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Musa reaccionaria
Atanor. Notas sobre poesía
Por Francisco Segovia
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![]() Pertenece a un mundo que —como el campesino— descree del progreso y aún siente a sus dioses palpitar en los arbustos y los cerros; a ese mundo en que el valor de los hombres se conoce porque empeñan y cumplen su palabra (en el que las palabras son sagradas)—, no a éste en que el Estado mexicano, por ejemplo, puede firmar los Acuerdos de San Andrés y luego no cumplirlos, sin que pase nada. |
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No. 65 / Diciembre 2013 – Enero 2014 |
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Musa reaccionaria
Atanor. Notas sobre poesía
Por Francisco Segovia
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Este otro pensamiento —esta “otra voz”, como decía Paz— no ha logrado nunca una victoria —y aun es improbable que alguna vez lo haga—, pero ha estado siempre ahí, como testigo y contrapeso del espíritu absoluto. Ahí, como los dioses subterráneos ante los dioses de los cielos, custodiando el tesoro del mundo, la fertilidad del mundo. Un tesoro cuyas monedas son medallas —y remiten a un poder sagrado—, no mero dinero y cosa por gastar; un tesoro que mienta esa legitimidad que las leyes prefieren ocultar, pero que no podrían suprimir sin escarbar el suelo donde pisan… Supongo por esto que ese otro pensamiento seguirá siempre ahí. Pero no soy optimista. El cambio civilizatorio que vivimos hoy es muy profundo y tendrá entre sus desenlaces la desaparición de la clase campesina, como previeron Marx y Hegel. Con ella desparecerá una manera de concebir lo humano y su relación con el mundo natural y lo divino. Ya no habrá más “hombres de palabra” —lo estamos viendo— sino tan sólo clientes que valen por “el poder de su firma”. Solamente acaso la poesía (el arte) sabrá resistir a todo esto. Cuando ya no haya religiones basadas en el logos, el verbo, la palabra —esas cosas campesinas—, en la poesía todavía hablarán los árboles, y las cosas aún responderán al ser nombradas o invocadas. La poesía será quizás aún más minoritaria que hoy, pero no se ocultará, no se volverá un conocimiento sectario, arcano y esotérico. No podría hacerlo. Porque la poesía es lengua, y la lengua es pública incluso cuando alumbra las cosas más privadas, y también porque la lengua crea sentidos nuevos, “por extensión” o “figurados”, a través de analogías y metáforas. La lengua aguanta así los embates del pensamiento racionalista (y el diccionario resiste a la enciclopedia). Mientras el habla común siga diciendo que “el sol sale y se pone” —y no se avenga a decir que es la Tierra la que gira— habrá una manera de pensar que aún confía en las palabras y no cede a la ecuación o al algoritmo. No basta eso para componer un poema, es cierto, pero ningún poema se hace sin eso. Por eso la lengua misma es reaccionaria. Pertenece a un mundo que… Esa clase de propiedad termina en cuanto uno de los amantes deja de entregarse, o deja de aceptar la entrega del otro. “La tierra es de quien la trabaja” expresa bien esta reciprocidad: el que trabaja la tierra la acepta como un don y se entrega a su vez a ella mediante el trabajo. En esta relación la tierra es concebida como una persona, amada y amante… La tierra es de quien la trabaja tanto como el que la trabaja es de esa tierra… Las leyes de propiedad que prevalecen hoy conciben la tierra, en cambio, como una cosa; esto es, como una entidad que no necesita entregarse ella misma para ser poseída y que por eso mismo no puede negarse a ser de otro. En consecuencia, el propietario puede extraer de su tierra una ganancia o un beneficio (jamás un don) sin entregarse a su vez a ella. Por eso creo que tienen razón las comunidades indígenas de México cuando sienten que las leyes de propiedad de la tierra que les imponen los ladinos no sólo violan sus derechos (los derechos de los indios) sino que literalmente violan a la tierra, que la fuerzan, la desacralizan y prostituyen, que la obligan a ser propiedad en el sentido de los propietarios, no en el de los amantes (Wirikuta es un ejemplo extremo de esto, pues la tierra que el gobierno entrega hoy “legalmente” a las compañías mineras canadienses no sólo es tierra, sagrada de por sí, sino que es tierra especialmente sagrada: el lugar donde, para los huicholes, comenzó la vida misma). Si he devuelto la frase de Zapata (“La tierra es de quien la trabaja”) a su versión más elemental (“La tierra es de quien la ama”) es porque la mención del amor destaca la reciprocidad en la relación. La idea no es nueva, desde luego. A mí me ha hecho pensar en ella una frase de San Agustín, cuyo sentido he querido descifrar más allá de su evidente anti-intelectualismo. Le dice San Agustín a Dios (Confesiones V, 4): “El que sabe poseer un árbol y te da gracias por su utilidad —aunque no sepa exactamente cuántos codos tiene de alto y cuántos de ancho— es mejor que el que los mide y cuenta todas sus ramas, pero no lo posee, ni lo conoce, ni ama a su Creador”… “El que sabe poseer un árbol” es pues aquél que lo acepta como un don, y lo agradece. Esto, me parece, ilustra bien una idea en la que San Agustín insiste aquí y allá; a saber, la de que los dones han de ser devueltos. Así, le dice a su alma, por ejemplo: “Entrega a la Verdad todo lo que la Verdad te ha dado y no se perderá nada, antes al contrario, reflorecerá todo lo que hay podrido en ti” (Confesiones, IV, 11). Y más adelante: “Sin gran dificultad y sin ayuda de maestro llegué a entender la retórica, la lógica, la geometría, la música y la aritmética. Tú sabes esto, ¡oh Señor y mi Dios!, pues si un hombre es rápido en captar y fino en percibir, tiene esos dones por ti. Pero no por ello los reconocía y te los devolvía como sacrificio. Más que de provecho, eran para mí un daño, pues trataba de mantener bajo mi poder gran parte de lo que me habías dado” (Confesiones, IV, 16). Lo que San Agustín se reprueba aquí es la voluntad de apoderarse de su propia inteligencia y del conocimiento que ésta le procura (cosas ambas que también son dones), y reservarse todo para sí, para su beneficio propio. Éste es, sin duda, uno de los resortes que lo llevaron a escribir sus Confesiones. Pero a mí me sirven ahora para explicarme por qué la frase de Zapata (“La tierra es de quien la trabaja”) no significa “la tierra es de quien la merece” sino “la tierra es de quien sabe poseerla; es decir, de quien sabe agradecerla”. |