No. 66 / Febrero 2014 |
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Nicanor Vélez |
Por Juan Pablo Roa |
Dos líneas aparte merecerían tres temas que, por razón de la brevedad de estas páginas, apenas enumero sucintamente, a fin de ilustrar la relevancia de algunas de las publicaciones más sonadas que estuvieron directamente relacionadas con el Nicanor Vélez editor: las obras completas de Octavio Paz, la publicación de Giovanni Quessep, único colombiano publicado en la colección de poesía, y la aparición de Las ínsulas extrañas, la antología más importante en lengua española de los últimos cincuenta años del siglo XX. Las obras completas de Paz marcaron un hito en la poesía y la literatura iberoamericanas, por la manera en que se fueron elaborando a medida que el escritor mexicano continuaba su producción, y porque al preparar el material definitivo, tal como se puede leer en la correspondencia entre este premio Nobel y Vélez, entre ambos fueron descubriendo la manera de reordenar, reescribir y componer nuevos títulos que completaran una idea, un perfil o una simple corrección que alentaba a Paz a llegar a fondo en algunos puntos de su propia creación. A su vez, la aparición de la poesía reunida de Giovanni Quessep, Metamorfosis del jardín, con prólogo y notas del propio Nicanor, supuso un reconocimiento internacional a un poeta colombiano que en su tierra ha sido ignorado por la crítica nacional —por no decir menospreciado o subvalorado—, un llamado de atención a nuestro sistema literario. Por supuesto, invito al lector a leer el prólogo de este volumen, en cuyas páginas encontrará un trozo muy poco divulgado de nuestra historia, vista desde la provincia y desde la perspectiva de los recién llegados a Colombia. No olvidemos que nuestro Giovanni Quessep es descendiente de libaneses llegados a nuestro territorio huyendo del Imperio otomano, junto con sirios y demás inmigrantes de esa zona geográfica, que en Colombia terminaron siendo mal llamados «turcos» por nuestra ignorancia xenófoba de entonces (el abuelo paterno de Quessep fue uno de los cientos de libaneses que llegaron a Colombia con pasaporte turco huyendo de sus países durante la opresión otomana). En último término, aludo a Las ínsulas extrañas. Antología poética en lengua española (1950-2000), porque se trató de una antología muy ambiciosa que despertó pasiones y pequeños escándalos, pues se tomaron decisiones tan trascendentales como excluir, al último momento de la selección, nombres como Alejandra Pizarnik o Álvaro Mutis, entre los más reclamados. Equivocados o no, la trascendencia de esta antología no sólo consistió en pretender superar el ejemplo histórico de la célebre antología Laurel (publicada en México por los mexicanos Paz y Villaurrutia, y los españoles Prados y Gil Albert en 1941), sino erigirse como un corpus intercontinental de las mejores voces en nuestra lengua, durante la segunda mitad del siglo XX. Y, lo mas importante, se trataba de un corpus que miraba hacia nuestra propia tradición desde las dos orillas del Atlántico, pues la selección la llevaron a cabo, durante años, los poetas José Ángel Valente (España), Eduardo Milán (Uruguay), Blanca Varela (Perú) y Andrés Sánchez Robayna (España). Pero dejemos las virtudes del editor, pues, como puede apreciarse, su producción es enorme, y, como consecuencia, al abordar su figura el discurso tiende a hablar mucho menos de su poesía y de sus ensayos, en donde está todo lo que, a partir de su quehacer como editor, el poeta y el ensayista que fue, reelaboró y sintetizó como artista. En cuanto a su obra ensayística, me limito a escribir, brevemente, que Vélez se ha ocupado hondamente en sus ensayos de la obra de José Asunción Silva, Pablo Neruda, Octavio Paz, Gonzalo Rojas, José Ángel Valente, Juan Ramón Jiménez, Eduardo Milán, Giovanni Quessep, así como de estudios generales sobre poesía, temas que próximamente se recopilarán en España bajo el título de Materia de palabras y silencios (en prensa). Más allá de estos temas, lo que puedo decir de sus ensayos es que su lectura es, ni más ni menos, un entrar de lleno en su poesía, en su meditación acerada y lírica en torno al poema y a la escritura de la poesía: el acto creativo como eslabón entre el cuerpo, el sentir y el pensamiento perseguidos con rigor, con el «ostinatorigore» de Leonardo Davinci. Por lo que concierne al artista, puedo decir que la primera particularidad de su poesía consiste en que se trata de una visión inmanente del mundo, material y sensual, en la que el poema funciona como telón de fondo sobre el que se fragua una proyección efímera que es la vida, iluminada por el poema: en diferentes ocasiones se refirió al poema como una especie de relámpago que en su fulgor nos revela detalles de la vida que están siempre ahí, delante de nosotros, pero que no vemos ni podemos apreciar sino gracias a la iluminación que emana del poema y que nos revela el misterio y la gracias de la vida de cada día. Otra peculiaridad de su poesía es la constante presencia del amor erótico, de la sensualidad inmanente del cuerpo, un elemento que bien puede intuirse en los títulos de sus tres poemarios publicados en vida: La memoria del tacto, La luz que parpadea y La vida que respira. Como afirma Carlos Javier Morales, en una entrevista a Nicanor para Poesía digital, la poesía de nuestro poeta, «Dotada de una sencilla pero intensa sensualidad […] indaga en la dimensión trascendente del amor erótico y en el significado más profundo del cuerpo amado, sin perder por ello su inmediata y natural corporeidad. El amor se presenta —junto a la experiencia poética, el instante, el transcurrir, la muerte, etcétera— como un camino para exorcizar el tiempo y ver así la esencia de uno mismo más allá de las continuas mutaciones del existir diario». Lo grave, lo difícil en Nicanor Vélez, es que no es posible separar al poeta del ensayista del editor: una manera, la suya, demasiado intrincada, tal vez, de hacer coincidir vida y poesía. Sirva como ejemplo, el inicio de una de sus cartas en las que nos deseaba, a sus remitentes, unas felices fiestas de fin de año, parodiando, en el último renglón, a su admirado Aurelio Arturo:
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