I
Manuel Astur (Sama de Grado, Asturias, España, 1980) es un poeta del presente. Ante un mundo que avanza con demasiada prisa, donde las palabras pierden peso, el caos ha invadido la vida social, los nacionalismos y fundamentalismos religiosos (y políticos) laten con tanta fuerza que incluso aquellos movimientos que se consideran progresistas terminan por ceder su voz al mandato del capitalismo. En un mundo donde el poder se basa en relaciones abstractas entre entidades numéricas, donde vivimos un sofocamiento, social, económico, ambiental, corporal y psíquico, como insinúa Franco “Bifo” Berardi, Astur viene y escribe El fruto siempre verde para decirnos que la poesía “es el canto de lo que no se ve, lo que no se dice, lo que no se sabe, pero se intuye. Es el intento de vivir más allá de los límites de la muerte, de convertir la finitud en una forma infinita”, según afirmó Octavio Paz.
Entre sus versos lo cotidiano se desviste de su banalidad y asoma con la hondura de quien ha visto, andado y saboreado la vida. Así, una moneda, una navaja o el sol anaranjado no son cosas, sino puentes; no tienen peso, sino destino.
En El fruto siempre verde el tiempo no avanza, rueda. No tiene prisa, pero tampoco pausa. Es una gota que horada, paciente, la roca de nuestra existencia. Por ejemplo, en “El librín de Rilke”, Astur transforma el acto de dar(se) en un ritual de despedida. Monedas y navajas son gestos de amor en miniatura, ofrendas para un viaje que se extiende más allá de las palabras. Leemos:
Puse en tu mano unas monedas,
algunas antiguas, otras nuevas,
pues no sé a cuánto está el óbolo,
y aquella navajita que había sido mía
por si acaso allí te apetecía pelar
ramas de avellano y hacer espadas de palo.
Niño que olvidas el sueño y el miedo
en cuanto te duermes en la cama profunda
bajo la luna que te ama
nada más despertarte en la mañana de verano.
También pensé en ponerte un libro,
tal vez ese de Rilke, diminuto y verde,
que nos pediste que te leyéramos,
pero para qué, pensé, si tienes
para leer todo lo que es,
todo lo que nadie escribió.
Las monedas tintinean en la oscuridad primera para devolverlos la ofrenda de la luz, porque Astur piensa —no sin razón— que la sabiduría está en la experiencia directa, no en los libros ni en lo ya escrito, porque el verdadero lenguaje es el que calla y se ofrece ante nosotros como una promesa. Pero, también, sujeto del ahora y lleno de contradicciones, el yo lírico se abre en canal y admite: “Temo que tras el golpe llegue el silencio.” ¿No es esta la confesión de todos? Aquello que nos aterra es el eco: lo que queda después. La idea de que todo presente lleva consigo su sombra futura parece alejarse, porque en estos poemas la sombra no se esconde: se desdobla y nos mira. El poeta no trata de sujetar la vida; la acepta con la experiencia de quien sabe que no hay otra forma de estar en el mundo. Ante la fatalidad, como revela Astur en “Los bromistas”, sólo nos queda reír, pues allí donde la crueldad se mezcla con la inocencia, donde la risa se convierte en máscara, hay una gallina decapitada que camina dando tumbos. Tal vez tardemos un poco en comprender que la gallina somos nosotros, que avanzamos ciegos y para quienes la vida es una tremenda broma. Astur nos recuerda, junto con Roberto Juarroz, que la poesía resulta el espacio ideal para convivir con el absurdo y lo grotesco, no para resolverlos, sino para mirarlos de frente, encoger los hombros, reconocerse en ese instante y seguir andando.
II
Escribe Wallace Stevens que debes hacerte de nuevo un hombre ignorante y ver con ojo ignorante el sol de nuevo. Cuando practicamos zazen, es decir, cuando meditamos, no debemos esperar nada. “Practicar por el mero hecho de practicar es nuestra forma de vida —recuerda Shunryu Suzuki—, como una flor florece sin apurarse, simplemente practica, y esa será la expresión perfecta de la naturaleza”. En El fruto siempre verde, la mirada del poeta vive en constante renovación. Observa pensativo el transcurrir del mundo; es firme como la vieja vara de bambú pero se deja mecer por el viento, porque sabe, como lo enseña el Tao, “cuando la vida comienza, el hombre es blando y flexible, que cuando muere, se vuelve rígido y duro, porque lo blando y lo flexible son compañeros de la vida; lo rígido y lo duro son compañeros de la muerte” (vers. de Ezequiel Zaidenwerg). Por eso la sabiduría viene siempre del afuera, de lo que está más allá de nuestros ojos, del rastro que deja la vida tras de sí. Por eso, la madre es consciente de que el cinamomo no da flores cuando se poda, la hermana se revela y se abrasa en la escritura, el recuerdo del padre ronda no como un fantasma shakespeariano, sino como un presagio de florecimiento. Porque quien ve con ojos nuevos el mundo sabe que el erotismo y la muerte son las dos caras de una misma moneda y que, en su paradoja, ambos resultan motores de la creación. Manuel Astur ha venido a decirnos con este nuevo libro, y citamos las palabras de Suzuki, que “en la mente del principiante hay muchas posibilidades, pero que en la del experto, pocas”, porque cuando la muerte venga a recoger el fruto, estará verde, tan inmensamente verde y robusto en su vacío que no le cabrá en la mano. Y nosotros la esperaremos sentados mientras tomamos una taza de té.

*
De El fruto siempre verde (Acantilado, 2024), de Manuel Astur
Los bromistas
Mi madre me contó que, cuando era niña,
unos hombres que partían leña
cogieron una gallina blanca que pasaba por allí,
la pusieron sobre un tocón
y de un hachazo le cortaron la cabeza.
Después, dejaron que el cuerpo siguiera andando
hasta que, al cabo de unos metros, cayó muerta.
Todos se reían.
Atardecía. Olía a resina y a tierra húmeda.
Había golondrinas. El cielo
se oxidaba como una manzana pelada.
El repicar de la campana de la pequeña iglesia
caminaba por el valle como una vaca que regresa a la cuadra.
La eternidad se lavaba los pies cansados en el arroyo.
Dónde fuisteis, hombres que reíais,
tremendos bromistas.
¿Sois ahora la gallina decapitada?
¿O nacemos sin cabeza
y esos pasos,
esos pasos ciegos son la vida?
Eco
Eres mi eco:
paredes que rezuman
el suelo de tablones centenarios
montañas de papeles que llevaría una vida descifrar
guardados en un armario.
Me dijiste: Saluda al mundo
y yo saludé al mundo
y el mundo me respondió
y no podía ser de otro modo:
el mundo tenía mi voz.
Soy tu eco:
las galaxias vacías del orgasmo
la maleta nueva
él preparando la caída
y aprendiendo a andar.
Reíste y yo reí
frente al desfiladero
que devolvía nuestros saludos
y también se rio él
grité: Quién está ahí?
Ahora lo sé:
allí estaba este que ahora soy
sin ti.
Todavía vivir
Mientras estábamos de viaje
unas golondrinas pusieron su nido
en el alero del porche de casa
y han nacido cuatro pajaritos
que no paran de reclamar comida.
Cuando hace buen tiempo
me tumbo a leer poesía
bajo este nido
hasta que me quedo dormido.
Ayer una de las golondrinas vino veloz al nido
y como tantas otras veces
soltó la presa en la boca de una cría
pero en esta ocasión se le escapó
y una mosca grande y negra
cayó sobre las hojas blancas
de mi libro de poemas chinos.
La mosca zumbó sorprendida
se frotó las alas
y enseguida salió volando.
Qué suerte la suya: todavía vivir,
vivir todavía un día.
Al final
Quedará entero quien se sepa partido.
Ganará quien deje de luchar.
Al final, el que flota,
el que se mece.
Al final, el final interrumpirá
nuestros juegos,
dulcemente,
como la voz de nuestras madres
llamándonos al oscurecer
para que vayamos a cenar.
Idioma
Extiendo el dedo índice
entre el paisaje y mis ojos.
Miro el paisaje: un hórreo,
algunas casas que parecen de juguete,
prados, los trazos marrones del arado,
la espuma de los bosques
que reconquistan el monte abandonado.
Después miro mi dedo:
escucho el sonido suave
de mi vida humana rodando.
Las estrellas han de sonar parecido.
Pienso que no quiero aprender un idioma
que sólo pueda hablar yo.
La poesía
La poesía:
coger un carbón
de la chimenea apagada y dibujar con él
lo que recuerdas
del fuego
antes de que se te olvide.
Regreso
Encuentro junto a las macetas del muro
la taza azul que Raquel lleva días buscando.
De repente, la brisa acaricia el pelaje de la arboleda
y trae a mis pies la voz de la hija pequeña de los vecinos,
que canturrea una canción en un idioma inventado.
Los avellanos se estremecen,
los perros del pueblo ladran.
Y ya está aquí la certeza de haber regresado,
cuando no sabía que me hubiera ido.

Autor
José Pulido
Orizaba, Veracruz, 1985. Ha publicado en diversos suplementos como Letras Libres, Nexos, Confabulario y Tierra Adentro, entre otros. Ha sido becario en tres ocasiones del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico del Estado de Veracruz (PECDA) en 2009, 2010 y 2012. Asimismo ha sido becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) en 2015 y 2019. Es autor de Permanencia voluntaria (2015), Tigre (2020) y Escenas de vacas interminables (2021). Actualmente radica en Madrid, España.