Girri ahora
Entre esos libros olvidados por la crítica que resultan ser verdaderas gemas, uno de mis preferidos es Notas sobre la experiencia poética (Losada, 1983) de Alberto Girri (Buenos Aires, Argentina, 1919-1991). La obra de Girri fue una de las primeras apuestas en español por proyectar una poética de la traducción, una escritura que excede a la lengua final y que al hacerlo deja, conserva, las huellas de un camino de voces diversas. Algo que posteriormente sería un procedimiento habitual —hasta los años ochenta en la Argentina no lo era—. Y mucho tardaría en comprenderse.
En sus Notas…, profundas, a veces con pinceladas zen, leemos algunas ideas que atraviesan de pleno los interrogantes de quienes escribimos poesía hoy: “Palabras en su adecuado lugar. Ni hacia atrás ni hacia adelante. Son puro presente del poema, eso transmiten. Palabras mal puestas. Miran hacia atrás, adelante, pensando en sí, no en el poema”.
La idea de que lo que ocurre ahí en el texto poético, en el tejido interior, y por ende en la experiencia de adentrarse en esa zona es siempre presente, revela una postura que llega a la médula del asunto. Si sólo hay presente (si se logra ello) los préstamos, las referencias, las traducciones, las reescrituras que allí acontecen no restan potencialidad alguna; al contrario, son ya una misma cosa, una materia de la experiencia actualizada (pues no hay sensaciones fuera del aquí y ahora).
Desde el concepto anterior, llegamos a otro: “Que al final haya sido una percepción, el pertinaz deseo de existencia. No estáticos objetos individuales denominados poemas”.
El presente del texto exige una mirada adecuada: una que no busque los contornos de las ideas, que no espere hallar todas las partes del tapiz, sino una mirada dispuesta a percibir. A quedarse con esos fragmentos de la figura, con el roce de un argumento inabarcable pero dado en un frágil hilo sin nada extraordinario. Cierta sencillez, entendida como lo que se ha despojado de poses y exageraciones, es necesaria para que un entramado de la lengua pueda llevarnos por ese camino. El deseo de existencia, de habitar el territorio de una imagen, de estar allí. Y de estar ahora. Justo cuando sucede algo, cuando todo lo que somos se mueve y ese ritmo no se parece a nada.
Mi dicha momentánea
Hay textos literarios que tienen mayor profundidad teórica que una buena cantidad de artículos académicos. Lo que ocurre es que, en general, cuando aparecen, requieren de un tiempo de atención y reposo mucho mayor del que estamos dispuestos a entregar en pos de algunos conceptos jugosos. Además resulta algo (una experiencia) muy personal puesto que no hay una explicación, o un desarrollo lineal. Más bien cabos sueltos por anudar en un clic de revelación, que puede (sin culpas ni garantías) ocurrir o no.
Particularmente, uno de esos textos ha sido para mí “Hombres en un restaurante”, de Jorge Aulicino (cito la edición de su poesía reunida: Estación Finlandia, Bajo La Luna, 2012): “Habla del modo en que los sucesos políticos/ van modelando su temperamento o al menos/ las manifestaciones externas de su espíritu./ Dice que no se afeita ya de la misma manera./ Me resisto a creer que algo tan exterior/ pueda modelar el espíritu/ o siquiera sus manifestaciones externas./ He bajado una escalera que bajé otras veces, de joven./ Es la escalera de este restaurante,/ que conduce a los baños del subsuelo./ No estoy seguro de haber sido feliz cuando bajé las otras veces./ Sin embargo, bajar de nuevo esa escalera me puso bien./ O quizá no deba decir ‘de nuevo’./ Lo único seguro es que mi dicha momentánea/ tuvo que ver con bajar la escalera./ Le pregunto si eso tiene relación con la política./ Me responde que, en un sentido amplio, sí./ Me dice que, políticamente, soy un hombre inconveniente./ Alguien que se pone feliz al bajar una escalera,/ por razones inexplicables pero con seguridad internas,/ no es un tipo al que se le pueda confiar una ejecución./ ‘Esencialmente’, dice, ‘sos un tipo político./ Yo no lo soy. Esas alteraciones en los ritos lo prueban.’/ Pienso en la lluvia en el campo y admiro a mi amigo/ que puede escuchar el sonido de otro océano”.
Nos encontramos ante un hecho trivial como bajar la escalera hacia los baños de un restaurante. Pero muy poco trivial en su asociación con otro tiempo y con la mirada política sobre los actos mínimos. Ser un hombre “inconveniente” habla también de la mirada del sujeto, de alguien dispuesto a hurgar en las pelusas de la historia.
Los ritos pertenecen tanto al campo de la estética como al de la política. Hay en este poema una capa en segundo plano que tiene que ver con lo sentimental (podría decirse nostalgia). Está todo el tiempo allí empujando, moviendo las superficies, ondulando las imágenes que trascienden (por mucho) la disposición objetivista. Es decir, los ritos están alterados en todas sus facetas. Son dos figuras, sí, dos hombres estándar en un restaurante estándar, pero solamente en el título. Porque el texto, más que una presentación documental, es puro movimiento de imprecisiones: la voz poética inicia llamativamente con una tercera persona que genera una especie de solapamiento entre ambos, hasta el verso octavo en que la cámara acompaña al yo por las escaleras. Y allí una “dicha momentánea”, un momento de reconocimiento, un regreso.
El poema se publicó originalmente en 1994. La ejecución de una acción aparece en el texto como algo contradictorio con la política; arte de la palabra y las ideas. Claro que en su ideal. Y en la concepción de una escena sin poder de por medio, dos tipos comunes en un restaurante (vale la reiteración, pues el título resuena de forma permanente como los pasos en esa catábasis hacia la expurgación), la discusión podría procesarse como la tensión clásica entre la acción en la calle y la intervención desde la literatura. Quien termina definiendo esto es el que “habla” al inicio, o sea, el que es dicho. El que es parte de la historia, pero no su productor. En esencia, todo termina por ser discurso. ¿Entonces serán dos sujetos sin poder de por medio? ¿Hasta dónde la literatura es o no una intervención definitoria en los relatos políticos? La dicha momentánea es el surgir poético. Es la visión de una fisura en el tejido de lo dado. Allí sucede la interferencia, donde la estética constituye la diferencia fundamental que las sociedades no alcanzarían de otra forma.
Tránsito por las superficies
Una fotografía de Eva Fuka (Praga, 1927-2015) lleva por título “Surface Transit”. La revista Design Observer dice que “condensa la excitación dislocada de Manhattan” (era la primera vez, en 1964, que Fuka y su pareja visitaban Estados Unidos). También señala la misma revista que la fotografía podría ser un montaje. Hay mucho y superpuesto: en blanco y negro, los edificios iluminados a escala sideral, sin espacio para un cielo; hacia abajo, un colectivo en movimiento con siluetas en sus ventanillas y afiches del whisky Ambassador. Surface Transit [Transportes Superficie] parece ser la compañía de transporte, según una inscripción en el techo del vehículo. Es verdad que tal nivel de condensación podría ser armado… O no.
Un enfoque similar he utilizado para hablar de uno de los poemas cruciales de John Ashbery, “Mixed Feelings” [“Sentimientos encontrados”], de su obra maestra Self-Portrait in a Convex Mirror [Autorretrato en un espejo convexo] (1975). Allí también aparece una fotografía en blanco y negro: cuatro chicas y un avión que casi no se ve, por lo que puede ser recorrida como pura superficie, donde la textura misma de esa opacidad es el poema. Una pequeña cafetería, el sol de California, el Pato Donald, la sala de un moderno aeropuerto (también Brian Eno pensó en ello) “inundando la superficie de nuestras mentes”. Lo dicho es casi un balbuceo: nada se ve bien y todo podría ser también otra cosa. Mientras la metáfora es profundidad, concavidad, la superficie texturizada altera los parámetros de asociación entre el adentro y el afuera: “Un agradable olor a salchichas fritas/ ataca los sentidos, junto con una vieja, casi invisible/ fotografía de lo que parecen ser chicas descansando alrededor/ de un viejo bombardero, circa 1942, de época./ ¿Cómo explicarles a estas chicas, si es que eso es lo que son,/ estas Ruths, Lindas, Pats y Sheilas,/ sobre el vasto cambio que ha tenido lugar/ en el tejido de nuestra sociedad, alterando la textura/ de todas las cosas en ella? Y sin embargo/ de alguna manera se ven como si supieran, excepto/ que es tan difícil verlas, es difícil entender/ exactamente qué tipo de expresiones tienen./ ¿Cuáles son sus hobbies, chicas? Oh, mierda,/ alguna de ellas podría decir no soporto a este tipo (…)” [Traducción propia.]
El sujeto que no puede lidiar con las criaturas de su imaginación es también parte del montaje: un gran autorretrato deformado por la virtualidad del reflejo convexo. El sentido lineal pasa a un segundo plano, se retrasa, como si el espacio del poema respondiera a otras necesidades anteriores y en esa resbaladiza superficie pudiéramos transitar a través de otro tipo de reconocimiento. De este modo, leer implica vincular un mosaico, montando y desmontando instalaciones que no terminan de ser de forma autónoma unidades poéticas en su sentido tradicional.
La foto de Fuka hace lo mismo. Los aromas de la ciudad nocturna pueden sentirse, imaginarse. Podemos deslizarnos por su superficie. Los sonidos vivaces, el aliento a whisky de las siluetas, una saturación que expresa una vorágine indiscutiblemente real. La “excitación dislocada” funciona de la misma manera en el ojo del sujeto de Ashbery, la velocidad no solo está en la cámara de la fotografía callejera o casual, sino en las expectativas del lector moderno que desea consumir incluso aquello que parece perderse.
* Ensayos pertenecientes al libro El lento hacer. Ensayos sobre imagen y escritura (Ed. Casa Vacía, Estados Unidos, 2023).

Autor
Diego L. García
/ Berazategui, Buenos Aires, Argentina, 1983. Poeta y crítico. Profesor de Letras en la Universidad Nacional de La Plata. Entre sus libros figuran Fin del enigma (2011), Esa trampa de ver (2016), Una voz hervida (2017), Una cuestión de diseño (2018), (Fotografías) (2018 y 2020) y Las calles nevadas (2020).