Cajas chinas, muñecas rusas Tienda de fieltro Por Miguel Casado
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No. 67 / Marzo 2014 |
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Cajas chinas, muñecas rusas
Tienda de fieltro Por Miguel Casado
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Un solo libro, aunque monumental y especialísimo, hay en castellano de la labor investigadora de Lev Gumilev, La búsqueda de un reino imaginario, en el que una sabiduría inabarcable (climatología, geografía, historia de las religiones, filología de las lenguas más diversas, un mosaico de culturas en movimiento a través de un milenio…) se aplica al análisis de un rumor que recorrió Europa hacia la mitad del siglo XII: la existencia de un reino cristiano en el centro de Asia, el del Preste Juan. Tuvo este rumor poderosa capacidad de irradiación, condicionó estrategias políticas y militares u originó embajadas transcontinentales, hasta llegar a nosotros con su misterio casi intacto. Gumilev va dibujando una poliédrica imagen de los nómadas de la zona, siguiendo la pista de quienes profesaban la religión nestoriana; doctrina que escindía las personas humana y divina de Cristo, condenada en Éfeso el año 431, alcanzó singular fortuna en el corazón de Asia durante nueve siglos. Acerca Gumilev su foco a pueblos turcos como los uigures, o mongoles como los keraitos; busca personajes que pudieron haber encarnado la figura del rey-sacerdote, y concluye que la revolución social e institucional emprendida por Gengis Kan cortó el paso a cualquier hipotético proyecto político nestoriano. El genio de Gumilev se afila al mirar de cerca: cuando reinterpreta la Historia secreta de los mongoles como panfleto de un partido, o descubre la acción de un agente doble en el ascenso del gran kan, o identifica la religión negra de los mongoles con el bon, ancestral culto tibetano. Sin embargo, la silueta del pájaro en el mojón de pino no queda así conjurada. El vívido detalle lo da una nota a pie de página cuando el autor encuentra, en un poema medieval ruso, otra imagen, “el árbol del pensamiento”, y es ella la que trae su recuerdo siberiano, la que le sugiere vías de acceso entre mundos distintos, “la inmanencia de otro ser”. Gumilev lo formula ahí, pero esta vibración, esta clase de presencia imprecisa, no había dejado de latir en su obra. Y recuerdo yo L’arrière-pays, de Yves Bonnefoy (el traspaís traducía Ferdinand Arnold): otro país que se siente vibrar y ha de estar oculto en alguna parte, la inquietud de su deseo en cada encrucijada, ilocalizable en los mapas aunque nunca se renuncie a buscarlo, fórmula de un reconocimiento personal siempre aplazado. Bonnefoy evoca un libro leído de niño, que no volvió a encontrar, En las arenas rojas: en él un arqueólogo cruza el desierto de Gobi, la visión fugaz de una muchacha le lleva a recorrer las galerías subterráneas donde pervivía una ciudad romana y sus habitantes, vanguardia de un mundo perdido. No volvió a encontrar el libro, pero no dejó de buscar –en Armenia, en el Tíbet, en Mongolia, en Italia– ese país, que para él era ‘la síntesis del ser en la categoría del espacio’. Es esta nostalgia la que conduce a la búsqueda de un reino imaginario, levanta uno a uno los estratos de su posibilidad para encontrar siempre otro debajo –cajas chinas, muñecas rusas–. Es la imagen de Paul Pelliot en 1908, en las montañas de Dunhuang, cuando se le abre la gruta abarrotada de manuscritos antiguos y se sumerge en ellos, al febril ritmo de un millar por día. O el peregrino budista que, en las montañas de Wutai en el siglo VII, tuvo la dicha de que el propio Manjushri, el Bodhisatva de la Sabiduría, le abriera la gruta diamantina que guardaba su biblioteca infinita. Y quizá el viaje es este: no la caja china diminuta ni la menor de las muñecas rusas, sino el término abierto, árbol del pensamiento, otro país siempre más allá. Lecturas. (Este texto ha sido publicado en “La sombra del ciprés”, suplemento del diario El Norte de Castilla) |
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