Raúl Renán: Entre un camino blanco y uno rojo o del corazón transfigurado |
La sencillez de Raúl no es carente de profundidad, la sutileza de su humor y la calidez de su sonrisa se aprestan para dar lugar a quien atribulado llega a tomar café con él. Sin duda, este poeta de origen yucateco, ha cruzado las fronteras de los grupos y las generaciones por esa afabilidad propia de quien prosa versos en el sentido esencial de la escritura; tal morar el lenguaje lo llevó aventurarse por los caminos, y entre el blanco y el rojo, trazo su vida como pocos han sabido hacerlo, porque Renán, como bien se define, es un poeta guerrero. Lo que se da al lector es una entrevista prolongada cuya cita tardó años en darse, y porta consigo una promesa inútil de evadir, una vez empezada la lectura difícil será no conmoverse ante sus palabras y su vitalidad. ¿Cuáles son tus primeros recuerdos? Las amistades le ofrecían quedarse conmigo mientras ella trabajaba, pero cómo no tenía ni dónde tenerme determinó regalarme y escogió una familia pobre de campesinos recién llegados a la ciudad. El hombre se había iniciado en el corte de pelo en su pueblo y cuando llegó a Mérida tuvo la oportunidad de trabajar distinguiéndose por ser dedicado y ordenado, a tal grado que su último trabajo fue en la mejor peluquería llamada “El Olimpo”, ubicada en la Plaza Mayor y cuyo dueño se apellidaba Lizcano. Como conocía bien su oficio era solicitado por los turistas y las personas acomodadas. El éxito lo lleva a independizarse y a establecer su negocio en la plaza del Barrio de San Sebastián cerca de la casa en que vivía y que era de paja, herencia de la cultura maya. Allá me deja mi mamá, recuerdo el impacto que me produjo, no sabía qué hacer ni cómo instalarme. Los primeros recuerdos de esa casa son una mesa y una silla alta que hicieron para mí, donde me sentaban para comer, un perro negro con el cual hice buena amistad, y un gran patio pedregoso con árboles y plantas de flores. ¿Tus juegos? También recuerdo la celebración que era para mí ir al parque del Barrio de San Sebastián. Tenía tres secciones, la primera era un terreno rodeado de árboles llamados almendros, la segunda estaba en alto y había que subir unos escalones, era donde la gente paseaba, había bancas de fierro pintadas de verde, con pasadizos y palmeras que conectaban con la iglesia de san Sebastián que sólo tenía una torre porque la otra no se terminó de construir por la Revolución; a ella entraba cuando se daba la oportunidad, que no era con mucha frecuencia. Una festividad que me gustaba muchísimo era la de la “Flor de mayo”, niños y niñas vestían de blanco llevando flores blancas y rojas a la Virgen, era un acontecimiento en el cual nunca participé. La tercera parte del parque estaba dedicada al deporte, principalmente al básquetbol. La primera sección en cierta época se convirtió en campo de beisbol, se celebraron grandes temporadas que incluso llegaron a transmitirse por radio; dio buenos jugadores, hombres con los que me llevaba, héroes deportivos y héroes de combate en un barrio aguerrido de gente golpeadora y pateadora. Háblame de la relación con tu madre. Menciono esto porque, como es natural, los encuentros me daban una gran emoción y me eran muy significativos; de mi parte había la petición abierta de que me llevara porque no me sentía bien en esa casa y, de la suya, la negativa a hacerlo. Lo cual me hizo percibirla como una mujer débil, sin gozo ni disfrute por la vida, sin conciencia de haber tenido a mi padre parcial y accidentalmente y, lo que era peor, de haberlo perdido para siempre. No obstante, él dejó para mí objetos que fueron mis grandes presencias: una palangana recubierta de porcelana templada blanca para que me bañaran y mis cubiertos de plata, de los cuales la cuchara fue la única que sobrevivió la rapiña. En efecto, mi madre en su tipo era una muchacha agradable y era muy jovencita cuando me parió, 16 ó 17 años a lo más; pero no tuvo una condición que le llevara a entender la importancia de estudiar ni la forma de manifestar una preocupación que le motivara decirme: “Hijo, estudia, cumple tus deberes y obedece en la escuela”. Ella nació en la primera capital del Estado que fue Valladolid, cerca de Chichen-Itzá, también estuvo con unos tutores y huyó, no sé porqué lo hizo, simplemente se salió y se vino caminando a Mérida; jamás me contó de su familia, no supo quien fue su padre ni su madre, y nunca la agobié con preguntas, indebidamente, porque habría obtenido información que ahora echo en falta. En otra ocasión apareció un hombre del que me dijo era un tío, es el único parentesco que mencionó, si era inventado, no lo sé. Lo cierto es que no había abuelos ni alguien en el pasado, por eso cuando mis hijas empezaron a entender las cosas, yo les dije: “Con nosotros empieza la vida, no busquen atrás, no hay nada.” Sé que tu apellido original no es Renán, ¿a qué se debe? ¿A qué se debe el que no hayas mencionado a tu tutora? Mi tutor era hombre puntual y prácticamente ignorante, pero me enseñó a leer con la Biblia y el periódico; me compró esos libros de caligrafía en los que aprendí las letras y posteriormente practiqué copiando unos libros llamados Lecciones de cosas, cuyos motivos nutrirán mi escritura. Como me aburría tanto, al copiar me inventaba cosas que no existían, pero mi tutor nunca cotejaba y sólo miraba que estuviera garrapateado el cuaderno. Yo entiendo que esa es mi escuela de escritor y de escritura porque empiezo a ensayar la letra y la invención, escribía con tinta y plumillas, evidentemente acababa manchado, ropa y manos, señales del catecúmeno. La lista de palabras del mundo me hizo interesarme en la edición paupérrima del Diccionario de la lengua española que había en mi casa, me encantaba, era mi libro de mucho gusto, lo leía como si eso fuera “la literatura” y ahí habitaran los cuentos y los poemas. ¿Qué tienes presente de los años en la escuela? Exactamente a los siete años asisto a la escuela primaria José María Velázquez, mi primer lápiz fue un Micado amarillo, marca que hoy se conoce como Mirado, me lo compró mi tutor, al igual que mis libretas, y el material escolar de cada principio de año, plumillas, tinta y borradores, pero las libretas me encantaban, eran un enorme campo rayado donde escribía tareas y copias y copias. Recuerdo con gusto la escuela en sí misma, me sentía orgulloso de ir, no iba obligado ni desganado, iba corriendo, feliz, con mi tintero agarrado por una cuerdita y con una mochilita. Gozaba de la simpatía de las maestras porque era cuidadoso y tenía amistad con varios niños, pero como era muy pobre no me invitaban a comer ni había fiestas. En mi casa no había celebraciones de ningún tipo, mi tutor se pasó la vida sin festejar su cumpleaños ni el mío. Recuerdo el olor de comida y de refrescos de la casa en una de cuyas accesorias estaba el taller. Recuerdo otros compañeros de clase que eran hijos de ganaderos, comerciantes y mercaderes, los ricos del barrio; a pesar de ser, declaradamente, hijo de un obrero, el taller era mi centro de reunión, en la parte de atrás tenía una mesa y una esterilla en el suelo donde me acostaba al mediodía para dormitar, mi cara daba a la pared carcomida donde veía figuritas que seguía con mi lápiz, ociosidades de poeta, como digo yo; entonces, formación de poeta. Recuerdo al salir de la escuela las lluvias, los charcos, las calles inundadas que bogamos ayudados de los árboles. En lo que cuentas hay un sesgo de alegría, ¿la naturaleza es una fuga positiva? Entré a la adolescencia de una manera rápida, jugaba beisbol de forma elemental, al brinca-burro entre tres o cuatro, y corría, lo cual fue muy importante para mí, no sólo porque me escapaba de la mirada del tutor, sino porque en la temporada de frío, como yo no tenía suéter, ni sabía qué era aquello, y usaba camisetas y pantalones cortos, corría con furor para darme calor, lo que me daba orgullo porque no necesitaba estar protegido, yo me protegía a mí mismo. ¿Tus primeros zapatos? Pongo ropa blanca siempre, lo cual se hace más notable cuando entro a la secundaria, tenía únicamente una muda de ropa, un pantalón y una camisa para la semana, usaba un pañuelo grande para sacudir y cubrir el lugar donde me sentaba, para que no se manchara el pantalón, si se ensuciaba sólo quedaba esperar al fin de semana para lavarlo, eso contribuyó a que fuera cuidadoso con mis cosas y todavía lo soy. Platícame de cuando torciste henequén de niño. No pasé el cuarto año de primaria, lo descuidé, vagabundeé y padecí una enterocolitis terrible que casi me mata y que me trataron con emetina. Cuando mi tutor supo que había reprobado el año me dijo: “Con tu enfermedad ya acabaste con mi dinero y además no estudiaste”, y me sacó a la calle. Anduve viviendo a trompicones y fui a ver a mi madre quien nada me ofreció, pero me recomendó con unos conocidos suyos para trabajar. Se trataba de una cordelería manual donde se hilaba el henequén mediante una rueda, se hacían hilos comerciales para atar. Movía la rueda a pleno sol y llevaba siempre mi lápiz en el bolsillo, presto para cuando se me apareciera la musa. Eso del lápiz les preocupó a los dueños del negocio, padre e hijo. Al primer salario cobrado por mi madre, me señalaron por poseerlo muy tajadito, decían que con ello podría matar o sacarle los ojos a cualquier cristiano. Era un arma. No recuerdo cuándo escribía ni en qué, pero sí los frijoles que los sábados, a diferencia de los otros días, eran acompañados de puerco. Entre el sol y esa alimentación se me cuarteó la piel y me dio pelagra. Un día, la madre de mi tutor fue a buscarme para decirme que me había perdonado y llevarme con él. Al recibirme, aún sabiendo lo que había vivido, sólo supo atinar a decir que esas cosas terribles simplemente pasaban. En compensación me había cambiado de escuela a una más grande, una primaria en el barrio inmediato de San Juan, llamada José María Velázquez tras un cura revolucionario, formado por los sanjuanistas, gente de izquierda, pensadora y liberal. ¿Por qué afilabas los lápices? ¿La secundaria fue una buena experiencia? Me encantó porque las escuelas públicas poseían una excelencia académica y procuraban una gran formación a través de maestros que enseñaban literatura, geografía, historia, gramática de primer nivel. Descubrí muchos aspectos de la cultura y de la ciencia, entré en contacto con los clásicos literarios. La lectura de La Ilíada fue fundamental, recuerdo a los poetas griegos y particularmente la poesía española del Siglo de Oro, me sorprendió su belleza, pensaba que para escribir así se tenía que ser grande, por lo que adquirí una gran preocupación por el lenguaje, me fijaba en la terminología de Quevedo, Góngora, Ercilla… En esta época me descubro una veta de dibujante, curiosamente lo que alguna maestra guardó de mí fue mi libreta de dibujo, ninguna guardó mi literatura. Mis compañeros me apodaron “El Bachiller” por que hablaba de forma rebuscada, era algo que me hacía singular, yo me aprendía palabras. Luego llegué a la preparatoria con un desplante de poder, lo primero que hice fue escribir un soneto acróstico, algo que no vuelvo a hacer en mi vida que el maestro puso en el pizarrón: “Miren esto es una obra literaria escrita por Raúl, de recién ingreso.” Me da la impresión de que son años felices, que tienes movilidad y libertad. En la Universidad de Yucatán, desde lo alto de mi salón de prepa, miraba el portalón del Café Peón Contreras al que empecé a asistir, no iba por el café mismo, sino porque hablábamos de literatura, mostrábamos nuestros escritos, los intercambiábamos, poco a poco comencé a pertenecer a un grupo, lo cual para mí fue importantísimo, yo vivía de la emoción de reunirme con esos amigos. Debo indicar que la mayoría eran personas acomodadas, hijos de banqueros, de abogados y profesionistas prominentes, que me invitaban a sus casas, a fiestas, a comer, y eso era significativo porque estaba ganándome por mí mismo o recuperando para mí la categoría de mi padre. ¿Tienes alguna vivencia con tu padre? ¿Cómo te animaste a venir a la ciudad? El medio artístico de Mérida era constreñido y aunque el ambiente literario me daba cierto sosiego, yo sentía la necesidad de tratar con los escritores que estaban conformando la estructura cultural del país. A través del café conocí a Mediz Bolio que contaba con dos obras importantísimas La tierra del faisán y del venado y sus memorias A la sombra de mi ceiba en ambas desarrolló una literatura llena de imágenes y con un gran deleite por el lenguaje. Teresa Herrero, hija de españoles, que estudiaba derecho, que iba a los cafés y fumaba, y que tenía trato con don Antonio a través de sus padres, fue quien nos lo presentó. Hombre enorme que le encantaba hablar con ella y, a la vez, le gustaba que los jóvenes escritores lo frecuentaran.Solía recibirnos en el estudio de su hacienda, era una casa de paja con el piso de mosaico, con escritorio y butaques, se llamaba el Tubulil que quiere decir “el olvidadero”. Al ser nombrado Senador de la República coincidimos en la ciudad de México, lo solía visitar en su hotel que se ubicaba frente a la Cámara, y luego comíamos juntos. Entre el grupo nacido de la tertulia del Café Peón Contreras hicimos una revista, Voces Verdes, donde dimos a conocer nuestros primeros cuentos, poemas, artículos, reseñas; fueron 12 números, y fue mi primera empresa editorial. Entre los miembros estaban Alberto Cervera Espejo, Teresa Herrero, Víctor Castillo Vales, Roger Cicero Mckinei, Jorge Rosado Torres, Fernando Espejo Méndez, principalmente. ¿De esta época también data tu relación con don Ermilo Abreu Gómez? Quisiera recapitular sobre tus influencias literarias, hemos hablado de la Biblia, de la literatura clásica y española del Siglo de Oro, pero no de el influjo de la lengua maya. ¿Qué horizonte te da la lengua maya? La lengua maya tiene una estructura de fraseo sin grandes exposiciones sintácticas, y cierra pequeños periodos compuestos; ello, junto con el mecanismo versicular de la Biblia, me ayudó a desarrollar una escritura de periodos cortos; como toda lengua nativa elabora su construcción alrededor de la imagen y no de la acción. Ppor ejemplo, Tubulil, es el lugar donde yo olvido y donde descanso de mí; Chichenitzá, quiere decir la boca (Chi) del pozo (chen) de los Itzá, que es el grupo étnico. Cada nombre de los pueblos se conforma por medio de imágenes, por ejemplo, Hopelchen: el primer componente Hopel es el número 8, y chen, pozo, es decir, el octavo pozo del camino. Raúl, cuéntame de los caminos blancos. No fue tan fácil aquello de venir a la ciudad, ¿qué sucedió? Hace años me contaste que al llegar a la ciudad, al poco tiempo tu mujer te siguió y las cosas no salieron del todo bien, se regresó a Mérida y dio a luz a unas gemelas. ¿Cómo afectó este hecho tu vida? ¿Qué viene a tu memoria de esta primera estancia en la ciudad? Al llegar, busco a Andrés Henestrosa con la tarjeta de Concha Campos, él me recomienda inmediatamente con Mauricio Magdaleno, director del Departamento de Cultura de la ciudad de México, y trabajo en la Coordinación de Teatro en la Ciudadela. A pesar de la fascinación que ejerce la ciudad en mí, me siento mal en ella, se antepone mi soledad, el abandono de mis raíces, de mis costumbres, de repente soy anónimo. Me daba miedo cruzar las calles por la noche y siempre le pedía a alguien que me acompañara. Permanecía alrededor de seis meses en casa del pintor José Gordillo, casado con la hija de un querido amigo escultor, Enrique Goddiener, quien vivió en Mérida toda su vida. De ahí me fui a un cuarto que me facilitaron unos amigos donde quedé un rato más largo. Es la época donde frecuento a don Antonio Mediz Bolio; los sábados asisto a los desayunos organizados por Andrés Henestrosa en el Sanborns de los Azulejos y a los que van los jóvenes escritores como Ricardo Garibay, Fausto Vega y Jorge Hernández Campos; y personajes como Octavio G. Barreda, Epigmenio Guzmán, Gustavo Baz, por mencionar algunos. Mi segundo trabajo fue con Francisco Zendejas, creador del Premio Villaurrutia y del Premio Alfonso Reyes, en Excélsior escribiendo una página cultural. Un día me informó que no podía pagarme más, pero que me había conseguido un lugar en Porrúa, ahí laboré seis años, lo que me permitió mandarle dinero a mi madre para pagarle un cuarto en la parte de atrás de la casa donde estaba la peluquería, y a mi tutor ayudarle con el pago de sus impuestos, lo cual era su gran preocupación. Eso significa que la relación con tu madre no se rompió, ¿la entendiste en su contexto: te dejó para ofrecerte una mejor vida?, ¿y tu tutor? ¿Qué pasó cuándo vuelves a ver a tu padre en la ciudad de México? ¿Cuándo trabajas en Porrúa decides ir a la Facultad? Entré a la Facultad en Ciudad Universitaria, antes del 68, a estudiar Letras Hispánicas, atendí a los clásicos e hice estudios de teatro, ahí trabé amistad con José Emilio Pacheco, Juan García Ponce, Beatriz Espejo, entre otros. Fue a través de los amigos que llegué a la revista de Estaciones, dirigida por Elías Nandino, incluso logré un lugar entre los miembros de la mesa de redacción, era un grupo frecuentado por Gustavo Sainz, Hugo Arguelles, Francisco Cervantes, Carlos Monsivais, Lazlo Moussong, José Emilio Pacheco, entre otros. Hice buena amistad con el doctor Nandino por simpatía, era un hombre finísimo, cordial, educado y respetuoso. Un día, hablando con Francisco Cervantes, le dije: “El Doctor puede ser lo que sea, pero como nosotros somos feos ni siquiera nos mira”, comentario con el cual siempre reímos mucho. Lo cierto es que era de una delicadeza extraordinaria y juzgaba a los Contemporáneos, a Novo por su ironía y mala leche, pero siempre ponía por delante a Villaurrutia quien, todos sabíamos, era su amigo del alma. ¿Te tocó el coletazo de la pugna entre los Contemporáneos y los Estridentistas? ¿Qué maestro te ensanchó la visión del mundo? ¿Por qué dejaste la Universidad? Simplemente un buen día no volví y me dediqué a mis amigos los escritores: Francisco Cervantes, Homero Aridjis, Carlos Monsivais… Me interné en el ambiente literario, pasé por las revistas siendo testigo de su formación y miembro de las mesas de redacción. De ese tiempo, en Estaciones publiqué dos ó tres cuentos. Años después en una conversación con José Emilio Pacheco, me refirió que él había pensado me habría de dedicar al cuento porque mis textos eran de avanzada. De esa época también publiqué un poema: “Lolita”, que fue celebrado en Excélsior. A partir de esas experiencias siento el pulso de publicar y me constituyo como un escritor independiente en formación constante. Se allegaban a mí personas y grupos porque era un observador fiel de la literatura, además de que era conocida mi amistad con Henestrosa y mi bonhomía. ¿Por qué dejas el trabajo en Porrúa? El doctor Díaz Conti era un hombre joven y estuve ocho años con él en terapia. En mi poema “El diamante” señalo lo que aprendí en el proceso: todos somos un joya en potencia, pero no vemos nuestras aristas y brillos, nuestro valor; a mí me los descubrió el doctor: “Raúl, tu que fuiste un niño que limpió zapatos buscando las huellas de tu padre, ahora eres director de una revista especializada en libros viejos y nuevos conocida en América Latina”. No había caído en cuenta del salto cualitativo que había dado, estaba escribiendo, tenía muchos poemas y cuentos y un grupo de amigos; reconocer eso contribuyó a mi sanidad. Posteriormente hizo un estudio a través de mi terapia y del libro ya mencionad, o Los niños de San Sebastián, publicado en Mérida y logrado a través de Jorge Pech Casanova, entonces funcionario del Instituto de Cultura de Yucatán, admirador de mi trabajo, cosa que siempre he apreciado debidamente; y lo presentó en la Sociedad Psicoanalítica Mexicana. Fue una demostración del valor que yo tenía. ¿Cómo pasas de Porrúa a la agencia de publicidad Walter Thompson de México? Comencé a ganar mi buen dinero al grado que para entonces me casé con Aida, yo tenía 38 años y ella 28. La conocí por medio de un amigo, nos caímos bien y coincidimos, fuimos al cine, me presentó a su familia y se formalizó la relación, ella provenía de Chihuahua y yo de Mérida, pero mis hijas nacieron en la ciudad. Aída era mi joya, como nunca había tenido nada y mucho menos mujer propia, de recién casado cerraba con llave la puerta de la recámara sin saber por qué; después de algunas conversaciones con amigos que también habían sido psicoanalizados, concluí que lo hacía para que no me la fueran a robar. Al año nació mi hija Tere, al verla sentí una emoción indescriptible, le había dado al mundo una hija mía, era un fenómeno importantísimo para mí, porque además de no haber tenido nada, había puesto en duda el valor de mi creatividad y ese hallazgo se volvió un tesoro preciadísimo. Al corto tiempo vino Constanza, y Tere, que tiene una memoria privilegiada, decía que la aparición de su hermana le había arrebatado la atención de sus padres. Mucho tiempo después, cuando nació Ximena, Tere se alió con ella, ambas suponían que queríamos más a Constanza, parece que es algo prototípico de las familias con tres hijos, pero lo cierto es que ahora todas se llevan re’ bien. ¿Qué representó para ti hacer una familia? Significó muchísimo, me dio un sentido de pertenencia y firmeza porque yo era un desposeído. Lo que descubrí es que nadie es dueño de nada, yo no tenía nada, ni vivía en casa propia, ni sabía si iba a comer al día siguiente, la ropa se me deshilaba encima, no tenía zapatos, todo eso va formando tu interioridad y tu carácter. ¿Cuándo compraste tu casa en el fraccionamiento Los Pastores en la calle Flora? ¿Cómo viviste el 68? A pesar de ser un espectador, la afectación fue innegable, hay un miedo que se proyectó en lo siguiente: en esos años se planteó la construcción de la línea del metro, pensaba que ese transporte haría un ruido tremendo, que no nos dejaría dormir ni vivir. Por supuesto, había un desconocimiento de mi parte pero, ubicado en ese contexto, tal preocupación expresa mi ánimo y mi interioridad. De esa época la postura de los intelectuales fue muy comentada, entre ellos Fuentes y Paz, por mencionar nombres, ¿conociste a alguno? ¿Cuánto tiempo trabajaste para el área de publicidad? ¿Cómo nace el proyecto de La máquina eléctrica? Carlos Isla como creador efervescente se identificó conmigo, empezamos a inventar cosas además de buscar cafés porque los dos éramos “cafeteros finos”. Para ese entonces la librería había cerrado sus puertas porque el gobierno había comprado los terrenos hasta el Hotel Cortés, ello provocó que nos mudáramos al Café Alto, en la Roma, lo convertimos en nuestro cuartel general de reuniones sabatinas a las que solía llevar a mis hijas quienes se sentaban en una mesa aparte y pedían lo que quisieran, “cantina abierta”, eso les fascinaba. Como todos teníamos libros pero no teníamos dónde publicarlos, Carlos y yo decidimos hacer una editorial, libros hechos a mano, compaginables, con grapas e impresos en mimeógrafo; le pusimos La Máquina Eléctrica y usamos como logo la bolita de IBM. En la composición nos ayudó Juamblez, amigo a quien ya mencioné. ¿Por qué son tan importantes las reuniones en el Café Alto en tu historia literaria? ¿Cuéntame sobre tu relación con García Márquez y Álvaro Mutis? ¿Tu relación con Rubén Bonifaz Nuño y Alí Chumacero? En cuanto a Alí, conocí primero a Lourdes Chumacero en una exposición en su galería misma que me ofreció para dar conferencias, talleres, presentaciones. Juntos organizamos un homenaje a Luis Cardoza y Aragón, invitamos a Andrés Henestrosa como orador y llevé a mis alumnos tanto de la ENEP Acatlán, como otros que me seguían por todos lados; luego me invitó a la fiesta de cumpleaños de Alí y comenzó la amistad. Las épocas de consolidación suelen llenarse de pequeñas rutinas, que paradójicamente permiten un desarrollo al aquietarse la zozobra, ¿lograste un centro de seguridad a partir del cual escribiste? Después de 30 años en el área de publicidad, entras a trabajar al INBA a la Dirección de Literatura con Bernardo Ruiz, ¿hubo otras cosas? Una vez alcanzada la estabilidad, sobrevino tu divorcio y la enfermedad, me gustaría que comentaras este revés. Te enfermaste muchísimo, ¿se te rompió el corazón?, ¿lo reencontraste? Mencionaste no haber profesado religión alguna, que no eras hombre creyente, pero a raíz de tu enfermedad, de tu estancia en el hospital, de la pérdida de tu matrimonio, uno de los últimos libros que escribes es una reflexión en torno a la figura de Jesús, ¿los abismos te hacen encontrarte con Dios? Sí, pero de una forma personal, es una revelación que se me da cuando estoy entrando a la sala de operación, Cristo pasa a un costado mío hasta ubicarse delante. Esa imagen se quedó en mí. Un día escribí un poema y siguieron otros. También me contaste que muchas noches despertabas sintiéndote en la Casa de Los Pastores y que te acompañaban sus ruidos. Señalaste que el gran descubrimiento de tu vida fue saber que uno nunca tiene nada. Si la historia fundacional de tu familia empieza contigo, ¿qué significan los nietos? No me da la impresión de que fueras sumiso, sino que eras emocionalmente muy fuerte, de lo contrario, no hubieras podido salir adelante. ¿Qué es lo que te ha permitido el conocimiento de la naturaleza humana? Esta errancia tuya ¿te ha reconfigurado el paisaje? Los dos cruzamos la mirada, nos quedamos callados, embargados por el temblor de la palabra cuando roza el límite y se adentra en el misterio de la fragilidad, sabíamos de antemano que la charla se podría prolongar por otros vericuetos, porque entre los amigos siempre hay de qué hablar, pero el silencio quieto traía consigo el anuncio de tener que incorporarnos a las obligaciones de la vida diaria, y así, inevitablemente, nos despedimos, sabiendo que habría de quedar en nosotros este momento de complicidad, siempre, resguardado en la memoria: erase una vez una muchacha y un poeta guerrero.
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