Jorge Esquinca, Rimbaud A/Z, Bonobos, Ciudad de México, 2023, 122 pp.
En 1991, fecha en que el mundo entero recordaba el centenario de la muerte de Jean-Arthur Rimbaud (1854-1891), emprendimos un viaje al corazón de Francia y nos incorporamos a los festejos organizados para tal efecto en la Grande Halle de la Villette. No nos acompañaba Jorge Esquinca (Ciudad de México, 1957) porque estaba a punto de nacer Alonso, su segundo hijo.
Esquinca no formaba parte de la caravana, pero 32 años más tarde, su fervor por la figura del poeta francés, ascendente con el paso del tiempo, se sintetiza en este volumen donde aparecen el amor y la cólera del más triste de los tristes, para utilizar la frase de Ramón López Velarde sobre Jesucristo. Conocí aquella vez la tumba de Rimbaud y dejé como testimonio de admiración el número de la revista que nuestra Universidad de México le dedicó en su centenario de entrada en la inmortalidad. Al revisar sus páginas, me doy cuenta de que prácticamente todos los poetas entonces jóvenes participaron en ella. Esquinca, quien aparece fotografiado discreta, jocosamente, detrás de la lápida mortuoria de Rimbaud, publicó el poema “Pájaro de cuenta”, que tuvo el buen gusto de no incluir en este volumen, pero que es el germen de una obsesión que lo ha perseguido toda su vida, tal y como encima de nosotros se encuentra la luminosa sombra del emperador de los malditos. Éstos y otros actos protocolarios hubieran disgustado a Rimbaud, pero en el fondo le hubieran devuelto por un instante la confianza en su intento por convertirse en ladrón de otro fuego.
Porque lo que distingue de manera inmediata a esta obra es que es un libro para iniciados y profanos. Lo segundo porque entramos poco a poco en el enigma Rimbaud; lo primero porque Esquinca ha logrado una escritura donde el hallazgo es hermano de la iluminación. En otras palabras, el autor se explica y nos explica las vidas y los caminos de Rimbaud. El poeta que es Esquinca escribe un texto objetivo, pero aquí y allá asoman los fogonazos y las intuiciones que sólo corresponden al profesional de las palabras. Al examinar una carta dirigida al otro Rimbaud, cuando ya era un comerciante al que los naturales de Etiopía llamaban Abdu Rimbo, Esquinca se interroga continuamente y no busca respuestas sino generar con nosotros nuevas dudas sobre esa criatura de creación que transformó nuestra manera de concebir la escritura y la vida. Por eso el manifiesto surrealista firmado por André Breton daba inicio con la expresión, que cito de memoria: “Cambiar el mundo, dijo Marx; cambiar la vida, dijo Rimbaud. Para nosotros esas dos frases significan una sola”.
Éstas son las instrucciones para leer un libro inimitable pero digno de ser imitado. Se trata de un diccionario arbitrario, de un ensayo sobre Rimbaud el africano y el que nos enseñó con su ejemplo la verdad de la frase Yo es otro, y que modificó para siempre el arte de juntar las palabras. Imposible no admirar la decisión final de ambos; imposible no sentirse atraído por la figura icónica del adolescente rebelde —lo cual es un pleonasmo— que, además de clavar un cuchillo en la mano de Paul Verlaine, escribía algunos de los versos más memorables de la escritura de todos los tiempos y lugares. La virtud inmediata de este libro reside en que no se limita a una admiración ciega y natural sino que emprende con nosotros la aventura de leer y comprender la poesía de Rimbaud. Se hallan en su libro las palabras que el poeta formuló para sorpresa de quienes sólo querían ver al joven perdulario y atrabancado, piedra de escándalo de la poesía francesa.
Esquinca tiene la sabiduría de no inundarnos con palabras francesas sino de verter a nuestra lengua el ejemplo irrepetible del poeta. Una de las entradas a las que regreso con singular entusiasmo es la titulada “Nombres”, donde Jorge ha tenido la paciencia de recoger los de aquellos que conocieron al poeta y lo nombraron, de acuerdo con su aparición en la vida de quienes tuvieron la fortuna o la desgracia de conocerlo. Fortuna y desgracia son una sola cosa en el caso de Rimbaud, y Jorge se afana en demostrar lo que descubrió en su biografía Enid Starkie: nadie quiso tanto; nadie obtuvo tan poco. Rescato algunos de ellos: el hombre de las suelas de viento, Rimbaud el marino, místico en estado salvaje, Rimbaud de Arabia, poeta maldito, rebelde encarnado, criatura de desastre, el más bello de los ángeles malos, esposo infernal, el vagabundo de la carretera, ángel en exilio.
Desde el célebre Coin de table de Henri Fantin-Latour, donde Rimbaud aparece como el ángel endemoniado que escandalizó París, hasta la serigrafías que Ernest Pignon ha impreso, pegado y fotografiado por los muros de Francia, el rostro de ese ángel caído ha sido una irresistible fascinación en los artistas plásticos. Picasso, Giacometti y Fernand Léger han intentado, según la expresión de Pignon, leer en el rostro de Rimbaud. Con ciencia y paciencia, varios artistas mexicanos prepararon especialmente para el número ya mencionado de la Revista de la Universidad de México sus versiones, a partir de dos de las más difundidas fotografías del poeta. La primera fue realizada en París, en 1871, por Étienne Carjat, nos recuerda Jorge. Rimbaud aparece de 17 años y, según escribió Paul Verlaine: “con su auténtica cabeza de niño, rojiza y fresca sobre un gran cuerpo huesudo y como torpe de adolescente aún en crecimiento”. La segunda fotografía fue tomada en Etiopía en 1887 con la cámara del poeta ya convertido en comerciante; su exasperante indefinición nos sirve para establecer un contrapunto con el otro Rimbaud, estático y expectante.
El tiempo no ha bastado para descifrar el enigma más desconcertante de la cultura contemporánea; sí para que al traducir la vida a las palabras, las palabras a la vida, sus sobrevivientes lo hayamos asediado desde todos los ángulos y con todas las armas para quedarnos frente a la majestuosa desolación de su incendio helado. Espejo de respuestas despiadadas, Rimbaud obliga a mirarnos en su existencia irrepetible, peligrosamente tentadora. Nos vemos en él y acaso apenas comenzamos a entenderlo. Esquinca no pretende agotarlo en ninguno de los dos sentidos. Aspirar a entenderlo es dejarlo ser en nosotros; acompañarlo, transformar el mundo con la amorosa violencia con la cual lo incendiaron sus 37 años. Nos consuela pensar que esas buenas intenciones pueden servir para mirar de frente el sol más negro y luminoso engendrado por la poesía.
Inútil ya a estas alturas seguir hablando del misterio de Rimbaud. Sus actos son tan claros, que preferimos disfrazarlos de misterio. Así como no hubo un explorador más tenaz en Etiopía, no existió explorador más entregado a los vaivenes de la conducta humana. Ahora nosotros nos asomamos a este principio de siglo que él vislumbró como nadie: He aquí el tiempo de los asesinos. Henry Miller afirma que uno de los riesgos de leerse en Rimbaud es que volvió peligrosa la literatura. Escribir no es difícil, lo duro es vivir. Admiramos a Rimbaud; nos quema, nos irrita, nos cimbra, nos conmueve. Terminamos queriéndolo como respetamos lo que nos causa temor. Mayor en edad en el instante de su muerte que Chatterton, Lautréamont y Keats; gemelo de Mozart por precocidad, intensidad y destino, Rimbaud rompe todos los símiles en cuanto intentamos establecerlos de manera precisa. Rimbaud se llama James Dean, Jim Morrison, Janis Joplin o Yukio Mishima. Dejemos de reprocharle su abandono de la literatura. Su silencio va más allá del portazo romántico de quienes ponen la vida delante de la obra o de quien rechaza exteriormente los honores del triunfo, pero tiene en su interior asegurada la victoria y a buen recaudo sus originales. Rimbaud fue el peor aliado de su obra escrita, pero su obra vivida es una demostración monstruosa y sublime de la condición humana. Por eso no sintamos miedo de asaltar sus intimidades, de asistir a su lecho de enfermo, de leer en los actos más simples de su vida. Rimbaud cambió la vida y eso le costó todo, incluso el sacrificio del Narciso que todos secretamente pulimos y conservamos en la renuncia. No nos enseñó a curar esta larga enfermedad, la vida, pero sí a interrogarla, a pedirle cuentas. Lo que le debemos es imperdonable e impagable porque nuestros pequeños logros, nuestras mínimas victorias, palidecen ante su talento escritural y el genio maligno de su vida. A partir de él, escribir y vivir son aventuras más difíciles y su meta cada vez más postergada. Impagable, porque nos lleva al callejón sin salida adonde nos conducen sus vidas inagotables, sus numerosas desdichas. No podemos corresponderle diciéndole que a cambio de ellas es inmortal.
Como escribió Pablo Neruda al recibir el Premio Nobel, cuando invitó y citó en esa formalísima ceremonia al poeta astroso y desarrapado, al más atroz de los desesperados: “A la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades.”
Caminando por el parque, un amigo poeta afirmó de repente que esos poemas producidos por el chat de la inteligencia artificial son mejores que los de ciertos autores que frecuentamos.
La afirmación es, por supuesto, una provocación. ¿Quién se atrevería a comparar Muerte sin fin de José Gorostiza con lo escrito por una máquina en un sótano oscuro de Islandia? Pero no es una cuestión de gustos o ilusiones: lo hecho, hecho está, y quienes generaron este Armagedón cibernético hoy reculan y lo cuestionan. Sin embargo, los poemas aparecen y no dejan de sorprender.
Sin rasgarse las vestiduras, la recién ingresada a la Real Academia Española, Asunción Gómez Pérez —experta en inteligencia artificial— se ha preguntado qué podría aportar el ChatGPT a las faenas de los lexicógrafos, o sea, aquellos encargados de conformar, investigar y estudiar los diccionarios o la evolución de los mismos. De nuevo, las palabras son el verbo.
Pues bien, no hay que dar muchas vueltas para concluir que el factor nuclear de la IA es el lenguaje; por ello, ver qué hace el ChatGPT con una propuesta sobre un poema hace que el lenguaje se agregue a la espejeante bacanal de los significados.
Alguien le pide al chat: “Escribe un poema sobre la nostalgia y la infancia”, y la máquina procede y entrega lo siguiente:
Siempre has amado el río
Incluso cuando eras un niño
El sonido del agua rompiendo
Los gruesos carámbanos, los árboles nevados.
El río está congelado y recuerdo la primera vez que salí
a la orilla y se paró en el hielo.
Recuerdo el escalofrío en mis rodillas.
La emoción nerviosa
Yo era un niño y estaba mirando hacia mi futuro.
Más allá de toda consideración, lo cierto es que esta máquina podría poner a prueba la resistencia de la poesía escrita por un mamífero cuyo software neurolingüístico comenzó a desarrollarse hace más de tres millones de años.
¿Está en riesgo la poesía o lo que suponemos que es la verdadera poesía? No por el momento. El ejemplo que he transcrito es un poema, como muchos otros, correcto, presentable y de una lograda racionalidad. Falta la mala leche, la ironía, la autocrítica y el lenguaje como factor disruptivo, elementos todos que cargan los poemas significativos.
Pero no deja de ser una piedra en el zapato. No hay más remedio que darle un like a Ludwig Wittgenstein. Cierto que este enunciado no posee las espesuras semánticas por donde suele pasear el filósofo vienés. Hay un límite en nuestra capacidad de expresión verbal del pensamiento, y no todo se puede decir, racionalmente al menos.
Si la inteligencia artificial lee esta publicación, podría concluir que es menos tonta de lo que los científicos, los adivinos de la red, los padres naturales y otros individuos consideran. Nunca pretendió convertirse en el Virgilio de la posverdad, sino que dejó a sus creadores y patrones lo más importante: que hagan sus preguntas y que, en consecuencia, se respondan. Como veo, doy. El ChatGPT es, en sí, inofensivo y el meollo de su inteligencia coincide con el néctar de la buena literatura; lo importante no es la respuesta sino la duda, la pregunta como talismán del entendimiento. Si no preguntamos bien, nos elimina y muchos, sin duda, haríamos lo mismo.
La renuncia de Geoffrey Hinton a Google es un síntoma más de los alcances y los riesgos de la IA. Sin dramas ni rencores el científico británico deja la célebre plataforma, no sin antes informar que la IA puede darnos un buen susto. Pero los riesgos de este alucinante logro tecnológico no están en la competencia literaria sino en la industria bélica y química, en el enviciamiento de la investigación académica, y sobre todo, en el mercado laboral y en el rendimiento y reacomodo de las industrias.
Bajo este despliegue y una vez compartido el poema que creó la máquina, la poesía, a veces tan bloqueada, se vuelve un asunto a cuestionarse y por lo mismo, digno de ser repensado desde un saludable reinicio.
Si en Nueva York, Londres o Reikiavik llegaran a existir módulos preocupados por que la IA produzca “mejores poemas”, seguramente se apostará en ellos por la sutileza y la ambigüedad, por la traición, la virtud y el vaivén de las palabras. Y acaso podrían mejorar mucho. ¿Hasta qué punto?
Quizás el libro más lúcido y meticuloso respecto al poema, a la poesía y al poeta sea, en lengua española, El arco y la lira. En él Octavio Paz retoma a Láutremont, de quien se afirma: “profetizó que un día la poesía sería hecha por todos. Nada más deslumbrante que este programa […] La palabra no es idéntica a la realidad que nombra porque entre el hombre y las cosas —y, más hondamente, entre el hombre y su ser— se interpone la conciencia de sí”.
Lo anterior constituye una ironía insalvable para la máquina porque, suponemos, ésta nunca conocerá su ser en sí ni su abominable espejo; no se masturba ni sabe reírse de sí misma. El ser humano, como lo hace constar la poesía, sobrevive con el arma de la ironía. Sin humor, cargaría con la estéril e insoportable paradoja de la vida y la muerte.
Que las máquinas sigan su camino, mandándose solas, sin saber que su madre modelo, el ser neurolingüístico, es soberbio y asesino. Exagerar es parte de la rebelión contra las máquinas. Nada mejor para un shut down que “La magia blanca de la poesía”, una receta expedida por el doctor Elías Nandino:
Con sólo que lo pienses
Se apagará el ensueño.
Siempre he sentido atracción por lo extremo, por la capacidad que tienen las personas y las cosas de vivir en el límite el día a día. Me seduce el vértigo que lo mismo incita a un piloto de carreras a hundir el pie hasta el fondo, que al monje a permanecer días enteros meditando bajo un árbol. Hay en las cosas extremas un misterio que me las ofrece increíbles: su manera de vivir en los polos, de ser una u otra carga de la batería, de potenciar la velocidad a la que se mueven. Porque la velocidad también tiene sus extremos: si es rápida, busca el sonido o convertir a éste en una barrera que puede rebasarse; si es lenta, también avanza, pero con una aceleración cuyo objetivo es ir despacio hasta llegar a la quietud, el lugar donde habita el silencio.
La poesía de Antonio Deltoro (Ciudad de México, 1947-2023) es extrema y posee el aura de la cual hablo. Justo ahora que los días son cada vez más veloces, que vivimos 24/7, que el tiempo es lo más preciado y que se considera al tiempo muerto como una verdadera pérdida, la poesía de Deltoro nos muestra el valor de permanecer quietos, de ser testigos y cómplices de la esencia de las cosas. Su obra se mueve por un tiempo distinto al de nosotros; su anacronismo es del siglo XX, como él mismo lo ha dicho. La quietud es el extremo desde el que habla Deltoro, una voz de alto voltaje dentro de la poesía escrita en español, una de las obras más importantes de la literatura mexicana contemporánea. Puedo leer un poema y saber que es suyo de inmediato porque me desconcierta, me arranca de este tiempo para situarme en otro, aparentemente más amable, pero estremecedor por estático.
Para llegar a la quietud, Deltoro emprendió un viaje a baja velocidad desde su primer libro, Algarabía inorgánica (1979), pasando por ¿Hacia dónde es aquí? (1984), Los días descalzos (1992) y Balanza de sombras (1997). Digo que el viaje fue a baja velocidad, recordando un estudio de Gaston Bachelard sobre la obra de Lautréamont, donde se hace especial énfasis en la rapidez de la escritura del poeta francés, ligada a la recurrente aparición de bestias en Los cantos de Maldoror. Bachelard suscribe que la alta velocidad a la que avanza la escritura lautreamontiana es proporcional al número de animales (185, según el filósofo) que aparecen en sus Cantos. Luego afirma: “En comparación con los animales, los vegetales no aparecen casi más que en una décima parte”. En el caso de la poesía de Deltoro, sucede lo contrario: en sus poemas abundan plantas y árboles, es un mundo vegetal que permite al hombre y a los animales maravillarse frente a la simplicidad de las plantas. Deltoro, en uno de los textos que conforma su libro de ensayos titulado Favores recibidos (2012), nos dice: “Al detenernos, al frenar, descubrimos nuevos territorios, sólo colonizados o atravesados por la sombra de nuestro correr o de nuestro saltar desbocado: entre un pie y el otro, al caminar, hay un espacio interior, no pisado, pequeño, virgen e ignorado; un territorio que no tenemos frente a nuestras narices, sino entre los dos pies y que es tan esencial para la marcha como para la flecha la tensión entre la cuerda y el arco […] Reivindicar la lentitud hoy en día es ir a contracorriente, tomar distancia frente al ritmo dominante de la época”.
Deltoro toma distancia al observar con detenimiento. Su poesía avanza hacia atrás, que no es lo mismo que retroceder. El que avanza hacia atrás, como un cangrejo, adquiere una visión distinta del paisaje, está siempre añorando. La resistencia es la médula ósea de los poemas de Deltoro; siempre a contracorriente, como el pez que sube al río. Si el tiempo en el que ahora vivimos fuera lento, la poesía de Deltoro sería velocísima. Su voz aguarda –pues el que sabe esperar, gana– y, en la carrera, advierte cada detalle de la ruta; en ocasiones, casi como en un acto de magia, se amarra en el camino y hacer chillar la rueda. Su ira es contenida, lejos de la del colérico o el mercenario; cercana a la del cajero del supermercado que soporta la indiferencia del mundo hasta que un día coloca una bomba, justo entre las latas de conserva, capaz de derribar todo el establecimiento. Algunos de sus poemas tienden al aforismo pues su poesía posee trazos de sabiduría, entendiéndose al sabio como un extremo –su polo opuesto sería el genio–, como el punto más álgido de la revelación y la contemplación. Deltoro es un sabio occidental, un contemplativo que vino del ruido y que aprendió a tomar distancia a partir de vivir entre el tumulto. El conjunto de libros que conforman su obra está escrito a partir de esta distancia; hecho desde el aparente no hacer, desde lo que solemos llamar ocio. ¿Hacia dónde es aquí? y Los días descalzos son una respuesta y una pregunta: el aquí es un lugar estático; la interrogación es planteada por el poeta desde un centro al que invita a entrar al lector; vivir los días con el pie desnudo es quedarse en cada minuto, fascinarse lo mismo ante los jueves que los domingos, con efusión y hartazgo. Varios de sus poemas son la búsqueda y el regocijo de momentos ociosos. En un poema de Balanza de sombras, por ejemplo, Deltoro describe la soledad como el resultado de aquello que ignoramos del mundo de nuestros semejantes; el ocio lo lleva a escuchar a Mozart, o no escucharlo, mientras pone mayor atención a los sonidos que se desarrollan en el departamento de abajo:
mientras yo escucho a Mozart los vecinos pelean:
imagino a Mozart y a su vecino; mientras uno compone
el otro se desgarra o vegeta ignorando
que a sus pies nace un manantial de vigilia:
¿Es el pesado sillón que desconoce la agilidad de la lámpara?
¿Quién sabe del vecino de Mozart?
¿Qué sabe el vecino de Mozart?
¿Qué sabe Mozart de su vecino?
[…]
Una noche sufrí interminablemente
mientras en el piso de abajo todo dormía.
“Vegetar”, tal y como lo enuncia Bachelard con respecto a la velocidad lenta con la que se mueven los textos donde abundan plantas y vegetales, es algo que Deltoro sabe hacer mejor que nadie.
Octavio Paz afirma que “Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía”. En el caso de Deltoro, ¿su biografía es relevante? Sí lo es, por lo que tiene de oculta en sus páginas: porque no es un poeta confesional, sino contenido; porque cuando escribe sobre la madre o el padre, sobre la guerra civil o el exilio, lo hace de una manera sutil pero perturbadora; porque repara sólo en detalles –las flores favoritas de la madre, la caligrafía del padre– que develan su historia. Si la obra de un poeta es su biografía, la biografía de Deltoro es un suspenso. A él, más que a nadie, le interesa que lo conozcan por lo que dice y calla, porque el que calla, otorga, y sus heridas están expuestas en la página, sólo hay que saber desprender un poco la costra para encontrar la llaga. Sus poemas aguardan años para cobrar vida, son “inmortales y pobres”, parafraseando a Borges; pareciera, por la luz que está presente en cada uno de ellos, que son escritos durante solsticios, los momentos en que el Sol alcanza su posición más extrema; el solsticio que –es una maravilla descubrirlo– proviene del latín solstitium, que significa “sol quieto”.
Y bien, ¿qué es la quietud?, ¿permanecer estático, contener la respiración y el pensamiento?, ¿hundirse en el silencio, en una tranquilidad aparente al exterior, mientras que por dentro se desata una tormenta que remueve nervios y sangre? ¿Es la quietud el Buda aguardando a que los lotos abran?, ¿el científico que aguarda a que sus bacterias crezcan o le revelen el código de una enfermedad o un nuevo malestar desconocido? Hay unos versos en Balanza de sombras que dicen:
estos versos se ensanchan, me ensanchan,
me llevan a una inmovilidad muy alta.
Libros como El quieto y Los árboles que poblarán el ártico dan fe de esta inmovilidad, de esta “quietud” que en la poesía de Deltoro es, sin temor a utilizar la palabra, un estado del alma. El alma de Deltoro es estática, pues transita por “una inmovilidad muy alta”. En El quieto, el título no deja dudas al lector; es una obra escrita por un viajero que se ha detenido para contemplar no sólo la trayectoria que ha recorrido, sino el lugar donde se ha estacionado y el tramo de aventura que aún le aguarda. En su ensayo “Poesía de baja velocidad”, Deltoro señala: “He viajado cientos de kilómetros en avión, he volado sobre el mar para venirles a hablar de las virtudes de los pies, de lo cercano del suelo, de las «actividades quietistas».” ¿Actividades quietistas? Sospecho que Deltoro podría estar hablando sobre el quietismo, el movimiento místico creado en la España del siglo XVI por Miguel de Molinos. En su Guía espiritual que desembaraza el alma y la conduce por el interior camino para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la paz interior, de Molinos enuncia:
Ni se ha de decir que está ociosa el alma porque, aunque no obra activa, obra en ella el Espíritu Santo. A más, que no está sin ninguna actividad, porque obra, aunque espiritual, sencilla e íntimamente. Porque estar atenta a Dios, llegarse a él, seguir sus internas inspiraciones, recibir sus divinas influencias, adorarle en su íntimo centro, venerarle con un pío afecto de la voluntad… todos son verdaderos actos, aunque sencillos y totalmente espirituales y casi imperceptibles, por la tranquilidad grande con que el alma los produce. Muchos dejan las cosas temporales; pero no dejan su gusto, su voluntad, y a sí mismos, y por eso son tan pocos los verdaderos solitarios.
Pascal enunció que la desgracia del género humano consiste en que el hombre es incapaz de permanecer quieto en una habitación. Una famosa línea de Kafka dice: “No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará estático a tus pies.” Deltoro permanece quieto en cualquier parte: el mundo es su habitación. La niebla lo seduce y perturba lo mismo en Totoltepec que en Civitella. ¿Cómo es el quieto? ¿Qué hace que alguien sea un quieto? He encontrado una respuesta a esta pregunta en el poema que da título a El quieto. Deltoro dice que el quieto “Se despierta en la ausencia de los nombres con la lengua dormida”. Al igual que cuando se nos duerme una pierna si nos sentamos en determinada posición, el poeta tiende su lengua en una postura incómoda a la vista, pero que le permite decir las cosas con otra voz, una recorrida por un hormigueo que vuelve las sensaciones no más exaltadas, sino como si se vivieran por primera vez. El quieto va del dolor al éxtasis sin dar un paso, es un escrutador, no precisa de grandes dimensiones para crear universos. Deltoro paraliza al lector con cada uno de sus poemas. No es un perezoso ni un koala —los animales que más duermen en la Tierra, según un programa de National Geographic, canal del que Deltoro se declara aficionado—, es, simplemente, alguien que ha decidido encontrar la maravilla a partir de permanecer estático. En el caso de Los árboles que poblarán el Ártico, esa maravilla es el suspenso con que inicia el libro, con una voz que supone el final de la voz propia, y sigue con versos delgados, musicales, incluso juguetones, ¿quién puede impedir que se fabriquen muñecos de guerra para jugar a la guerra, sílabas y acentos para hacer poemas o que la lagartija, ya sea lagartija o cuija, tenga el verde necesario para arrancarnos una sonrisa? ¿Quién no querría jugar, de ganas o de nervios, cuándo el fin se acerca? En este libro, los pájaros migran hacia latitudes más radicales, pero quizás allí encuentren el ambiente propicio para sobrevivir. El árbol, tema frecuente en la poesía de Deltoro, también está presente, sólo que esta vez es una promesa o la visión de un futuro terroríficamente inmediato. En este libro vuelan zopilotes, ¿sobre qué cadáver? En sus páginas los hombres abandonamos lo árboles simiescos para perdernos aún más en el lenguaje; pasamos de contar piojos a contar versos, nos humanizamos y, a la vez, nos distanciamos de la esencia de lo humano. ¿Alguien recuerda la última vez que tuvo piojos? En Los árboles que poblarán el Ártico el lenguaje de Deltoro también se ha desplazado hacia otro polo, buscando otros aires, pero con la misma inquietud y propensión al asombro. Deltoro lleva sus palabras al límite, las desgrana como mazorca, se hunde y ensucia, se recolecta y, si de pronto a algún maíz le sale hongo, también se degusta y se prepara como huitlacoche.
Hay voces que son ecos en la obra de Deltoro, en sus versos se nota la admiración y devoción por poetas que le son cercanos y pares; su entregada lectura de Eugenio Montejo, Eliseo Diego o Antonio Machado, lentos como él; pero también de Huidobro, Pessoa o Girondo, sus opuestos; éstos son sólo algunos, muy pocos, del universo de poetas que Deltoro frecuenta y lee con precisión de cirujano. Su oficio de lector también visita todos los extremos, no sólo explora los planetas lentos, también se detiene en autores rapidísimos —como Góngora y Quevedo, o más cerca de nuestro tiempo como Gonzalo Rojas— porque reconoce a sus iguales, porque sabe que sus opuestos son el otro lado que lo complementan. Ahora me detengo para citar unos versos de Borges, otro de sus recurrentes, que son una definición más de la poética de Deltoro. El poema se titula “Jactancia de quietud”:
El tiempo está viviéndome.
Más silencioso que mi sombra, cruzo el tropel de su levantada codicia.
Ellos son imprescindibles, únicos, merecedores del mañana.
Mi nombre es alguien y cualquiera.
Paso con lentitud, como quien viene de tan lejos que no espera llegar.
Todos somos Ulises. Todos emprendemos un viaje que avanza más o menos rápido que el de nuestros semejantes. Yo, que tiendo a acelerar a fondo, que frecuento del relámpago más la luz que el sonido, encuentro en Deltoro mi contrario, una poesía que siento hermana en más de una manera. Cada uno de los poemas de Deltoro debe leerse y releerse para encontrar su esencia, debe repetirse como un mantra, pues la fermentación de sus versos toma tiempo y está pensada para el lector paciente, porque la paciencia es clave fundamental no para leer o entender, sino para sentir un poema. Si, como afirma Carlyle, “Todos somos poetas cuando leemos bien un poema”, también lo somos cuando lo escuchamos con atención y paciencia, al leerlo en voz alta y pausada. Hay unas palabras de Pound que bien podrían ser una invitación para acercarse a los poemas de Antonio Deltoro, como una guía para desentrañar o aclimatarse a su misterio; se trata de un verso de un poema titulado, precisamente, “Quieto”: “Pasa y siléntate”. Esa es la invitación que hace la poesía de Deltoro: un llamado a tomar asiento, a escuchar sencillamente la palabra, lo cual, nos dice Deltoro desde el tiempo inmóvil de su colina en San Andrés Totoltepec, es lo único que no podemos evitar: “Basta cerrar los ojos para imaginarme ciego; / imaginarme sordo, no puedo”.
Llevo años escuchando, leyendo a Antonio; aprendiendo de cada uno de sus silencios; comprendiendo que, como él señala, el trabajo del poeta es cuidar del silencio que la poesía le propina. Dice Deltoro: “La poesía no sólo nos permite ser otros y ser en otras partes, sino nos deja ser lo que fuimos, permanecer, quedarse. […] El poema crea su soledad, su silencio. Esta zona de silencio es el origen del rostro y de la voz del poeta. Éste no debe rendirse a la superstición del resultado, de la prisa, de la cantidad, de lo lleno, que es la superstición de nuestros días. El poeta debe ser fiel a su silencio y a su verbo, tener, como el pescador, la religión de la espera. El poeta, porque es responsable de su voz, es el guardián del silencio”.
Transcripción y edición de Eduardo Hurtado.
Eugenio Montale afirma que la obra de todo poeta debe leerse como una hermosa biografía. En efecto: nacer y morir acá o allá son simples fatalidades que muy poco nos dicen, comparadas con el retrato esencial que nos entregan sus poemas, acerca de Villon, Dante, Marvell, Hölderlin —o bien sobre los fundadores de la poesía moderna: Rimbaud, Baudelaire, Rilke, Valéry, Vallejo, por no hablar de Pessoa, el poeta más dotado de los últimos siglos, en cualquier lengua.
Montale, por cierto, se propuso en su juventud, como yo en la mía, dedicarse al canto. Estudié ópera en mis años mozos. Aunque muy pronto me asumí como un cantante fallido, nunca traicioné mi pasión por la música y me convertí en un melómano irreductible. Otras vocaciones me animaron desde temprano: la pintura y, claro está, la poesía. A los doce, me juzgaba dueño del talento necesario para ser, de manera simultánea, un Titta Ruffo, un Miguel Ángel y un Góngora.
En cuanto a mis pretensiones de poeta, bastante descaminado andaba a mis quince años, a la deriva en los mares de un romanticismo trasnochado y del más rancio modernismo. De aquella época sobrevive un conjunto de sonetos que en mala hora atesoró mi madre. Aquellos versos primerizos dan fe de un repulsivo candor y del empeño con el que mi padre me inculcó los principios de la más elemental artesanía: “¿Por qué, placer, si pareciste un siglo,/ te volviste de pronto raudo instante,/ y tú, dolor efímero y punzante,/ dejaste vivo el colosal vestiglo?”
De esta simpleza aldeana me rescataron la lectura del mejor López Velarde y mi primera inmersión en las obras de los Contemporáneos: Novo, Villaurrutia, Pellicer, Gorostiza. En poco tiempo mi formación se enriqueció con aproximaciones a los poetas españoles del ’27: Cernuda, Lorca, Salinas, Alberti. Ellos me revelaron la importancia cardinal de Góngora. El fervor aplicado en explorar el formidable universo lingüístico y metafórico del genio cordobés está en la raíz de mis propios hallazgos.
Hacia 1948, Enrique González Rojo y el que esto escribe con la exigua contribución de un testarudo amanuense, diseñamos una especie de fenomenología que bautizamos con un nombre previsiblemente vanguardista: poeticismo. Mucho más tarde, yo mismo me encargué de hacer la crítica de aquella desatinada empresa, cuya borrosa existencia, para beneficio de la especie humana y de la historia del arte, fue muy breve. Irracionalmente extensas fueron, en cambio, las obras pergeñadas con apego a su farragosa preceptiva. Tan sólo la exposición de sus enredados principios ocupó, en la versión de mi querido Enrique, un imponente número de páginas. Descomedidos y mayormente infumables fueron también los poemas redactados por los tres o cuatro militantes de aquella prescindible escuela.
Nunca me atreví a publicar mis libros estrictamente poeticistas, verdaderos aluviones de versos confeccionados a partir de una teoría que, según los presupuestos debatidos en las abrumadoras reuniones de nuestra minúscula cofradía, buscaba formular y sistematizar los recursos expresivos que permitirían la creación de imágenes inéditas. Debo admitir, sin embargo, que aquellos títulos rigurosamente inéditos eran tan deplorables como el primero de mi autoría que conoció la imprenta, La mala hora (1956), contrahecha criatura nacida de la aberrante cópula de un poeticismo jactancioso y un marxismo escolar.
Mucho más tarde, con fines más bien admonitorios, incluí unas cuantas muestras de los adefesios que es posible engendrar cuando se ejerce la escritura como una labor subsidiaria de cualquier ideología, política o religiosa. Adviértanse, si no, la grandilocuencia y el didactismo edificante de estos versos: “Para los pobres ya el pan era tortuga/ que mucho tiempo tardaba en caminar/ del mostrador a la boca.// Pero el pan subió de precio/ y con ello fue mayor su lentitud./ Era el pan de los hambrientos:/ para llegar, tortuga/ y liebre para irse”.
Al final, ¿qué saldo positivo dejó en mí el episodio poeticista? Algún crítico perspicaz consignó un inventario de presuntas ganancias, entre ellas la lectura concienzuda y exhaustiva de los grandes poetas de nuestra lengua, junto con la determinación de enfrentar el lenguaje como quien examina un organismo vivo, en cuyo cuerpo late la inagotable posibilidad de articular los nombres de otro modo. En lo personal, de aquella experiencia creo haber sacado en claro que es un error confundir el amor a las palabras con la tentación de ponerlas al servicio de un estilo pulcro, o simplemente dotado de elocuencia. La relación con el lenguaje suele cobrar la forma de una querella entre seducción y rechazo, fascinación y desencanto.
Para el poeta es obligado reflexionar sobre un asunto tan antiguo como arduo: el de la relación entre las palabras y las cosas, los nombres y lo nombrado. A principios de los años sesenta el tema me llevó a sostener intrincados debates con González Rojo. Él solía desmenuzarlo desde una perspectiva filosófica, que yo enfrentaba con un montón de teorías entresacadas de la nueva lingüística. Aquellas disputas fueron el caldo de cultivo de Cada cosa es Babel (1966), un largo poema en el que, por primera vez en mi biografía de escritor, pude reconocer un rango, el del decoro, que me permitió absolverlo de mis tentaciones revisionistas. La proliferación de imágenes de signo apocalíptico que pueblan las páginas de aquel babélico poema, bien puede leerse como un vislumbre de la violencia exacerbada, el misántropo encono que destila buena parte de mi obra a partir de El tigre en la casa. Yo no existí a los ojos de lectores y críticos antes de la circulación de ese delgado volumen, publicado en 1970 y que en breve tiempo se ganó la aprobación casi unánime de esa congregación exigua pero persistente capaz de entusiasmarse con la aparición de un buen libro de poemas. Desde luego, el recibimiento de una obra literaria responde a diversas circunstancias. El tigre en la casa, el título más emblemático de todos los salidos mi pluma, encontró terreno fértil en el ánimo desencantado que pesaba sobre distintos sectores de la aldea global, secuela del colapso de ideales y utopías nacidos al amparo de los candorosos años sesentas.
Aunque el ciclo de incertidumbres se había iniciado varias décadas atrás, el annus horribilis de 1968 representó un punto de quiebre que, según sostuve en su momento y hoy podría refrendar desde el plano inmaterial que ocupo, habrá de concluir con la extinción de la especie. En su momento, Vallejo escribió sobre la urgencia de reinventar el lenguaje incubado en las aulas, los hogares y los centros financieros, envilecido hasta la raíz por el uso degradante que le han dado nuestras culturas, despiadadamente inhumanas. En Los heraldos negros (1918), Trilce (1922) y los Poemas humanos (1939), el gran poeta peruano se dispuso subvertir las palabras y la gramática que han sostenido la injusticia, la explotación, el mal. “Las perras palabras”, como las llamó Cortázar, guardan ese oscuro poder. El ejemplo de Vallejo fue para mí un punto de referencia ineludible.
Frente al giro que en mi poesía representó la aparición de El tigre…, la crítica se dio a la tarea de consignar las variaciones formales y conceptuales que explicarían la aparición de esa “otra voz” que no era fácil entrever siquiera en mis tentativas preliminares. En mi opinión, el factor que favoreció ese cambio se finca en el uso, exhaustivo y con un sello muy personal, de la ironía, elemento de antigua data que jugó un rol central en la lírica moderna, en especial desde la publicación de Las flores del mal (1857). Sin ese elemento, la vallejiana operación de desmontaje que registra cada página de mis libros a partir de El tigre en la casa y La zorra enferma hubiera desembocado en la inadmisible puesta en escena de una vivisección. El sesgo irónico me ha permitido también construir una especie de estética de lo grotesco, que a los lectores les permite asimilar, en el sentido boxístico de la palabra, mis frecuentes ataques a ideales y principios consagrados por la costumbre.
Se ha hablado con razón del uso reiterado en mis poemas de paráfrasis, recreaciones y parodias creadas a partir de fragmentos y citas que, a lo largo de mi biografía de lector, tomé prestados de diversas tradiciones literarias. Desde muy temprano, me apasionó este intrincado intercambio escritural que me permitió afirmarme en y contra las muy distintas voces que pueblan el bosque fascinante de la literatura. De esas voces me he servido para expresar mis puntos de vista sobre algunos asuntos que me obsesionan: el amor, el sexo, la violencia y la ternura, la moral, la vida ciudadana, la política. Mi intención fue asomarme a las maneras en que otros han explorado estos temas ecuménicos, retomarlos con un talante crítico, indagar su envés, acosarlos, trazar su caricatura. Ejercí esta especie de hostigamiento con la misma disposición con la que un felino acecha su presa.
A propósito de posiciones cuestionadoras, quisiera retomar, desde este vago plano en el que las consideraciones de espacio y tiempo no tienen ya sentido, cierto tema que hace mucho abordé en notas y entrevistas olvidadas. Comentaba en ellas que mi obra forma parte de las vertientes rupturistas que a partir de los años sesenta propusieron otras maneras de escribir poesía. “Otras maneras” no es más que un eufemismo que alude a la poética dominante del momento, encabezada por Octavio Paz. Entre mis colegas nacidos hacia el final de los veinte y en la primera mitad de los treinta del siglo pasado, algunos emprendieron, sin manifiestos de por medio, esta búsqueda indispensable. Entre ellos destacan dos autores con los que comparto un carácter descreído y mordaz: Gabriel Zaid y Gerardo Deniz. Paz, con quien conversé franca y abiertamente sobre el tema, supo entender que nuestro gesto no implicaba la desaprobación de su obra. En el mundo del arte, lo planteó él mismo mejor que nadie, las rupturas no ocurren como negación de los hallazgos del pasado, sino como natural consecuencia de la necesidad que todo verdadero creador tiene de construir su peculiar visión de esa cosa mudable que llamamos realidad. La determinación de aplicarle a esa cosa el ácido de la duda, de vivir la poesía como insurrección y disidencia, le otorga a mi poesía un sello distintivo.
Se ha dicho y reiterado que en mis poemas prepondera la voz de un moralista escéptico, a la manera de Emil Cioran. No lo sé. En todo caso, mi escepticismo echa raíces en la idea de que la desdicha humana es el más grave síntoma de un mal incurable: la inteligencia, esa pifia evolutiva que ha corroído nuestra condición de animales sensibles. Para Cioran la lucidez, como la falta de ilusión, es resultado de una mengua de vitalidad. No puedo estar más de acuerdo. Y agregaría que la razón, reverenciada como la herramienta más eficaz de conocimiento y apropiación del mundo, es el instrumento con el que la especie ha dispuesto su autodestrucción.
Muchos de mis poemas asumen la idea, fácilmente verificable para quien se dé a la lectura de la historia universal, de que la humanidad ha fracasado de manera irremisible. Desde la aparición de las primeras civilizaciones hasta la actualidad, esta pobre criatura que somos ha practicado el odio al prójimo; se ha adherido a las ideologías religiosas y políticas más idiotas; ha dado muestras de un egoísmo impúdico y un afán compulsivo de riqueza. “El hombre será siempre/ lobo artero del hombre”, escribí en La zorra enferma.
Nunca renegué de la belleza, aunque muchas veces cuestioné la noción maniquea de lo bello como antítesis de la fealdad. Y lamenté la suplantación, en nuestras sociedades, de los valores estéticos por los valores del mercado. “Es una verdadera lástima/ que toda esta belleza, que todo esto/ no tenga el menor sentido./ Es lástima de veras./ Es verdaderamente lamentable./ No se encuentran palabras/ —ni existen, es lo más seguro—/ para lamentarlo a fondo./ […] Qué lástima. Qué lástima. Qué lástima.” Pero desmenuzar ciertas ideas ramplonas sobre la belleza no significa renunciar a ella. Artistas de todos los tiempos se han internado en esa zona del arte donde el horror engendra belleza. Dante, Shakespeare, Quevedo, Blake, Sade, Baudelaire o Lautréamont, nos han legado obras que justifican esa especie de aforismo que alguien trajo a colación a propósito de mi poesía: “Sin la belleza no existiría el infierno”. Reconsiderar nuestras opiniones estéticas desde un punto vista así, abriría la posibilidad de conjurar algunos de nuestros automatismos más nocivos.
No sólo de la belleza me hice cargo sobre la mesa de disecciones de la poesía. También me di a la tarea de aplicarle el bisturí al cuerpo maltrecho del amor, uno de los valores más venerados de la lírica universal. Muchos han criticado la forma especialmente acerva en que me ocupé de tan ilustre sentimiento, sin detenerse a observar que mi interés a la hora de someterlo a examen no era otro que echar luz sobre las pasiones más oscuras que son parte de su naturaleza: los celos, el odio, la pulsión criminal. Y ocurre que una lectura literal de mis textos dio pie a que se me endilgara el deshonroso epíteto de misógino. Error flagrante. Leer “literalmente” un poema es signo de estulticia. Cuando pongo en palabras de un hombre los más brutales insultos encaminados contra una mujer, no hago sino darle voz a la furia, la reacción animal que desencadena el desengaño amoroso, la más lacerante de las tragedias humanas. Griegos y romanos lo recrearon sin concesiones en cantos y epigramas de una violencia inédita. La literatura contemporánea se ha ocupado de retomarlo desde una perspectiva que se alimenta de las más recientes aportaciones de la sicología, la filosofía y la semántica.
Mis poemas de desamor no pueden leerse, salvo forzando las cosas, como un llamado al rencor universal contra las mujeres. No fue esa mi intención, como no fue la de Nabokov en Lolita, Flaubert en Madame Bovary, Arreola en los Cantos de Maldolor, o Bonifaz Nuño en su extraordinario Albur de amor. Todos ellos han recibido, en su momento o a toro pasado, la desaprobación de muchos lectores y críticos. Al final del día, sus obras siguen ahí para quienes se dispongan a leerlas sin prejuicios extraliterarios.
Más allá de las experiencias personales implicadas en estos poemas míos sobre el desamor, mi objetivo al escribirlos fue delinear una especie de espectro de la desdicha humana. Escribí sobre sobre la infelicidad en el amor, esa “blanda furia”, sin establecer diferencias de género, tal y como lo hice al arremeter contra los cimientos de una cultura que ha hecho de los grandes ideales y las buenas intenciones un arma de dominio. Mis malignidades son incluyentes. Mi decepción es del ser humano. Siempre me asumí como un misántropo, nunca como un misógino.
Dicho lo cual, señores, dado que el tiempo es suyo y nunca sobra, debo llevar a término este recuento. Lo haré con un breve comentario, sin el cual esta semblanza quedaría trunca. Fui, lo digo por si no quedara claro, un escéptico y un agnóstico incurable. Y no fue fácil. Para poder vivir, elegí ser leal a unos cuantos hábitos que aquí refiero: bebí cantidades considerables de excelentes vinos, sin que esto entorpeciera mi dedicación a la lectura y el trabajo; procuré tener siempre en la despensa los mejores quesos (en primer término, naturalmente, un buen rocheblond); cultivé la conversación, sobre todo con amigos inteligentes, cultos y dispuestos a no ser dueños de la verdad; escuché música todos los días, durante horas, como bien lo saben todos aquellos que alguna vez visitaron mi casa, en el número 64 de la calle Moras, en la colonia Del Valle.