abril 2025 / Inéditos

Somos, en realidad, un único fantasma

 
Semillas o «yos» Dispersos

(Angkor, Camboya, 8 de diciembre de 2016)

 
Estar sólo es estar frente a una multitud.

La lengua y el hueso de la lengua
no suelen definirnos
sino nombrarnos o decir eso que vemos,
como ahora, que dejo de estar aquí y de ser yo
para ser una multitud
y también esta semilla que rueda.

Una mujer las arroja a un campo al lado del camino,
como si le diese de comer a la tierra.
Supongo que es consciente
de que algunas caen fuera del espacio,
hacen una parábola y ruedan hasta la vía.

Yo espero, sentado en un Tuk–tuk.
El chófer se ha marchado a comer.

Ese fue el acuerdo: yo vería templos,
él iría a comer
si pasábamos por la cabaña de su madre.
Los acuerdos no nos hacen distintos a los otros animales,
lo saben el pájaro y el búfalo de agua
las abejas y las flores
o la flora bacteriana y los humanos.

Desde dentro de mí,
veo que varios macacos cangrejeros
bajan de la colina.
El chófer me advirtió que vendrían a mendigar comida.

Tras ellos, el sol se derrite sobre las nubes,
como una bola de helado de vainilla.

Ahora soy yo
el que come e intenta espantar a los monos
que ven, amenazantes, mis brochetas de cerdo
(una anciana las vendía por 1 dólar).

El chófer enciende el motor
y espanta a uno de los macacos que, sin querer,
patea la semilla y la devuelve al campo de cultivo.

La mujer que las sembraba sonríe,
su alma llena de intersticios me ilumina.

Entonces veo, extrañado, que es otro,
que es un nuevo chófer.
Será un acuerdo entre ellos,
como el del macaco y la mujer, pienso.

El nuevo chófer me dice que hace poco murió su madre
y que aun así continúa viniendo a comer.

Y sí, puede que se vuelva a casa
o se escriba un poema,
para recibir el testimonio de un espectro.

¿No será el azar los «volantazos» que da el destino?

 
 
Mal de ojo

Tiene cerca de mil años
y su savia roja ha sido utilizada
tanto como para rituales mágicos
como para barnizar violines.

Sangre de Drago, la llaman.
La vemos aquí, discurriendo solitaria
en una planta herida por un picotazo del tiempo.

No dejo de pensar que, de niño,
me la daban para el dolor de estómago
o para tratarme del Mal de ojo,
eso que sucede cuando el espíritu de alguien
«te mal mira».

Quizá porque los seres oscuros
viven de la luz que te rodea.

Un lagarto se detiene frente a nosotros
y nos mira fijamente.
Siento que su mirada cae dentro de mí,
como si su sangre fría
ocupase de pronto nuestra mirada.

El lagarto huye al ver que quiero fotografiarlo.

Me riñes:
«no debes verte en los animales de sangre fría».

«Caben seis personas dentro del Drago milenario»,
nos dijo la chica que nos dio el mapa del parque.

Seis personas caben dentro de ti,
como esas seis edades
que poco a poco van desapareciendo
en nosotros
porque somos, en realidad, un único fantasma.

El lagarto vuelve, pero ya sin cola.

Puede que así haya sido la niñez:
ir perdiendo partes de nosotros
           para seguir siendo.

 
 
Una moneda tirada al aire

Diego cayó por el hueco del ascensor.
Ese era su trabajo.
No era caer, no, sino reparar ascensores averiados.

Lo conocí en una comida.
Él devoraba una liebre,
como si fuera un alcaudón verdugo.
No paraba de hablar
y hacía reír hasta el tatuaje de Frida Kahlo
que llevaba en el antebrazo.

Su mujer se mantuvo callada
y se limitó a fumar, ausente,
como si esperara que un farmacéutico
le arrojase ansiolíticos
por una de las grietas del miocardio.

Diego no se llevaba bien con su suegra.
«Es tan ambigua que ha intercambiado su lugar
por el de la cabra
       y la soga.
El día que la entierren,
ojalá que sea boca abajo.
Por si se le ocurre escarbar», dijo.

Hasta al tatuaje de Frida Kahlo
le pareció un chiste malo.

No volví a ver a ninguno de los dos.
Eran amigos de mi ex,
como lo era el apartamento y el ascensor averiado
en el que el fantasma de Llamp
aún sigue atrapado:
      sí, aún lo oigo ladrar.

Años más tarde supe que Diego había caído,
boca abajo,
reparando ese mismo ascensor.

Cada vez que paso por mi antigua casa,
–que ahora parece un psiquiátrico para cigüeñas–
lo veo caer, sí, veo caer a Diego

y también veo a eso que fui cayendo.

Hay quien busca medias naranjas
partiendo todas las que se encuentra.
(Y, por ello, si escupes al aire que sea cayendo). 

¿Es ese querer ser en el otro
una moneda tirada al aire
          que nunca cae?

 
 
Reseña sobre un libro de José-Miguel Ullán, encontrado en un mercadillo de segunda mano

Los libros no hacen más que esparcir nuestras cenizas.

* Poemas pertenecientes a Vocación de náufrago, Madrid, Visor, 2025.

 

 


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