No. 66 / Febrero 2014 |
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Sonrisa y paciencia |
Por Jordi Doce |
Lo primero que me viene a la mente al recordar a Nicanor Vélez es, curiosamente, su sonrisa: chispa en los ojos, la curva traviesa de los labios bajo el bigote, algo en el rostro que lo devolvía por un instante a la niñez. Y digo que me parece curioso este recuerdo insistente de su sonrisa porque con Nicanor tuve, sobre todo, una relación telefónica. Nos vimos muchas veces, nos escribimos con abundancia, pero el teléfono era el espacio donde se dirimía casi en exclusiva el diálogo, el trabajo en común. Nicanor y el teléfono: su insistencia a destiempo, sus llamadas bajo el sol de playa de agosto, sus charlas eternas para cerrar los detalles de un libro, una revisión de pruebas o, simplemente, hablar de nuestras cosas. El teléfono era el reverso locuaz que le permitía, antes o después, pasar largas horas en su local de la calle Getsemaní revisando textos, corrigiendo y ordenando papeles, forjando con paciencia de relojero los libros a su cargo. Creo que todos los autores, traductores y colaboradores de los volúmenes de poesía, ensayo y obras completas que produjo Nicanor han tenido la misma experiencia: la fase final de cualquier proyecto era una larga llamada intermitente que podía durar semanas y que no se cerraba hasta que dábamos respuesta a todos y cada uno de los interrogantes de la edición. No he conocido editor más atento, meticuloso y pertinaz que él. Con ninguno he tenido conversaciones más aleccionadoras y debates más encarnizados, hasta el punto de olvidar cuál era el origen de la disputa o preguntarme si de tanto afinar no estaríamos –escolásticamente– cortando pelos en tres. De ninguno he aprendido tanto, no sólo por la calidad misma de la conversación (las enseñanzas sobre cómo resolver este o aquel problema editorial) sino por el ejemplo mismo de su día a día, la constancia rigurosa con que gradualmente, y sin apenas ruido, fue levantando un catálogo de poesía contemporánea que no tiene igual en el ámbito hispanohablante. Los caprichos de la memoria, sin embargo, me devuelven una y otra vez la imagen de su sonrisa en la cafetería del Círculo de Bellas Artes, charlando con Gustavo Guerrero y un servidor poco antes de presentarse Conversación con la intemperie: seis poetas venezolanos (2008), que Gustavo había coordinado con mano maestra. Por alguna razón, le recuerdo exultante: lejos de la mesa de trabajo, olvidado por un instante del móvil, no dejaba de hacer bromas y mirar con ojos expresivos la pendiente de Gran Vía. Esa imagen es el eje al que se anudan recuerdos algo más borrosos: Nicanor en su despacho de Vall d’Hebron, bajando las persianas metálicas antes de enseñarme (sorpresa, sorpresa) las pruebas de un volumen de Octavio Paz revisadas por su autor; o en la presentación madrileña de Las ínsulas extrañas, flotando visiblemente entre los invitados como un globo al que le hubieran quitado lastre (y era así); o saludándome con ojos comprensivos –la sonrisa, de nuevo– cuando trataba de explicar o justificar mis retrasos de traductor apurado. La sonrisa, sí. Pero también la voz, ese acento difícil de describir o definir en el que se mezclaban tonos de Colombia, París y Barcelona. Por algo mi última comunicación con él fue telefónica: una vieja idea que los dos queríamos retomar sin saber muy bien cómo. Lo siguiente que supe, tres o cuatro días más tarde, es que Nicanor había ingresado en el hospital. Quedó la conversación pendiente y eso hace aún más real, más palpable, el hueco de su ausencia: una voz que espera respuesta. Ultimar la producción de la Obra completa de Blas de Otero, que él había dejado encarrilada pero inconclusa, fue un modo nada impertinente de celebrarle y honrar su recuerdo; también de seguir trabajando con él, de otra forma. Durante los doce años que tuve el privilegio de tratarle hubo un poco de todo: encuentros, desencuentros y reencuentros. Tenía el don de pasar página (él, que tantas editó) y de reanudar la charla como si nada, con los ojos puestos en el camino. Le sigo echando de menos. |
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