Traducción de Valeria List. Puedes leer aquí la primera parte de este ensayo.



Para la definición formal de la naturaleza humana preferida por la cultura patriarcal, la cultura se basa en la articulación del sonido. Como dice Aristóteles, cualquier animal puede hacer sonidos para registrar placer o dolor, pero lo que diferencia al hombre de la bestia —y a la civilización de lo salvaje— es el uso racional del discurso articulado: logos. A esta descripción de la humanidad le siguen reglas severas de lo que constituye un logos humano.

Cuando la esposa de Alexander Graham Bell, una mujer que se quedó sorda en la infancia y sabía leer los labios pero no muy bien cómo hablar, le pidió que le enseñara la lengua de señas, Alexander le contestó: “El uso de la lengua de señas es pernicioso porque la única manera en la que un lenguaje puede ser dominado completamente es usándolo para la comunicación del pensamiento, sin que se traduzca a ningún otro lenguaje”. La esposa de Alexander Graham Bell, con quien se había casado un día después de patentar el teléfono, nunca aprendió la lengua de señas ni algún otro lenguaje.

¿Qué es lo pernicioso de la lengua de señas? Para el esposo Alexander Graham Bell, así como para un orden patriarcal como el de la Grecia clásica, hay algo perturbador o anormal en el uso de signos para transcribir, sobre la superficie exterior de un cuerpo un significado que viene del interior del cuerpo sin pasar por el punto de control del logos, un significado que no esté sujeto al mecanismo de disociación que los griegos llamaron sofrosine del autocontrol. Sigmund Freud aplicó el nombre “histeria” a este proceso de transcripción cuando ocurría en pacientes femeninos cuyos tics, neuralgias, parálisis, desórdenes alimenticios y episodios de ceguera podían ser leídos, según esta teoría, como una traducción directa en términos somáticos de eventos psíquicos en el cuerpo de la mujer. Freud concebía su tarea terapéutica personal como un reencauzamiento de estos signos histéricos a un discurso racional.

Heródoto nos cuenta de una sacerdotisa de Atenas en Pedasa que no usaba el discurso para las profecías, sino que le crecía una barba cada vez que veía que el infortunio llegaba a su comunidad. Heródoto no registra sorpresa por la “conversión somática” (como lo llamaría Freud) del cuerpo profético de esta mujer, ni hubiera llamado a su condición “patológica”. Pero Heródoto era una persona práctica, menos preocupada por descubrir patologías en sus sujetos históricos que en felicitarlos por brindar “otredad” al uso cultural. Y la anécdota sí nos da una fuerte imagen de cómo la cultura antigua construía la “otredad” de la mujer.

La mujer es una criatura que muestra lo interior en el exterior. Por proyecciones y filtraciones de todo tipo —somáticas, vocales, emocionales y sexuales—, las mujeres exponen o expenden lo que debería guardarse dentro. Las mujeres dejan escapar una traducción directa de lo que debería ser formulado indirectamente. Hay una historia sobre la esposa de Pitágoras, quien una vez se descubrió el brazo; alguien comentó “Lindo brazo” y ella contestó: “¡No es propiedad pública!”. El comentario de Plutarco a esta historia es: “El brazo de una mujer virtuosa no debería ser propiedad pública, ni su discurso, y debería modestamente cuidarse de exponer su voz a los extraños, como debería cuidar que su ropa no se deslice. Esto porque en su voz, mientras ella grita, se pueden leer emociones, su carácter y su condición física”.

A pesar de sí, la mujer de Plutarco tiene una voz que actúa como una lengua de signos y que expone sus hechos internos. Psicólogos antiguos desde Aristóteles, y a lo largo del incipiente Imperio romano, nos dicen que un hombre puede saber datos privados por el sonido de la voz de una mujer, como si está menstruando o no, o si tiene experiencia en su vida sexual. Aunque es útil saber estas cosas, podría ser malo escucharlas o incomodarían a los hombres. Lo que es pernicioso de esta lengua de señas es que permite una continuidad directa entre lo interior y lo exterior. Esta continuidad es espantosa para la naturaleza del hombre. La virtud masculina de sofrosine o autocontrol tiende a obstruir esta continuidad, a disociar la superficie exterior de un hombre con lo que ocurre dentro de él. El hombre rompe la continuidad al interponer el logos —cuyo censor más importante es la articulación racional del sonido.

Cada sonido que emitimos es un poco una autobiografía; tiene un interior totalmente privado pero su trayectoria es pública. Una parte de adentro es proyectada hacia afuera. Censurar estas proyecciones es una tarea de la cultura patriarcal que (como hemos visto) divide la humanidad en dos especies: aquellos que pueden censurarse a sí mismos y aquellos que no.

Para explorar algunas de las implicaciones de esta división, consideremos cómo es que Plutarco describe la historia de la esposa de un político que es puesta a prueba por su esposo. El político inventa una historia loca y una mañana se la cuenta a su esposa en secreto. “Ahora, mantén tu boca cerrada sobre esto”, le advierte. La esposa, de inmediato, le cuenta la historia a su sierva. “Ahora, mantén tu boca cerrada sobre esto”, le dice a la sierva, quien enseguida se lo cuenta a toda la ciudad y, antes del mediodía, el político escucha su propia historia de vuelta. Plutarco concluye esta anécdota diciendo: “El esposo había tomado precauciones y medidas cautelares para probar a su esposa, como uno puede probar una si una vasija está agrietada no llenándola con aceite o vino, sino con agua”. Plutarco compara esta anécdota con una historia sobre actos de habla masculinos. Es una descripción de un amigo de Solón llamado Anacarsis:

Anacarsis, quien había cenado con Solón y estaba descansando después de cenar, fue visto presionando su mano izquierda sobre sus genitales y su mano derecha sobre su boca porque creía que la lengua requería una moderación más poderosa. Y estaba en lo correcto. No sería fácil contar cuántos hombres han perdido a través de la incontinencia en placeres amorosos, tantos como ciudades e imperios han sido arruinados por la develación de un secreto.

Al valorar las implicaciones de los sonidos de un género para una sociedad como la de los antiguos griegos, tenemos que tomarnos con seriedad la conexión que Plutarco hace entre la continencia verbal y la sexual, entre la boca y los genitales. Porque resulta que esa conexión es muy diferente para los hombres y para las mujeres. La virtud masculina de autocensura con la que Anacarsis responde a sus impulsos interiores, se muestra simplemente como no disponible para las mujeres.

Plutarco nos recuerda más adelante en el ensayo que la sofrosine perfecta es un atributo del dios Apolo, cuyo epíteto Loxias significa que es un dios de pocas palabras y expresión concisa, no uno que habla de más. Ahora, cuando una mujer habla de más, hay mucho más en juego que un desperdicio de palabras: la imagen del jarrón de agua cuarteado con el que Plutarco concluye su primera anécdota, es una de las figuras más comunes en la literatura antigua para representar a la sexualidad femenina.

Las formas y los contextos de esta representación (el jarrón de agua cuarteado de la sexualidad femenina) han sido estudiados por otros académicos, incluyéndome, así que pasemos directo al corazón, o más bien a la boca de la materia.

Es un antiguo axioma griego y romano de la teoría médica y la discusión anatómica que una mujer tiene dos bocas: el orificio por el cual se genera la actividad vocal y el orificio por el cual se realiza la actividad sexual. Ambos son denotados por la palabra stoma en griego (os en latín) con la adición de los verbos ano o kato para diferenciar la boca de arriba de la de abajo. Las bocas vocal y genital están conectadas al cuerpo por un cuello (auchen en griego, cervix en latín). Ambas proveen acceso a una cavidad hueca que es custodiada por unos labios que es mejor dejar cerrados. Los antiguos escritores médicos no sólo aplicaron términos homólogos, sino también medicamentos paralelos para las bocas superior e inferior en algunos casos de mal funcionamiento uterino. Estos médicos notaron con interés, como muchos poetas y escolásticos, síntomas de respuesta fisiológica entre la boca superior y la inferior; por ejemplo, que un exceso o bloqueo de sangre en el útero se muestra como estrangulamiento o pérdida de la voz; que demasiados ejercicios vocales resultan en la pérdida de menstruación, y que la defloración provoca que el cuello de una mujer se engrose y que su voz se profundice.

“Con una voz pura y aguda porque aún no ha sido atacada por el toro”, describe Esquilo a Ifigenia (Agamenón). La voz cambiada y la garganta engrosada de la mujer que se ha iniciado sexualmente son una creciente proyección de cambios irrevocables en la voz inferior. Una vez que la vida sexual de una mujer empieza, los labios del útero nunca se cierran por completo de nuevo —excepto en una ocasión, como lo explican los escritores médicos: en su tratado de ginecología, Sorano describe las sensaciones que una mujer experimenta durante un encuentro sexual fructífero. Al momento de la concepción, alega el doctor helénico Sorano, la mujer tiene una sensación escalofriante de que la boca de su útero se cierra en su semilla. Esta boca cerrada, y el buen silencio de la concepción que protege y significa, también provee el modelo de decoro para la boca superior. Sófocles citaba con frecuencia el dictado “El silencio es el kosmos de la mujer”, que tiene su análogo antiguo en los amuletos que muestran un útero equipado con un candado en la boca.

Cuando no está sellada, la boca puede abrirse y dejar salir cosas innombrables. Los mitos griegos, la literatura y el culto muestran rastros de ansiedad cultural por la eyaculación femenina. Por ejemplo, está la historia de Medusa, quien, cuando su cabeza fue cortada por Perseo, dio a luz a un hijo y a un caballo volador a través de su cuello. O, de nuevo, la inquieta y locuaz ninfa Eco, con seguridad la mujer más ambulante de la mitología griega. Cuando Sófocles la llama “la niña sin puerta en la boca”, podemos preguntarnos a qué boca se refiere, especialmente dado que la leyenda griega casó al final a Eco con el dios Pan, cuyo nombre implica la unión conyugal con todas las cosas vivas.

También deberíamos considerar la rara práctica llamada aischrologia, que ha sido explicada de distintas maneras. Aischrologia significa “decir cosas feas”. Algunos festivales de mujeres incluían un intervalo en el que las mujeres se gritaban comentarios groseros, obscenidades o bromas sucias entre sí. Los historiadores de la religión clasifican estos rituales de malos sonidos como alguna especie frazeriana de fertilidad mágica o como un tipo de bufonería vulgar pero alentadora en la que (como dice Walter Burkert) “se juega con el antagonismo entre los sexos y se encuentra alivio”. Pero el hecho es que, por lo general, los hombres no eran bienvenidos en estos rituales y la leyenda griega contiene más de unas cuantas historias de advertencia sobre hombres castrados, desmembrados o muertos cuando se topaban con una de estas ceremonias por error.

Estas historias sugieren una acumulación de furia sexual detrás del blando rostro de la bufonería religiosa. La sociedad antigua estaba feliz de que las mujeres drenaran esas tendencias desagradables y emociones salvajes en un ritual hermético. La estrategia aquí es catártica, basada en una suerte de división psicológica de trabajo entre los sexos, como Pseudo-Demóstenes lo menciona en una referencia al ritual ateniense llamado Choes. La ceremonia del Choes se llevaba a cabo el segundo día del festival dionisiaco Anthesteria. Se realizaba una competencia entre los asistentes para drenar una jarra gigante de vino y concluía con un simbólico (o quizá no) acto de unión sexual entre el dios Dionisio y una mujer representativa de la comunidad. A esta persona se refiere Demóstenes al decir “Ella es la mujer que descarga las cosas indecibles por el bien de la ciudad”.

Detengámonos un momento en esta antigua labor femenina de descargar las cosas indecibles por el bien de la ciudad, y en las estructuras que la ciudad levanta para contener dicho discurso.

Una estructura ritual como la aischrologia es difícil de definir, porque en una sola actividad catártica colapsan dos aspectos diferentes de la producción del sonido. Hemos notado esta táctica combinatoria a lo largo de las discusiones de la voz de casi toda la Antigüedad y algunas de la Modernidad: es molesto escuchar el sonido femenino tanto porque la calidad de la voz de la mujer es censurable, como porque la mujer la usa para decir cosas que no deben ser dichas. Cuando estos dos aspectos se funden, algunas cuestiones importantes sobre la distinción entre las características esenciales y las construidas del ser humano se borran en una circularidad. Hoy en día, la referencia sexual en el lenguaje es un tema de diversos alcances y está en un debate que no ha sido resuelto. Se dice que los sonidos emitidos por las mujeres tienen diferentes patrones de flexión, diferentes rangos de entonación, diferentes preferencias sintácticas, diferentes campos semánticos, diferente dicción, diferentes texturas narrativas, diferentes tipos de comportamiento y diferentes fuerzas contextuales que los de los hombres.

Algunos vestigios atractivos de antiguas muestras de estas diferencias pueden ser leídos, por ejemplo, en algunas menciones de Aristófanes al “lenguaje de la mujer”, que el hombre puede aprender o imitar si quiere (Thesmophoriazousai), o de la conspicua construcción onomatopéyica de llantos femeninos como el ololyga y en nombres femeninos como Gorgo, Baubo, Eco, Siringa e Ilitía. Pero, en general, no se puede extraer una cuenta clara de la Antigüedad de nociones estratégicamente ambiguas como la homologación de la boca femenina y sus genitales, o de actividades estratégicamente ambiguas como el ritual de la aischrologia. Lo que sí emerge es un consistente paradigma de respuesta a la otredad de la voz. Es un paradigma que se forma a sí mismo como catarsis.

Como tal, el ritual griego de la aischrologia tiene algún parecido con el procedimiento desarrollado por Sigmund Freud y su colega Josef Breuer para tratar a las mujeres histéricas. En Estudios sobre la histeria, Freud y Breuer usan el término “catarsis” y también el de “cura de conversación” para esta terapia revolucionaria. En la teoría freudiana, las pacientes con histeria son mujeres que tienen memorias o emociones negativas atrapadas dentro de sí como una contaminación. Freud y Breuer se consideran capaces de drenar esa contaminación al poner a las mujeres en un estado de hipnosis para que hablen de las cosas de las que nunca hablan. Las mujeres hipnotizadas producen algunos sonidos notables. Una de las mujeres en los estudios de caso descritos por Freud al principio, sólo puede cloquear como gallina; otra insiste en hablar en inglés aunque sea vienesa; otra utiliza lo que Freud llama “parafasia”. Pero todos los casos son canalizados en algún punto por el psicoanalista a la narrativa conectada y la exégesis racional de los síntomas histéricos. Freud y Breuer afirman que los síntomas desaparecen, limpiados por este simple ritual catártico de drenar los malos sonidos de las cosas de las que no se habla. Aquí, Josef Breuer describe su interacción con la paciente, quien aparece bajo el seudónimo Anna O.:

[…] Solía visitarla por la tarde, cuando sabía que la encontraría en su hipnosis, y entonces la liberaba de todo el conjunto de productos imaginarios que había acumulado desde mi última visita. Era esencial que esto se completara para obtener buenos resultados. Cuando se hubo realizado, ella se calmó por completo y al día siguiente estaba agradable, fácil de controlar, industriosa y hasta alegre. Ella describió hábilmente este proceso como “cura de conversación”, mientras que se refirió en broma a él como “deshollinar la chimenea”.

Así lo llamemos “deshollinar la chimena”, aischrologia, ritual de lamento funeral, hullabaloo o mujeres riéndose como un bistec, el mismo paradigma de respuesta es evidente. Como si todo el género femenino fuera una mala memoria colectiva de cosas de las que no se habla, y el orden patriarcal, un bienintencionado psicoanalista que parece concebir su responsabilidad terapéutica como la canalización de este mal sonido a contenedores políticamente apropiados.

En apariencia ambas bocas femeninas, la superior y la inferior, necesitan de esta acción controladora. Freud menciona con timidez en una nota al pie de Estudios sobre la histeria que Josef Breuer tuvo que suspender su relación analítica con Anna O. porque “de pronto, ella manifestó hacia Breuer una fuerte y positiva presencia de transferencia de naturaleza sexual inconfundible”. No fue sino hasta 1932 que Freud reveló (en una carta a un colega) lo que en realidad había pasado entre Breuer y Anna O.: Fue la tarde de la última entrevista con ella que Breuer entró al departamento de Anna y la encontró en el piso con dolor abdominal. Cuando le preguntó qué tenía, ella le contestó que estaba a punto de dar a luz al hijo de él. Fue este “suceso desafortunado”, como Freud lo llama, lo que causó que Breuer retrasara la publicación de Estudios sobre la histeria de 1881 a 1895 y que, al final, lo llevó a abandonar la colaboración con Freud. Incluso la cura de conversación debe permanecer en silencio cuando ambas bocas femeninas están hablando al mismo tiempo.

Es confuso y vergonzoso tener dos bocas. La cacofonía genuina es el sonido producido por ellas. Consideremos un ejemplo más de la Antigüedad de la cacofonía femenina en su momento más confuso y vergonzoso. Hay un grupo de estatuas de terracota recuperadas de Asia menor y datadas en el siglo IV a.C. que representan el cuerpo femenino en una alarmante forma de cortocircuito. Cada una de estas estatuas es una mujer que consiste en casi nada más que sus dos bocas. Ambas bocas están soldadas juntas en una masa inarticulada que excluye cualquier otra función anatómica. Además, la posición de las dos bocas está invertida. La boca de arriba, para hablar, está colocada en la parte inferior de la panza de la estatua; la boca inferior o genital se abre arriba de la cabeza. Los iconógrafos identifican este monstruo con la mujer vieja llamada Baubo, que aparece en la leyenda griega como un alomorfo de la vieja Yambe (en el mito de Deméter) y es una suerte de santa patrona en el ritual de aischrologia.

El nombre Baubo tiene un doble significado. De acuerdo con el Greek-English Lexicon, el nombre baubo es usado como sinónimo de koilia, que denota al útero femenino pero que, como pieza de sonido, deriva de baubau, la onomatopeya griega del ladrido de los perros. La acción mítica de Baubo también tiene un doble significado. Como la vieja Yambe, Baubo se caracteriza en la leyenda por el gesto doble de quitarse la ropa para mostrar sus genitales y gritar lenguaje obsceno y bromas. El grito de Baubo provee una etiología para el ritual de la aischrologia. Su acción de mostrar los genitales también podría haberse transformado en el culto como una acción ritual llamada anasyrma (el “levantamiento” de la falda). Si es así, entonces podríamos entender esta acción como un tipo de gesto visual o un ruido proyectado hacia ciertas circunstancias para cambiarlas o desviarlas al modo de una expresión apotropaica.

Plutarco describe el uso del anasyrma de las mujeres en circunstancias asediadas: para repeler al enemigo, se paran en algún muro de la ciudad y levantan su vestido para exponer cosas indecibles. Plutarco aprecia esta acción de exposición de las mujeres como un ejemplo de virtud en su contexto.

Pero la supuesta tendencia de las mujeres de poner lo de adentro en lo de afuera, podría provocar una reacción bastante distinta. Las estatuas de Baubo son una fuerte evidencia de esa reacción. Esta Baubo nos presenta un simple diagrama caótico de la indignantemente manipulable identidad femenina. La duplicación e intercambiabilidad de las bocas, engendrar una criatura en quien el sexo es cancelado por el sonido y el sonido es cancelado por el sexo. Esto parece una respuesta perfecta a todas las preguntas que se presentan y los peligros planteados por la confusa y vergonzosa continuidad de la naturaleza femenina. Las bocas de Baubo se apropian la una de la otra.

Los historiadores culturales difieren en cuanto al significado de estas estatuas. No tienen información certera del género, la intención o el estado mental de las personas que las hicieron. Sólo podemos adivinar su propósito como objetos u obras de arte. En lo personal las encuentro feas, confusas y casi graciosas, como la revista Playboy en su actual predilección por colocar fotografías centradas de mujeres desnudas con largos e intensos artículos empáticos sobre feministas de alto perfil. Esto, más bien, es un oxímoron. Hay una muerte del significado al colocar estas falsedades —cada una de ellas, la mujer desnuda y la feminista— como un constructo social comprado y mercantilizado por la revista Playboy para hacer más fácil esa fantasía de la virtud del hombre, que los antiguos griegos llamaban sofrosina y que Freud llamaba represión.

Al considerar la pregunta de cómo nuestras presunciones sobre el género afectan la manera en la que escuchamos el sonido, he planteado mi red de una forma más bien amplia, y he mezclado evidencia de distintos periodos de tiempo y de diferentes expresiones culturales, en una manera que algunos revisores de mi trabajo desechan como ingenuidad etnográfica. Yo creo que hay un lugar para la ingenuidad en la etnografía, al menos como un lugar irritante. A veces, cuando leo textos griegos, me fuerzo a buscar todas las palabras en un diccionario, inclusive las que conozco. Es sorprendente lo que uno aprende así. Algunas palabras terminan sonando muy distinto de lo que una pensaba. A veces, la manera en la que suenan puede llevarte a preguntarte cosas que de otro modo no te habrías preguntado. Últimamente, he empezado a cuestionarme acerca de la palabra griega sofrosina. Me pregunto sobre este concepto de autocontrol y si en realidad es, como los griegos pensaban, una respuesta a muchas de las preguntas sobre la bondad humana y los dilemas de la civilidad. Me pregunto si no podría haber otra idea del orden humano que la represión, otra noción de la virtud humana que no sea el autocontrol, otro tipo de humano que uno basado en la disociación interior y exterior. O, en efecto, otra esencia humana que el ser.

* “The Gender of Sound” por Anne Carson, en GLASS, IRONY, AND GOD, copyright ©1995 de Anne Carson. Reproducido con autorización de NewDirections Publishing Corp.

Traducción de Valeria List. Primera parte de dos.



Es en gran medida por los sonidos que juzgamos a las personas como sanas o insanas, hombres o mujeres, buenas, malvadas, dignas de confianza, depresivas, núbiles, moribundas, proclives o no proclives a causarnos conflictos; un poco mejores que animales, seres creados por dios. Estos juicios son rápidos y pueden ser brutales.

Aristóteles dice que la voz aguda de la mujer es una evidencia de su disposición malvada, pues las criaturas que son valientes o justas (como los leones, los toros, los gallos y la raza humana masculina) tienen voces gruesas y profundas. Si escuchas a un hombre hablando con un tono de voz gentil o agudo, sabes que es un kinaidos (“catamita”).

El poeta Aristófanes hace un giro cómico a este cliché en Las asambleístas: cuando las mujeres atenienses están a punto de infiltrarse en la asamblea ateniense y tomar el control político, la líder feminista Praxágora asegura a sus compañeras activistas que ellas tienen exactamente el tono de voz requerido para esa tarea porque, como dice, “Ustedes saben que entre los hombres jóvenes, los que resultan ser fantásticos oradores son aquellos a los que fornican mucho”.

Esta broma pende del colapso conjunto de dos diferentes aspectos de la producción del sonido: la calidad y el uso de la voz. Muchas veces, encontraremos a los hombres antiguos luchando por asociar estos dos aspectos bajo un rubro general de género. Un tono de voz muy agudo va de la mano con la locuacidad. Lo que caracteriza a una persona que está desviada es que cumple deficientemente con el ideal masculino del autocontrol. Las mujeres, los catamitas, los eunucos y los andróginos se encuentran en esta categoría. Sus sonidos son desagradables y ponen incómodos a los hombres. Esta incomodidad es tal, que Aristóteles se atreve a explicar el género del sonido fisionómicamente, pues termina por circunscribir el tono de voz más bajo del hombre a la tensión que existe en sus cuerdas vocales y sus testículos, cuyo funcionamiento explica como unas pesas que se levantan.

En los tiempos helenísticos y romanos, los doctores recomendaban ejercicios vocales para curar cualquier tipo de dolencia en los hombres con la teoría de que la práctica de la declamación liberaría la congestión de la cabeza y corregiría el daño que los hombres habitualmente se infligen a sí mismos en la vida diaria al usar su voz para emitir sonidos agudos, gritar fuertemente o tener conversaciones baladís (aquí, de nuevo notamos una confusión entre la calidad y el uso vocal). Esta terapia no era recomendada a mujeres, eunucos o andróginos, de quienes se creía que tenían el tipo incorrecto de piel y un alineamiento incorrecto de los poros para la producción de tonos vocales bajos, sin importar cuánto se ejercitaran. Pero para el físico masculino, la práctica vocálica era pensada como una manera efectiva para restaurar el cuerpo y la mente al llevar la voz hacia abajo, a tonos apropiados.

Tengo un amigo que es periodista en la radio y me asegura que estas suposiciones de la voz masculina todavía nos acompañan. Él es gay. Pasó los primeros años de su carrera en la radio defendiéndose de los intentos de los productores por reducir, profundizar y ensombrecer su voz, a la cual describían como “muy sonriente”.

Muy pocas mujeres en la vida pública no se preocupan por que sus voces sean muy altas, muy delgadas o muy estridentes como para infundir respeto. Margaret Thatcher entrenó por años con un coach para hacer que su voz sonara más como las de los miembros honorables y aun así le dieron el apodo de “Atila la gallina”. La analogía de la gallina se remonta a la fama que rodeaba a Nancy Astor, la primera mujer que fue miembro de la Cámara de los Comunes del Reino Unido en 1919, quien era descrita por su colega Sir Henry Channon como “una rara combinación de corazón gentil, originalidad y rudeza… se precipita como una gallina decapitada… intrigando y disfrutando el olor de la sangre… esa bruja loca”.

La locura y la brujería, así como la bestialidad, son condiciones comúnmente asociadas con el uso de la voz femenina en público en los tiempos antiguos y modernos. Considera cuántas mujeres célebres de la mitología clásica, la literatura y el culto son censuradas por la manera en la que usan la voz. Por ejemplo, está el escalofriante rugido del Gorgon, cuyo nombre se deriva del sánscrito garg, que significa “aullido gutural de un animal que se emite como un gran viento desde abajo de la garganta a través de una boca muy distendida”. Están las Furias, cuyos tonos de voz sumamente agudos y voces horrendas son comparadas por Esquilo con los aullidos de los perros y los sonidos de personas siendo torturadas en el infierno (Euménides). Está la voz mortífera de las sirenas y el peligroso ventrilocuismo de Helena (Odisea), y el increíble balbuceo de Cassandra (Esquilo, Agamenón), así como los atemorizantes murmullos de Artemisa mientras va por el bosque (Himno de Homero a Afrodita). Está el discurso seductor de Afrodita, que es una característica tan distintiva de su poder, que lo puede usar en su cinturón como un objeto físico o prestárselo a otras mujeres (Ilíada). Está la mujer vieja de la leyenda eleusina, Yambe, quien chilla obscenidades y se levanta la falda para exponer sus genitales. Está el acechante gorjeo en la ninfa Eco (hija de Yambe en la leyenda ateniense), quien es descrita por Sófocles como “la niña sin puerta en la boca” (Filoctetes).

Poner una puerta en la boca de las mujeres ha sido un proyecto importante de la cultura patriarcal desde la Antigüedad hasta el día de hoy. Su táctica principal es una asociación ideológica del sonido femenino con la monstruosidad, el desorden y la muerte. Consideren esta descripción de uno de los biógrafos de Gertrude Stein: “Gertrude era robusta. Solía rugir de risa, muy fuerte. Tenía una risa como un bistec. Amaba la carne”.

Estos enunciados, con su confusión artificiosa de niveles fácticos y metafóricos, llevan consigo lo que a mí me parece un tufo de puro miedo. Es un miedo que proyecta a Gertrude Stein en el límite entre una mujer, un animal y una monstruosidad. La sonrisa (“tenía una risa como un bistec”) que identifica a Gertrude Stein con ganado es seguida por la aseveración “amaba la carne”, lo que indica que Gertrude Stein comía ganado. Las criaturas que se comen a su propia especie regularmente son llamadas caníbales y son vistas como anormales. Los otros atributos anormales de Gertrude Stein, como su alta estatura y su lesbianismo, eran enfatizados constantemente por los críticos, biógrafos y periodistas que no sabían qué hacer con su escritura. La marginalización de su personalidad era un modo de desviar su escritura de la centralidad literaria. Si es gorda, su aspecto es gracioso y tiene una desviación sexual, debe ser un talento marginal.

Uno de los patriarcas literarios que más le temían a Gertrude Stein era Ernest Hemingway. Es interesante escuchar la historia de cómo terminó su amistad con Gertrude Stein porque no podía tolerar el sonido de su voz. La historia tiene lugar en París. Hemingway la cuenta desde la perspectiva de un expatriado desencantado que se acaba de dar cuenta de que después de todo no puede hacer una vida por sí mismo en la cultura extraña en la que está varado. Un día de primavera de 1924, Hemingway va a ver a Gertrude Stein y le abre la empleada doméstica:

La sirvienta abrió la puerta antes de que yo tocara y me dijo que pasara y esperase, la señora Stein bajaría en un momento. Fue antes del mediodía, pero la sirvienta me sirvió una copa de eau-de-vie, la puso en mi mano y me guiñó el ojo felizmente. El líquido incoloro se sintió bien en mi lengua y todavía estaba en mi boca cuando escuché a alguien hablándole a la señora Stein como nunca había escuchado a alguien dirigirse a otra persona jamás en ningún lado. Entonces la voz de la señora Stein sonó suplicando y rogando, diciendo “No, gatito. No, no, por favor no. Por favor, no, gatito”. Me tomé la bebida, puse la copa en la mesa y empecé a dirigirme a la puerta. La sirvienta agitó su dedo y me dijo “No se vaya, está por bajar”.

“Tengo que irme”, le dije y traté de no escuchar más mientras me iba pero se seguía escuchando y la única manera que tenía de no escuchar más era yéndome. Era malo oírlo y las respuestas eran peores…

Así terminó para mí, de una manera suficientemente estúpida… Ella se figuraba como un emperador romano y eso está bien si te gusta que tus mujeres se vean como un emperador romano… Al final todos o casi todos se reconcilian para no ser remilgados o justos. Pero yo no podría reconciliarme de verdad, ni en mi corazón ni en mi cabeza. Cuando ya no puedes hacer amigos en tu cabeza es lo peor. Pero era más complicado que eso.

En efecto, es más complicado que eso. Así lo veremos si mantenemos a Ernest Hemingway y Gertrude Stein en mente mientras consideramos otra viñeta sobre un hombre confrontándose con una voz femenina. Ésta es del siglo VII a.C. Es un fragmento lírico del poeta arcaico Alceo de Lesbos. Como Ernest Hemingway, Alceo era un escritor expatriado. Había sido expulsado de su ciudad natal Mitilene por insurgencia política y su poema es un lamento solitario y desmoralizado desde el exilio. Como Hemingway, Alceo personifica sus sentimientos de alienación en la imagen de sí mismo como un hombre en la antesala de la alta cultura, que es sometido al perturbador estrépito de voces de mujeres en la habitación de al lado:

… Miserable yo
que tengo como suerte la barbarie

quisiera oír a la Asamblea
y el Consejo que me llaman
oh, Agesilao
—lo que mi padre y el padre de mi padre
gozaron al envejecer—

soy un marginado
entre estos ciudadanos que se atacan

como Onomacles, vivo un exilio en lo más aislado
he erigido mi casa en soledad
en los linderos de los lobos…

…Moro con los pies fuera de la maldad
donde lesbianas en concursos de belleza
vienen y van con sus batas que cuelgan
y alrededor reverbera
el insólito eco de aullidos terribles de mujeres (ololygas)…

Éste es un poema de una soledad radical que Alceo enfatiza con un oxímoron. “He erigido mi casa (eoikesa) en soledad (oios)” dice, pero estas palabras no tendrían mucho sentido para alguien que lo escuchara en el siglo VII. El verbo eoikesa está construido por el sustantivo oikos, que denota la compleja relación de espacios, objetos, parientes, sirvientes, animales, rituales y emociones que constituyen la vida de una familia en la polis. Un hombre sólo no puede constituir un oikos.

La condición de oxímoron de Alceo es reforzada por el tipo de criaturas que lo rodean. Lobos y mujeres han reemplazado a “mi padre y el padre de mi padre”. El lobo es un símbolo convencional de la marginalidad en la poesía griega. El lobo es un forajido, vive más allá de los límites de la marca cultivada y habitada que se denomina polis, en ese espacio que no es la tierra de nadie llamada apeiron (“lo desvinculado”). Las mujeres, en la perspectiva antigua, comparten este territorio espiritual y metafóricamente en virtud de una afinidad “natural” femenina por todo lo que es inmaduro, informe y en la necesidad de ser civilizado por las manos del hombre. Así, por ejemplo, en el documento citado por Aristóteles llamado “La tabla pitagórica de los opuestos”, encontramos los atributos de lo curvo, lo oscuro, lo secreto, lo malvado, lo que está en movimiento perpetuo, lo que se contiene a sí mismo y lo que no tiene límites identificado con las mujeres y dispuesto contra lo recto, lo ligero, lo honesto, lo bueno, lo estable, lo autocontenido y firmemente limitado con el lado masculino (Aristóteles, Metafísica).

Imagino que la jerarquización de estas polaridades no es nueva para ustedes, ahora que las historiadoras clásicas y las feministas han pasado los últimos diez o quince años codificando los argumentos con los que los pensadores de la antigua Grecia se convencieron a sí mismos de que las mujeres pertenecen a una raza distinta que la de los hombres. Pero me interesa que la radical otredad de lo femenino es experimentada por Alceo (y por Hemingway) en la forma de las voces de mujeres profiriendo sonidos que los hombres están indispuestos a escuchar. ¿Por qué es tan malo escuchar el sonido femenino? El sonido que Alceo escucha es el de las mujeres locales de Lesbia que conducen concursos de belleza y hacen que el aire reverbere con sus gritos. Conocemos los concursos de belleza de las mujeres de Lesbia por una nota en un escolio iliádico que dice que era una fiesta anual celebrada en honor a Hera.

Alceo menciona los concursos de belleza para remarcar el nivel prodigioso de ruido y, al hacerlo, dibuja su poema como una composición tonal. El poema empieza con el sonido urbano y ordenado de un heraldo que convoca a los ciudadanos masculinos a sus asuntos cívicos y racionales en la Asamblea del Consejo. El poema termina con un eco sobrenatural de mujeres chillando en el territorio de los lobos. Más aún, las mujeres emiten un tipo particular de aullido, el ololyga. Éste es un grito ritual de las mujeres. Es un penetrante grito agudísimo proferido en ciertos momentos climáticos de las prácticas rituales (por ejemplo, cuando se corta la garganta de la víctima durante un sacrificio) o en momentos climáticos de la vida real (por ejemplo, cuando nace un niño) y también es un rasgo común de los festivales de mujeres.

El ololyga, con su verbo cognado ololyzo, pertenece a una familia de palabras que incluyen eleleu con su cognado elelizo, y alala con su cognado alalazo; probablemente sea de origen indoeuropeo y, evidentemente, es de derivación onomatopéyica. Estas palabras no significan otra cosa más que su propio sonido. El sonido representa un llanto de intenso placer o intenso dolor. Emitir estos llantos es una función especialmente femenina. Cuando Alceo se encuentra rodeado por el sonido del ololyga, nos está diciendo que está completa y genuinamente fuera de los bordes. Ningún hombre haría ese sonido; ningún espacio cívico regulado lo contendría. Los festivales femeninos en los cuales estos llantos rituales fueron escuchados generalmente no podían realizarse dentro de los límites de la ciudad, sino que eran relegados a áreas suburbanas como las montañas, las playas o las azoteas de casa donde las mujeres podían divisarse a sí mismas sin contaminar los oídos o el espacio cívico de los hombres.

Para Alceo, estar expuesto a ese sonido es una condición de desnudez política tan alarmante como el arquetipo de Odiseo, quien despierta sin ropa en un matorral en la isla de Esqueria en el sexto libro de la Odisea de Homero, rodeado por el grito de mujeres. “¡Qué balbuceos de mujeres vienen a mí!”, exclama Odiseo, y empieza a fantasear qué tipo de salvajes o seres sobrenaturales pueden estar haciendo tanto escándalo. Las salvajes, por supuesto, resultan ser Nausícaa y sus amigas jugando en la ribera, pero lo que es interesante en este escenario es la asociación automática de Homero del desorden femenino con el espacio silvestre, lo salvaje y lo sobrenatural. Nausícaa y sus amigas son brevemente comparadas por Homero con las dos niñas salvajes que vagan en las montañas acompañando a Artemisa, una diosa que también es notoria por los sonidos que emite, si podemos juzgarlo por sus epítetos homéricos. Artemisa es calificada como keladeine, una palabra derivada del sustantivo kelados, que remite a un rugido fuerte como el del viento, el agua caudalosa o el tumulto de una batalla. Artemisa también es llamada iocheaira, que usualmente es etimologizado para decir “la que lanza las flechas” (donde ios significa flechas), pero también podría venir del sonido exclamatorio io, y significaría “la que emite el llanto ‘¡IO!’”.

A las mujeres griegas de los periodos clásicos arcaicos se les alentaba a no proferir cualquier tipo de llanto sin regulación dentro de los espacios cívicos de la polis o en el rango de escucha de los hombres. En efecto, la masculinidad en esa cultura se define por sus usos diferentes del sonido. La continencia verbal es un rasgo esencial de la virtud masculina sophrosyne (“prudencia, solidez mental, moderación, templanza y autocontrol”), que ordena la mayor parte del pensamiento patriarcal o de los asuntos éticos o emocionales. Con frecuencia, se dice que la especie de la mujer carece del principio de ordenamiento de la sofrosine.

Freud formula sucintamente el doble estándar en un comentario a un colega: “Un hombre que piensa es su propio legislador y confesor, y obtiene su propia absolución, pero las mujeres… no tienen la medida de la ética para sí mismas. Sólo pueden actuar si mantienen los límites de la moralidad, siguiendo lo que la sociedad ha establecido como adecuado”. Así también, discusiones antiguas de la virtud del sofrosine demuestran que, cuando es aplicado a las mujeres, este mote tiene una definición diferente que para los hombres. La mujer sofrosine es relacionada con la obediencia femenina al hombre y en raros casos significa otra cosa que la castidad. Cuando sí significa más, la alusión con frecuencia es al sonido. Un esposo que quiere convencer a su esposa o concubina de ejercitar la sofrosine, probablemente quiere decirle “¡Guarda silencio!”.

La heroína pitagórica Timycha, que prefería morderse la lengua antes que decir algo erróneo, es considerada una excepción a la regla femenina. En general, las mujeres de la literatura clásica son una especie propensa a la desordenada e incontrolable salida del sonido —a gritar, gemir, sollozar, emitir lamentos estridentes, reírse muy fuerte, gritar por dolor o placer y a tener brotes de emoción bruta en general—. Como Eurípides lo plantea, “Es un placer innato de las mujeres que su corriente de emociones suba por su boca y salga por su lengua” (Andrómaca). Cuando un hombre permite que su corriente de emociones suba por su boca y salga por su lengua, está feminizado. Heracles agoniza al final de Las traquinias al encontrarse a sí mismo “llorando como una niña, mientras que antes yo solía seguir el curso de mi dificultad sin un gemido pero ahora, en sufrimiento, me descubro como una mujer”.

Es una asunción fundamental de estos estereotipos de género que un hombre, en su condición de sofrosine, es capaz de disociarse de sus propias emociones y así controlar sus sonidos. Resulta una asunción corolaria que el deber cívico propio de un hombre hacia la mujer es controlar su sonido, en la medida en que ella no puede controlarse. Observamos un momento que sintetiza esta benevolencia masculina en el Libro XXII de la Odisea, cuando la vieja Euriclea entra al comedor y encuentra a Odiseo bañado en sangre y rodeado por los pretendientes muertos. Euriclea levanta la cabeza y abre la boca para proferir un ololyga. Entonces, Odiseo levanta una mano y cierra su boca diciendo, ou themis: “No está permitido que grites ahora, regocíjate internamente…”.

Cerrar las bocas de las mujeres era el objeto de un complejo acuerdo de legislación y convención en la Grecia preclásica y clásica, del cual los ejemplos mejor documentados son las leyes suntuarias de Solón y el concepto nuclear es la afirmación genérica de Sófocles, “El silencio es el kosmos [buen orden] de las mujeres”. Las leyes suntuarias promulgadas por Solón en el siglo VI a.C. tenían como efecto, nos dice Plutarco, “prohibir todos los desórdenes y excesos bárbaros de las mujeres en sus festivales, procesiones y ritos funerarios”. La responsabilidad de los lamentos funerarios ha pertenecido a las mujeres desde la Antigüedad de Grecia. En la Ilíada de Homero, vemos a las mujeres troyanas, capturadas en el campamento de Aquiles, obligadas a llorar por Patroclo. Aun así, los formuladores de las leyes de los siglos V y VI, como Solón, sufrían lo suficiente como para restringir estas efusiones femeninas a un sonido y una expresión emocional mínima.

La retórica oficial de los legisladores es instructiva, tiende a denunciar los malos sonidos como una enfermedad política (nosos) y habla de la necesidad de purificar los espacios cívicos de esta contaminación. El sonido en sí es visto como un medio de purificación pero también como contaminación. Así, por ejemplo, el legislador Carondas, como Solón, estaba preocupado por regular los ruidos femeninos y puso atención en el ritual funerario. Las leyes se promulgaban especificando la locación, la hora, la duración, las personas, la coreografía y el contenido musical y verbal de los lamentos funerarios de las mujeres sobre la base de que “los sonidos duros y barbáricos” eran estímulos para “desorden y licencia” (como lo plantea Plutarco). Se consideraba que los sonidos femeninos despertaban y generaban la locura.

Detectamos, aquí, una cierta particularidad en el razonamiento: Si las manifestaciones públicas de las mujeres son encerradas a perpetuidad en las instituciones culturales como lamentos rituales; si las mujeres regularmente son reasignadas a expresiones de sonidos irracionales como el ololyga y las emociones naturales en general, entonces la tendencia tan llamada “natural” a los gritos de las mujeres, a los lamentos, los llantos, la exhibición emocional y el desorden oral no pueden evitar convertirse en profecías autocumplidas. Pero la circularidad no es lo más ingenioso de este razonamiento. Deberíamos ver un poco más de cerca la ideología que subyace al horror masculino del sonido femenino. Y en este punto se vuelve importante distinguir el sonido del lenguaje.


Lee aquí la segunda parte de este ensayo.

* “The Gender of Sound” por Anne Carson, en GLASS, IRONY, AND GOD, copyright ©1995 de Anne Carson. Reproducido con autorización de NewDirections Publishing Corp.