejemplos, hay otros. Encontré una copia de la única grabación existente (sobre disco de cera) de Walt Whitman leyendo Joy, shipmate, joy. La calidad de la grabación es tan primitiva que casi se lo percibe como un extraño instrumento donde, entre ruidos de toda índole, emerge una voz, un elemento orgánico, en todo caso. Tomé ese documento, lo transformé utilizando diversos tratamientos sonoros e, intentando clarificar la inteligibilidad del texto, logré hacer resurgir el ritmo, casi de cántico, con el que Whitman lo lee. Luego, hice coincidir la pulsación y la tonalidad de la introducción de una de mis piezas con las del poema, creando en vivo un crossfade entre la grabación y los músicos de ambos elementos. Mi sensación, en este ejemplo, es que la música emana del poema y lo continúa. En el caso que mencioné de Dylan Thomas y de su Do not go gentle into that good night, me vi muy favorecido por la materia prima, ya que más que decirlo o leerlo, el poeta lo canta; bastó con armonizarla, partiendo de un acompañamiento tradicional, prácticamente implícito, independizando con el transcurrir de los versos casi por completo música y poesía, para concluir volviendo al acompañamiento inicial ligeramente trastocado e inmediatamente encadenado con otra pieza. Pero también ocurre que el texto aparezca absolutamente desnudo. Es el caso en Todos los sueños, el sueño, cuando Marilú Marini o Angélique Ionatos leen el poema de Cavafis en sus respectivos idiomas, o cuando John Greaves nos dice con su acento galés “Lie still, sleep becalmed”, nuevamente de Dylan Thomas. Los textos en sí, dichos de manera perfecta, con voces tan particulares, cargadas de historias, grabadas en la intimidad, por momentos susurradas al oído del oyente gracias a la espacialización de la difusión, constituyen, a mi entender, un hecho musical. O, por parte baja, un fenómeno sonoro contundente que requiere una absoluta autonomía. En muchos casos, adrede, ni siquiera me tomo el trabajo de traducir los textos al público, aún sabiendo perfectamente que no todos hablan castellano, griego o inglés. De manera general, podría agregar que el silencio que puntúa la conclusión de una poema, esos instantes durante los que dejamos resonar las palabras y el sonido que ya no están, también pueden ser música. No nos olvidemos que la música está fabricada a partir de sonidos, y también de silencios. Sea como fuere, en esos breves instantes de silencio y de resonancias de cada uno, el surgir de una nota o de una frase musical, cuando está bien elegida y bien dicha, puede generar climas muy especiales. Quienes estén interesados en conocer parte de los espectáculos de los que se habla en la entrevista, pueden verlos en estos links: https://www.youtube.com/watch?v=5qvhjK6KF30 |