Etno, Otro: Unos |
|
Por Josely Viana Baptista y Francisco Faria |
No. 71 / Julio-agosto 2014 |
|
Etno, Otro: Unos
|
Por Josely Viana Baptista y Francisco Faria (Traducción del portugués: Iván García)* |
JVB: Risério, en 1993 publicaste Textos e tribos, donde hablas del desinterés brasileño por las manifestaciones poéticas de africanos e indios, que, junto con los europeos, forman y conforman nuestro pueblo. ¿A qué se deberá que en un país como Brasil, donde conviven y se mezclan tantas culturas diversas, ese acervo casi nunca haya recibido atención a la altura de su riqueza poética? No; y, a decir verdad, no me gusta la expresión “etnopoesía”, del mismo modo en que rechazo la expresión etnomusicología (me pareció extraordinario que Rafael Bastos titulara su libro Musicológica Kamaiurá). Me rehúso a tratar la poesía nagô-iorubá como “etnopoesía”. Para mí, es poesía, y punto final. No tiene que cargar esa joroba, esa etiqueta discriminatoria de “etno”. Cuando Jerome Rothenberg lanzó aquellode “etnopoesía”, estaba usando la expresión en un sentido muy particular, muy preciso. Rothenberg creció en aquel ambiente norteamericano de pos-guerra, donde se formó el movimiento beatnik, con Norman Mailer celebrando la figura del hipster. Más tarde, al interesarse por la poesía de los indios norteamericanos, Rothenberg acabó hablando de “etnopoesía”. La cosa tenía entonces un sentido contestador, francamente contracultural. Él partía del sentido griego: etnoi = “los otros”. Y entonces decía que el poeta era siempre un otro. Nosotros somos el Otro de Occidente, en este sentido. Pero, siguiendo por ese camino, entonces toda la poesía es una “etnopoesía”… Prefiero dejar de lado ese rótulo. Y hablar de poesía, pura y sencillamente. No me gustan mucho esas generalizaciones, ni tengo especial inclinación por el “esencialismo”. El otro día, un intelectual alemán me preguntó qué definiría algo como “brasileño”, y yo dije que podría intentar responderle, pero sólo después de que él me dijera qué definiría algo como “alemán”… En realidad, ya no uso la etiqueta “otro”. El “otro” es una invención europea, históricamente. Con el tiempo, la cosa se multiplicó. Un tailandés puede ver a un francés como “otro”. Luego, los antropólogos voltearon hacia sus propios pueblos, encontrando “otros” en sus propias sociedades: prostitutas, pandillas juveniles, religiones locales, etcétera. La mujer también se convirtió en un “otro”. Y por último, el psicoanálisis habla de un “otro” dentro de mí mismo. Ante ese panorama, prefiero no hablar de “otro”, sino de “unos”. Retiro del centro lo “mismo”. Cuando me pides una identificación de ese tipo, estás pidiendo, en último análisis, que yo me defina como un “otro”. ¿O me equivoco? Las Américas configuran una realidad bastante compleja —y no creo que mi mirada coincida con la de un mexicano descendiente de españoles y aztecas. Criado entre axés y afoxés, veo a Cortés y Moctezuma como entidades altamente exóticas. En todo caso, entre los trazos característicos que pueden unirnos, toco la tecla fundamental: el barroco. Pero con todas sus y nuestras diferencias internas. El barroco paulista no es el mismo que el barroco bahiano y el barroco minero se distingue de ambos, etcétera. Imagínate entonces lo que ocurre entre países, entre pueblos diversos… Pero sí hay ese dato básico en nuestra formación. Es por el barroco que pasa el trazo que une a Vieira, Gregório, el Aleijadinho, Juana Inés de la Cruz, Guimarães Rosa, Lezama Lima, Haroldo de Campos, Glauber Rocha, Caetano. Y es el barroquismo que distingue las escuelas sudamericanas de futbol de las escuelas europeas. Pelé, jugando en Santos o en la Selección Brasileña, era un espectáculo afro-barroco. En un libro reciente (Avant-garde na Bahia), defino la sensibilidad bahiana como una sensibilidad afro-barroca. Y Bastide llegó a ver nuestras procesiones y carnavales como un barroco de “exteriores”. En fin, existe el barroco, los lazos que nos ligan al Lacio, a la cultura ibérica, la base amerindia múltiple, las distintas vertientes africanas, en el calderón de signos de un planeta estructuralmente occidental. Pero hay muchos momentos en que me siento más próximo a Dahomey o Nigeria que a Chile o Venezuela. Y, por si fuera poco, no hablo nunca de realidad brasileña, sino de realidades brasileñas. No me siento con el derecho de pensar que Amapá y Santa Catarina son harina del mismo costal. JVB: Los curadores de la Bienal de la Habana, que visitan regularmente África en busca de lo que hay allá, dicen que hasta hace poco no existía claramente el concepto de “arte” tal como se concibe en Occidente, y, en consecuencia, el concepto de “autor”. ¿Existe en la poesía iorubá ese concepto de autor? La figura autor puede tener características histórica y culturalmente variables, pero el autor existe. Siempre. Es preciso, antes que nada, evitar una tentación realmente seductora, que es la de construir teóricamente el cierre de un ciclo, como estamos viendo ahora, en estos tiempos “internéticos”. El ciclo que va del autor anónimo o colectivo de las tribus paleo(o neo)líticas al autor anónimo o colectivo de las tribus de la aldea global. La disolución del autor es una fantasía literofilosófica, como en Hegel o Foucault. Lo que ha causado cierta confusión, como bien señaló Levi-Strauss, es el hecho de que no siempre sepamos distinguir entre la personalidad del artista como individualidad creadora y el tipo de individualización característicamente occidental moderna del artista y del objeto estético, exigida incluso por el mismo sistema mercadológico. La “personalidad del artista” no es un rasgo específico, emblemático del moderno mundo cultural occidental-europeo. Esto queda muy claro en el terreno de la estatuariaafricana, donde hay escultores famosos, cuyos estilos individuales son conocidos por el público “nativo”. En el Tratado descritivo do Brasil, escrito en el siglo XVI, Gabriel Soares de Souza nos informa que los grandes cantores tupinambás podían atravesar con cierta tranquilidad tierras de tribus enemigas: eran reconocidos, respetados incluso fuera de sus aldeas. La creación textual de nuestros indios no sólo no es anónima y “colectiva” (en el sentido de la absorción de las individualidades en una especie cualquiera de superego productor), como puede darse en el espacio de una permanente dialéctica entre la invención estética individual y el canon tribal, como se ve, aún hoy, entre los suiás y los arawetés. También Malinowski detectó la “personalidad del artista”, la figura de autor, entre los papuas de la Melanesia. Por otro lado, no veo dónde la creación grupal es capaz de eliminar la individualidad creadora. Observo una banda de rock, una rueda de samba, un equipo de futbol, etcétera, y no encuentro la esperada anulación egoica. Se puede hablar incluso de un complejo montaje de centellas sígnicas, pero no de una fusión de personalidades en una especie de Atman-Estético. El caso del renga nipón es paradigmático: se trata de una creación colectiva hecha por autores individuales. Se habla incluso de los autores más importantes del renga, entre los cuales es común citar, en el siglo XIV, el nombre de Muso Kokushi. En realidad, sólo la existencia objetiva de la figura del autor puede permitir que un determinado género textual venga a ser establecido como un espacio sígnico destinado a las tentativas y a los eventuales productos de la creación colectiva. Y, aún en ese escenario, la individualidad creadora permanece fuerte. La afirmación categórica de Lautréamont —“la poesía debe ser hecha por todos, no por uno”—, no remite a nada, sociológicamente. Es una declaración sintomática, en el sentido de la expresión de un deseo. Critiqué el “multiculturalismo” en un debate con Tzvetan Todorov, en São Paulo. Él coincide, por cierto, cuando decimos que el “multiculturalismo” propone una especie de apartheid cultural supuestamente de “izquierda”, o “progresista”, como se suele decir. Es una postura aislacionista, que pregona la insularizaciónetnocultural. Tal vez eso sea posible en algunos lugares del planeta, o que funcione como escudo estratégico, como coraza protectora, defensiva, en la reciente ola migratoria de pueblos “periféricos” hacia Europa. Una jugada política, y de política cultural, en el sentido más amplio de la expresión. Pero, en Brasil, no tiene cabida. Es una tontería, una importación ideológica sin sentido. Hablamostodos la misma lengua y compartimos, básicamente, los mismos códigos culturales. Conocemos un proceso centenario de miscegenación genética y simbólica. Y ahora, debido a una ola ideológica que aparece en los Estados Unidos y en algunos países de Europa, ¿vamos a formar una comisión para crear “etnias”? Lo siento mucho, pero no tengo tiempo para esos constructos delirosos del servilismocolonizado. La cuestión brasileña es otra. Es el sincretismo, de genes y de signos. Nuestro mestizaje todavía no ha sido discutido de frente, de forma radical y profunda. Antiguamente, bastaba que el sujeto fuera razonablemente “claro” para ser considerado “blanco”; a partir del final de la década de 1970 el cuadro se invirtió: bastaba ser razonablemente “moreno” para ser considerado “negro”. Incluso el viejo Friedenreich, personaje algo mitológico del futbol brasileño, hijo de alemán y mulata brasileña, fue tratado como “negro” por mi querido amigo Joel Rufino, por entonces ligado al Movimiento Negro Unificado, con el cual acabó rompiendo. En realidad, tenemos que dejar atrás no sólo el mito de la “democracia racial”, sino también las simplificaciones de la escuela paulista de sociología y esa estupidez de querer trasplantar a Brasil el patrón racial dicotómico en vigor en los Estados Unidos (donde, por cierto, las personas ya comenzaron a reivindicar el estatuto “bi-racial”). En la práctica, incorporamos todos nuestros antepasados. Falta ahora encarar, en profundidad, el fenómeno mestizo.
|
Tomado de Francisco Bosco y Sergio Cohn (eds). Antonio Risério. Río de Janeiro: Azogue, 2009. Col. Encontros. Publicado originalmente en Musas paradisiacas, en 2003. |