Eduardo Langagne, Infinito día, Monterrey, UANL, 2021.

Eduardo Langagne (Ciudad de México, 1952) ha publicado Infinito día después de ocho años de silencio, tras Verdad posible (2014); ha tenido tiempo para meditar y rediseñar su pensamiento poético. Infinito día es un poemario dividido en dos partes, más una suerte de intersticio titulado “Noticias”, que marca la inflexión de algunos temas, aunque existe una continuidad temática en todo el volumen.
La primera parte se abre con el poema “El ingenioso Hidalgo” (pp. 13-14), tomando como comparación el octosílabo “En un lugar de la Mancha”, y convirtiéndolo en patrón de la lírica popular, de la que nuestro autor efectúa un alegato. Más bien se trata de una elusión del barroquismo o del artificio, de la poesía oscura y hermética. Ahora bien, en otros poemas, como en “Conversación” (p. 62), se alude directamente al misterio de la poesía, cualidad intrínseca para que un poema sea poema, o como en “Apuntes”: “Está científicamente comprobado:/ la poesía no tiene ciencia./ Es el arte de expresar con palabras/ lo que no tiene explicación científica” (p. 74).
Este ir y venir alrededor de la poesía, con la metapoesía como centro, se observará en otros textos, tanto en la primera como en la segunda parte; aunque en cierto modo en la primera parte del libro destacan los poemas que hablan del pasado y, en concreto, de los amigos. Fe de vida. Una relectura del tiempo ido que es, a su vez, una invitación a gozar el presente, ese infinito día que da título al libro, y que es el último poema del poemario (“Convicción”, p. 97). Leer el pasado como método de impulso hacia el futuro, como en “Cuando niño el futuro era este” (p. 42), donde se cumple el futuro del pasado en este momento actual: el niño de entonces piensa al adulto de ahora.
Los amigos desaparecidos (“Amigos que perdimos”, p. 16) son, de la misma manera, testimonio de ese tempus irreparabile fugit, y de la tristeza de haberles sobrevivido, de quedarnos solos con nuestro recuerdo. Llega una edad en que el tiempo que queda por vivir es menor que el tiempo vivido, y eso puede crear una pesadumbre o melancolía que, en el caso de Langagne, es suave y no demasiado obsesiva. Posee sus puntos de inflexión, no obstante, cuando el poema nos habla de los sueños, de los monstruos de los sueños, escapan a través de ellos todas las frustraciones de la vida cotidiana, como en “Mal sueño” (p. 31), que dialoga en la segunda parte con “Sueño” (p. 96); ambos, sin proponérselo, pueden ser cara y cruz de una misma inquietud. Una melancolía optimista, resumiendo, atraviesa los poemas de este Infinito día, en consonancia tal vez con la saudade lusófila. “Marin Sorescu” (pp. 18-19), “A Rumen Stoyanov, en Bulgaria” (p. 20) y “Una fotografía” (p. 22) exploran a fondo la amistad, la nostalgia del tiempo ido o la añoranza por su pérdida. De ahí también esos “Espacios del recuerdo” (p. 30): “si antes la memoria era mi mayor tesoro,/ confundo ahora sus elásticos pasos/ en el sonido que me lleva arrastrando/ por los días que pasaron y ya tengo borrados o difusos” (ibíd.).
Como decía, en ambas partes de este volumen emergen con nitidez las reflexiones metapoéticas y se equilibran temáticamente. De hecho, hay textos y fragmentos que abordan este asunto en ambas secciones, incluso en el interludio “Noticias”. “Duermevela” (p. 32) y “Escritura” (p. 33) conformarían una dupla que se sumerge en los problemas de la creación poética, cercana al silencio. Por un lado, en “Duermevela” la poesía rompe el silencio: “A la mitad del sueño hay desesperación/ de nuevas realidades que brotan en silencio» (p. 32), pero necesita a éste para surgir, a pesar de que la palabra es todo lo contrario al silencio (su opuesto). Por otro lado, en “Escritura” se toma conciencia de los límites rilkeanos del lenguaje y de nuestra imposibilidad de decir aquello que sentimos, la distancia entre los sentimientos y las palabras: “¿Cómo encuentro la palabra que me falta / para expresarla en estas páginas inciertas?” (p. 33). En cualquier caso, tenemos que agradecer a Langagne que, contra todo eso, la poesía sigue erigiéndose como el mejor antídoto contra el silencio, y que aquello que no puede ser dicho no merece la pena intentar expresarlo, ni preocuparse por ello. Por eso se responde a sí mismo: “Empezaría diciéndole al poema/ que si quiere ir lejos le conviene/ seleccionar el viento más propicio,/ abrir las alas/ y celebrar su momento” (ibíd.). La poesía no debe cerrarse, enclaustrarse en una sola idea. La poesía debe estar preparada en cualquier momento para emprender el vuelo de la imaginación, para discurrir libre. “Palabras que se deslizan” (p. 66) es una buena muestra de ello, ya en la segunda parte, y quizás uno de los mejores poemas del conjunto.
En “Confirmado” (p. 68), Langagne dialoga con un poema de Fabio Morábito que comienza “Siempre me piden poemas inéditos”, de Delante de un prado una vaca (2011), para afirmar que la poesía no es sólo inédita, sino con el neologismo ilecta (p. 68). Ciertamente, un poema que se precie siempre posee un novum lingüístico que lo convierte en algo que se regenera en cada lectura que realizamos de él. Esa tradición cercana, además, se refuerza por la larga tradición de lecturas, gustos y preferencias que nos muestra nuestro autor desde el inicio, desde Antonio Machado, en la cita inicial que abre el libro y “En un puente de piedra” (p. 93), Ramón López Velarde y Fernando Pessoa (también por partida doble), las “Décimas lezámicas”, que jalonan estructuralmente ambas secciones, Carlos Drummond de Andrade, Federico García Lorca, Luis de Góngora, Francisco de Quevedo, José Asunción Silva, Edgar Lee Masters, John Keats, Edgar Allan Poe, Rubén Darío y Enrique González Martínez, sin pretender ser exhaustivos. Como vemos, el repertorio es amplio, lo cual nos indica la tradición en la que se engasta la propia voz de Langagne, de la que él se hace heredero. Ése es un pasado que también se actualiza en el presente, a través de su relectura, puesto que fue proyectado por sus autores hacia el futuro. Dejemos, sin embargo, la idea de posteridad al margen para no entrar en honduras que nos llevarían muy lejos…
Otros nombres anónimos, casi anónimos o menos conocidos, pululan por Infinito día. Por ejemplo, Diego Saúl Reyna y Alfonso Ramos, dos obreros que trabajan en el edificio Trump International Hotel & Tower en Vancouver, y que colocaron una bandera mexicana para reivindicar el valor de los “Migrantes” (p. 82), su honradez y buen hacer (conste que este texto podría ser otra de las “Noticias”). Sirva de paso este poema y otros fragmentos de Infinito día como un punto y aparte que marca un tono social en el que se denuncian las fronteras, las banderas y las injusticias de los mapas, “—aunque el viento del mundo no requiere documentos—” (ibíd.), como en “Geografías” (p. 85), cumpliendo un canto en contra de la propiedad privada de la tierra, «falsos propietarios, pues las islas son del mundo” (ibíd.), ya que el planeta Tierra no pertenece a nadie o, dicho de otro modo, pertenece a la humanidad, y en nombre de su explotación se han cometido las peores atrocidades. Por eso en “Ciudadanos” (p. 24) se dice «Estamos en la tierra. Somos sus habitantes” (ibíd.), y en “Buen deseo” (p. 79), el poeta, o la voz verbal del poema, no desea riquezas ni dinero. La puesta nos habla de un citoyen du monde.
El trasunto de los migrantes espolea la otra gran matriz temática de Infinito día, que es el camino (de estirpe machadiana también). El camino en el sentido del peregrinar (no en vano leemos “Peregrino”, p. 95), el iter medieval como territorio vital y la vida como una realidad in via, que se realiza en la medida que la vamos viviendo, es decir, transitando. En “Trayecto” (p. 38), por ejemplo, se aúnan tradición y camino vital, pues “Venimos de otros poemas” (ibíd.): excelente verso que resumiría buena parte de este poemario. Y son muchas las composiciones que hacen referencia semántica al camino, al recorrido: “Una ruta” (p. 44), “Horizonte y abismo” (p. 46), o “Caminante nocturno”, entre otros. Esto daría sin duda para mucho más, pero baste dejar este apunte aquí para incitar al lector a acercarse al poemario. Somos conscientes de que hemos dejado otras interesantes y estimulantes tramas por desgranar, pero este acercamiento pretende ser una viva invitación para bucear en estas magníficas páginas.
Autor
Juan Carlos Abril
/ Los Villares, España, 1974. Doctor en Literatura Española por la Universidad de Granada, donde trabaja como profesor. Editor, antólogo, traductor y crítico literario, Abril publicó en Poesía reunida (2024) su obra escrita entre 1997 y 2023. Dirige la revista Paraíso.