Ernesto Lumbreras, Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México (1912-1921), Calygrama, México, 2019, 151 pp.

Cualquier lector de López Velarde sabe, con mayor razón si ha leído biografías o retratos suyos, que el líquido vital, de diversas maneras, severamente simbolizado en su “lágrima” metafórica, lo persiguió desde niño. Diríase que su condición humana llevaba integrado un sistema de irrigación para transportarlo en forma de flujo continuo, un acueducto. Y por añadidura infinitesimal, muy pequeñito, como el orificio de donde emerge la emoción incontenible: el lagrimal. De su persona al mundo, y de las realidades de la “patria espeluznante” a él, de manera irreversible y cerrada como el hortus conclusus que se hidrata solo. Por eso me parece tan afortunado el título que Ernesto Lumbreras (Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966) eligió para su libro en torno a los años del poeta en la Ciudad de México, ese idilio con la urbe donde a la postre moriría. Su vida real y poética (la misma cosa) se podría simbolizar, de hecho, con el acueducto romano, construcción donde primero se captaba el agua; esta pasaba a la conducción desde un depósito de cabecera (caput aquae), derivando después a la distribución por canales a terrenos y zonas minuciosamente estudiados. Podemos avanzar por todos estos pasos justo en referencia al poeta. La madre captó el líquido inicial y, rota la fuente, lo dio a luz en medio de la más profunda religiosidad católica. En la pila bautismal comenzó el traslado por la fontanela, y una vez filtrada por las capacidades intelectuales alojadas debajo, se distribuiría a través de canales, venas y arterias, ya transformada en sangre devota, a su obra, sus amores, su profesión, su sentido moral como jefe vicario de una familia muy numerosa y hasta como actor político. Pero sin derramarse, siempre volviendo a su mismidad de apantle. No de otro modo continúa vivo hasta hoy, latiendo, ameritándose en la sombra.
Las aproximaciones a la vida y milagros, la travesía terrenal de Ramón López Velarde, siempre me han parecido (incluso las que abiertamente se han ubicado del lado de la ficción) una lección de anatomía. Ante los misterios del cuerpo, incluso creyendo que hallarían el espíritu, los antiguos facultativos procedían a la disección. Justo esto se ha llevado a cabo con el corpus de la obra literaria y la correspondencia, intentando descubrir pistas conducentes al enigma del alma creadora. Esta obra más bien escueta, aunque muy complicada de desbrozar, parece una verdadera fuente santa, perpetuo surtidor para la Academia. Más que en los andamiajes y esquemas, yo creo en las respuestas y los hallazgos del arte; en Rembrandt pintando el escepticismo cuestionador, la angustia hiperbórea, protestante y contenida, vestida con enorme formalidad y hasta con sombrero de ala ancha, la tensión más bien fría, llena de curiosidad, de quienes, con arrogancia, ostentan unas manos muertas entre las manos vivas, a sabiendas de que el ánima es sutil y se escapa. Como pintores, los novelistas en ocasiones han llegado a dar en el blanco de asuntos que ni los forenses detectaron.
No podría definir la de Lumbreras como una novela en el sentido estricto de la ficción. Es una especie de novela de caballerías al cervantino modo, donde al principio de cada capítulo se adelantan los temas y detalles a tratar. Solo que el protagonista no es quijotesco o inventado, sino que encarna a un hombre documentable, “constatable”. Con todo, algo de fantasioso o ilusorio tiene este ser, misterioso desde un principio, para el cual el autor no quiere aventurarse de más, y opta por presentar una persona gozante y doliente, si bien conjeturada, elucubrada, especulada, conformada con algunos hechos y datos documentales, pero con una nube de paradojas sobrevolándola hasta cuando duerme y sueña. Tal como ocurría al explicarles a lectores de otras latitudes en los años setenta y ochenta que la obra de García Márquez nada tenía de “realismo mágico”, y sí mucho de una manera de vivir que incluía joyas y diamantes escondidos en las naranjas, así, en este Un acueducto infinitesimal, se merodea a un ser conformado por dudas reales e irresolubles, incertidumbre en llamas, contradicciones, absurdos, poesía puesta en práctica a saber cómo, verdades innombrables hasta en la intimidad. Se nos ubica delante de un hombre falible que aspira a no serlo: un escritor en borrador, un poeta en bosquejo, construido con palabras, una persona de humo espléndidamente hecha texto, disuelta entre imágenes emocionadas y emocionantes. Lumbreras ha creado un “sujeto” quizás novelesco, no novelado, una combinación de personaje y ave fénix cuyo testamento es una sutil obra literaria que, al final, nos deja satisfechos solo en el mundo de las interpretaciones.
Un esquema reversible
Michel Schneider define al escritor como alguien que “muere toda su vida, con largas frases y pequeñas palabras”. Esta original biografía de Lumbreras podría transformarse, entonces, en una tanatografía, la escritura de la muerte, una muerte que vive para conmemorarse, además, a un siglo de distancia de la desaparición mundana de quien la plasmó.
Lumbreras quiere ocuparse de los años que el poeta vivió en la Ciudad de México de manera permanente, aunque se reconoce incapaz de no tomar en cuenta la lejana ocasión, de muy niño, en que la visitó por primera vez y se dejó deslumbrar por ella. Comienza a morir en esas frases y palabras de una carta amorosa que escribe a sus padres a los 7 años, “un papelito doblado en cuatro partes” donde el niño habla de la enfermedad del tío que lo ha acogido. Pasa dos semanas ahí y, muy breve y emotivamente, pone por escrito esa vida burbujeante. Con la misma expresión parca y excitada, se despide del mundo más de dos décadas después entre sofocos, asfixiándose al final del libro, refiriéndose a lo esencial, llamándolo por su nombre: “¡La vida!… ¡La vida!”. Cierra el enigma inicial con un enigma final: “pide a su madre que llore en sus manos para después beber el llanto materno y, entre la asfixia y el delirio […] partía de este mundo a un misterio mayor”.
La serpiente se come la cola. La exposición del tema único en redondo parece ofrecerle a Lumbreras la clave para su esquema. Cada capítulo de esta aventura narrativa va precedido de la mención de las pautas, las escalas del viaje, cosa que quien conduce este barco aborda con destreza y seriedad, acompañándolas de notas justas —aunque nunca excesivas— en que da cuenta de sus investigaciones, su propio y detallado recorrido por todo el canon lopezvelardeano de estudios, análisis y escritos de todo tipo. Sin embargo, es aquí donde yo propongo el esquema reversible de lectura: se puede leer el texto de este autor haciendo caso omiso de las notas, o bien, las notas casi como texto a renglón seguido, haciendo caso omiso del texto principal. Se sostienen ambos per se, acaso con las ilustraciones a manera de edecanes en ambos registros. También se podría optar por una tercera manera de leer este Acueducto: acudiendo tan solo a la lectura de ciertas notas que abundan ancilarmente en cuestiones de la evolución de la plástica mexicana, por ejemplo, o de conflictos y criterios muy distintos de interpretación entre críticos. ¿Qué me dio en lo personal la lectura del texto principal y de las notas por separado, sin necesidad de que una aterrice, certifique, la realidad de la otra? La narración de Lumbreras me permitió el disfrute de una vida que se deja llevar por sus propias emociones compartidas y las intuiciones certeras que de ellas se derivan. A continuación, ofrezco el ejemplo por antonomasia de este eje. Un vislumbrado López Velarde, en el colmo del burbujeo interior de sentimientos exacerbados, acaba de recibir los primeros ejemplares de Zozobra. Y, sin prurito alguno, Lumbreras interpreta lo que le ocurre y empuja sus pasos de una manera brillante, a la cual habría estorbado cualquier nota, por más interesante que fuera:
Baja al centro de la ciudad, rumbo al Zócalo, caminando por la calle Jesús Carranza, el hermano del presidente, personaje de infausta memoria. Avanza y medita. Medita y avanza. ¿A quién dedicará el primer ejemplar de su segundo libro? ¿A Margarita Quijano? ¿A Manuel Aguirre Berlanga? ¿Al doctor González Martínez? Marcha sin prisa por la acera sombreada hasta llegar a la esquina de la Escuela Nacional Preparatoria. Ha quedado de encontrarse en el Salón Rojo con los antiguos bohemios, Pedro de Alba y Enrique Fernández Ledesma, pero todavía es temprano para la cita prevista a las tres de la tarde. Baja entonces por la calle Donceles hasta llegar a San Juan de Letrán y se detiene en la puerta de una casona que tiene un balcón con geranios y agapandos. Como si fuera un santo y seña en clave Morse, toca la aldaba tres veces, la última vez con un toque de gong tibetano. Mientras abren el portón, baja el ala de su sombrero para cubrirse el rostro y no ser descubierto in fraganti por un conocido al momento de entrar en una casa de mujeres en kimono. Finalmente, una muchacha recién bañada, con una toalla a modo de turbante, enfundada en una bata azul de oriental zafiro, abre la puerta y lo invita a pasar tomándolo de la mano izquierda. El salón de sillones solferinos, completamente vacíos, huele a sándalo y anís. Antes de ponerse cómodo y tirarse en el sofá, el poeta coloca su paquete en la mesa de centro. Su anfitriona, curiosa y niña mala, imagina que el licenciado López ha traído un regalo para todas las muchachas y se abalanza sobre el envoltorio y lo abre rasgando con sus manitas el papel de estraza. Justo, en ese momento, han bajado por una escalera de mármol y ónix otras nueve chicas más, vestidas a la moda romana del periodo de la decadencia. Cada una, entre bulla de fiesta, coge su ejemplar de Zozobra y agradece el obsequio plantándole un beso de carmín en la mejilla. Sin reclamos ni objeciones, el poeta recibe en su carne morena esos labios de tulipán y seda, para luego, con la estilográfica de firmar acuerdos en el Ministerio, estampar cariñosas dedicatorias a Marlene, Rubí, Sisi, Lola…
Lo mismo podría decirse de un tránsito, paso a paso, de las notas que conciernen a los distintos temas que contextualizan esta vida, ya sean acontecimientos políticos, históricos o meramente relacionados con publicaciones, amigos, etcétera. ¿No es mejor dejar su autonomía a la riqueza de la semblanza, con todo lo conjetural o novelístico con que el autor quisiera revestirla, y la suya a la documentación igual de sustanciosa? Por este motivo acudo a Marcel Schwob cuando afirma que “los biógrafos desgraciadamente han creído que eran historiadores. Y así nos han privado de retratos admirables”. Si cada individuo vale por su singularidad, Lumbreras se la ha insuflado a este retrato del poeta jerezano.
El modo literario, algunos ingredientes formales de la densidad conjetural
Antes que nada, Lumbreras conforma a un personaje tímido, cohibido (nunca pusilánime) que recorre la ciudad haciéndola poco a poco y dosificadamente espejo de su vida adulta. Siempre de los siempres busca apoyo, nunca de los nuncas se arriesga por cuenta propia. Hay numerosas instancias que nos lo confirman. Para muestra bastaría el botón de su entrada al mundo literario centrado en la capital. Quiere conocer a José Juan Tablada, por ejemplo, y no se anima a hacerlo solo. Del mismo modo en que seguía y merodeaba a las mujeres que le interesaban, de lejecitos y en la sombra, estudió mucho antes el lugar donde este poeta vivía. Por fin se decidió: “Para contrarrestar su timidez, se hizo acompañar del escritor guanajuatense Jesús Villalpando, con el que se pudo terciar la conversación sin duda apabullante y seductora de Tablada […] Los dos jóvenes escritores salieron de la mansión oriental, deslumbrados por haber compartido unas horas con una de las más severas aristocracias de nuestra poesía”. Esto con respecto a un hombre que tiembla y, a consecuencia, queda un poco paralizado respecto de su propia escritura. Las cosas cambian después, aunque siga necesitando sostén, soporte: “Para junio de 1914, con el espaldarazo de Tablada, Ramón López Velarde reactiva la fe en su trabajo poético”.
A pesar de su inseguridad, agravada por el hecho de saberse provinciano, se va abriendo paso en los diferentes círculos, ámbitos. Precisa los “buenos oficios” de Saturnino Herrán; el “padrinazgo” de dos santones de la lírica del momento; “intermediación de amigos comunes”. Tarda tres años y medio en darle una carta a Margarita Quijano, “hasta que un día se atrevió”. Está en dos lados, entre el sí y el no; padece “bipolaridad intelectual”, “duplicidad psicológica”. Todos sus amigos, colegas e incluso familiares lo describen como muy reservado, lleno de “perennes titubeos”. Esta característica temperamental, anímica, espiritual se vuelve esencia del personaje propuesto por Lumbreras: queda cortada a la medida del misterio de toda su vida privada y, sobre todo, de su poesía.
¿Qué componentes lingüísticos y discursivos emplea el autor para, como Mary Shelley, echar a andar a este López Velarde conjetural? Para empezar, el Acueducto burbujea de preguntas: “¿Pasaría por la cabeza del niño López Velarde que esta urbe, pujante y desinhibida, cesárea y babilónica, significaría tanto para su destino?”; “¿Cuáles son los votos de pobreza, castidad u obediencia que metaforiza en relación con la sensualidad sanguínea que alude el título de su libro?”; “¿A qué tipo de devociones se compromete la sangre…?”; “¿Se pudieron haber cruzado Saturnino Herrán y RLV en una avenida […], en el andén […]?”; “¿Acudiría RLV al entierro de Fuensanta en esa hora solapada de un crepúsculo de abril?”; “¿Cómo leerían esas premisas vasconcelistas la mente y la sensibilidad de RLV?”; “¿Pesaba en su memoria y en su conciencia esta trampa del destino?”; “¿Qué escenarios calificaría…?”; “¿O intuía…?”, etcétera. Preguntas que obviamente quedan en el aire de un personaje en la perpetua cuerda floja de la duda. Interrogantes que uno tendría que contestar con otras incertidumbres, y así hasta el fondo del callejón sin salida de esta enorme paradoja vital y poética.
Para continuar, las descripciones se sostienen en tiempos verbales condicionales, pospretéritos, futuros probables que reflejarán más y más situaciones hipotéticas: forjará… estaría al tanto… pasaría en limpio… esbozaría alguna vez… Y estos quedarán coronados por adverbios ad hoc: a cada párrafo se van multiplicando los posiblemente, los probablemente, los quizás, los casi innumerables tal vez.
Lo que no y lo que sí
Más allá de los profundos secretos que toda vida encierra (con llave), y esta en particular, está lo que se documenta, se estudia, se sabe o se va descubriendo en torno a autores tan especiales como Ramón López Velarde. Si el lector se interesa en los hechos cronológicos de su vida; la situación y el momento histórico que le tocaron en patria chica y patria grande; las escenas tanto política y social como económica, religiosa, artística y literaria de su tiempo; los amigos y colegas que lo rodearon y valoraron o envidiaron; las mujeres (incluyendo a la madre) que conformaron el engranaje del eterno femenino tan importante en su persona y su obra; si esto busca el lector, le saltará a la vista abundantemente, capítulo tras capítulo, igual que en tantos otros libros que se han escrito sobre el tema. Así pues, no es la exposición exhaustiva de detalles lo que otorga originalidad a Un acueducto infinitesimal. En mi opinión, enaltece la contribución de Lumbreras la conformación concreta y real de un personaje inasible, de humo, cuya realidad interior es narcótica y a la vez objetiva; una especie de nube de contornos identificables, que hasta podemos comparar con equis o ye figuras, y en el acto comienza a disolverse. Lumbreras interroga como se interrogaría el propio poeta frente al espejo. Llama la atención la coincidencia de su gran pregunta con la de T. S. Eliot, y en cambio, el sí y el no que proyecta el halo de cada una. Los dos poetas nos trasladan a una esfera estupefaciente (casi sugiriendo que ahí confluyen los caminos material e inmaterial, semejantes al de “Primero Sueño” de Sor Juana, al “Segundo Sueño” de Ortiz de Montellano, al “Sueño de los guantes negros” de nuestro poeta). En “El retorno maléfico”, López Velarde, entornando “párpados narcóticos” lanza su famoso “¿Qué es eso?” encerrando nuestras almas en una “gota categórica”, que parece derramar el vaso de la enorme pila bautismal de este mundo, mientras que su contemporáneo inglés, después de ubicarnos frente a un “paciente anestesiado” nos conmina a no preguntar “¿Qué es eso?”, a no ir más allá, no complicarse la existencia, sino a quedarse aquí, en este universo tangible aunque contingente, oscilante entre el amor y el dolor, con los pies en la tierra, asistiendo a una exposición de Miguel Ángel. Eliot escucha a las sirenas y sabe que no cantan para él. López Velarde, por su cuenta, multiplica los signos de interrogación al lado de su imagen, en un reflejo sin fin en las ondas de un estanque, ese inasible “fulgor abstracto” de la patria de José Emilio Pacheco. Es este el personaje de Ernesto Lumbreras, de carne y hueso, devoto y devorado por la sangre, que a cada paso aterra y espeluzna por sus búsquedas del mysterium tremendum, el cual nos acompaña de este lado y nos aguarda del otro.

Retrato de Ramón López Velarde por Saturnino Herrán.
Fernando Fernández ha citado en varias ocasiones estas palabras de Octavio Paz: “Nos hace falta un estudio de veras completo sobre las creencias de López Velarde”. La frase de Paz, escrita en 1963, conserva toda su vigencia. En términos generales, la crítica parece haberse conformado con repetir que Ramón López Velarde (1888-1921) fue un católico ferviente, sincero en su devoción y fatalmente atraído por el pecado.
Apenas unos cuantos conocedores, algunos en el campo del periodismo cultural, otros en el ámbito de la investigación académica, se han esforzado por describir el catolicismo de López Velarde. Casi ninguno, sin embargo, ha juzgado necesario situar a López Velarde a las afueras del catolicismo convencional. En mi opinión, por mucho que se haya insistido en la imagen de un López Velarde fervorosamente católico, cosa que nada cuesta reconocer que fue, también es legítimo reconocer en paralelo que sus creencias no fueron solamente católicas.
El sentimiento religioso de López Velarde, de sus primeros a sus últimos poemas, es indudablemente sincrético. Los temas recurrentes de su obra —las nupcias imposibles, la generosidad sensorial del universo, la inminencia de la muerte y el retorno a la tierra— encuentran casi siempre una manera cristiana y a la vez pagana de manifestarse. La galería de santas, vírgenes, mártires y hermanas de su poesía es también un abundante santuario telúrico en el que la madre Tierra convive con sátiros, bacantes y diosas de la fertilidad, y con la muerte misma.
Con lo anterior quiero decir que López Velarde, si bien católico devoto, fue un católico singular, y no precisamente por saberse pecador. A mi juicio, la singularidad religiosa del zacatecano es visible no tanto en su biografía como en su obra. Si en materia de técnica literaria fue un discípulo de Leopoldo Lugones, y si el primer Amado Nervo fue para él “nuestro as de ases”, en sus creencias López Velarde fue más bien un descendiente de Rubén Darío: un pagano y, en particular, un seguidor de Dionisos, “el dios que vendrá” (según la recordada expresión de Hölderlin).
En dos notables ensayos publicados en 2016 y 2019, respectivamente, José Homero señala que buena parte de la crítica, seducida por la “dualidad funesta” y la “moral de la simetría” del repertorio lopezvelardeano, ha insistido en leer al poeta en función de tensiones y contrastes binarios. Más que oposiciones tajantes, viene a decir José Homero, en López Velarde hay un “vaivén” y un “flujo” entre significados que, contrarios en un principio, se compenetran y amplían unos a otros. Así, en una prosa tan sugerente como “La dama en el campo”, la casta señorita de “olor civilizado” que López Velarde convierte, por fantasía, en una pastora “vestida de negro y sobre la cosecha”, es una contemporánea del poeta y al mismo tiempo es la reservada Proserpina, hija de Ceres, que se pasea entre las espigas, radiante por la opulencia de los cultivos y enlutada por la cercanía del otoño.
Proserpina, forma latina de la Perséfone griega, es madre de Dionisos en los relatos de muerte y resurrección —metáforas de la esterilidad y la fertilidad en el ciclo agrícola— que dieron fundamento a numerosos ritos antiguos. La resurrección cristiana es, como se sabe, un avatar de la resurrección dionisiaca. Yo abrigo un sentimiento de confirmación, más que de sorpresa, cuando López Velarde afirma: “Uno de los dogmas para mí más queridos, quizá mi paradigma, es el de la Resurrección de la Carne”.
Dos festivales dionisiacos tenían lugar en el antiguo calendario griego: las dionisias rurales, al comenzar el invierno, y las dionisias urbanas, en primavera. No son otras las referencias del calendario lopezvelardeano: bien visto, el primer poema de La sangre devota (“En el reinado de la primavera”) es el anverso del poema inconcluso de sus últimos años, “El sueño de los guantes negros”, de contenido explícitamente invernal. A su vez, “El sueño de los guantes negros” debe leerse a la par de un poema juvenil que López Velarde no incluyó en La sangre devota, “El adiós”, como bien ha mostrado Fernández: el invierno del fin es el invierno del comienzo, que a su vez conduce a la primavera.
El vocabulario dionisiaco abunda en la obra del jerezano. Si bien la mujer virginal está “exenta de pagano sensualismo”, la patria es “concebida […] como la cesta de frutos efectivos que recogemos de la tierra” y el mundo mismo, al comenzar el otoño, es recorrido por un “cortejo pagano”. El poema es un “ditirambo”; la voz del poeta, convertida en un “clamor pagano y nazareno”, es en uno de sus hemisferios un “son mariano” y, en el otro, un “son de orgía”, y la mujer idealizada retoza en la hierba “cual las fieras del Baco / de Rubens”, y se amotinan las prostitutas como “satiresas”, y el poeta se siente, como el sátiro Marsias, “desollado”.
No me parece accidental que, al referirse a una cantante admirable, López Velarde haya enfatizado sus rasgos más definitivamente órficos. Orfeo es un sacerdote de Dionisos de la misma forma que la contralto “en cuya garganta se subleva el trueno y se pacifica la brisa” es una representante de Orfeo. Aquella cantante, Gabriella Besanzoni, personificaba para el poeta “el apogeo de las contradicciones: benigna y brusca, fanatizada e impía, celeste y zoológica”. En el vaivén de los contrarios que se alían hay lugar para un catolicismo colindante con el paganismo. Es el vaivén de un cosmos hechizado: “Una sola cosa sabemos: que el mundo es mágico”. Así, ante los prodigios de la vida y la muerte, López Velarde acatará “un solo mandamiento: venerar”.

Manuscrito de «El sueño de los guantes negros», página 2
Año de 1888. A la una de la mañana del 15 de junio nace en la ciudad de Jerez, Zacatecas, José Ramón López Velarde Berumen, hijo de José Guadalupe López Velarde y María Trinidad Berumen. En Lisboa nace Fernando Pessoa el 13 de junio; en Madrid, Ramón Gómez de la Serna el 3 de julio; en St. Louis, Missouri, Thomas Stearns Eliot el 26 de septiembre; Thomas Edward Lawrence, en Gales, el 16 de agosto; el 14 de octubre viene al mundo Katherine Mansfield, en Wellington, Nueva Zelanda, y en un hotel de Nueva York, Eugene O’Neill el 16 del mismo mes.
México se encuentra al final del segundo periodo del gobierno del general Porfirio Díaz. Tras reformas a la Constitución de 1857, es reelecto para una tercera administración el 1° de diciembre de 1888. Zacatecas es gobernado por Marcelino Morfín Chávez. Federico Gamboa publica su libro de cuentos Del natural y Rubén Darío Azul, obra fundamental del modernismo hispanoamericano. El físico alemán Heinrich Hertz (1857-1894) descubre las ondas electromagnéticas, en su honor llamadas hertzianas. Guillermo II ocupa la corona de Alemania.
Ramón López Velarde muere de neumonía, el 19 de junio de 1921, cuatro días después de haber cumplido los 33 años. De los escritores antes mencionados, fue el primero en abandonar este mundo. No todos los autores nacidos el año de nuestro Ramón escribieron en verso, pero sí lograron hacer del lenguaje una navegación en que la “aventura y el orden” marcaron una nueva pauta. Desde su respectiva trinchera, todos modificaron de una vez y para siempre el género en que mejor se encontraron. Incluso el legendario Lawrence de Arabia, aunque fue autor distinguido del libro Los siete pilares de la sabiduría, logró trascender más por el genio de su vida, al hacer de sus acciones aventuras ejemplares. “He was a poet, a philosopher and a mighty warrior”.(Fue un poeta, un filósofo y un guerrero poderoso).
De los siete escritores nacidos en 1888, una era mujer, nacida Kathreen Beaumont. Llegó al año 35 de su edad, antes de que una enfermedad de los pulmones, en este caso la tuberculosis, la arrancara del mundo. Lo dejaba tras haber escrito algunos cuentos perfectos que modificaron el arte de narrar, bajo el nombre de Katherine Mansfield. Dos autores fueron premios Nobel: Eugene O’Neill, el primero concedido a un dramaturgo, y T. S. Eliot, por haber modifidicado el pensamiento poético y crítico en lengua inglesa. Dos de ellos, Fernando Pessoa y T. E. Lawrence, murieron a los 47 años, en 1935, mientras Ramón Gómez de la Serena lo haría en 1953, a los 65 años. El más longevo fue Eliot, que murió en 1963, a los 75 años.
Los poetas no tienen biografía. Tienen destino, subrayó León Felipe. Lo demuestra López Velarde, quien se afanó, en sus versos, por desempeñar su propia aventura y así tratar de vivir “la formidable vida de todos y de todas”. Junto a sus contemporáneos Eliot y Pessoa, buceó en su “interior de hombre” y supo hacer de los pequeños cuidados de cada día la pequeña e ignorada obra maestra. Escribe Eliot en la “Canción de amor de Alfred J. Prufrock”, aquí en traducción de Rodolfo Usigli:
¿Me atrevo
a perturbar el Universo?
En un minuto hay tiempo
Para decisiones y revisiones que un minuto trastocará.
Porque yo las he conocido a todas ellas,
He conocido las noches, las mañanas, las tardes,
He vaciado mi vida con cucharillas de café;
Conozco las voces que mueren en un diminuendo
Al fondo de la música en un cuarto alejado.
Así, ¿cómo pudiera yo atreverme?
Y responde con semejantes interrogantes el Fernando Pessoa-Álvaro de Campos, de “Tabaquería”, en versión de Rodolfo Alonso:
Seré siempre el que no nació para eso;
Seré siempre sólo el que no tenía cualidades;
Seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta
Al pie de una pared sin puerta
Y cantó la canción del Infinito en un gallinero,
Y oyó la voz de Dios en un pozo tapado.
*
Asomarse al álbum fotográfico de un autor, ver sus primeras imágenes, equivale a conjeturar lo que será el futuro de cada uno. “El niño es el padre del hombre”, escribió William Wordsworth. Sin embargo, nada parece turbar el edén de la ciudad de Wellington donde aparece la niña regordeta Kass y el niño Ned en compañía de sus hermanos. Un Pessoa de 13 años ya muestra el gesto hierático que caracteriza sus futuros retratos.
Las cartas y las fotografías integran la biografía incómoda, el testimonio que a veces no se quiere. Baste recordar aquellas imágenes prohibidas por Ernest Hemingway donde luce una gran sonrisa después de haber matado a un león. Katherine Mansfield detestaba la fotografìa tomada de ella en 1917.
Son notables las cartas enviadas por el niño Baudelaire a su madre. Notables por lo que dice y cómo lo dice, porque lo admirable es que no hay prácticamente errores gramaticales en ellas, y todo es elegancia. “Lujo, calma y voluptuosidad”, exigiría el poeta francés.
Ha llegado hasta nosotros una fotografía de López Velarde, tomada a los dos años de su edad, es decir en 1890, donde es notable la fuerza de su mirada, la agudeza y la ironía con la cual observa la vida que comienza. Es como si advirtiera la llegada de la prima Águeda o las caricias hechas por Fuensanta al practicar el para ella inocente juego del baño, que el poeta conservará y transformará en su personal alquimia.
“Padre soltero de la poesía mexicana”, llamó Hugo Gutiérrez Vega al poeta Ramón López Velarde (1888-1921). En efecto, López Velarde no engendró hijos, pero cada día aumenta el número de quienes pretenden ser sus herederos, como se multiplica el número de estudios y lecturas de su vida y de su obra. Gracias a las pesquisas de Elena Molina Ortega y de Samuel Noyola Vázquez, tenemos el privilegio de leer una carta infantil del poeta, en que da testimonio de su primera estancia en la capital. La epístola está fechada el 22 de febrero de 1896, es decir, cuando el poeta estaba por cumplir ocho años de edad.
Ser. Lic. Dón
Guadalupe López Velarde
i doña Trinidad Verumen
De López Velarde
MIS MUY amado papsasito i mamsita
con mucho e resivido y acavamo de rrevir sus muy finos rengloncitos que acavo de resivir perdone la repetición grasias a Dios yo estoy sin novedad no e salido a pasiarme a ninguna parte pues mi tio Don Pascual sigue con el dolor como usted sabe rrara vez puede salir no estoy en México si no en el puente de santana pues rrara vez salgo al centro de la capital ayer tuve una visita i jugamos toda la tarde aparte de la noche pues aun se fue llorando i yo me quede triste i para divertirme me puse a jugar al toro me acosté i dormi muy agusto grasias a Dios tengo muhos deseos de verlo tanto a ustedes como a mi tillena i mis hermanitos mandanme mi vendisión.
La carta no tiene puntuación. El uso del polisíndeton se alía a la urgencia de comunicarlo todo de manera simultánea, así como la vivencia infantil de regresar a las raíces de la tribu original. Sin decirlo de manera abierta, el niño expresa su nostalgia de la casa familiar y su necesidad de reintegrarse a ella lo más pronto posible.
López Velarde pudo haber hecho suya la frase de Baudelaire: “el genio no es más que la infancia recuperada a voluntad”. Como el poeta francés, el mexicano quiso prolongar su infancia, extenderla más allá de sus límites cronológicos. El poema “Ser una casta pequeñez” expresa el deseo del niño por permanecer en ese estado donde realidad y deseo son una sola entidad. El adulto Ramón desea regresar a esa etapa de inocencia y ser de nuevo “la frente limpia y bárbara del niño”. Sin embargo, el drama surge cuando la idea determina su condición sensual: “mi experiencia licenciosa y fúnebre” clausura toda idea de inocencia y deja al poeta en una situación trágica, en esa zona donde naufraga la persona y surge el poema.
Ser una casta pequeñez…
A Alfonso Cravioto
Fuérame dado remontar el río
de los años, y en una reconquista
feliz de mi ignorancia, ser de nuevo
la frente limpia y bárbara del niño…
Volver a ser el arrebol, y el húmedo
pétalo, y la llorosa y pulcra infancia
que deja el baño por secarse al sol…
Entonces, con instinto maternal,
me subirías al regazo, para
interrogarme, Amor, si eras querida
hasta el agua inmanente de tu pozo
o hasta el penacho tornadizo y frágil
de tu naranjo en flor.
Yo, sintiéndome bien en la aromática
vecindad de tus hombros y en la limpia
fragancia de tus brazos,
te diría quererte más allá
de las torres gemelas.
Dejarías entonces en la bárbara
novedad de mi frente
el beso inaccesible
a mi experiencia licenciosa y fúnebre.
¿Por qué en la tarde inválida,
cuando los niños pasan por tu reja,
yo no soy una casta pequeñez
en tus manos adictas
y junto a la eficacia de tu boca?
*
Una fotografía tomada en 1921 muestra a Eugene O’Neill de pie, vestido de oscuro, el gesto serio, cuando había recibido su segundo premio Pultizer tras la producción de su obra Anna Christie. La segunda lo muestra, ya maduro, en 1946, es decir, a los 58 años. Aparece sentado, tan meditabundo como en la primera, pero vestido con un traje claro. Los años acumulados nos hacen ir en busca de la claridad, la juventud pasada. Ramón López Velarde llegó al fin de sus días terrestres en 1921, para ser fiel a la oración enunciada en su poema “Gavota”:
Señor, Dios mío, no vayas
a querer desfigurar
mi pobre cuerpo, pasajero
más que la espuma del mar.
La fotografía de O’Neill joven lo muestra vestido de oscuro, austero y sombrío, vestido “de temible luto ceremonioso”, como aparece el joven López Velarde y el joven Pesosa. En la época en que vienen al mundo todos querían aparentar mayor edad de la que en ese momento tenían, como muestra el gesto inocente y ya maduro del adolescente T. S. Eliot.
*
Los grandes solitarios son grandes caminadores, escribió Gaston Bachelard. En su adolescencia, T. E. Lawrence recorre a pie el territorio que entonces era Siria. Las fotografías más conocidas de Fernando Pessoa lo representan presuroso, blindado en su gabardina y armado de su sombrero y sus inseparables, inevitables, necesarios anteojos, lo último que pidió en su lecho de muerte. Si creemos en la leyenda, López Velarde enfermó de pulmonía por recorrer a pie y sin abrigo la distancia entre el centro de la capital y su casa en la entonces avenida Jalisco. Todos vivieron una época en que la máquina aceleraba de modo inverosímil las potencias humanas. Lawrence viajó desde el camello hasta el Rolls-Royce blindado; supo del tren militar inmortalizado en la Revolución; la velocidad terminó por ser la droga más poderosa de Lawrence, quien moriría a bordo de su motocicleta; Pessoa abordó varias veces el tranvía amarillo que lo llevó por las colinas sinuosas de su natal Lisboa. El joven O’Neill confiaba en la fuerza de sus músculos para impulsar su kayak. Pero en conjunto fueron caballeros andantes que hicieron de la locomoción bípeda “su forma de estar solos”, como sentenció Pessoa.
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Thomas Steans Eliot era en 1948, año en que recibió el Premio Nobel de Literatura, la figura más importante de la poesía y el pensamiento crítico en lengua inglesa. El mundo acababa de salir de una conflagración planetaria, y Eliot había dejado testimonio de sus efectos desde la estrofa inicial de “Burnt Norton”, en la aproximación de José Emilio Pacheco:
El tiempo presente y el tiempo pasado
Acaso estén presentes en el tiempo futuro.
Tal vez a ese futuro lo contenga el pasado.
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“Mi verdadera obra maestra es el hijo que no tengo”, concluye López Velarde en uno de sus poemas en prosa más conocidos. Tampoco Pessoa ni Lawrence pensaron nunca en reproducirse. Katherine Mansfield se afanó todo el tiempo en ser madre, sin lograrlo. Sus embarazos fueron más mentales que físicos. Esta tarea de reproducirse no estuvo cerca de las ambiciones de nuestros autores. O’Neill tuvo tres hijos, peo el destino de ellos resultó tan trágico como los de los personajes del autor. Esta inminencia, este a punto de, siempre parece haber perseguido a nuestros autores, como si la rugosa realidad —la frase es de Rimbaud— fuera inferior a la imaginación.
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Al principio de su libro central, Los siete pilares de la sabiduría, Lawrence escribe un texto único en la historia de la literatura, pues se trata de un poema de amor que abre un libro de memorias de guerra. El 1º de marzo de 1920, Pessoa escribe su primera carta a Ofelia Queiroz, donde establece una especie de poética cuando dice que “todas las cartas de amor son ridículas”. El romance epistolar continúa, pero más tarde el poeta le confesará: “Queda por saber si el matrimonio, el hogar (o lo que sea), son cosas que sean compatibles con mi vida de pensamiento. Lo dudo. Por ahora, y en breve, quiero organizar esa vida de pensamiento y de trabajo mía”. Por su parte, López Velarde escribe: “Soy, en verdad, indigno de la mujer sana porque estoy contagiado de la enfermedad de mi tiempo: la pecaminosa inquietud. Y la mujer sana es, para nuestra inquietud rastrera y sin esperanza, como una flor que se concediese al lodo. Porque nuestra inquietud no es la del mancebo sobre quien gotea la cera ardiente de Psiquis. Vamos sin rumbo, solicitados por imanes opuestos, y si una gota de cera nos da el éxtasis, la otra nos quema con lumbre sensual.” Y Gómez de la Serna concluye: “La mujer representa a mi lado el idilio porque el idilio es imprescindible para la tranquilidad creadora. Durante cuarenta años no ha habido noche en que no descanse mi mano sobre el arco pomposo de la mujer, ese otero o alcor que es la cadera femenina enarcada en el sueño”.
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Aunque en su libro The Life of Katherine Mansfield, Antony Alpers se refiere a las revistas literarias como “pirotecnia de juventud”, no deja de reconocer la trascendencia que tienen para tomar el pulso de una época. El estado de una sensibilidad. En abril de 1912, Katherine se convierte en editora de la revista Rhytm, de su amante J. M. Murry. Aún casada, la autora da muestra de una gran liberalidad, y a sus 24 años se descubre una escritora segura de sí misma, de su talento y su poder de seducción, características todas que provocarán los celos de Virginia Woolf, a la que conocerá en 1917. En abril de 1915, después de largas expectativas por establecer un manifiesto y una poética que otorgue a los autores portugueses su lugar en el mundo, aparece en Lisboa el primer número de la revista Orpheu. En 1916 se publica en México la revista de actualidades Pegaso, dirigida por tres poetas: Enrique González Martínez, Efrén Rebolledo y Ramón López Velarde. En su número inicial, en la primera página, López Velarde publica su crónica “Avenida Madero”, calle donde se encontraba la revista. En la primavera de ese mismo 1916, Lawrence es responsable de los primeros números del Boletín Árabe. En 1922, mismo año de la publicación de Ulises de James Joyce, Eliot funda la revista Criterion, que habría de convertirse durante mucho tiempo en eje de la crítica literaria.
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En marzo de 1914, en su casa de la Rua Passos Manuel, en una alta cómoda, Pessoa “escribe… en una especie de éxtasis, cuya naturaleza nunca sabrá definir, treinta y tantos poemas de una sola sentada” (Joao Gaspar Simoes, p. 151). Cinco meses antes del estallido de la Primera Guerra, había nacido Alberto Caeiro, y con él los poemas de “El guardador de rebaños”, algunos de los más citados de su autor. Gómez de la Serna tenía su lugar predilecto en el café del Pombo, y la importancia que concedía a su espacio de trabajo se aprecia en la acumulación de imágenes y objetos que guardaba en su torreón de la calle de Velázquez. La Academia Mexicana de la Lengua conserva el original del poema de López Velarde “El sueño de los guantes negros”, donde es posible examinar el método de trabajo de nuestro poeta: sabía qué quería decir pero no había encontrado la palabra justa, causante de los desvelos de Flaubert.
Esta es la segunda parte de este ensayo. Puedes leer aquí la primera parte.

ÁGUEDA. La prima.
“Mi prima Águeda” es un poema que encanta a los críticos y a los lectores de López Velarde, y muestra el acezante erotismo cuando se unen el recato provinciano y el incesto que, al no poder realizarse, se sublima. Águeda, si ese fue su nombre, perteneció a la rama de los Berumen. Si habla de la madrina, es ya un tiempo en que no habitaba en la casa de la calle de la Parroquia, donde vivió hasta los diez años, sino en la casa de los abuelos de Plaza de Armas.1 O tal vez todo en el poema está transformado para que fuera más importante la verdad estética que la experiencia real. No pocas veces me he preguntado qué opinarían los miembros de la familia Berumen cuando leyeron el poema. Nadie, ni amigos, ni familia, ni jerezanos, reveló quién fue Águeda. Si la escondida prima leyó el poema, ¿qué habría sentido y dicho?
Da la impresión, al leer los versos, que a López Velarde se le quedó vívidamente el ahogo del deseo y algunas imágenes en el recuerdo: los ojos verdes y el vestido enlutado, la prima que teje en el corredor, la voz de Águeda a la hora de comer acompasando el sonido de la vajilla, el cesto de frutas sobre el viejo armario.
Especialmente atractivo me parece el análisis que Martha L. Canfield hace de la técnica, correspondiéndolo con los contenidos. Quizá al escribirlo no fue la intención de López Velarde, pero los resultados van muy a menudo más allá de la intención del autor. Transcribamos:
Mi madrina invitaba a mi prima Águeda
a que pasara el día con nosotros,
y mi prima llegaba
con un contradictorio
prestigio de almidón y de temible
luto ceremonioso.
Águeda aparecía, resonante
de almidón, y sus ojos
verdes y sus mejillas rubicundas
me protegían contra el pavoroso
luto…
Yo era rapaz
y conocía la o por lo redondo,
y Águeda, que tejía
mansa y perseverante en el sonoro
corredor, me causaba
calosfríos ignotos…
(Creo que hasta le debo la costumbre
heroicamente insana de hablar solo.)
A la hora de comer, en la penumbra
quieta del refectorio,
me iba embelesando un quebradizo
sonar intermitente de vajilla
y el timbre caricioso
de la voz de mi prima.
Águeda era
(luto, pupilas verdes y mejillas
rubicundas) un cesto policromo
de manzanas y uvas
en el ébano de un armario añoso.
Canfield analiza el hábil uso de las o, la acentuación en la métrica, la elección de las rimas, la pausa que dan los esdrújulos y las asonancias internas y las consonancias.2 “Se trata de una silva arromanzada, variedad métrica típicamente modernista”. Y en lo que me parece uno de sus mejores hallazgos, señala sobre la insistencia de las o:
La sostenida asonancia en o-o y la repetición masiva de esta vocal, reiteradamente asociada con la i, en sílabas vecinas, en hiato o en diptongo, dan a todo el texto el efecto tímbrico de una grave sonata monocorde. Véanse, por ejemplo, los vocablos de la rima: nOsOtrOs, cOntradictOrio, ceremOniOsO, pavOrOsO, sOnOrO, calOsfríOs, ignOtOs, pOlicrOmO, etc., y el verso metalingüístico:“Y cOnOcía la O por lO redOndO”. Nótese también el uso de la rima interior en los siguientes vocablos y sintagmas oxítonos: almidÓn (repetido dos veces), la O, corredOr, la vOz.Así todo el poema resuena como una prolongada interjección, una ¡oh! de admiración y desconcierto ante la naturaleza contradictoria e inquietante de la prima.
Perspicuamente, Canfield subraya que todos los versos están acentuados en sexta y en vocal tónica natural.
BAUDELAIRE. Influencia.
Mucho se ha hablado de la influencia de Charles Baudelaire. En una cuarteta inolvidable de un soneto, que repiten a menudo los críticos, RLV dice, a propósito de los olores que respira en el rebozo gris y blanco de la amada, que es como si respirara “la quintaesencia de tu espalda leve”:
(En abono de mi sinceridad,
séame permitido este alegato,
entonces era yo seminarista
sin Baudelaire, sin rima y sin olfato).
Si era seminarista, cuando vivió la experiencia de “adormirse sobre el rebozo”, sería entonces entre 1900 y 1902 cuando era alumno del Seminario Conciliar de Zacatecas, es decir, antes de su regreso a Aguascalientes, donde había vivido con sus padres de 1898 a 1900. En el seminario andaría por los trece y catorce años de edad. O más seguramente entre 1903 y 1905, en Aguascalientes, cuando estudió en el Seminario Conciliar de Santa María de Guadalupe, antes de cambiarse al Instituto Científico y Literario de esta ciudad.
Los mejores críticos de RLV señalan que la relación íntima y macabra de erotismo y muerte provino de la lectura de Baudelaire, o al menos, se la confirmó plenamente. En un artículo López Velarde escribe algo que lo confirma: “si, según la torturante insinuación de Baudelaire, las alcobas no preparan más que el hediondo festín de las fosas”.3 Creo que sería ese uno de los aspectos por los que Jorge Cuesta, en 1935,4 resaltó que en López Velarde había un antes y un después de Baudelaire.
Importantes lopezvelardeanos han dividido sus opiniones sobre la influencia de Baudelaire: quienes la consideran fútil o casi sin importancia y quienes la consideran fundamental.
En su ensayo sobre el zacatecano, Xavier Villaurrutia, en 1935, con fineza y exactitud características, ahonda en cinco páginas acerca de la influencia.5 En un párrafo se hace dos preguntas: “Él mismo ha confesado haber sido uno antes y otro después de conocer a Baudelaire. ¿Leía Ramón López Velarde a Baudelaire en francés? Lo conoció solamente a través de traducciones españolas: la de Marquina, por ejemplo?” Y disparando la flecha en el blanco, Villaurrutia añade una primera respuesta esencial: “No es la forma lo que Ramón López Velarde toma de Baudelaire, es el espíritu del poeta de Las flores del mal lo que le sirve para descubrir la complejidad del suyo propio”. ¿En quién, sino en Baudelaire, se dice, toma la conciencia de las dualidades que se integran en una? “Cielo y tierra, virtud y pecado, ángel y demonio, luchan y nada importa que por momentos venzan el cielo, la virtud y el ángel, si lo que mantiene el drama es la duración del conflicto, el abrazo de los contrarios en el espíritu de Ramón López Velarde, que vivió escoltado por un ángel guardián, pero también por un ‘demonio estrafalario’”. La “afinidad de atmósferas, de obsesiones y aun de expresiones” con Baudelaire, Villaurrutia las encuentra en tres poemas del joven jerezano: “La lágrima”, “Hormigas” y “Te honro en el espanto”.
En su primer texto sobre López Velarde, otro miembro del grupo de Contemporáneos, Bernardo Ortiz de Montellano,6 lo ve de otra manera: acepta que en López Velarde hay, como en Baudelaire, la atracción simultánea hacia Dios y hacia el demonio, “pero semejantes en su raíz, como todo parece indicarlo, sus íntimos problemas acusan diferencias tan notables a través de sus poemas, que no es posible señalar huella alguna de influencia directa, ni moral ni estética, entre ambos” (El subrayado es mío). Ortiz de Montellano analiza lo que ve más como causas distintas que como coincidencias: la relación horror y erotismo y la relación mujer y muerte. Por otra parte, habla de una “irreductible distancia” entre la perfección técnica de uno y otro. Sin embargo en algún sitio —concluye— ambos “se hermanan para otorgarnos un estremecimiento semejante”.
Con cierto enfado, Luis Noyola Vázquez lamenta que “cierta crítica se empeñe en buscarle analogías” a la poesía de López Velarde con Baudelaire por la familiaridad con que trata a la muerte en relación con la mujer. Para él “la simple y diáfana familiaridad que peculiariza al mexicano, y que le viene de la infancia”, es “con los juguetes que son ataúdes y sus golosinas calaveras de dulces”.7 En esto parece coincidir con un pasaje del ensayo de Ortiz de Montellano.
Allen W. Phillips,8 por su lado, particulariza que es principalmente en su poema “Te honro en el espanto”, incluido en Zozobra, donde Baudelaire dejó su sello. En el poema —escribe Phillips— “se funde como siempre la visión horrorífica con lo erótico”, muerte y mujer:9
ya que por ti he lanzado a la Muerte su reto
la cerviz animosa del ardido esqueleto
predestinado al hierro del fúnebre dogal;
te honro en el espanto de una perdida alcoba
de nigromante, en que tu yerta faz se arroba
sobre una tibia, como sobre un cabezal…
Phillips enlaza las imágenes de este poema con una prosa de El minutero, “Noviembre”. RLV fue un poeta —dijo en otra parte— “ávido del bien, pero seducido por el mal” (aunque ese mal, añadimos nosotros, nunca lo llevó a cabo en la práctica, o si lo hizo, fue contra él mismo o haciéndose daño a sí mismo).
Octavio Paz dedica dos páginas para mostrar que la influencia baudelairiana es capital e ilustra “muchas y profundas semejanzas”, y determina al igual que Ortiz de Montellano y Villaurrutia: “Baudelaire es un espíritu incomparablemente más rico y profundo pero López Velarde es de su estirpe”.10
Pero el péndulo con José Luis Martínez se va al otro lado. En su estudio introductorio a la obra de López Velarde —refiere el jalisciense—, “esta influencia no obtiene un progreso significativo ni profundo”. Salvo en tres poemas, sobre todo en el antedicho “Te honro en el espanto”, halla la huella evidente. En él “aparecen un ambiente y un espíritu que han dejado de ser los de los afanes angélicos y de pecador arrepentido del resto de su obra para proclamarse tan satánico o perverso como pudo ser su modelo”.
Cada crítico puede dar su opinión sobre si hay mucho o poco o nada de la influencia de Baudelaire, pero algo me deja del todo perplejo: una mención significativa y dos menciones de paso en la obra de Ramón López Velarde que contiene más de 900 páginas (incluyendo crónicas, crítica literaria, cuentos, cartas) ha hecho correr arroyos de tinta a lo largo de un siglo.11
Pero ¿qué y cuánto habrá leído —bien leído— López Velarde de Baudelaire? En mi opinión, muy poco, pero en esto coincido con Villaurrutia: el espíritu de Baudelaire quedó, o si se quiere, al menos se fijó en la conciencia de López Velarde en lo que este llamó “dualidad[es] funesta[s]” —o, adaptando con otras palabras lo dicho por Villaurrutia, la sangre devota pasó a ser una con la sangre erótica.12
BIBLIOTECA. Biblioteca personal.
Desgraciadamente no se sabe dónde quedó su biblioteca y qué libros tenía. Quienes pudieron contarlo, los amigos del primer círculo,13 se les olvidó o no les pareció importante. Sin embargo, hay un párrafo iluminador en una página de las memorias de Manuel Maples Arce acerca de sus visitas a López Velarde en avenida Jalisco 71,14
En más de una ocasión me había mostrado su simpatía, invitándome a su pequeño estudio, en el que apenas uno podía moverse, oprimido por el escritorio y la abundancia de libros, y esto con tan generosa actitud, que borraba la diferencia de edades. Sentados frente al escritorio iluminado por la ventana que daba hacia “la privada” de los departamentos, me leía, con su voz agradable y la sencillez de su ademán, uno de sus poemas o alguna de sus pequeñas prosas tan características de su exquisitez. Mientras conversábamos, alguien de la familia nos regalaba con una taza de té, y el sol, sobre los grandes árboles de avenida Jalisco, dilapidaba las últimas monedas del atardecer”.
Hay varias cosas muy interesantes. López Velarde estimaba tanto al joven Maples Arce que lo invitaba a su casa. La familia López Velarde vivía en una privada y el departamento tenía vista a otros departamentos y se podían ver los altos árboles de la avenida Jalisco. A decir de Jesús, el hermano de Ramón, cuando llegaron ambos en 1914 a Jalisco 71 el departamento que habitaron fue el tres, y con la llegada de la madre y la hermana, el nueve. El departamento no debió ser tan restringido —había aun un pequeño estudio— como para que vivieran en él Ramón, la madre, la(s) hermana(s) y dos hermanos. Maples Arce no dice títulos, solo que en el pequeño estudio había una “abundancia de libros”. Ramón, como a tantos amigos, solía leerle a Maples Arce poemas y breves prosas.
Como a muchos de los que conocieron y trataron a López Velarde, a Maples Arce la muerte prematura del amigo lo sorprendió y lo “angustió dolorosamente”. Después de asistir a la capilla ardiente en el paraninfo de la universidad, le dio esa noche por errar buscando el sitio de ningún lado.
CARÁCTER
No hubo prácticamente nadie que no destacara las altas cualidades como ser humano que tuvo López Velarde: sobrio, medido, tranquilo, bueno, noble, honrado, digno, educado, discreto, elegante, y ante todo, de una sencillez sin afectaciones…15 Era, como él dijo de Herrán, “falto de vanidad y sobrado de orgullo”.
Un amigo que nos hubiera gustado tener.
* Fragmentos tomados del libro Diccionario lopezvelardeano (colección Cátedra Universitaria, UNAM, 2020).
1 En la primera estancia de “Poema de vejez y amor”, escrito en 1909, habla ilustrativamente de ir año tras año “a la casa vetusta/ de los nobles abuelos/ como a refugio en que en la paz divina/ de las cosas de antaño/ solo se oye la voz de la madrina/ que se repone del acceso de asma/ para seguir hablando de sus muertos/ y narrar, al amparo del crepúsculo, la aparición del familiar fantasma”. Si López Velarde “era rapaz, y conocía lo o por lo redondo”, tenía ya la conciencia del sexo. Me doy por creer que los primos serían ya —si Águeda existió o es una prima transformada— unos adolescentes. De cualquier manera, sea la verdad biográfica o sea solo la verdad estética, es un poema perfecto.
2 La provincia inmutable, I, pp. 31-37, Ediciones La Otra, segunda edición, México, 2015.
3 “Holocaustos (Apuntes para la psicología de José Núñez y Domínguez)”, Revista de Revistas, México, 12 de diciembre de 1915. En el prólogo al libro Senda huraña de su amigo Adalberto Vázquez, escrito en 1917, dice que el potosino “no sufre, como Baudelaire, la fascinación de las gigantas”. Sería la tercera mención de Baudelaire por López Velarde.
4 La cita completa del artículo de Cuesta es: “En verdad, la poesía de López Velarde, en un aspecto que podemos considerar, aunque sin rigor, como su primera época, es natural, ingenua, simple: llama a las cosas con sus nombres directos y llanos; acude a ellas, por decirlo así, sin malicia y sin esfuerzo. Es el aspecto cándido y provinciano. Pero en su segunda época ‘después de Baudelaire’, se hace maliciosa y artística, difícil y complicada.” (El Universal, 27 de agosto de 1935).
5 Textos y pretextos. México, Casa de España, pp. 19-24. Quizá no fue la antología de Marquina donde RLV leyó a Baudelaire, sino como Reyes y Paz apuntan, en la de Enrique Díez-Canedo y Fernando Fortún. El ensayo de XV ya se había publicado como prólogo de Poemas escogidos de RLV en la Editorial Cultura (1935).
6 “Baudelaire y López Velarde”, revista Rueca, México, 1944.
7 Ibid., “La temática velardeana”, p. 27, FCE, México, 1988. Quizá el golpe va dirigido principalmente a Villaurrutia y a Bernardo Ortiz de Montellano.
8 Ramón López Velarde. El poeta y el prosista, “Concepción de la vida: temas y tonos”, IV, pp.168-169, INBA, México, 1962.
9 En su ensayo “Un poeta en la ciudad” (La lumbre inmóvil), José Emilio Pacheco, al referirse al flâneur que López Velarde fue, observa perspicazmente: “En su poesía, como en la de Baudelaire según Walter Benjamin, se entremezclan con una tercera imagen: la de la ciudad”.
10 Cuadrivio, “Los caminos de la pasión”, Editorial Joaquín Mortiz, 1963, pp. 72-74.
11 Algo análogo es el caso de Jules Laforgue, a quien buena cantidad de críticos mencionan como una influencia esencial. Margarita Quijano, el segundo gran amor del Poeta, en su entrevista con Guadalupe Appendini, subrayó como máxima esta influencia. Las coincidencias son numerosas como ha mostrado en varios ensayos José Emilio Pacheco. Sin embargo no hay una sola mención de Laforgue en toda la obra lopezvelardeana.
12 Ibid., p. 19.
13 Jesús B. González, Buffalmaco, en un artículo de recuerdos escrito a quince años del deceso de Ramón (“La familia López Velarde, Revista de Revistas, 21 de junio de 1936), dice que los más allegados a Ramón eran el poeta guanajuatense Rafael López, Pedro de Alba y Saturnino Herrán. Según escribe iban a menudo a comer: “En vida de Ramón (sic) y en los últimos tiempos, no falté un día a la semana en la mesa íntima familiar”. Y refiere de López, de Pedro de Alba y Herrán: “Todos respiramos aquel olor de las alacenas jerezanas, muy a menudo, y compartimos frecuentemente el pan honrado de aquella casa”. ¿No sería una frase más correcta: “En vida de Ramón, en los últimos tiempos…”? ¿Sería tan frecuente –un día a la semana- cuando iban a comer? Si fue aun en los últimos tiempos, ya no asistiría entonces Saturnino Herrán, que había muerto el 8 de octubre de 1918. Tal vez por ese entonces no vivía Fernández Ledesma en Ciudad de México. Por desgracia Buffalmaco no detalló nada de la casa, entre ellos los libros que tendría Ramón.
14 Soberana juventud, II, p. 60, Editorial Plenitud, Madrid, 1967. Si como dice Maples Arce, cuando conoció a López Velarde ya había publicado Zozobra, su trato empezó en 1919 o 1920.
15 Entre muchos y muchas que destacaron sus virtudes estuvieron Margarita Quijano, los amigos del círculo íntimo (Pedro de Alba, Enrique Fernández Ledesma, Jesús González, Rafael López), los poetas mayores que trató (Enrique González Martínez y José Juan Tablada) y jóvenes escritores y poetas a quienes tendió la mano (Carlos Pellicer, José Gorostiza, Bernardo Ortiz de Montellano y Manuel Maples Arce).
Primera parte de dos.

Nota introductoria
La idea de este diccionario surgió cuando leí el bellísimo Alfabeto pirandelliano de Leonardo Sciascia (1989). Me dio la idea de destacar alfabéticamente vetas lopezvelardeanas, o que no se habían resaltado o que no lo estaban de manera suficiente. A mi manera, igual que Sciascia, sin compararme con él, busqué para el lector una lectura amable. Creí que el diccionario no me resultaría complicado; lo fue en demasía y en algunas temporadas caí en el desaliento. Pero eso mismo, buscar las mínimas huellas y sombras en su vida y obra resultó una tarea apasionante: los hallazgos, si los hay, los dio el estudio, pero más de las veces el azar. Téngase en cuenta que quienes conocieron a López Velarde, a la hora de escribir o de contestar en entrevistas, lo hacían de memoria, y por ende, hay en algunas ocasiones imprecisiones. No faltan tampoco las leyendas urbanas, que se repiten a menudo más que los datos fidedignos, pero que no se sostienen por ningún lado, como, por ejemplo, que López Velarde reprobó la materia de Literatura o que Manuel M. Ponce, Saturnino Herrán y él se reunían en la ciudad de Aguascalientes para discutir sobre el arte criollo para nacionalizar y renovar el arte en México. No solo no reprobó Literatura, sino que en sus estudios en Aguascalientes y San Luis Potosí no reprobó una sola materia; tampoco podían reunirse Ponce, Herrán y López Velarde en Aguascalientes, entre otras razones, porque Herrán, después de la muerte de su padre, se vino con su madre a Ciudad de México en 1903, a los dieciséis años de edad, y nunca volvió a la ciudad natal, o no hay nada que lo indique, y López Velarde llegó de nuevo a Aguascalientes a finales de 1902, luego de sus estudios en el Seminario Conciliar y Tridentino en la ciudad de Zacatecas. A Ponce, por otro lado, López Velarde no lo mencionó cuando escribió en sus recuerdos a los amigos aguascalentenses en su breve prosa “Bohemio”, y de Herrán decía que andaba en Ciudad de México. Y más: Ponce era de 1882, seis años mayor que el jerezano, demasiada diferencia de edad en la adolescencia. En 1903, ni Herrán había pintado nada, ni Ramón había publicado nada, y más, quizá ni había escrito, ni estaban para hacer disertaciones teóricas en torno al nacionalismo en la poesía y el arte. Tanto a Herrán como a Ponce, salvo prueba en contrario, Ramón los conoció en Ciudad de México.
En la interpretación de la obra lopezvelardeana hay varias categorías en las cuales poetas, escritores, investigadores y periodistas han hecho una labor excepcional: en el ensayo (Xavier Villaurrutia, Pablo Neruda, Octavio Paz y José Emilio Pacheco), en estudios totalizadores (Allen W. Phillips y Alfonso García Morales), en una combinación de ensayo-estudio (Gabriel Zaid), en estudios temáticos (Luis Noyola Vázquez, Martha Canfield), en semblanza-ensayo (José Gorostiza), en rescates (Luis Noyola Vázquez, Elena Molina Ortega, Emmanuel Carballo, Guadalupe Appendini, Luis Mario Schneider, Elisa García Barragán, Guillermo Sheridan), en páginas de recuerdos (Pedro de Alba, Enrique Fernández Ledesma, Jesús B. González, Ermilo Abreu Gómez, Bernardo Ortiz de Montellano, Manuel Maples Arce). Mención aparte merece el rigurosísimo trabajo para hacer la edición de las Obras, primero en 1971, y luego en 1990, de José Luis Martínez. Hay asimismo libros de ensayos importantes como los de Víctor Manuel Mendiola, Vicente Quirarte, Fernando Fernández y Sofía Ramírez.
En un artículo de agosto de 1934, publicado en El Libro y el Pueblo, Jorge Cuesta sentenció: “No son numerosos los poemas en que este poeta dejó lo mejor de sí mismo: son unos cuantos; pero bastan para que se le admire como el poeta más personal que en México ha existido. La llama que en su poesía se enciende no se limita a darle a ella su claridad, sino que ilumina el destino todo de la poesía mexicana”.
Exacto: es el poeta más personal entre nosotros y su poesía ilumina el destino todo de la poesía mexicana.
*
ABOGADO.
Guadalupe López Velarde, quien ejerció también la abogacía,1 desde que su hijo Ramón era aún adolescente le prohibió de forma terminante que se abocara a la literatura. Para eludir la severa admonición paterna, gran parte de sus colaboraciones de adolescencia y primera juventud en Aguascalientes, SLP y Guadalajara, las publicó con seudónimos. Sin embargo, estando ya su padre enfermo, el 13 de mayo de 1908, le escribe: “Comprendo hasta dónde trascienden sus enseñanzas sobre un cultivo irracional de la literatura; y penetrado de ellas le prometo seguirlas al pie de la letra, que con ello lograré ajustarme a los más indiscutibles principios morales y económicos”. ¿Qué entenderían en este caso padre e hijo por principios morales en el ejercicio de la literatura? En México ¿la práctica de la abogacía no es esencialmente inmoral? Por demás, o al menos no hay nada que lo muestre: ni en los López y Díaz (Velarde lo añadió el abuelo paterno) ni en los Berumen y Llamas hubo antes en la ascendencia un solo poeta y ni siquiera alguien que ejerciera alguna de las artes.
La muerte del padre en la ciudad de Aguascalientes, el 12 de noviembre de 1908,2 fue para el joven poeta y estudiante de Derecho, un golpe devastador; quizá la única cosa buena que le trajo es que ya no tendría a nadie que lo señalara con índice de fuego por su carrera literaria.
Pero en una carta del 13 de marzo de 1911, próximo a cumplir veintitrés años, López Velarde, desanimado, vuelve al difícil asunto, tan lleno de espinas, y escribe a su mecenas y mentor Eduardo J. Correa que no escribirá más. “Usted conoce el criterio de nuestros públicos: el abogado que se dedica a la literatura no sirve para nada”, dice con palabras que quizá son las que le decía su padre para disuadirlo que abandonara las letras. Y expone dos justificaciones: una, necesita dinero y la literatura no da; segunda, para cultivar su profesión debe salirse de la conservadora ciudad de San Luis Potosí porque ya estaba señalado por su conducta del año previo como maderista, y, a menos que no cambiase la situación en el país, “el medio oficial me será adverso”.
Pero su carrera de Derecho en el Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí desde 1908 a 1911, ¿cómo fue? Por fortuna existe el documento de sus calificaciones y está fechado el 15 de noviembre de 1911, el cual recobraron tanto Guadalupe Appendini (Ramón López Velarde. Sus rostros desconocidos)3 como Luis Mario Schneider y Elisa García Barragán en su Álbum.4 Como estudiante fue de regular a bueno. En once materias sacó 9, en tres 7 y en tres 6. La suma de valores es 138. Firman al calce el Director y el Secretario de la carrera.5
Pronto, demasiado pronto, RLV dejó las vacilaciones entre la abogacía y las letras. Combinó ambas. En una tarjeta que Luis Mario Schneider y Elisa García Barragán reprodujeron en el álbum, se lee: “Eduardo J. Correa y Ramón López Velarde. ABOGADOS. Dedicación especial a asuntos constitucionales y administrativos. Primera de Guillermo Prieto, 12. Apartado Postal 1297. Teléfonos. Ericson 3506 y Mejicana 200, Juárez”. Probablemente sea de 1912 cuando ambos coincidieron por primera vez en Ciudad de México e incluso compartieron la misma casa de huéspedes.6
En Madero # 1, donde se alza desde 1956 la Torre Latinoamericana,7 López Velarde trabajó en un bufete de abogados al lado de Joaquín Aguirre Berlanga8 y Francisco Martín del Campo, antiguos compañeros de estudios en San Luis Potosí. No sé qué asuntos jurídicos RLV llevaría aquí ni si fue un buen o mal abogado. Algo es claro:9 no encuentro huellas de su actividad jurídica ni en sus libros en verso ni en El minutero. En las crónicas hay menciones irónicas, de paso, por ejemplo, en “La provincia mental” y en “Susanita y la cuaresma”: una, de su trabajo inmóvil de juez en Venado, SLP, y otra que, cuando conoció a la potosina Susana Jiménez, estudiaba “amor y Derecho”.
En el ministerio de Gobernación, quizá entre 1918 y 1920, en que era ministro su amigo el abogado Manuel Aguirre Berlanga, López Velarde fungió como abogado consultor. Juan de Dios Bojórquez (Djed Bórquez), que lo conoció por esa época, recuerda que se encontraban con frecuencia “en el restorán, en la calle, en el bar”.10 Y añadió con leve ironía: era abogado y lo disimulaba muy bien.
En los dos decenios anteriores, otro poeta, Manuel José Othón, a quien RLV admiró intensamente, y quien como él estudió Derecho en el Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí, no dejó de combinar nunca la poesía y la práctica jurídica, con mucha mejor fortuna en la primera; en la segunda, como dice la expresión, la fue llevando.
Tal vez el licenciado Guadalupe López Velarde, de haber vivido, no se habría sentido traicionado del destino del hijo, pero como a él, la abogacía no dio a Ramón el dinero suficiente, quien debió ejercer otras labores: redactor de revistas, periodista literario y profesor de preparatoria. Sin embargo, lo que sí le habría sido muy difícil a don Guadalupe de entender es que su hijo sería considerado por muchos, en un país de poetas, como el mejor poeta mexicano, y que el apellido López Velarde sería por eso un emblema ardiente en los años y las décadas. Y más: el mismo licenciado Guadalupe López Velarde, paradójicamente, ha sido, es y será recordado por el hijo poeta y no por el hijo abogado. Será siempre el padre del poeta Ramón López Velarde.
ABUELO. Apellidos.
Según las indagaciones de Luis Noyola Vázquez,11 que encontró en Paso de Sotos, hoy Villa Hidalgo, las actas de bautismo del abuelo paterno y del padre del poeta jerezano, en Zacatecas el título de abogado del padre y en Jerez el acta de nacimiento de Ramón, el abuelo se llamaba Ramón López Díaz, pero por misteriosas razones se puso Velarde; la abuela se llamaba Urbana Morán. El Velarde lo escogieron porque debió parecerles prestigioso. O para precisar, el verdadero nombre de su padre debió haber sido Guadalupe López Morán y el del poeta Ramón López Berumen. Cuando pienso que estaríamos hablando ahora que el mejor poeta mexicano se llamara banalmente Ramón López,12 tal vez nos sonaría fuera de orden.
Parecido es el caso de Juan Rulfo, quien literariamente llevó, no el primer apellido, sino el segundo del padre. El padre se llamaba Juan Nepomuceno Pérez Rulfo; la madre, María Vizcaíno. Él era Juan Nepomuceno [Carlos] Pérez Vizcaíno. ¿Es posible imaginar que nuestro narrador por excelencia se llamara Juan Pérez, lo cual en México tiene un equivalente a equis o nada? Es decir, llamarse Perico de los Palotes, o Fulano, o Mengano, o Zutano o Perengano.
Y sin embargo fue así.
ACUÑA. Manuel Acuña y Manuel M. Flores.
López Velarde creía que desde Sor Juana hasta Manuel José Othón y Manuel Gutiérrez Nájera había un enorme vacío en la lírica mexicana. Parece no haber leído, o muy de paso, o tal vez porque no circulaban bien, ni a Ignacio Rodríguez Galván, ni a Ignacio Ramírez, ni a Laura Méndez de Cuenca. A Manuel M. Flores y a Manuel Acuña apenas los mencionó y fue para descalificarlos. Es decir, ningún poeta de los tres romanticismos mexicanos se salvó del cadalso. De Acuña hay una mención y una alusión. La mención es de 1907 y la alusión de 1909, es decir, cuando López Velarde tenía dieciocho y veinte años. En la primera, al hablar acerca de un justo homenaje que le rinde la Academia Mexicana de la Lengua a Manuel José Othón ocho meses después de su muerte, reprueba y recomienda que ya es tiempo “de que nuestra generación deje de entusiasmarse con el ‘Nocturno’ de Acuña y las Pasionarias de Manuel [M.] Flores”. Debe hacerse comprender “cuáles son las personalidades literarias de mérito limpio, y mientras esto no suceda veremos al público saborear los atentados que contra las letras perpetraron durante las guerras civiles los vates de uno y otro partido”. La alusión a Acuña está en una nueva nota sobre Othón dos años más tarde, donde se queja de que no se alce una estatua en San Luis Potosí al autor del “Idilio Salvaje”: “Así es como existe la estatua de un cantor suicida, que no pasó de promesa, en tanto que Othón esperará en vano su representación por largo tiempo”.
Es curioso: un sensual como López Velarde no apreció a Manuel M. Flores; quizá, de haberlo vuelto a leer, cuando vivió en Ciudad de México y conoció el jardín de las delicias, habría cambiado de opinión.
“El Nocturno” de Acuña era entonces el poema más leído, recitado y maltratado, pero no tiene ni de lejos el juego de ideas y el viento musical que hay en “A Laura” y la profundidad a la vez reflexiva y emotiva de “Ante un cadáver”. Pero ¿López Velarde los leyó y no lo deleitaron ni emocionaron? ¿O le pasaron de noche?
Algo es claro: desde 1909 hasta su muerte en 1921 no volvió a mencionar ni a Flores ni a Acuña. Probablemente ya no los leyó.
AGUASCALIENTES.
La familia se instala en la ciudad de Aguascalientes desde 1898 y López Velarde asiste a “la escuela de Angelita”,13 como recordaría en una de sus muchas y magistrales páginas autobiográficas. Sabemos que en 1899 su padre lo cambia al Colegio Particular del Señor San José para Varones, situado en la calle de San Diego No. 1.
La ciudad tendría una importancia afectiva y formativa que no lo abandonaría nunca. Su padre lo envía en 1900 a estudiar al seminario de Zacatecas. Desde fines de 1902, cuando regresa a Aguascalientes, hasta 1907, cuando parte en diciembre para la ciudad de San Luis Potosí, ocurrieron hechos fundamentales para su educación sentimental, su formación literaria, su trabajo periodístico y su trato con varios amigos que lo serían para toda la vida.
En Aguascalientes estudia de 1903 a 1905 en el Seminario Conciliar de Santa María de Guadalupe y de 1905 a 1907 en el Instituto de Ciencias. La familia reside entonces en la calle de Apostolado (hoy Pedro Parga) en el número 12, o sea, apenas a unos pasos del Parián y del Instituto de Ciencias y a tres calles de plaza de armas, catedral y palacio de gobierno. El despacho de abogados de su padre situado en Tacuba y Moctezuma, al costado norte de catedral.
Pero en vacaciones suele volver a Jerez. Hacia 1903, en uno de esos viajes, según cuenta su hermano Jesús a Guadalupe Appendini, cristaliza su amor por Fuensanta, y el amor continuará creciendo en los sucesivos viajes. Asombra descubrir algo: entre 1902 y 1907, de sus catorce a sus diecinueve años, con el corazón abierto a las imágenes femeninas, no hay el nombre de una sola aguascalentense que López Velarde deje en sus escritos, como lo haría después con varias de San Luis Potosí, Venado y Ciudad de México. Todo lo cubre entonces la sombra de Fuensanta.
El estro poético se le revela en Aguascalientes. Desconocemos si hubo poemas anteriores, pero el primer poema, “A un imposible”, malo como casi todos los primeros poemas de un poeta, data de 1905, el cual muy probablemente tenía ya como destinataria a la joven jerezana. López Velarde no solo publicó poemas: gracias a su mecenas y protector Eduardo J. Correa empieza a publicar en 1904 artículos periodísticos en el semanario independiente El Observador. Fue una fortuna: en esos artículos que pergeñaba están las raíces de una de las más bellas prosas de la literatura mexicana.
Salvo en ciudad de México, donde conoció a lo más granado de la intelectualidad de la década de los años diez, en ninguna otra ciudad formó parte de una cofradía que tuviera los mismos intereses literarios y artísticos: Enrique Fernández Ledesma, zacatecano del pueblo de Pinos, Pedro de Alba, quien venía de San Juan de los Lagos, y José Villalobos Franco, secretario a perpetuidad de Correa. Conoce también en la residencia aguascalentense al joven compositor Manuel M. Ponce, de quien escribiría un artículo afectuoso y admirativo en 1917 (“Melodía criolla”); su alma gemela, el gran pintor Saturnino Herrán, lo trataría hasta ciudad de México.
El de las mayores iniciativas, “el eje del cotarro”, era Fernández Ledesma, quien llegó a evocar al López Velarde de entonces como “un chamaco cordial y un poco triste”. En páginas de añoranza, Fernández Ledesma y Pedro de Alba han recordado las idas del grupo a ver a las muchachas en las tardes dominicales por los andadores de plaza de armas, las lecturas de novelas de amor en el jardín de San Marcos, las aturdidas conversaciones en una alacena del Parián, o la asistencia como espectadores a ver y oír a las estrellas teatrales y a las divas de la ópera de la transición del siglo en el Teatro Morelos, joya y luz de la arquitectura finisecular. Fue una suerte para el jerezano tener un grupo con el cual podía compartir charlas sobre libros y mujeres en los años del vendaval estudiantil. Para un hombre del talento prodigioso de López Velarde, cualquier mínima luz era suficiente para crear en poesía o en prosa un relámpago o una estrella.
Quizá a ningún poeta mexicano admiró en ese entonces como al potosino Manuel José Othón. En 1902 había aparecido Poemas rústicos en ciudad de México; López Velarde parece haber leído el libro muy pronto. En su simpático artículo sobre la revista Bohemio, evoca las tres veces que él y sus amigos vieron a Othón en la ciudad de Aguascalientes, cuando iba como gran invitado del gobernador porfirista Alejandro Vázquez del Mercado. A la muerte de Othón en noviembre de 1906, leyó casi de inmediato en revistas de la capital el “Idilio salvaje”, que a José Emilio Pacheco le parece “el mejor poema del siglo XIX que termina con la caída de Díaz”. Luego de la muerte de Othón, ya en San Luis, ya en Ciudad de México, siguió reclamando en acres artículos a los ignorantes y estólidos potosinos por no levantar una estatua y no enterrar en una tumba digna a quien creó el más hermoso poema de los bosques. En 1916 aun dedica la primera edición de su primer libro a la memoria de los espíritus de Manuel Gutiérrez Nájera y Manuel José Othón. En la segunda edición añade a Fuensanta (Josefa de los Ríos).
Bohemio, la revista literaria del grupo, contra lo dicho por López Velarde de que duró solo dos números a causa de las sustracciones crematísticas de su director Fernández Ledesma, llegó hasta el número nueve. La aventura persistió dos años: 1906 y 1907. Empezaron dirigiéndola Fernández Ledesma y Pedro de Alba, y la terminaron como directores Fernández Ledesma y Villalobos Franco. Desde luego en Bohemio López Velarde firmaba con seudónimo.
Al Aguascalientes porfiriano del primer decenio del siglo XX llegaba el ferrocarril y en las calles corría el tren eléctrico y se multiplicaban iglesias, casas, hoteles y aun algún castillo, diseñados y construidos por la imaginación simétrica del maestro de obras zacatecano José Refugio Reyes, hombre de genio. Continuaban, luego de décadas, las piadosas locuras enciclopedistas de Jesús Díaz de León, y se encandilaba en sus repetidos sueños reeleccionistas el gobernador Vázquez del Mercado. López Velarde empezó a beber las aguas afectivas y literarias del manantial misericordioso de aquel apartado Aguascalientes, que a Pedro de Alba le pareció a su llegada de San Juan de los Lagos “una ciudad musical”.
* Fragmentos tomados del libro Diccionario lopezvelardeano (colección Cátedra Universitaria, UNAM, 2020).
1 El poeta y periodista aguascalentense Fabián Muñoz encontró en la Biblioteca del Museo de Aguascalientes, en los periódicos El Republicano y El Católico, ambos de 1906, que el padre del poeta pagó una inserción para anunciarse. Ambas están idénticamente escritas: “GUADALUPE LÓPEZ VELARDE. ABOGADO Y NOTARIO PÚBLICO. Esquina de Tacuba y Moctezuma”.
2 “A las 9:35 am, dejó de existir, víctima de una penosa enfermedad, el Sr. Lic. D. J. Guadalupe López Velarde”, así lo expresa la nota necrológica de la columna “Gacetilla” del periódico El Republicano, de Aguascalientes, con fecha del 15 de noviembre de ese mismo año. Tomado del libro de Sofía Ramírez (La edad vulnerable: Ramón López Velarde en Aguascalientes, p. 100, Instituto Zacatecano de Cultura, Zacatecas, 2010).
3 Fondo de Cultura Económica, México, 1971.
4 Ramón López Velarde. Álbum, UNAM, México, 1988.
5 Hasta 1923, al transformarse en Universidad por decreto del gobernador Rafael Nieto –me informa el poeta potosino Armando Adame-, el Instituto Científico y Literario estaba formado por las siguientes instituciones escuelas, facultades y planteles: Escuela Preparatoria, Facultad de Medicina. Facultad de Jurisprudencia, Facultad de Ingeniería, Escuela Comercial, Escuela de Estudios Químicos, Hospital Civil Miguel Otero en lo técnico-docente, Biblioteca Pública, Observatorio Meteorológico y Dirección de Educación Normal.
6 Ibid., cap., IV, pp. 130.
7 Que yo sepa, el primero que hizo esta anotación fue José Emilio Pacheco en su ensayo “Ramón López Velarde y la posesión por pérdida”, que se compiló en el libro La lumbre inmóvil (Editorial Era, 2018).
8 Joaquín Aguirre Berlanga (1885-1929) era hermano del ministro de Gobernación Manuel Aguirre Berlanga (1887-1953). Provenían de una familia coahuilense de San Antonio de las Alazanas, Arteaga. López Velarde los conoció cuando estudiaban Derecho en San Luis Potosí. Todos eran maderistas y luego fueron carrancistas.
9 Alfonso García Morales me dice que hay referencias jurídicas en la levísima huella del verso: “séame permitido este alegato”, y en el pareado de “La suave Patria”: “El Niño Dios te escrituró un establo/ y los veneros de petróleo el diablo”. Aquel, jurídicamente, es el “escrito o discurso en que expone el abogado en audiencia las razones del derecho de su cliente”; este, como si el Niño Dios al escriturar fuera un Gran Notario.
10 Lamentablemente Juan de Dios Bojórquez no puso los nombres de restoranes y bares donde se encontraban.
11 Fuentes de Fuensanta, “Datos para una biografía crítica sobre López Velarde”, pp. 113-119, FCE, 1988. Tercera edición, corregida y aumentada, del libro que se editó por primera vez en 1971.
12 Curiosamente uno de los compañeros de Saturnino Herrán en la Academia, de quien Orozco en su Autobiografía elogia su pintura, se llamaba Ramón López. Seguramente Herrán haría algunas de sus clásicas ironías con el Ramón zacatecano jugando con el nombre del pintor homónimo: los Ramón López.
13 “La directora era Ángela Díaz Sandi y sus hermanas Petra y Lola la auxiliaban”. Estaba situado —escribe Sofía Ramírez— en el número 11 de la segunda calle de Allende. Era una de las cincuenta y cuatro primarias que había en Aguascalientes. (La edad vulnerable. Ramón López Velarde en Aguascalientes, “Los años de su formación”, pp. 41, Biblioteca López Velarde, Zacatecas, 2010). Es simpático saber que entre las materias a estudiarse en las primarias se hallaban Cálculo Mental, Lecciones de Cosas y Urbanidad. No faltaba —lanza en ristre contra el analfabetismo oscuro de la infancia— el Silabario de San Miguel.
Ernesto Lumbreras, Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México (1912-1921), Calygramma, Querétaro, 2019, 167 pp.

Narrar la vida de Ramón López Velarde se ha convertido en una hermosa costumbre de la literatura mexicana. En el centenario de Zozobra, Ernesto Lumbreras ha publicado un libro admirable siguiendo esa tradición.
Describir en pocas líneas Un acueducto infinitesimal (recientemente galardonado con el Premio Mazatlán de Literatura 2019) es injusto, de tan profundas que son sus raíces y tan intrincado su ramaje. El interés del volumen es múltiple, ya que se trata de un libro que, sin exagerar, es muchos libros: una biografía, un álbum de facsímiles y fotografías, un ensayo crítico. Su atractivo, por lo tanto, es biográfico, iconográfico, histórico, documental y, por supuesto, íntimamente literario. Trenzar con habilidad esos hilos es uno de los principales méritos del autor, que no solo ha recabado una masa importante de información, sino que ha logrado pintar con ella un fresco vívido e inspirado.
Aunque, como indica el subtítulo, el tema de Un acueducto infinitesimal es la vida del poeta jerezano en la Ciudad de México entre 1912 y 1921, el capítulo inicial (que, de algún modo, es el prólogo) relata la primera visita de López Velarde a la capital del país en 1896, cuando sólo tenía ocho años. La ciudad contaba entonces con poco menos de 330,000 habitantes. Ya en este punto de su libro —esto es, apenas al comienzo—, Lumbreras combina los tres órdenes de información que circulan, entrecruzándose, a todo lo largo de los ocho capítulos que lo componen: el que atañe a la historia política del México revolucionario, el que atañe a la historia literaria del modernismo y el posmodernismo, y el que atañe a la vida en particular de López Velarde.
Los ocho episodios a los que me refiero corresponden a otros tantos momentos en la vida de López Velarde: 1912 o el primer intento adulto de vivir en la capital; 1914 o la instalación definitiva tras la dictadura de Victoriano Huerta; 1915 o las vísperas de la primera madurez literaria; 1910 o la remembranza de la publicación frustrada de La sangre devota; 1916 o la publicación exitosa del primer libro; 1917 o el amanecer de una segunda madurez poética; 1919 o la publicación de Zozobra; 1921, para concluir, o la difusión masiva de “La suave Patria” y la muerte del poeta. Con esos puntos de referencia, Lumbreras reconstruye delicados pasajes de la Revolución, retrata con acierto a poetas y políticos, indaga en bibliotecas y hemerotecas, explora en testimonios y epistolarios, a veces aumentando lo que ya se decía en libros anteriores, a veces rectificando algún dato (una fecha, un parentesco, un recuerdo engañoso) previamente dado por bueno.
Existen al menos tres libros que sitúan al poeta en lugares donde su vida o su obra tomaron rumbos decisivos: el de José Francisco Pedraza Montes, Ramón López Velarde en San Luis Potosí (1988) y el de Sofía Ramírez, La edad venerable: Ramón López Velarde en Aguascalientes (2010), precedidos por el estudio que publicó Emmanuel Carballo en 1952, Ramón López Velarde en Guadalajara (cuya peculiaridad estriba, desde luego, en que López Velarde no estuvo nunca en Guadalajara, si bien sus colaboraciones en El Regional y la primera edición, frustrada, de La sangre devota, lo unieron de un modo peculiar a la capital jalisciense). Lumbreras añade a ese conjunto bibliográfico la recreación de una década de paseos, caminatas, idas y venidas por la ciudad a la que todos los pasos de López Velarde fueron conduciendo: México.
Si dibujáramos la vida del poeta en la capital del país, o si la esculpiéramos, atribuyéndole las líneas y el volumen de una figura geométrica más o menos regular, podríamos representarla como un poliedro de cuatro caras: en primer lugar, la cara de su relación estrictamente individual con el oficio de poeta; la cara, enseguida, de su vinculación con los artistas, escritores y editores de su tiempo; después, la cara de su experiencia política; y, por último, la cara de sus andanzas eróticas y sentimentales. En esta última no sólo figuran las consabidas Josefa de los Ríos y Margarita Quijano (id est, Fuensanta y la “dama de la capital”), sino, en cálculos conservadores, al menos otras tres mujeres: María Nevares (potosina, desde luego, pero bien presente, durante una temporada, en el epistolario del poeta), Fe Hermosillo y otra Margarita, de apellido González (la “sobrinita”). Súmense a la lista las bailarinas que admiraba el poeta, como Tórtola Valencia o Antonia Mercé, y las anónimas e incuantificables prostitutas que López Velarde frecuentó con devoción, más que con simple asiduidad, y se obtendrá sin duda el perfil de un auténtico erotómano. A decir verdad, si juzgáramos al jerezano por la descripción del asedio silencioso al que sometió a Margarita Quijano a lo largo de tres años y medio, mucho me temo que no faltarían razones para incluirlo en la nómina del #MeToo literario de México.
El de Lumbreras, por tratarse de un ensayo con ilustraciones de alto valor iconográfico, es un libro hermanado con Ramón López Velarde: álbum, publicado por Elisa García Barragán y Luis Mario Schneider en 1988, y con la primera edición de Un corazón adicto, de Guillermo Sheridan, aparecida en 1989 (obra, esta última, cuyo importante repertorio de imágenes y documentos fue preparado por Xavier Guzmán Urbiola). Libros, los tres, que comparten un ancestro notable: la investigación de Ramón López Velarde: poesías, cartas, documentos e iconografía que dio a la imprenta Elena Molina Ortega en 1952. Ese mismo año, Molina Ortega publicó también su Estudio biográfico, libro igualmente pionero, aunque ya superado por los hallazgos que desembocaron, sobre todo, en la “Cronología” de las Obras editadas en 1971 por José Luis Martínez y en los libros que aparecieron en torno al centenario del nacimiento del poeta, en 1988. Gran valor iconográfico y documental han tenido también, como Lumbreras no deja de anotar, ciertos números de revistas que, como el número 39 de El Hijo Pródigo (junio de 1946) o el número 7 de México en el Arte (primavera de 1949), consolidaron desde mediados del siglo XX la imagen visual, histórica y familiar del jerezano que ha venido robusteciéndose hasta nuestros días.
Imitando a Juan Ramón Jiménez, una y otra vez nos preguntamos: “¿Cómo era, Dios mío, cómo era?” ¿Cómo era López Velarde? ¿Dónde se formó? ¿Cómo llegó a la capital del país? ¿A qué paso fue componiendo sus poemas, crónicas, ensayos y artículos políticos? ¿Qué aspecto físico tenía, qué convicciones, qué creencias? ¿Cuáles eran sus hábitos, qué leía, dónde y con quién trabajaba? Para un lector de Martínez, de Pacheco, de Sheridan, de Appendini, de Noyola Vázquez, de Molina Ortega, de Phillips, de Carballo, de Campos, de Fernández, de Zaid, esas preguntas ya tienen respuesta. Para ese mismo lector, sin embargo, tales respuestas están forzosamente sujetas a revisión. Lumbreras, buen discípulo de sus maestros, revisa la información disponible, descarta hipótesis desgastadas, formula y sustenta conjeturas novedosas, une los puntos y presenta en su libro —a imagen del recién descubierto retrato de López Velarde por Saturnino Herrán que figura en la cubierta— un rostro de López Velarde que, siendo el mismo que ya conocíamos, también es un rostro por conocer.
En un artículo publicado a cien años del nacimiento de López Velarde, José Emilio Pacheco sugirió que, si el zacatecano se apareciera, vivo, ante quienes lo admiraban en 1988, nadie lo reconocería. “Unos te recuerdan moreno y esbelto”, escribe Pacheco, dirigiéndose al poeta; “otros dicen que fuiste corpulento y rojizo”. No son éstas las únicas discrepancias en vistas a un imposible retrato coral, pero yo las refiero porque Lumbreras añade un punto de contradicción al trazo del personaje, ya que le atribuye una “espigada y robusta talla”. Las connotaciones de robusto no parecen indicar que López Velarde fuera corpulento, pero sí fuerte o musculoso; que fuera espigado significaría, en cambio, que habría sido alto y delgado. No se trata, desde luego, de una contradicción flagrante, sino leve y, sobre todo, perfectamente probable. En otras palabras, López Velarde fue a la vez delgado y robusto porque hubo tiempo suficiente para que sus contemporáneos, al paso de algunos años, lo vieran adelgazar o embarnecer. Algo parecido sucede con María Nevares y sus “ojos inusitados de sulfato de cobre”, que podrían ser azules (en caso de que López Velarde conociera el verdadero color del sulfato de cobre) o verdes (en caso de que López Velarde conociera el color literario del sulfato de cobre, ya que Nervo, unos años antes, había escrito que ciertos ojos verdes tenían “color de sulfato de cobre”, y López Velarde bien podría estar parafraseándolo). Así es López Velarde para Ernesto Lumbreras, verde y azul, histórico y literario, nítido, borroso, espigado, robusto, joven o maduro, alegre o melancólico, dueño de un inagotable misterio, y así es de suponerse que será por siempre.
Esta es la segunda parte de este ensayo. Puedes leer aquí la primera parte.
Al poco de llegar a la gran metrópoli, el poeta busca a conocidos y amigos que trató durante su primera estancia, de finales de marzo de 1912 a mediados de febrero de 1913. Muy pronto se le verá en el estudio de Saturnino Herrán, en el número 82 de la calle de Mesones. El pintor aguascalentense se ha ido forjando poco a poco un nombre, en medio de una generación brillante, donde habrán de figurar José Clemente Orozco, Diego Rivera, Ángel Zárraga, Roberto Montenegro y otros más. Algunas tardes, mientras el artista continúa sus faenas con la paleta y los pinceles, un grupo de bohemios se reúne en su estudio. Varios de los asiduos a la tertulia herraniana son periodistas, reporteros gráficos y literatos, por lo que el recién llegado se siente, aunque tímido y expectante, en su elemento.
En el primer semestre de 1914, Ramón López Velarde sólo publicará el cuento “Luna de miel”, el 13 de abril, y la crónica “Dolor de inquietud”, el 18 de mayo, ambas en las páginas de La Ilustración Semanal.1 Tal vez el contacto para publicar en este semanario fue el pintor Alberto Garduño, visitante consuetudinario del taller de Herrán y hermano del fotógrafo Antonio Garduño, colaborador estelar de dicha publicación, la cual renovaría el periodismo mexicano de aquel momento. Fundada por el fotógrafo tapatío Ezequiel Álvarez Tostado y J. M. Cuéllar, en La Ilustración semanal también participarían Agustín V. Casasola y José María Lupercio, dos pilares de la fotografía en México. Aunque tuvo corta vida, la publicación hizo época. Su primer número apareció el 7 de octubre de 1913 y sus directores bajaron la cortina el 13 de marzo de 1915, tras lanzar a la calle su última edición. Sus portadas son memorables y pasaron a formar parte del imaginario colectivo de la Revolución Mexicana (recuérdese por ejemplo, la instantánea de la edición 62, del 7 de diciembre de 1914, con Pancho Villa sentado en la Silla del Águila y flanqueado por Emiliano Zapata y Tomás Urbina).2 Bajo el control y la censura huertista de los medios, la revista de Álvarez Tostado gozó de cierta independencia editorial gracias, en buena parte, a los numerosos lectores que seguían cada semana los reportajes de los frentes de batalla. En esas páginas saturadas de fotos se publicaban poemas y relatos para el solaz cultural del lector fiel. Sin someter su conciencia a ninguna aduana moral, el autor de El minutero entregó un par de colaboraciones a una publicación orquestada por periodistas libres y comprometidos a muerte con su oficio. En esos momentos cruciales, los periódicos católicos de la capital —El País, La Nación o El Tiempo— se hundían en el lodazal del oficialismo y de la sobrevivencia frente a un régimen criminal y chantajista.
¿Qué otras opciones tenía para dar a conocer su trabajo literario? Aunque seguramente lo pensaría en varias noches de insomnio, Ramón López Velarde decidió buscar a José Juan Tablada, el antimaderista número uno de la intelectualidad mexicana, convertido ahora en diputado federal huertista por el distrito 6 de Jalisco. Como ya conocía el camino a la casa japonesa del autor de Florilegio, por el rumbo del convento de Churubusco —puesto que en abril de 1912 lo visitó en compañía de Pedro de Alba—, emprendió el camino hacia el pueblo de Coyoacán a inicios de mayo de 1914. Para contrarrestar su timidez, se hizo acompañar del escritor guanajuatense Jesús Villalpando, con el que se pudo terciar la conversación, sin duda apabullante y seductora, de Tablada. Tres años después, López Velarde recordará aquella visita exótica y órfica cuando el escritor modernista —ya en trato con otras estéticas y vestido con kimono de seda— “nos leyó, entre el humo de sus pebeteros orientales, el prólogo y un capítulo de su Hiroshigué. Nos recitó en su jardín, en presencia de los sapos y las otras bestias predilectas, los poemas en los que los alaba. Nos hizo sentarnos en el umbral de su pagoda. Nos mostró las repetidas cartas autógrafas de Lugones…”3 Con toda seguridad, al final del encuentro el anfitrión solicitó al zacatecano que le remitiese a la brevedad unos poemas, puesto que guardaba muy buena impresión de aquellos que había reproducido en El Imparcial en 1911, cuando supuso que se trataba de un poeta español. Los dos jóvenes escritores salieron de la mansión oriental, deslumbrados por haber compartido unas horas “con una de las más severas aristocracias de nuestra poesía”.4 Además, la cortés y sincera petición hecha a López Velarde animó el espíritu del poeta, quien, en poco tiempo, remitió al hogar nipón de Tablada una carta y varios de sus poemas, pertenecientes a su primer libro todavía inédito. Días después, el 7 de junio, en su columna de El Mundo Ilustrado, el autor de Li Po y otros poemas escribirá una nota elogiosa sobre los poemas manuscritos que el jerezano le enviara, donde lee “con la creciente emoción de encontrar un nuevo astro que se revela con sencillas músicas y fragancias encantadoras”.5
¿Qué poemas seleccionó López Velarde en la carpeta que remitió a Tablada? En esa breve nota, donde también dedicaba líneas a un poeta francés de nacionalidad belga, Auguste Genin y a Efrén Rebolledo, curiosamente destaca y cita completo un soneto alejandrino, “Del pueblo natal”, que el joven poeta había publicado en Guadalajara, en el suplemento Pluma y Lápiz del 25 de mayo de 1912 —texto que por cierto ya aparecía en la edición frustrada de La sangre devota de 1910—. Digo curiosamente porque José Juan Tablada se encontraba en otra latitud estética: en febrero de 1912 visitó una exposición futurista en París y sucumbió a tal revuelta; antes de este encuentro con Marinetti y compañía, había desertado del modernismo versallesco y satánico, y su literatura se encontraba en la digestión cultural del mundo japonés y de la lírica lunar y conversacional de Leopoldo Lugones. Y, sin embargo, lo atrapó un soneto, el más clásico de los formatos clásicos, donde López Velarde recrea una estampa de la vida pueblerina con cierta audacia narrativa, sobre todo en el primero de sus tercetos: “De pecho en los balcones de ventanas de madera / platicáis en las tardes tibias de primavera / que Rosa tiene novio, que Virginia se casa”. Con el ejército constitucionalista dominando el norte del país y algunos estados de la región occidental, José Juan Tablada ya no pudo cumplir el artículo prometido donde ampliaría sus comentarios en torno de tan prometedor poeta. En otro contexto de menos alarma política y de exilio inevitable, cinco años después de la promesa, se publicará la nota juramentada por el poeta de Al sol y bajo la luna en las páginas de El Nuevo Tiempo de Bogotá, con fecha del 31 de marzo de 1919.6
* Adelanto del libro Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-192, publicado por el sello Calygramma.
1
Los hermanos Garduño, dedicados a la actividad artística, fueron Alberto, Alfonso y Antonio. Los tres pasaron por la Academia de San Carlos, interesados en el oficio de la pintura. Allí conocieron a Saturnino Herrán, quien pintaría un retrato al óleo de Alberto fechado en 1914. Los historiadores de arte y literatura suelen confundirlos muy a menudo. José Juan Tablada publicó una reseña en la
Revista Moderna de México de diciembre de 1904 sobre la exposición del Salón de Alumnos de Bellas Artes; en esa muestra participó la nueva hornada de artistas mexicanos bajo las enseñanzas del pintor español Antonio Fabrés (1854-1936), entre ellos Alberto y Antonio. El poeta destaca especialmente los méritos del primero y dice del segundo, tras un forzado elogio: “Entendemos que este alumno tiene mucho que dar de sí”. Por fortuna, Antonio Garduño se toparía con la cámara fotográfica y dedicaría su talento a la magia de ese arte que comenzaba a definir su territorio. Tal vez, una de las series fotográficas más memorables sea la de los desnudos tomados a Nahui Olin en las playas de Nautla, Veracruz.
2
No obstante que en la portada aparece el crédito de Antonio Garduño, varios de los historiadores de la fotografía en México han argumentado que la célebre instantánea es de la autoría de Agustín V. Casasola. En realidad, ese momento histórico y simbólico de la Revolución Mexicana fue cubierto por tres fotógrafos; a los dos mencionados debe agregarse el nombre de Manuel Ramos, quien también disparó su cámara, un segundo antes que sus dos colegas, desde otro ángulo y con un panorama más abierto pues en su foto aparece, con la cabeza vendada, el general Otilio Montaño.
3
RLV,
Obras, 42. Con el título “Poesía y estética. (José Juan Tablada)”, la crónica apareció originalmente en el número 16 de la revista
Pegaso del 29 de junio de 1917. Para ese entonces, radicado en Nueva York, Tablada y sus amigos inician una campaña a
sotto voce para que el régimen carrancista “disculpe” al escritor por su colaboración en el gobierno de Victoriano Huerta a fin de regresar a México y, tal vez, ocupar un cargo público —como finalmente sucedería.
4
Ibid., 541.
5
Citado en
Calendario de Ramón López Velarde, recopilación de Alí Chumacero y Fedro Guillén, México, diciembre de 1971, p.761. El título del artículo es “Versos de Augusto Genin, prosas de Efrén Rebolledo y un nuevo poeta”. Promete Tablada dedicar un próximo escrito para ahondar sus impresiones sobre este “poeta intenso y noble”.
6
Tablada, José Juan,
Crítica literaria, 304-309. Si bien el artículo —titulado “La nueva poesía de Méjico. Ramón López Velarde”— reproduce dos largos párrafos de Jesús Villalpando, tomados de la reseña sobre
La sangre devota que publicó la revista
Vida moderna, la agudeza crítica de Tablada observó pasajes de la lírica del zacatecano que remontan la superficie de la sociología y del paisaje provinciano; nota el crítico que en los versos velardeanos existe “movimiento espiritual” y que rebasada “la ingenuidad ilusoria, hay hondos estudios de síntesis, de dinamismo, de cromatización…” Para ilustrar su comentario, cita la estrofa antepenúltima del fragmento final del poema “Hoy como nunca”, que ese año de 1919 aparecerá en
Zozobra, y las dos primeras estrofas de “A Sara” de
La sangre devota. Para cerrar esta entrega periodística, Tablada reproduce tres poemas de López Velarde: “A la gracia primitiva de las aldeanas”, “La bizarra capital de mi estado” y “Trasmútase mi alma”, los dos primeros de su ópera prima y el tercero de su segundo libro, que posiblemente aún no llegaba a las manos del poeta de los caligramas.
Primera parte de dos.
Proveniente de San Luis Potosí, el joven abogado Ramón López Velarde llega en tren, la noche del jueves 10 de enero de 1914, a la estación de Colonia de la Ciudad de México. A diferencia de otros puntos del país, la capital goza de tranquilidad y bullicio. Los banquetes en honor al general Huerta, “el salvador de la patria”, son noticia frecuente en los diarios. El 24 de diciembre, el asesino intelectual de Madero y Pino Suárez celebró su cumpleaños número 62 en un salón-comedor de Palacio Nacional donde, en un momento estelar de la noche, José Juan Tablada dedicó al usurpador estas palabras: “Se evocan de Cuauhtémoc la figura / su alma y su faz de bronce, no es en vano / pues renovaste su épica bravura / al triunfar en Bachimba y en Rellano.” El 27 del mismo mes, la comunidad norteamericana agasaja al militar golpista. El 1º de enero de 1914, el gobierno de Huerta organiza una recepción en Palacio Nacional a mediodía y, por la noche, recibe en cena de gala en el Castillo de Chapultepec a la crema y nata de la sociedad capitalina. El 12 de enero el inspector general de Policía, Francisco Chávez, y el torero Rodolfo Gaona, complacen a “El Chacal” y a varios de sus ministros con una comilona en una casa de campo de Huipulco. El Teatro Principal presenta la revista 1913, un musical que celebra “las hazañas” del militar jalisciense, sobre todo las perpetradas durante los días de la Decena Trágica. Es común encontrarse al general Huerta en los palcos de aquel foro, pero también en los del Teatro Lírico o en los del Apolo, donde el auditorio, suspendiendo la función, se pone de pie y ovaciona al “restaurador sangriento” del orden nacional.1
Mientras corre el tranvía rumbo a la colonia Roma, el poeta recuerda la ciudad que abandonó a mediados de febrero de 1913: una urbe convulsa de metralla y traición. En nada se parece a esta ciudad pacífica, con paseantes despreocupados que caminan por las calles nocturnas de regreso a sus hogares. Él también se encamina a su morada, una casa familiar que estuvo lejos y a la deriva desde que dejó la ciudad de Aguascalientes para marchar a la escuela de leyes del Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí; luego, con la muerte del padre, en noviembre de 1908, la madre se recogió con sus hermanos y regresó a Jerez, donde pasarían una temporada de cinco años. Sin embargo, bajo la bandera del Plan de Guadalupe, muy especialmente en los estados del norte del país, se desató una serie de alzamientos armados en contra del ejército federal que afectó seriamente la vida de muchas de las comunidades. Durante un periodo los saqueos, los asesinatos, los secuestros y las violaciones fueron parte de una pesadilla recurrente para estos poblados que, de la noche a la mañana, se convertían en plaza a tomar o en cuarteles de guerra. La familia López Velarde Berumen, con los hijos mayores, Ramón y Jesús, muy posiblemente en San Luis Potosí, se sintió insegura y frágil en medio de galopes amenazantes, tiroteos sin ton ni son y estrépitos de cañoneo a la distancia; con el apoyo del boticario Sinesio y de Salvador Berumen, hermanos de la viuda, la familia del poeta abandonó el edén jerezano para instalarse en la Ciudad de México. ¿En qué fecha se realizó esta mudanza? ¿Colaboró en esta pesada travesía el autor de Zozobra? ¿Se encargaría personalmente de la renta del departamento ubicado en Avenida Jalisco 71, donde habrán de alojarse su madre y sus seis hermanos?2
En la biografía velardeana, los meses posteriores al golpe de estado contra el presidente Madero son, todavía, una zona de brumas y especulaciones con pocas certezas documentadas. Once meses después de aquellos festivales de oprobio y crimen, el abogado López Velarde respira el aire invernal del Anáhuac. Tal vez, cuando desciende del tranvía eléctrico y camina por el amplio camellón flanqueado de fresnos y álamos, adornado de fuentes con figuras de la mitología grecolatina, su corazón acelera el ritmo por la emoción de abrazar y besar a doña María Trinidad, su madre, de 42 años, y a la benjamina de la tribu, la pequeña Aurora, de apenas cinco años. Con modesta imaginación es fácil fabular el recibimiento del primogénito. Doña Trini manda a sus hijos, Guillermo (de ocho años) y Leopoldo (de doce), a que avisen al tío Sinesio —quien despacha la Farmacia Berumen en la esquina de Córdoba y Tabasco— para que los acompañe a cenar, pues acaba de llegar Ramón, mientras José Trinidad (de veinte años) limpia y prende el fogón, María Guadalupe (de dieciocho años) y Pascual (de quince) sacan de un baúl el mantel bordado de Aguascalientes y lo extienden en la mesa de cedro que los ha reunido muchas veces. En tanto, en la habitación del fondo, el recién llegado conversa con su hermano Jesús (de veintidós años), próximo a graduarse de médico; ávidos de noticias, se ponen al día de sus andanzas, del momento aciago que vive el país y de sus planes inmediatos. Hasta este cuarto se escuchan la bulla y el trajín de la cocina, y se respiran ciertos aromas comestibles que hacen gruñir las tripas fraternales. Con la colaboración de todos, y bajo la batuta de la madre, en poco menos de una hora, sobre platones y cazuelas de barro de Tonalá, se ofrecen empanadas de picadillo, volovanes fingidos, figadete jerezano y asado de boda. Todo un festín rematado con los postres del terruño: torrejas y ponche romano.3 El poeta ocupa una de las cabeceras de la mesa, y el tío solterón Sinesio, el otro cabezal. Cada uno, con ojos de felicidad y gratitud, observa el ritual de compartir los sagrados alimentos. Después de algunas muertes y varias separaciones, la familia que formó el Lic. José León de la Trinidad Francisco de Guadalupe López Velarde Morán y la señora María Trinidad Berumen Llamas de López Velarde se ha vuelto a reunir, lejos de la tierra natal, en un tiempo inhóspito para los hombres de bien —“un tiempo de asesinos”, diría Arthur Rimbaud recordando las brutalidades durante la Comuna de París.
*
Aguijoneado por diversas inquietudes, el poeta abandona la cama y se encamina al comedor. El silencio de la alta madrugada es cómplice de sus cavilaciones. De su portafolio extrae unas hojas de papel y sentado a la mesa, donde hace unas horas la familia celebró su retorno, escribe una carta a la señorita María Nevares, residente en San Luis Potosí. En cuatro brevísimos párrafos notifica a su “amiga querida” que la noche de ayer arribó a la capital sin contratiempos; también le comenta, sin rodeos, que sigue pensando en ella, sobre todo en “sus extraños ojos, cuya belleza singular me ha dado una de las impresiones más gratas de mi juventud”. Bajo la stella polaris de la muchacha potosina, el corazón de López Velarde encontrará cierto equilibrio vital para resistir los embates y los retos de su actual situación. ¿Qué hará ahora en la gran urbe para solventar sus gastos y los de la familia? En San Luis Potosí abrió, en octubre del año pasado, un bufete jurídico con su amigo Ernesto Barrios Collantes —compañero de estudios y de militancia maderista— y había llevado a cabo ciertas diligencias encargadas, desde la Ciudad de México, por su otrora mentor en el periodismo y en la política, Eduardo J. Correa (1874-1956). Es un hecho que, durante el primer semestre de 1914, los ingresos de López Velarde —marcando una línea de fuego con la administración huertista— tuvieron como fuente exclusiva su trabajo de abogado litigante.
La última carta del epistolario entre el autor de La sangre devota y Correa, fechada en la capital potosina el 19 de noviembre de 1913, sugiere cuál es el estado profesional y afectivo entre estos dos amigos, tan cercanos en el pasado inmediato. Para esta fecha, Correa sigue siendo diputado del Congreso Federal, no obstante su distanciamiento con la cúpula del Partido Católico Nacional —el cual fue sometiéndose paulatinamente al reconocimiento abierto y activo del gobierno de Huerta—. Desde el 23 de agosto del mismo año, el político hidrocálido ya no es el director de La Nación; despedido de esta publicación ligada a la Curia Apostólica y al PCN, y en cuyas páginas López Velarde escribiría una cuarta parte de sus obras completas, pronostica malos tiempos a la causa de los católicos. La misiva en cuestión deja entrever que ha pasado cierto tiempo sin encontrarse en la Ciudad de México o en la capital potosina, incluso sin escribirse más allá del posible intercambio de documentos relacionados con los litigios de su profesión. El zacatecano alega que “Ocupaciones de diversa índole me habían impedido escribirle, como yo lo deseaba”.4 ¿Cuáles eran esas “ocupaciones”? ¿El traslado de la familia de Jerez a la capital del país? ¿El remate de las propiedades y los bienes de la familia en Zacatecas? En esa misma carta, López Velarde escribe: “Contra mis intenciones al salir de aquélla, he permanecido por acá indefinidamente”.5 No creo que esta vaga explicación —con pocas coordenadas para el lector de la epístola— tenga relación con la salida de la Ciudad de México del escritor en los primeros días de la Decena Trágica. Pese a que no volvieron a aparecer colaboraciones velardeanas en La Nación, después de “Saetas IV”, publicada el 7 de febrero de 1913, el jerezano se encontraría con Correa unos meses después de los fatídicos sucesos. Según la pesquisa de Elena Molina Enríquez, los dos abogados abrieron en sociedad un bufete jurídico con domicilio en la calle de Guillermo Prieto 12, en la colonia San Rafael, y continuaron llevando algunos casos durante esos meses de niebla espesa en el itinerario del jerezano.
La posible explicación de la ausencia de la pluma del poeta en el diario católico no es otra que la imposibilidad de condenar el cuartelazo del General Huerta, decisión acordada en las altas esferas del PCN y de la Curia.6 La lealtad siempre manifiesta a Madero impidió a López Velarde, a todas luces, manchar su honorabilidad en el festín de chacales tras el asesinato del presidente y el vicepresidente de la república.7 Poco o nada tiene que hacer en la capital del país. En cambio Eduardo J. Correa, en su calidad de legislador, soportó la llegada del usurpador a la Cámara de Diputados el 1º de abril de 1913, en sesión solemne; también presenció, e incluso participó en, la comparsa electoral del 26 de octubre —una vez disueltas las cámaras por el dictador—, donde triunfó grotescamente la fórmula Huerta-Blanquet.8 A eso se refiere en la carta a su amigo aguascalentense: “Me he enterado que sigue usted en los trabajos de política, pero de una política que tiene sus trazos de apostolado, ya que no puedo menos que conceptuar como romanticismo en el que estos tiempos singulares haya quienes emprenden campañas eleccionarias”.9 Con ese escenario en el pasado inmediato, el arribo capitalino de Ramón López Velarde resultaba absolutamente desalentador. Las noticias de las tomas de Ciudad Juárez (16 de noviembre de 1913) y de la de Ojinaga (11 de enero de 1914) a cargo de Francisco Villa, y de algunas plazas en Sinaloa y Tamaulipas, obra de Álvaro Obregón y de Pablo González, sumaban cierto optimismo a un panorama tan desolador. Al mismo tiempo, el no reconocimiento de los Estados Unidos al gobierno castrense de Huerta alienta a los distintos opositores, dentro y fuera de México, a velar armas por una próxima renuncia al cargo del Ejecutivo.
* Adelanto del libro Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-1921, publicado por el sello Calygramma.
1 Alfonso Taracena, La verdadera Revolución… 1912-1914, pp. 367-374.
2 En Un corazón adicto. La vida de Ramón López Velarde (1989 y 2002), Guillermo Sheridan “arriesga” una conjetura sobre las actividades del poeta en los meses posteriores al asesinato de Madero. Ubica a López Velarde desde junio de 1913 en San Luis Potosí y a su familia, ya instalada en la Ciudad de México, a partir de septiembre del mismo año.
3 Eugenio Del Hoyo, La cocina jerezana, pp. 34-95.
4 RLV, Correspondencia con Eduardo J. Correa, 162.
5 Ibid., 163.
6 No se olvide que Madero fue candidato presidencial del PCN y que, en su mandato, La Nación condenó las conjuras y revueltas contra el régimen maderista. Como trascendió poco después de los fatídicos acontecimientos de febrero de 1913, varios miembros de la cúpula católica fueron informados en los primeros días de febrero que se preparaba una conjura en contra de Madero. No es difícil pensar que esta información llegó a los directivos de La Nación, a Eduardo J. Correa en especial y, en consecuencia, a López Velarde, los dos leales simpatizantes del político de Parras. ¿Por qué no escribieron al respecto? Aventuro que una línea de censura y “prudencia” de la alta jerarquía del PCN y de la Curia lo impidió.
7En su libro El Partido Católico Nacional y sus directores, escrito en 1914 y publicado post mortem en 1991, Eduardo J. Correa confirma que la Secretaría de Gobernación hizo publicar a La Nación, y a la mayoría de los diarios metropolitanos, un boletín entregado el 23 de febrero de 1913 —es decir, al día siguiente del crimen contra Madero y Pino Suárez— “con la fábula del asalto” a los dos máximos políticos de la república. Meses después, agrega el propio Correa, “cuando se pudo hablar un poco, al ocuparnos en el estudio de la (cuestión internacional, expuse que no existía Jordán donde el régimen de Huerta pudiera purgarse de su pecado de origen…” (p. 162).
8 Para este momento una figura eminente del Partido Católico Nacional, Eduardo Tamariz, ya había sido subsecretario de Instrucción Pública en el régimen golpista. Será este político, en calidad de presidente del congreso, quien conteste el informe a la nación del general Huerta el 20 de noviembre de 1913. Como premio a su lealtad, el dictador lo nombrará Secretario de Agricultura el 18 de febrero de 1914. Cabe comentar, como dato de humor involuntario y trágico, que el candidato presidencial del PCN para las elecciones del 26 de octubre de 1913 fue un distinguido masón y porfirista de cepa: el célebre escritor Federico Gamboa. Otro testimonio sobre la debacle del PCN lo escribe el canónigo Francisco Banegas Galván (1867-1932) en el opúsculo El Porqué del Partido Católico Nacional, escrito en San Antonio, Texas, en 1915 y publicado por la editorial JUS en 1960. Para Banegas, futuro obispo de Querétaro (1919-1932), la participación electoral de PCN no se sumó a la comparsa y al fraude huertista de octubre de 1913; la decisión tuvo que ver, en buena medida, con una acción contenedora de las amenazas del vecino del norte de invadir México. Además, justifica que concurrieron a tan atípica contienda con candidatos del propio partido. En resumen, dice, todas estas acciones fueron “sacrificios por la Patria.” Asumiendo que después la derrota histórica devino un triunfo moral, el canónigo afirma: “Como hoy se entiende la política, esto no fue político; pero, ¿qué importa si fue recto y digno…?” Las colaboraciones y las omisiones del PCN en relación al gobierno de Huerta será una de las razones, y un eventual pretexto, para la persecución y el castigo de las comunidades religiosas por los grupos simpatizantes de la revolución constitucionalista y de sus continuadores sonorenses, en un largo periodo que va de 1914 a 1929 con la finalización de la Guerra Cristera.
9 RLV, Correspondencia con Eduardo J. Correa, pp. 164-165. La mordacidad y la ironía velardeanas no se ocultan en este comentario; su otrora mentor pagó cierto precio moral al participar en la comparsa de elecciones controlada por el régimen huertista.
José Emilio Pacheco, Ramón López Velarde. La lumbre inmóvil, selección y epílogo de Marco Antonio Campos, México, Ediciones Era, 2018, 140 pp.

Durará más que tú, provisional habitante,
tu obra mejor que el mármol,
tu
moral de la simetría.
—José Emilio Pacheco
“Has caído en manos de la policía judicial literaria”, le dice José Emilio Pacheco al fantasma de López Velarde, a la lumbre de la vida y obra cuyas ascuas debe aprovechar el crítico. “Mira, te presento al comandante Marx, al capitán Freud, al inspector Lukács, al teniente Lacan, al sargento Foucault”, continua la interpelación de JEP, en lo que hoy podríamos reconstruir como uno más de esos inolvidables pasajes de periodismo literario: un “Diálogo de los muertos”, en donde José Emilio y López Velarde pasean juntos por la colonia Roma del 2019, observando las ruinas del pasado y el esplendor del presente —como la Casa del Poeta—, las reminiscencias de esa
otra provincia del poeta jerezano.
A pesar de querer recluirse en la imagen irónica del crítico como sabueso, rumiando chismes, fantasías psicológicas y especulaciones fieles al espejo diario de su propia obsesión, pocos como José Emilio Pacheco ejercieron con semejante lucidez la crítica literaria. Innumerables prólogos, antologías y, sobre todo, columnas (desde la anónima Calendario hasta las cuatro décadas que duró Inventario), la parte más dispersa de su obra, hoy pasan un umbral, se reconstruyen y vivifican, en manos de los que, en acuerdo con la ética implacable del autor, son sus verdaderos propietarios: los lectores. Gracias al trabajo de la editorial Era, vuelve a nosotros una compilación de Marco Antonio Campos indispensable no sólo para internarse en los vericuetos de la obra velardeana, sino para entender la labor crítica de Pacheco.
Perdurables porque el arco del libro va desde 1971 hasta 2001, en los que surge la confirmación de una lectura incisiva, la evolución de sus tesis y relaciones, el papeleo acumulado en su estudio periodístico. El tiempo parece detenido en 1988, año del centenario de López Velarde, así como podrá suceder de nuevo en 2021. Pero esa pausa no corresponde al oportunismo del crítico periodista: es la conversión de las efemérides en credo pachequiano de los ciclos de lectura —equivalentes a reescritura y actualización del pasado— y, dentro de Inventario, en artes poéticas que acaban por verterse en el libro de poemas (véase la sección “Ocasiones y circunstancias” de Los trabajos del mar). En este sentido, es un acierto que La lumbre inmóvil (un verso de JEP del poema “Caracol”) haya buscado combinar entre sus páginas poesía y periodismo. Esta veta, que el autor de Inventario practicó en un mismo taller creativo, hereda del modernismo lo mejor de ambas prácticas: concisión y síntesis, giro final y conciencia del público lector. Los vasos comunicantes entre artículos como “La prisionera del Valle de México” y el poema “Caracol” repuntan de inmediato. Remiten a la condición del poeta muerto, cuya vida y obra se petrifican y someten a la revisión del tiempo, a la “rapiña”:
Defendido del mundo en tu externo interior
que te revela y encubre,
eres el prisionero de tu mortaja,
expuesto como nadie a la rapiña.
Sabemos que Pacheco escribió, explicitando el género híbrido, artículos en verso. Esa relación se transparenta ahora, especialmente en poemas-homenaje como “Caracol”: son verdaderos inventarios poetizados.
Pero antes de que la crítica se vuelva materia del poema, el punto de vista debe madurarse. Desde 1971, y es una tesis central, José Emilio busca restituirle su lugar al poema que, gracias a la difusión inicial que tuvo en la revista El Maestro (de nuevo se conjugan poesía y periodismo), se convertiría en emblema nacional tras la revolución: “Es natural que se haya intentado hacer de ‘La Suave Patria’ el poema épico que le faltó al movimiento revolucionario”. Pero no hay nada de eso, según JEP: el autor del poema quiso “poetizar sus diarias sensaciones y reflexiones sobre la realidad íntima, no histórica ni política, del país”. De modo que “La suave Patria” no es ni será producto de una nueva “tradición de poesía nacionalista”, sino el texto que representa mejor el último anochecer del modernismo, y eso lo reitera JEP en varios de los artículos aquí recogidos.
Pero los contextos históricos de la lectura modifican perpetuamente el texto. Pacheco como crítico, un verdadero historiador de la literatura, tiene conciencia plena de ello. “La intención bucólica hizo sonreír a quienes en 1946 celebraron los primeros veinticinco años del poema. En 1971 el desengaño del progreso y la impugnación a la sociedad industrial le dan un nuevo sentido”, apunta. Es una constante en el periodismo cultural del autor de La lumbre inmóvil: no sólo alumbrar desde el presente el nuevo sentido, sino restituir lo perdido, la forma en que esos textos se leyeron en su tiempo. Por eso, en “López Velarde hacia ‘La Suave Patria’” (2001), JEP exhuma las reseñas que recibieron mal al jerezano en los años veinte (entre ellas, una de Enrique González Martínez), para después concluir: “La crítica siempre es efímera”. De ahí que las “escuelas” críticas (marxistas, estructuralistas, psicoanalíticas) no sean baluarte alguno ante la intemperie de la historia. Pero la crítica literaria, en la forma que desarrolló el autor en Inventario, puede ofrecernos, al menos, el relato de esa pérdida.
Entre dos polos opuestos, que observa JEP, su postura queda clara. Si los autores se alejan de nosotros, porque “las nuevas generaciones no pueden sentir nostalgia por un tiempo que no conocieron” —un argumento retomado de Juan Domingo Argüelles (en “La posteridad de López Velarde”, 1988)— el remedio es “lo que en 1971 nos fascinó en López Velarde: precisamente lo que llamó Walter Benjamin ‘la nostalgia de lo inmemorable’”. Poder actualizar una lectura implica el conocimiento detallado de las épocas históricas por las que ha pasado la obra. Es, dicho de otro modo, abocarse a uno de los trabajos del poeta, resumido en los Cuatro Cuartetos (aquí en traducción del propio Pacheco):
Sólo existe la lucha por recobrar lo perdido
Y encontrado y perdido una vez y otra vez
Y ahora en condiciones que parecen adversas.
Pero quizá no hay ganancia ni pérdida:
Para nosotros sólo existe el intento.
Lo demás no es asunto nuestro.