No. 66 / Febrero 2014 |
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El poeta Nicanor Vélez |
Por Julio Ortega |
Pero he aquí que su nuevo libro, La vida que respira (Valencia, Pre-Textos, 2011) es sin proponérselo, una plena revelación. No sólo porque revela la destreza y certeza de un poeta liberado del lenguaje mismo, capaz de decirlo casi todo con un puñado de palabras, sino porque la noción de que la poesía es la última verdad creíble irrumpe aquí con intensidad y, a la vez, con sobriedad; de modo que da de hablar, por fin, al silencio, y nos hace parte de su lacónica elocuencia. Porque ahora la verdad es lo indecible, pero también aquello que el lenguaje aferra en un puño.
De la poesía, según creo que Nicanor nos confiesa, sólo nos queda su trayecto: aparece y desaparece, pero está cuando no está, y en esa tensa y tersa expectación nos devuelve, impecablemente, sin palabras. Pero nos queda, entiendo, esa promesa de volver a nombrar, vana y feliz porfía.
El temblor de lo ignoto recorre este libro desde las agonías de la muerte de los amigos, los parientes, y la madre. Pero esta biografía (“La lámpara se enciende./El cuerpo se calcina”) es una meditación sobre la dimensión del “graphos”, de la escritura, más que sobre la “bio” (“en ese hueco de la muerte/vertemos toda nuestra vida”). Y, así, es una reflexión vivencial sobre la propia precariedad. Pero en esa misma dimensión es una lección moral (“nuestra concepción de la historia tiene que ver con nuestra concepción de la muerte”). La escritura, al final, es una transformación revelada: fuego, pájaro, pez, le dice a José Ángel Valente, son el verbo hecho carne en el poema. Unas palabras bastan para hacernos libres. Con mi amigo Nicanor Vélez he compartido muchas horas de conversación amena, crítica, memoriosa, erudita y placentera. Cuando preparé el tomo de la Poesía reunida de Rubén Darío para el Círculo de Lectores/Galaxia Gutemberg, lo vi dedicarle tanto tiempo a una coma que me emocionó su pulcritud, y le pedí firmar la edición conmigo. Supongo que me vio tan conmovido que por cortesía aceptó. Nicanor ha sido responsable de las mejores ediciones establecidas y solventes de la obra de Octavio Paz, Julio Cortázar, Pablo Neruda y Federico García Lorca. Su trabajo de alquimista editorial estaba dedicado a la poesía. Tanto a Valente como a Blas de Otero. Me doy cuenta, al leerlo ahora, que los dos siempre hemos hablado de los poemas que no hemos leído pero confiamos leer como buenos lectores que lo esperan todo de un poema. No es tampoco casual sino de necesidad que Manuel Ramirez y Manolo Borrás hayan publicado, en el sentido más cierto de dar a conocer, este libro en su magnífica editorial. Pre-textos es una casa donde la poesía vive perdurable y suficiente. Las buena editoriales son espacios públicos, pero no son, felizmente, lugares populosos. Pocos días antes de morir de su propia muerte, le envié a Encarna, su mujer, esta nota escrita para mi bitácora de “El Boomeran(g)”. Me escribió ella que Nicanor la leyó y le dijo: “Si lo dice Julio, me lo creo…” Nicanor sabía que, siempre, se trata de decir y creer, esa ecuación que hace verdadera al poema y a la poesía; esto es, a sus lectores. Nicanor Vélez es el amigo más íntimo de la poesía y, por ello, de todos los que todavía creemos en la gracia de lo gratuito.
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