agosto 2011 / Reseñas

No.042_Tiranos temblad

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portada-temblad.jpgTiranos temblad. Antología 2004-2010
Rafael Courtoisie
Montevideo, 2010

De la columna Parachoques

 

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No. 42 / septiembre 2011

 


 

Tiranos temblad
 

De este don sacrosanto la gloria merecimos:
¡tiranos temblad!

¡tiranos temblad!
¡tiranos temblad!
Libertad en la lid clamaremos,
¡Y muriendo, también libertad!

Francisco Acuña de Figueroa
(Himno Nacional de la República Oriental del Uruguay)


Todos los habitantes del país son tiranos. Desde el más débil al más fuerte, desde el más adusto y solemne hasta el más suelto y alegre.

La tiranía es una enfermedad endémica y contagiosa que penetra en la carne y la vuelve tensa, vehemente, ominosa.

Un niño de dos años aprende a despedazar sus juguetes: los tortura, los hace confesar con extrema delectación y gozo crímenes improbables, conspiraciones invisibles,  pecados contra la pueril autoridad que ahora los manipula y desmenuza en busca de la Verdad.

El niño crece, cumple tres años, le obsequian otros juguetes mejores, más sofisticados, formas humanas, muñecos y muñecas articulados, enteros.
Plástico color carne.

El niño sonríe y agradece. Es un buen chico.

Luego, en la penumbra de la casa, en la intimidad de su habitación, los retuerce, los cuelga, los estira con todas sus fuerzas hasta desmembrarlos.
Espera que griten, que digan «ay» hasta desgañitarse. Pero las formas de los muñecos y muñecas permanecen mudas, empecinadas, resueltas en su angustia de poliuretano, detenidas en el interior de su sustancia inerte, hueca, sin decir palabra.

Son duros, difíciles de interrogar.

Pero nada es imposible si se aplica método. La paciencia es importante.

El dolor hace cantar a las piedras.

Al fin, los muñecos terminan por confesar.

Y ese mismo niño, ese niño inocente, crudelísimo, que juega y balbucea bajo la pálida luz con sus juguetes cuando crezca será, más temprano que tarde, descuartizado por sus hermanos de sangre.

Poesía y caracol

     La poesía es un caracol nocturno en un rectángulo de agua. Estas palabras húmedas, untuosas, lentas, provienen del poeta cubano José Lezama Lima.

     La imagen es convocada con harta frecuencia para explicar lo inexplicable, para dar cuenta de una extraña posesión. De tanto repetirlas el agua comienza a evaporarse y el caracol se fuga dentro de su misterio, se enquista.

     El rectángulo de agua queda seco.

     El caracol se va, desaparece.
 
     Si ese caracol nocturno llega a alguna parte es solamente a su centro, a su boca metafísica, que es desde don-de partió.

     El caracol de la poesía, aunque se dirija a alguna parte en concreto, jamás se aleja de su lugar: el caparazón del universo.

     El caracol va al unísono con su saliva.

     Si es verdad que se trata del caracol nocturno en un rectángulo de agua, debe olvidarse por un momento al caracol, debe observarse la geometría líquida de la página de agua, su pátina abundante y plana sobre la superficie de todas las cosas.

     Es una página ambigua donde la mirada, sin el caracol oscuro, intenta escribir algo en vano, puesto que la misma sustancia abstracta del agua termina por borrar el rastro indeciso del caracol.

     Si se piensa el agua sin el caracol, lo que se piensa no es sonido, es nada más que una parte sin la forma.

     Son rocas del sentido, menudas partículas que can-tan. Pedruscos que el caracol desliza y hace rodar a medida que avanza sin moverse, que se traslada en su sitio mediante la bizarra cinética de su desempeño.
Las motas, las esquirlas semánticas se hunden en el rectángulo de agua.

     Son sílabas mojadas, y nada más que tiempo.

La pregunta

     ¿Sabes cómo lo hacen las hormigas? ¿Y los osos? ¿Cómo lo hacen los osos? ¿Te imaginas ese amor pesado, ese amor de tapado de piel vivo, de grandes cuerpos desprendiendo calor y agigantándose, aprovechando toda la energía de la noche invernal y vertiéndola en horas de amor que en realidad son apenas segundos de apareamiento en la memoria del bosque? ¿Y los canguros? Yo me imagino a la hembra danzando, saltando para aquí y para allá por la inmensa pradera australiana, esquivando boomerangs, esquivando inmigrantes, buscando las cavernas más profundas, los lugares más remotos de la estepa para tener calma. Me imagino la fronda de un bosque de eucaliptos y ellos allí, saltarines, haciéndolo. En ese momento, ¿qué llevará la hembra del canguro en la bolsa, qué pensamientos de marsupial, de criatura desproporcionada, de bestia risible y aturdida? Pienso en el amor entre canguros. En el canguro macho boxeando con otro, peleando por la hembra, en el canguro macho cortejándola, así, así, a los saltos. En el mamífero exhausto que después de hacerlo fue baleado desde lejos y la carne vendida, convertida por los chinos en hamburguesa perfecta, en alimento de gatos.
 
     ¿Cómo amarán los gatos alimentados por esa carne de canguro? ¿Se harán mas atrevidos, saltarán del exceso de un tejado para caer en el exceso de la muerte, que quizás para ellos sea otra forma del amor? Despertar con los maullidos de la hembra dolorida de placer y confundirlos afuera, en la oscuridad de la calle, con gritos humanos. ¿Y las víboras? ¿Alguien pensó en el amor de las víboras, en ese sacudirse largo que no tiene otro sentido que el bíblico, en esa linealidad curva, en esos ejes de tiempo que puestos el uno sobre el otro, el uno al lado del otro reproducen el gesto absurdo, el gesto inútil de la naturaleza por imitarse a sí misma, algo así como una caligrafía de eses, de
sssssssssssss

en la arena del desierto, un amor de veneno y de comillo y de escamas?

     También es posible pensar en los árboles, en la polinización, en ese amor a distancia, en ese eyacular al viento de los órganos de las copas de ciertos vegetales, en el semen del polen llevado por las patas de las abejas, por los pelos de las moscas, por los gusanos voladores que se posan entre los órganos lúbricos como un intermediario propicio y matutino.

     ¿Y el amor de los topos, subterráneo, oscuro, ensimismado en su miopía, un amor de uñas de la hembra clavadas en tierra, uñas cavadoras, delgados apéndices córneos que se hunden en el tegumento de la cueva, entre fibras de las raíces, en sacudidas de un placer que nadie más que ellos, que sólo ellos, los topos en su pequeña condición, los tibios topos, pueden entender?

     ¿Y el amor inanimado de las prendas, de una a otra pierna de un viejo pantalón abandonado, de un guante a otro guante, del brazo de un saco a su homólogo? Pero esos son amores velados por la igualdad quiral, simétrica, inoportuna, son los amores de lo semejante, donde la penetración puede alcanzar su simulacro sólo para comprobar la identidad imposible que pierde a todas las cosas.

     ¿Y el amor colectivo, la orgía de las bacterias que constantemente lo hacen intercambiando información y partes, fragmentos de una a otra como extrañas palabras anochecidas, flotantes?

     ¿Y esas piedras contiguas, caídas, rozándose inmóviles en el fondo del mismo pozo?

Caballos de fuerza

Los imanes son herraduras de caballos invisibles. Piezas de hierro pesadas y somnolientas, no impiden sin embargo el trote ni lo enlentecen.

Los caballos que emplean estos zapatos de hierro son más veloces que el tiempo. Van y vienen sin luz, solos, en la mente.

Los caballos que usan estas herraduras no son ángeles, son cuadrúpedos. Son los mismos caballos que se ven sobre el campo, sólo que transparentes. A pesar de su levedad siguen siendo caballos terrestres, animales al fin, con su carne de sueño.

Se trata de caballos, sólo que de otra especie.

No pesan ni mienten. No tienen miedo.

Son caballos que andan sobre herraduras magnéticas.

Los imanes son herraduras, uñas ecuestres que sostienen caballos de pensamiento, caballos sin materia.

¿Cuál es el secreto de la velocidad de estos caballos?

La carne dulce de los imanes, el espíritu íntimo del hierro.


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agosto 2011