Textos

 
El vértigo

Me contaron del chico
que se rompió el cráneo
haciendo kite surf
cuando alcanzó la altura de tres metros
es decir
cuando caer al agua
equivale a deshuesarse
sobre un piso de cemento.

Tantas cosas pueden pasar
de un día para el otro.
Podrías enamorarte
y yo podría caer enferma de hipocondría.

Es tan frágil la carne cuando no se toca.

Ahora todo tiene su respectivo espacio,
su barniz antióxido, su luz blanca.
La gata viene y se restriega contra el zapato,
prefiere la dureza,
como aquel que espera una señal
y se contenta con la caída de una hoja
porque le afirma lo que ya sabía:
la nada es peor que tener algo
que impacte contra el cuerpo,
y eso es algo que se piensa
mientras se patea pedazos de cráneo
esparcidos por la arena.


 
Los estertores

Decía que la empleada le había choreado.
No le gustaba su hacer desprolijo
la leche le quedaba fría
siempre quedaban restos en el tenedor.
Se descosía en gritos
llamándola a cada rato
para que le trajera
con manos lavadas
la taza llena de agua.

A la noche
en un colchón
a los pies de la cama
cuando la oscuridad permitía borrar las figuras
la empleada le tendía la mano que la abuela
sostenía con vehemencia.
Aún en el calambre del brazo alzado
la abuela se despertaba con la mano callosa
en su pecho flácido.
Prendía la tele y alzaba su voz
por encima del volumen máximo del aparato
para que le trajera una servilleta
no ves, nena, que no me puedo levantar.
Rigurosa
la mano que le limpiaba la mugre
de entre los pliegues de la flacura
se entrelazaba con la de ella
para pedirle a Dios
que perdone sus ofensas.

En su último segundo
profirió un grito
que nadie en la sala entendió.
Mónica se quedó esa noche
sentada a su lado
mientras notaba
cómo su mano encogía.


 
¿Para qué le vas a decir la verdad?

No faltaba
a la hora de la merienda
los pasos de baile abrazada a su retrato:
¡sentí!
Y todos reíamos por el showcito
que armaba la abuela,
tan puntual en sus ceremonias.

Después tocaba
como por primera vez
el vals que le compuso
al amor de su vida tan buen mozo
que era el apuesto ingeniero.
Y todos reíamos porque
qué otra cosa podíamos hacer,
dejala nomás que sea feliz.

¿Habrá bailado también
cuando nadie la veía?
Cuando la casa
enante ocupada por seis hijos
invitaba al desespero de arrancar
los cueritos al borde de la uña
que dejan un hueco ensangrentado
y conjuran las heridas
a las que nadie nunca pidió perdón.


 
El Juicio

Y mirá,
al final,
no queda otra que entregarse.

Un hombre sale en el tren
a buscar trabajo con una camisa a rayas
agujereada.
Dos tipos juntan resuello
para entrar por la ventana
de una casa maltrecha de City Bell.
Uno anda en moto con el celular en la mano,
otro junta unos pocos pesos con las medias
que acaba de vender.
Nadie mira para adelante.

Entregarse es entonces
extender los brazos
entrelazar las manos
doblar el cogote para arriba
esperar que el golpe no acierte
mirar para abajo
agarrar un pañuelo
y encomendarse
a que todavía quede una palabra amable.

Y si no viene

(si no llega a venir)

diremos que no merecíamos
volveremos a nuestras casas
pondremos el agua a hervir
y pensaremos
si todavía nosotros
tenemos una palabra amable para el mundo.


 
Un jurgo de bendición

Las dos damas del ajedrez
se fueron junto a su esposa.
De pronto perdió todo y le tocó huir.
Un día no cargaba ni para empanada
y el plomo cayó en la calle
que había dejado unos minutos atrás.
Desde entonces dice tener ahorros en el cielo
por dar el diezmo que más le duele:
el caballo al más pobre.
En el cuadrante sólo le queda
un peón que escucha cómo el sereno
le patea en la escalera
cada mañana.

 

 

Los acantilados

Buscaba con los pies el filo mismo, el último contorno de los acantilados
(como un acento esdrújulo en el horizonte) para sentir el vértigo lleno de vida
que inspira la inminencia de la muerte. Era un recodo singularmente anfractuoso
de la isla, particularmente letal e insoportablemente bello en proporción, como si
un ritmo áureo se instalara justo ahí, donde el umbral de la conciencia y el dolor
se encumbra. Abajo el mar violento y gélido, sin concesiones, trabajaba todo él
sobre un minúsculo pedazo de granito, puliendo acaso la invaluable gema
de la furia, rugiendo al mismo tiempo como el viejo león que se desorientó
en su selva, en las entrañas de su propio reino. Y arriba un golpe azul de cielo
en cuya vastedad ya deliraba la mirada en la instantaneidad de su embriaguez,
bebiendo firmamento y alojándolo en un marco imposible, como pensar
el infinito, sentir su insinuación atravesando un marcador: ese momento,
ese lugar donde buscaba, con los pies, el borde de las cosas. Y comprendió
que toda coordenada es la antesala de un abismo, que cada paso es arte
de funámbulo y el mundo entero es el alféizar tras el cual reina la noche,
larga como un milenio y hospedando egos, atisbos de conciencia que se saben
y estallan de inmediato, astros ensimismados como sapos, mínimos hipos
haciendo chispas en la inmensidad. Deseó secretamente su fulminación
por un relámpago en los arrecifes, un rayo bienhechor que desgajara
de un limpio tajo su dolor como una espada separa a dos amantes, pero
perseveró, dio una siguiente bocanada, llenó de oxígeno el sistema
de su conmovedora introspección, no pudo no ser yo, desvanecerse
entre los brazos de un paisaje verosímil y que además aullaba a ráfagas
de vientos encontrados, rachas, vocales en huida, lamentos en el éter
que fustigaban la certeza de su estar y ser ahí, apuntalándolo en la encrucijada
de los mundos, en medio de los aires, astilla entre la espuma de las nubes
y las tormentas del océano, partícula sabiéndose agonía, idea encendida
y apagándose ahí en el epicentro de lo que sucede, parpadeo. Entonces
suspiró en silencio, como quien en la tarde y sin testigos muere un poco
y reconoce la certeza de un final que ya lo atenazó.

El último círculo

Todos los hijos son antepenúltimos si en ellos arden las heridas
de la posibilidad. La muerte suena en cambio su gong definitivo
con ondas que se hospedan dócilmente en el oído. Entre ambos,
muerte e hijos, el mundo comparece convincentemente bajo el pie
si doy un paso, y luego lo hace bajo el otro pie, como esforzándose
por demostrar su realidad e intoxicarme con la fascinación psicomotriz
de caminar pensando. ¿Dónde termina uno y se inaugura el mundo?
¿Dónde comienza este compacto yo que se recorta contra el cosmos?
No pude preguntarles a mis hijos si querían marchar a la vanguardia
de esta sangre, contemplar los crepúsculos atroces, comer el desayuno
y a veces sonreír para los otros. Ahora estamos todos condenados
a unas docenas de momentos bellos y en mi lenguaje no hay palabras
para disculparme, querría decir que nada pude hacer contra el rumor
y distraído escándalo de andar como si nada, como si este segundo
no se estuviera ya abismando y uno tartamudeara torpemente nada más,
sintiendo un vértigo morado de cansancio. Jamás tuve las manos al timón
de un solo día, querría decir de frente entre dos olas, si le robáramos
a la minúscula epopeya un gajo (quietud que crece acaso en el poema
conforme se dice). Se manifiesta, no obstante, la cresta del instante,
hay que luchar con la continuidad a cuchilladas y perder triunfando,
jalando heroicamente la flamante bocanada del ahorita, sin descanso,
con nuevos brotes de encadenamiento y sin control de la bifurcación,
como tomar la encrucijada por asalto, como la trenza replegada en sí
del ácido nucleico: los ojos mismos saben de estas cosas cuando dejan
caer el cortinaje de los párpados y cunde la maleza de los nervios, hay
mares adentro que explorar, jamás pisados continentes en un palmo
de conciencia, ideas caníbales que sólo esperan la señal, ay,
de su espiral. Tal vez no sea necesaria la pasión de ser sabiendo,
de tanto atlético desdoblamiento, si aún resuena y persevera el gong
como el último círculo de qué magnífica y patética expansión.

 

 

 
Selección, traducción al español y presentación de Agustín Abreu Cornelio.

 
La obra poética de Ruth Stone (1915–2011) se dio a conocer tardíamente, pues no fue sino hasta 1959, meses después de la muerte de su segundo esposo, que publicó su primer poemario, In an Iridiscent Time. A dicho título seguirían otros doce libros que le darían el reconocimiento de sus pares y un público lector que no ha dejado de incrementarse aún después de su fallecimiento. En vida se hizo acreedora del National Book Award y el Wallace Stevens Award, ambos por In the Next Galaxy (2002); además mereció el National Book Critics Circle Award y fue Poeta Laureada del Estado de Vermont, entre otros importantes premios. En 2009, What Love Comes To, su último libro, fue finalista del Premio Pulitzer.

Si bien Ruth Stone es muchas veces descrita como continuadora de la veta lírica de Robert Frost, ello sólo puede tomarse por cierto en cuanto a la recuperación de los espacios, objetos, voces y hábitos de la región de Nueva Inglaterra. El sosegado trabajo de Stone en la construcción de cada libro y cada poema, la expresión sencilla ante los avatares de la vida, la lucha por consolidar una voz lírica sin mutilar su sensibilidad femenina y la defensa de su autonomía como artista, madre y ciudadana, deberían bastar para un reconocimiento propio.

Como hemos anticipado antes, la muerte de su segundo esposo —su suicidio, mejor dicho— fue determinante para impulsar la voluntad creativa de Stone, a tal grado que la viudez es un tema abordado una y otra vez, desde diversas perspectivas. Esta breve selección de poemas aspira a ser un cabo de hilo que los introduzca al mundo de esta extraordinaria creadora.

 
 
 
Mira hacia otro lado

El gendarme vino
a decirme que te habías colgado
de la puerta de una habitación rentada
como un abrigo
como una bata de baño
colgada de un gancho;
cuando forzaron la puerta para abrir
tus pies empujaban contra el piso.
Dentro de tu cabeza
no había lugar para nosotros,
tus circuitos me olvidaron.
Incluso en París donde nunca estuvimos
te espero
sabiendo que no vendrás.
Recuerdo tus ojos como si yo
fuera alguien que nunca habías visto,
tu ceño levemente fruncido
al tomarme en cuenta.
Cómo pudiera haber imaginado
la franqueza extraña en tu rostro,
tu cuerpo, etiquetado en un cajón,
sin apego por nada, desinteresado.
Mi hermana, mi esposa, dijiste
en un sitio al otro lado de la tierra
donde yacemos en una cama individual
incapaces de apartarnos
respirando el uno del otro, con la Biblia
Gideon1 abierta en el Cantar de los Cantares,
con la prisa del tren ligero
estremeciendo la ventana.
Como con agujas atascadas en las zonas
de placer de nuestros cerebros;
lo repetíamos todo
una y otra y otra vez.

 
Turn Your Eyes Away

The gendarme came
to tell me you had hung yourself
on the door of a rented room
like an overcoat
like a bathrobe
hung from a hook;
when they forced the door open
your feet pushed against the floor.
Inside your skull
there was no room for us,
your circuits forgot me.
Even in Paris where we never were
I wait for you
knowing you will not come.
I remember your eyes as if I were
someone you had never seen,
a slight frown between your brows
considering me.
How could I have guessed
the plain-spoken stranger in your face,
your body, tagged in a drawer,
attached to nothing, incurious.
My sister, my spouse, you said,
in a place on the other side of the earth
where we lay in a single bed
unable to pull apart
breathing into each other,
the Gideon Bible open to the Song of Songs,
the rush of the El-train
jarring the window.
As if needles were stuck
in the pleasure zones of our brains,
we repeated everything
over and over and over.

 

Todo tiempo es pasado

Goliat fue golpeado por una piedra.2
La piedra se volvió un pájaro.
El pájaro canta en la ventana de ella.
El tiempo es absurdo. Fluye hacia atrás.
Ha desposado a la palabra.

Ésta es la ventana en los ojos del gigante.
Éste es el pájaro que canta solo.
Éste es el río del olvido.
Ésta es la piedra elegida.
Ésta es la viuda de Goliat.

Golpeado por la piedra, él
salta hacia el futuro. Yace
como un monolito, una runa, luz
de una nova distante. Ni siquiera un hueso
recuerda haberlo nunca procreado.

La canción es una monotonía.
Ella es la palabra y la ventana.
Ella es la piedra y el pájaro.
Ella es el lecho del río.

 
All Time Is Past Time

Goliath is struck by the stone.
The stone turns into a bird.
The bird sings in her window.
Time is absurd. It flows backward.
It is married to the word.

This is the window of the giant’s eyes.
This is the bird singing alone.
This is the river of forgetting.
This is the chosen stone.
This is Goliath’s widow.

Struck by the stone he leaps
into the future. He lies
a monolith, a rune, a light
from a distant nova. Not even a bone
remembers begetting him ever.

The song is a monotone.
She is the word and the window.
She is the stone and the bird.
She is the bed of the river.

 

Encarnación

Todos los días una mujer se detiene
en su cocina y escucha un pájaro.
Es la voz de su esposo muerto,
pero ahora tiene alas y canta
a otra hembra posada en el nido.

Inexacto. La encarnación es sólo
el laberinto idéntico en un vaso vacío.
La carne es la medida.
Pero todos los días Belshazzar
deja una rara escritura en las ventanas.
Todas las noches pasa afligido, en llanto.

La encarnación es un vaso vacío.
La carne es la medida.
Pero todos los días Belshazzar
deja raras marcas en el polvo.
Todas las noches su cama se hunde
en la tierra. Todos los días ella cocina y come
y, luego, lava los trastos sucios.

La mujer desearía que fuera de otro modo.
Quisiera ser un pájaro,
para que su reino se pudriera,
para que la casa se derrumbara.

 
Incarnation

Every day a woman stands in her kitchen
and listens to a bird.
It is the voice of her dead husband,
only now he has wings and sings
to another female sitting on a nest.

Inaccurate. Incarnation is only
a twin maze on empty glass.
Meat is the measure.
But every day Belshazzar
leaves strange writings on the windows.
Every night passes grief.stricken, weeping.

Incarnation is an empty glass.
Meat is the measure.
But every day Belshazzar
makes strange markings in the dust.
Every night her ben sinks into the earth.
Every day she cooks and eats
and then, washes the dirty dishes.

The woman wishes it could be otherwise.
She would like to be a bird;
for her kingdom to perish;
for the house to fall down.

 

Formas

En el largo plazo, no importa.
Sin embargo, tras haber vivido, importa.
De modo que cada muerte te desgarra.
Te encuentras sollozando en la puerta
de tu propia cocina, abrumada
por la pérdida. Y te encuentras sollozando
al pasar frente al indigente con la cabeza
entre las manos, resignado en un escalón
de cemento, justo allí con el carrito de alambre.
Como una película detenida, como un verso
de Vallejo, o el apunte de Leonardo de la mecánica
de un ala. Todo se pausa en el espacio,
una compresión violenta de la significación
en un instante interior de lo insignificante.
Incluso escudriñar las tenues formas
en el borde más lejano; aceptar esa borradura.

 
Shapes

In the longer view it doesn’t matter.
However, it’s that having lived, it matters.
So that every death breaks you apart.
You find yourself weeping at the door
of your own kitchen, overwhelmed
by loss. And you find yourself weeping
as you pass the homeless person
head in hands resigned on a cement
step, the wire basket on wheels right there.
Like stopped film, or a line of Vallejo,
or a sketch of the mechanics of a wing
by Leonardo. All pauses in space,
a violent compression of meaning
in an instant within the meaningless.
Even staring into the dim shapes
at the farthest edge; accepting that blur.

 

Amor

Esta parte de mí devota de ti
no admite nada que la mengüe.
Aunque me disuelvo a cada momento
en algo distinto, te llevo
conmigo, muñeca de circunstancias
que baila como yo cuando yo
me presento, la extraña,
a ti, el extraño. Hablamos
de ellos con premura. Los sacamos
de nuestros pechos y nos
los ofrendamos, los corazones
de cristal, los cuerpos transparentes.

 
Love

This part of myself devoted to you
admits of nothing that falls away.
Although I melt moment by moment
into somthing else, I carry you
with me, a doll of circumtance,
that dances as I do when I
present myself, the stranger,
to you, the stranger. We speak
of them hurriedly. We
take them out of our breasts
and hold them out to each other,
the glass hearts, the transparent bodies.

 

 


1 Gideon es una organización cristiana que tiene por objetivo difundir la palabra bíblica. Es común encontrar ediciones Gideon de la Biblia, baratas y reducidas, generalmente con el Nuevo Testamento más los Salmos o Proverbios, en las habitaciones de hotel de Estados Unidos.

2 En este caso la poeta juega con la palabra piedra (stone), que es también el apellido de su difunto esposo y con el cual ella firmó todos sus libros publicados.

Ana que no murió del Nacimiento que no murió
  de un Tiro que no murió del Machetazo 2003.
  Tomé sus huellas: saladas aguas del Caribe
  salados terrones de Galicia. Á-

Nima ¿Anima el animal? Anima cuatro esquinas.
  Sopla.
  Y el diafragma a punto de romper sus podridas
  costuras de neón. Punta fina la espada y lágrima
  finísima del cielo.

¿Ave que ama el Amor?

 
 
 
Barbaridad el bazo dilatado abierto (al revés)
  al florilegio de la primavera.
Arándanos (antojo de la pubertad): contra la alubia
  contra la amapola contra la azucena contra el agua
  si no es de la alta mar. Vaso roto. Alquimia rota.
Rota la vía. Rumia de los deshechos, ronronear
  en el cerco, en el recinto cero: rubia cabeza paternal
  ausente. San Francisco. Qué
Bar… el barco ebrio. Los chapoteos furiosos
  de las mareas.
Arar en el mismo mar mugriento. Atenazar en la garganta
  un no arcilloso, renegado…
Rueda de la Fortuna. Una rueda dentro de la otra rueda
  dentro
  dentro.

Aquí se hace la luz. Cada píldora un ojo. Cada ojo, un vaso
  lleno de clara revelación.

 
 
 
Cerradura del agua (¿moribunda lustral sinuosa
  descompuesta…?). Cagona, la señora del buey
  cagón el buey; oficio: colocar la simiente. ¿Acaricia

Lenta, lerda en limbo liberdade?

Ay, Amor, en tus alturas, en tus altares… Alergia
  alergia alergia. O

Urna prodigiosa.

Doida (alocada) en la colocación de siete llaves siete
  cordeles siete veces (duvida) en vez de

In-cesto: Virgen y Una Esposa Común, encantada
  en el sueño en Porto Alegre.

Al sur. Al sur. Abierta el agua en profusos manantiales.

 
 
 
Da’wah […] Método de encantación.Letras. Embrollo
  del Islam. ¿Derecha es izquierda? ¿Dar es tomar?
  ¿Descanso es consumación? ¿Desnudez es vergüenza?
  ¿Y quién pregunta? Porque en el podio, Ella es danzar.
  Y frente al muro, danzar. Y todo, en sí, es comienzo. Y

Acoge sin mutilación.
Reivindica sin obstinación.

Saliva promisoria (“santa palabra”, Guayabero) ¿Sal de la
  vida? Mi sangre.

Invocación. Llamada. Afirmada a la tierra (aire viento
  fuego), dar. La clave.

 
 
 
Eco (¿Desgraciada Desengañada Desenfrenada?) entra
  en las grutas y es roca y es espacio… estado     
  pasajero
  que
  (repercute)
  emprende
  la Transformación.

Vaca domada. Tierra dispensadora de la nutrición.
  Negra… (luna) fecunda en la aridez del barrio
  Rajayoga.
  Sacrificado el pan (Santiago!!!), sacrificada la palabra.

Al Sur de los deseos… Dadora, Leche de los Misterios…

  Apareces. Desa
          pa
            re
              ces.  

 
 
 
Faisán en tierra, bate sus alas. Yu el Grande, Ordenador del 
  Mundo, ve y avisará en el trueno.
Arquero. Apunta. Será identificado con su blanco, dice
  La Sabiduría. Otro saber colocará su arco, su carcaj
  en mudables asanas. ¿Es ésa la Felicidad?

Bravo!!! Tras la presentación (la representación: cantando
  como un arpa): infinitas semillas de la risa y el llanto.

Infatigable, como el curso de un río… Ícaro, te prevengo.
  Imán, modelados con tu polvo magnético, estamos,
  estaremos en ti. He ahí la Inteligencia.

Ojo: observarás. Volverás a observar. Los ocho pétalos de 
  un loto acompañan tu curso, los Ocho Guardianes del
  Espacio. El viejo sabio Obatalá, tu Ley.

 
 
* Poemas pertenecientes al libro 26 Tao (Proyecto Literal, 2024).

 

 

 
Félix Suárez, ¿Hubo esta vida o la inventé?, Ediciones del Lirio, México, 2024, 64 pp.

 

 
 
Las primeras dos cosas que noté con profunda conmoción en la poesía de Félix Suárez (Ixtlahuaca, Estado de México, 1961), al leer sus preciosos Jardines abandonados (FOEM, 2022), fue el ejercicio del desprendimiento, la continua despedida y la sabiduría que hay en ello. Luego vino el asombro por la forma, la elegancia y la sutileza, la transparencia y la sencillez con que hilvana sus ideas. Un discurso melancólico, sí, pero también dulce, no exento de ternura, como en una conversación entre amigos: una en la que se dice algo verdaderamente importante y con las palabras justas.

 

Una delicada forma de adulterio

En un buen libro, un libro hondo y rico, uno siempre termina encontrando una gran cantidad de conexiones con otros que hemos leído. En este sentido, Ezequiel Martínez Estrada escribió alguna vez lo siguiente: “Hay aquellos que, mientras leen un libro, recuerdan, comparan y reviven emociones de lecturas anteriores. Esa es una de las más delicadas formas de adulterio”. Un lector, por supuesto, no puede evitarlo: relacionar este libro que tiene en las manos con todos los demás que han venido antes.

Un buen lector lee el libro presente como si estuviese leyendo todos los libros juntos, y en este caso esa lectura me llevó en un viaje por la tradición de esta clase de exploraciones sobre la fatalidad de todo. Recordé de inmediato a los antiguos poetas chinos, quienes se retiraban hacia el final de sus vidas a las aldeas, a despedirse en calma de un mundo siempre extremadamente gravoso para el alma sensible; a los griegos, quienes aceptaban en todo momento la fatalidad del destino, inquebrantable hasta para los mismos dioses, pero contra la que había que luchar, aunque no se pudiera lograr triunfo alguno; a Séneca, quien nos recomendaba de continuo ensayar la despedida, meditar continuamente sobre la muerte y que nos dice cosas como éstas: “Para esto fuiste engendrado: para perder, para perecer, para tener esperanza y temores, inquietar a otros y a ti mismo, para tener miedo a la muerte y a la vez desearla y, lo peor de todo, no saber nunca en qué situación te hallas” (Consolación a Marcia); recordé a Ennio, quien en voz de Telamón, al perder a su hijo Áyax, dice: “Yo, cuando lo engendré, sabía que tenía que morir. Y para eso lo crié”; llegué al Willy Loman de Arthur Miller, que aseveraba que “La vida se trata de ir perdiendo cosas” y que muere un día antes de pagar la última letra de su casa. Al leer esa dura sección del libro que es “Luz de quirófano”, arribé a la primera página de las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, y recordé cómo el emperador se siente vulnerable, desnudo frente al médico y escribe: “Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre”, y poco más adelante: “he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos”; luego llego a Jim Moore, el gran poeta estadounidense que se ha estado despidiendo de la vida desde que tenía cerca de 30 años y no obstante sigue entre nosotros; a Philip Larkin, paralizado de terror al vacío al despertar una madrugada y recordar que ha de morir…

¿Hubo esta vida o la inventé? es un libro estoico, un eco de aquel tema frecuente en la poesía china y japonesa: “¿Qué es la vida del hombre en la tierra? Es como un ganso en la nieve. En un momento el ganso desaparece, luego sus huellas, y nadie sabe qué fue de ellos”. Es un libro que evoca a Ozymandias, al budismo, al Eclesiastés, pero también es un libro que no provoca sólo desasosiego, sino una actitud meditativa, serena, una que nos pide pensar nosotros mismos sobre estos asuntos esenciales de la experiencia humana, en nuestros propios términos.

 

La épica de la derrota

Quisiera abordar algo que me parece de suma importancia sobre esto último, es decir, sobre la contribución de este poeta contemporáneo al cúmulo de la experiencia humana. En la p. 69 de Los jardines abandonados, Suárez habla de la “épica de la derrota”:

Me pregunto cómo, de qué retorcido modo, la conciencia de la derrota se convierte, por un efecto contrario, en una de las formas espurias del heroísmo, a tal punto que puede provocarnos un inocultable orgullo. ¿No será acaso que la derrota es en sí misma también una de las formas menos exploradas de la épica: la épica de la derrota? Cómo explicar, si no es así, nuestra ancestral admiración por Héctor, el domador de caballos, y el secreto repudio que sentimos hacia las victoriosas armas de Aquiles.

Aun cuando en cierto momento de este libro el autor escribe: “Me he puesto viejo, no entiendo nada”, en realidad ha estado labrando, junto a muchos otros a lo largo de la historia, esa épica de la pérdida en la que no hay oprobio alguno: una sabiduría de la aceptación de nuestro destino, de esa certeza de que todo lo que llamamos nuestro está perdido de antemano. Una sabiduría que, aunque pareciera dura, es en realidad una invitación a celebrar no sólo nuestro tesoro presente: el presente, sino también nuestros tesoros pasados, en los cuales, por qué no, se han de incluir las pérdidas convertidas en recuerdos: esas imágenes que vamos transformando según nuestros propios anhelos, esperanzas y nostalgias, y que constituyen las piezas de una vida que quizá nos hemos ido inventando. Ante esta certeza, o duda razonable al menos, llega un momento en el que tenemos que preguntarnos también, junto con Adélia Prado, quien aporta el epígrafe del libro de Félix Suárez: ¿Hubo esta vida o la inventé?

 

 
¿Para qué subrayar libros
cuando eres viejo?
El que subraya
cuenta con regresar
y tú a estas alturas
de cada página leída te despides.
Ahórrate el fastidio
de resaltar una palabra o un párrafo.
En vez de frases suculentas
retén de cada libro
algo que no se pueda subrayar.
De bellas frases se hacen páginas,
no libros. Ahí está el cetáceo,
el gran herbívoro del mar,
que absorbe sin querer
el plancton que lo nutre.
Si hambre tiene, es de profundidad,
por eso viaja a lo más hondo como nadie.
Aprende de él y absorbe tú también
el plancton de los libros.

 
 
Miro en un libro unas fotos
de casas muy pequeñas,
con alcobas diminutas,

escaleritas de madera
y claraboyas en el techo
por las que penetra

una luz de cuento.
Casas con todo a la vista
con sólo abrir la puerta,

sin rincones ocultos
en donde pudiera anidar
un oscuro huésped.

Casas para que dos se quieran
con la mirada limpia
y enlazadas las manos.

Pero una noche de viento
una rama que roza los vidrios
anuncia que el bosque está afuera,

y los dos, que no olían,
ahora huelen, y el olor, ese huésped
extraño, enemista sus manos.

Las ramas oprimen los vidrios
con un rasguño feroz que no cesa
y los dos han dejado

de mirarse a los ojos,
dejando a las manos que busquen
secretos del otro guardados.

 
 
No entiendo al Espíritu Santo,
con todo respeto no sé qué es y qué hace
en medio del Padre y del Hijo,
como si éstos sin él
fueran un padre y un hijo cualquiera.

Nunca he entendido a ese señor inmaterial
y de apellido grave,
el Espíritu Santo,
que le robó su puesto a la Virgen María,
tan dulce y necesaria.

Lo retratan como una paloma,
a falta de una caracterización más precisa.
Ahí estaba la Virgen muy puesta,
más clara que una gota
y más pura que la llama.

Yo soy ateo desde los doce
por culpa del Espíritu Santo,
como creo que casi todos los ateos.
Pongan a la Virgen dulcísima
y podemos sentarnos a hablar.

Me imagino al Hijo preguntarle
al Padre: ¿quién es éste?
Es el Espíritu Santo, hijo.
Para qué sirve, pregunta Cristo.
Y el Padre se lo lleva aparte:

Habla en voz baja, que se ofende.
Ahora te explico. Hazte cuenta
que yo soy el fuego
y tú eres la madera.
Falta el cerillo. ¿Me comprendes?

¡Ah!, dice Cristo, en verdad
no lo había pensado.
La chispa del arranque, acota
el Padre, y se miran y exclaman:
¡El Espíritu Santo!

 
 
Le digo a R que vayamos al café,
pero me dice que está cansado.
Le digo descansarás mejor
con una taza de café
y él dice okey, que me adelante,
y al doblar la esquina veo venir a D y a G.
Vamos al café, les digo,
R nos va a alcanzar ahí;
ese café es ruidoso, dice D,
yo objeto que a media tarde no va nadie
y sirven unos pasteles regios,
y G: sus mesas se tambalean
y hacen que se derrame el té,
y yo: es peor que se derrame el tiempo,
la vida se termina;
te alcanzaremos, prometen D y G,
y lo mismo dice K
cuando lo encuentro en la siguiente esquina;
opina que ese café es muy caro
y le digo que yo invito,
que irá R y nos alcanzarán D y G,
que la vida se termina y se derrama el tiempo
y habrá pasteles para todos,
y K: ve tú a abrir camino, yo no tardo,
y voy al café a esperarlos,
al cansado de R y al delicado de D,
al quisquilloso de G y al tacaño de K.
Me sirven un pastel muy malo, se me derrama
el té en la mesa, pago una cuenta
exorbitante y me retiro,
plantado por mis muertos
en un café semivacío.

 
 
Yo soy el río de Heráclito
y aparezco en todas las guías turísticas de Grecia.
Hileras de bañistas se forman para entrar en mis aguas.
Se quedan un minuto exacto
y les dan una toalla para que se sequen.
Por razones de higiene hay un letrero que reza:
Prohibido secarse dos veces con la misma toalla.

 
 
Qué hermoso calcetín
que quedó solo,
he buscado y rebuscado
y no encuentro su par,
y cuanto menos lo encuentro,
más hermoso me parece.
Lo pongo a lavar
como una prenda más
y creo que me agradece
que no lo aparte del resto
(ha de ser triste quedarse seco
mientras los otros van
a darse un chapuzón),
y en el cajón que se llenó de nuevo
hundo otra vez mis manos,
a ver si ahora tengo suerte,
y si de casualidad
el par se recompone
(sucede entre los calcetines),
tendré cuidado, a la hora de ponerlos,
de estirarlos bien
y me pondré unos pantalones cortos
para que no haya duda de que salí a lucirlos.

 

* Poemas pertenecientes a Canción segunda (Ediciones Era, 2025).

 

 

 
Versión al español de Giorgio Lavezzaro.

 
Traducir es escribir. Cualquier traductor literario te lo diría. Aviso: si le preguntas a cualquier traductor literario “Entonces, ¿también escribes o sólo traduces?” probablemente se pondrá un poco a la defensiva. Verás, a muchos de nosotros nos amarga la insinuación de que la producción de obra “original” (lo que sea que signifique) es invariablemente la meta, el estándar, la aspiración más elevada; que la traducción, en comparación, es un ejercicio, un oficio de segunda mano, un arte provisional.

Hay otras preguntas que nos hacen retorcernos. Aquí hay un ejemplo personal, como alguien que dedica la mayor parte de sus horas de vigilia a traducir pero que también escribe poemas “nuevos”: me preguntan de vez en cuando si mi trabajo como traductora afecta mi poesía. Y siempre me pone nerviosa y digo que sí, porque creo que siento que sucede. Siento que las puertas de mi lengua se entreabren de a poco por las voces y estilos a los que estoy expuesta mientras traduzco. Siento que me incitan, que despiertan mis sentidos, que me mantienen en sintonía con la pura materialidad de las palabras. Pero ¿más allá de esto? ¿Más allá de una sensación? No me retuerzo porque encuentre la pregunta insípida, sino porque simplemente no estoy segura de cómo responderla.

Algo hace un ruido leve debajo de la superficie de estas preguntas. Al tratar de entender la relación entre escritura y traducción, al tratar de probar (con curiosidad o suspicacia, con reverencia o desdeño) dónde termina una y comienza la otra, nos topamos rápidamente con un par de asunciones viejas y persistentes:

¿Acaso un escritor no aspira a ser original?

¿Acaso un traductor no aspira a ser invisible?

*

No voy a lazar una disquisición sobre la originalidad y la invisibilidad.  En lugar de ello, quiero hablar sobre una poeta y traductora cuyo trabajo explora estos asuntos con vitalidad y rigor.

Adeeba Shahid Talukder traduce del urdu al inglés y es la autora del poemario Shahr-e-jaanaan: The City of the Beloved. Ella está intrigada, me cuenta, por el tropo de la “buena traducción” como una en la que el traductor se esfuma por completo. Es un concepto en sí mismo ingrato y adquiere formas concretamente problemáticas al traducir del urdu: “En la mayor parte de la poesía clásica urdu cada imagen, metáfora y pensamiento pertenecen a un mundo”, explica Adeeba, y resulta intraducible más allá de él.

La idea y la práctica de la transcreación resulta esencial para su trabajo como traductora y poeta. Ella encontró inspiración en The Rebel Silhouette, las traducciones de Agha Shahid Ali del poeta paquistaní Faiz Ahmed Faiz. Estas traducciones son transcreativas en el sentido de que, en las palabras de Adeeba, “Shahid acompaña a veces lo literal con una especie de explicación o exploración del verso, en el que se le facilita al lector una idea en lugar de darle el significado literal de las palabras y dejarle que arme las piezas”.

Adeeba se sintió inspirada por este enfoque y empezó a incorporarlo en su propia poesía “usando la traducción como un vehículo para la creación de nuevos poemas”. Descubrió que su obra, que abreva de leyendas árabes, persas y sudasiáticas era malentendida a menudo. En su poemario Shahr-e-jaanaan: The City of the Beloved, toma un nuevo camino: “intento empezar el trabajo de traducción del contexto mismo… creé un libro en el que se asumen las normas del ghazal y cuyos poemas usaban sus imágenes, metáforas y tropos en lugar de los que hay en el canon inglés”.

También incorpora versos específicos de texto traducido en sus poemas: no como referencias, no como meros guiños intertextuales, sino como material con el que trabajar, reconfigurar, transformar, para hacerlo nuevo. Por ejemplo, tomó un verso de Mirza Ghalib, poeta del siglo XIX, y lo tradujo directamente al inicio. El amante en forma de ghazal le habla a su amada:

  A sigh needs a lifetime to take effect;
who will live until your curls are conquered?

   [Un suspiro necesita el tiempo de una vida para que haga efecto;
¿quién vivirá hasta que tus rizos sean conquistados?]1

“Cuando escuché por primera vez estos versos me dejaron perpleja”, dice Adeeba. “¿Qué podría significar para un rizo ser conquistado y por qué alguien querría hacerlo?” En seguida, escribió un poema que representa al amante ghazal como un hombre que hace gala “de adorar la belleza y a las mujeres hermosas, pero que en última instancia busca dominarlas, que las ve como ídolos que hay que derribar”. Cito por extenso a Adeeba cuando desentraña su proceso:

El título de mi poema “Ah!” es la primera palabra del verso de Ghalib (“ah ko chaahiye”) y se traduce como sigh”. Uso palabras traducidas del verso original para construir un hogar en el que caminar:

Longing, air-spent
travels the length of age, then receives
a faint reply:
You have conquered a curl, at last.

[Anhelante, el aire apagado
viaja a lo largo de la vida, luego recibe
una débil respuesta:
Has conquistado un rizo, al fin.]

Los bucles de los rizos de la amada son una metáfora de su misterio, complejidad e inasequibilidad. Hay capas por deshacer, secretos por desvelar. En urdu el verbo sar hona, o ‘ser conquistado’, puede también significar ser ascendido a la cima, como en español. En “Ah!”, me imagino entonces al amante trepando por las trenzas de la amada y, claro, el trasfondo es sexual:

Long,
how long I’ve traveled your tresses,

their black thick as night
forest of tangled twisting thoughts:
hip to waist,
along the length of the back
to the neck—made of softest light—

[Tiempo,
cuánto tiempo he viajado por tus trenzas,
su oscuro espesor como la noche
bosque de ideas enmarañadas y torcidas:
de la cadera a la cintura,
a lo largo de toda la espalda
hasta el cuello —hecho de la más suave luz—]

Termino el poema con un retrato débil del amante que solo tiene un éxito moderado en su ridícula tarea, burlándome del concepto del verso mismo:

but before I could reach your temple’s summit,
my breath collapsed.

I fell, clutching just a lock of your hair.

[pero antes de que pudiera alcanzar la cima de tu templo,
mi aliento colapsó.

Caí asiéndome apenas de un bucle de tu pelo.]2

En este caso, uso temple para sugerir que la adoración y la conquista están entrelazados, que de hecho son dos caras de la misma moneda. Aquí, el suspiro, el aliento, resulta demasiado corto, demasiado insustancial para soportar al amante en la escalada por las trenzas de la amada. Se sumerge en la muerte habiendo derrochado su vida en una búsqueda banal.

El poema de Adeeba existe gracias a la traducción. Y la traducción existe, sólo puede existir, gracias a la creación. Ambos son originales. Ninguno es invisible.

*

Tanto escribir como traducir implican la búsqueda de la libertad dentro de límites. Quizás las restricciones son más obvias cuando se trata de traducir, porque ya hay unas cuantas palabras delante de ti, una forma, un pulso, un lugar, un tiempo. Pero escribimos, también, en respuesta a los que sean los términos de involucramiento que nos han enseñado.

Lo que encuentro tan contundente sobre la forma de transcreación de Adeeba es que explora y desafía constantemente los términos en sí. Escribe sus poemas en lengua inglesa, pero los construye afuera de los parámetros del canon inglés. Al extraer de la poesía urdu y persa, se involucra en la traducción como manantial y aliada, no como estasis o borradura.

Uso palabras traducidas del verso original para construir un hogar en el que caminar.

Eso me suena a libertad.

 

 


1 La versión al español es mía, uso la traducción de palabras traducidas para construir una casa en la que otros puedan caminar. [N. del T.]

2 Uso, también yo, la palabra templo porque es tan sugestivo como el temple inglés que sugiere adoración y conquista. En cambio, prefiero bucle en lugar de mechón porque lock no sólo puede significar “mechón”, sino “cerradura”, y en un juego de conquista fallido, que se escala por los rizos y se llega a la cima del templo y se cae, de pronto tengo la sensación de que el conquistador aferrado sí, al pelo, pero también a la cerradura que no logró abrir. Pero aferrarse a la cerradura es no dejarla ir, un, quizá, intentarlo de nuevo. La idea del bucle me parece que condena al conquistador a la caída y la repetición, en la escalada de los rizos que no puede conquistar. [N. del T.]

 
Versión al español de Aurelio Major

 

Portadilla de la primera edición del Zohar, Mantua, 1558.


 
El 12 de diciembre de 1665, sábado por la mañana, un rabino maniacodepresivo de Esmirna, de cuarenta años y con cara de lechuza, llamado Sabetai Sebí —el cual había estado en el meollo de una grave agitación religiosa en varias comunidades judías otomanas el decenio precedente—, se dirigió a la sinagoga portuguesa de su ciudad natal con una turba de unos quinientos seguidores. El rabino estaba furioso, pues sus órdenes de expulsar a uno de los miembros más estimados de la sinagoga habían sido desacatadas por los ancianos de la comunidad. Temerosa de la multitud, la congregación atrancó las puertas de la sinagoga, por lo que Sabetai Sebí mandó traer un hacha para entrar por la fuerza.

Sebí, que no se distinguía por su intelecto, pero sí por su mala fama, procedió a leer de una versión impresa de la Escritura —una transgresión grave, ya que la ley judía sólo permitía leer de un rollo durante el oficio— y entonces, en un gesto concebido “para confundir a Satanás” y dispersar los poderes malignos a su alrededor, “se ahuecó las manos, se las llevó a la boca y trompeteó en la dirección de los cuatro vientos”. Era, anunció, “el momento de trabajar para el Señor”. El derribo de la puerta, explicó, constituía —en “su profundo misterio”— el aplastamiento de las kelipot y comenzó a injuriar a varios rabinos antagónicos, comparando a sus predecesores y a ellos con determinados animales: éste era un camello y ése un cerdo; aquel otro era un conejo, etcétera; y todos debían comer la carne de los animales que personificaban. Terminado su descabellado sermón, se acercó al Arca de la Ley, tomó en sus brazos el rollo de la Torá y comenzó a cantar —para los que lo conocieron con una voz encantadora— una vieja balada en ladino sobre una joven llamada Meliselda. Tomada de un contexto secular español y otomano, la canción era muy popular entre los judíos ibéricos exiliados en Turquía; y, así como Yisrael Najara había trasplantado las canciones de amor seculares turcas a la tierra del verso devocional, para Sabetai Sebí la balada adoptaba inferencias místicas. La versión abreviada del poema que Sabetai parece haber cantado cuenta cómo el hablante se encontró con la hermosa hija del emperador en una ribera. En versiones más largas del poema queda claro que el amante yace con la hija en la ribera donde se encuentran. Para Sebí, señala Gershom Scholem, el poema era “una alegoría mística de sí mismo”. Meliselda era la Torá —la enseñanza, “la dama más encantadora”, como dijo una vez explícitamente— y él era el prometido que salía de sus aposentos para participar en las nupcias sagradas y consumar su matrimonio con la Shejiná y el libro de instrucciones sacras.

Aquél no fue para Sabetai Sebí su primer abrazo excéntrico. Unos diez años antes, tras haber sido expulsado de las comunidades judías de Jerusalén y Esmirna por diversos delitos de blasfemia, entre ellos el haber pronunciado el Inefable Nombre de Dios y abolir los días de ayuno, se trasladó a Salónica y otras ciudades otomanas. Allí despertó tanto la ira como el interés con sus “extrañas acciones”. En una ocasión invitó a los principales dignatarios judíos de un pueblo a un banquete en el que ofició una ceremonia nupcial íntegra entre él y un rollo de la Torá. En otra ocasión se presentó en público con un gran pescado que había envuelto como a un niño y puso en una cuna (indicando con ello que la redención de Israel llegaría a su debido tiempo bajo el signo de Piscis). Y más de una vez reconfiguró arbitrariamente el calendario judío, al trasladar las festividades de otoño, primavera y verano de los peregrinos (Sucot, Pascua y Shavuot) a una sola semana y cambiar el shabat a un lunes. Por las más flagrantes transgresiones fue azotado reiteradamente.

Mientras tanto, de vuelta en Esmirna, tras entonar y explicar al estilo cabalístico (con referencia al Cantar de los Cantares) la canción de Meliselda, el propio Sebí se reveló entonces “en términos claros e inequívocos como el Ungido del Dios de Jacob y el Redentor de Israel”. Es decir, era el Mesías, al menos en su opinión, y dividió entonces los reinos del mundo entre sus seguidores, nombró virreyes en Roma y Constantinopla y confirió a todos ellos peculiares títulos reales a menudo basados en la Biblia.

Tampoco era reciente su convicción de ser él mismo el ungido. Tuvo una vívida conciencia mesiánica de su vocación desde 1648, cuando se proclamó redentor. (Se dio la circunstancia de que ese año el Zohar prometía la resurrección de los muertos). Sin embargo, poca atención se prestó a Sebí a sus veintidós años de edad, y la declaración sólo se tuvo (como el episodio del pescado) por otra prueba evidente de su enajenamiento. Parece que repitió la reivindicación mesiánica en 1658.

Hacia 1662 Sebí ya se había establecido en Jerusalén y fue entonces cuando llamó la atención de un joven estudiante talmúdico de talento y muy creativo llamado Abraham Natán Ashkenazi (el cual pronto fue llamado simplemente Natán de Gaza). Transcurridos algunos años, mientras Sebí estaba de misión en Egipto, Natán estaba en pleno ayuno prolongado —ya de vuelta a Gaza e inmerso en el solitario estudio de la Cábala luriánica— y se había aislado “en una habitación apartada, en santidad y pureza”, cuando, según cuenta, el espíritu se apoderó de él, se le pusieron los pelos de punta, le temblaron las rodillas y “contempló la Merkabá [el carro divino] […] y le fue concedida la verdadera profecía”, cuya esencia era que Sabetai Sebí era el Redentor de Israel y que un día se proclamaría a sí mismo el Mesías. La visión duró veinticuatro horas y se dijo que había conferido a Natán poderes sagrados y curativos —entre ellos la capacidad de diagnóstico clarividente— del tipo que había desplegado Luria. Al parecer la noticia de la iluminación de Natán (si bien no el contenido de su visión) llegaron a oídos de Sebí, quien viajó a Gaza “para encontrar la paz de su alma”, es decir, para librarse del círculo vicioso de la psicosis. Natán, a quien Scholem en su magistral biografía de Sabetai Sebí compara con Juan el Bautista y con Pablo (los paralelismos entre Sebí y Jesús también son relevantes en esta historia), intentó durante varios meses convencer a un escéptico o al menos reacio Sabetai sobre la verdad de su vocación mesiánica. Finalmente, durante la vigilia de medianoche de Shavuot en 1665, Natán —en un trance y de nuevo tras haberse recuperado— hizo pública su convicción de que Sabetai Sebí era “digno de ser rey de Israel”.

A estas alturas, la idea al parecer arraigó en el propio Sebí y comenzó a descubrir las confirmaciones místicas de su unción en las lecturas numerológicas de las Escrituras, al interpretar, por ejemplo, “el espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas” del Génesis como “el espíritu de Sabetai Sebí” se movía sobre las aguas, puesto que las referidas palabras eran numerológicamente equivalentes. También hizo hincapié en el hecho —grabándolo en el anillo que llevaba— de que la ortografía íntegra de “Shadday” (como en El Shadday, o Dios Todopoderoso) y “Sabetai Sebí” eran, en la gematría, intercambiables. Es decir, Sabetai Sebí sustituyó su propio nombre por el de Dios. Asimismo, añadió a su firma el signo de una serpiente torcida (es decir, subversiva), pues el valor numerológico de la “serpiente” sagrada y del “Mesías” es el mismo. Fue una digna insignia para el hombre que llegaría a ser tenido por un “santo pecador”. En una de las muchas crueles réplicas —entre ellas toda una colección de poesía compuesta para burlarse de sus seguidores— los opositores de Sebí señalaron que “Sabetai Sebí” y ruaj sheker (el espíritu del fraude) también son numerológicamente idénticos.

Sabetai Sebí viajó luego a Jerusalén y a la capital de los cabalistas, Safed, y de allí a Alepo para regresar a su ciudad natal de Esmirna. Las frenéticas multitudes judías se apresuraban a saludar al nuevo y, sin duda, temperamental Mesías.

Al alentar el espíritu de Sabetai y producir sin tregua tratados que interpretaban sus extravagancias en clave mística, el propio Natán se transformó al cabo en el profeta y empresario esotérico de este nuevo movimiento herético. (Sabetai, por otra parte, no escribió casi nada y no legó, afirma Scholem, ni una sola frase memorable, salvo quizás la inolvidable interpretación de “Meliselda” y una o dos cartas ocasionales; asimismo dictó o contó algunas experiencias visionarias que fueron luego refundidas por escrito).

Hasta aquí los antecedentes: transcurridas las semanas y meses de su proclamación decembrina en la sinagoga, Sabetai amplió el alcance de sus acciones antinómicas (y patentemente reformistas): abolía los ayunos adicionales, convocaba a las mujeres a la Torá, permitía que ellas y los hombres bailaran juntos, ofrendaba un sacrificio y luego comía —como lo había hecho antes— la grasa prohibida y ya muy (sexualmente) simbólica del cordero inmolado. Este último acto iba acompañado, como muchos de los otros, por la bendición “Bendito seas tú, oh Dios, que permites lo prohibido [matir isurim]”, una variación de la tradicional oración matutina matir asurim (que libera al cautivo). Como Mesías, había venido a remover el pecado de Adán y para ello tenía que descender a las kelipot, al reino del mal y la transgresión.

Por raro que parezca, esta última permutación de la posibilidad cabalística era absolutamente real para los implicados, estuvieran a favor o en contra del nuevo Mesías, y la unción de Sabetai satisfizo una necesidad profundamente arraigada en las comunidades política y espiritualmente sitiadas en todo el orbe judío. El movimiento se dirigió en primer lugar, y con singular intensidad, a lo que Scholem caracterizó como “el infeliz dualismo de la mente marrana”, es decir, a los muchos súbditos judíos otomanos que descendían de conversos y habían vivido durante mucho tiempo con una profunda y lúgubre conciencia de la dualidad. (Idel llama a Sabetai “el mesías melancólico”). La historia del rápido desarrollo y la definitiva disolución de lo que acabó siendo el mayor movimiento mesiánico del judaísmo desde los tiempos de Jesús y la “primera revuelta grave en el judaísmo desde la Edad Media” es, por supuesto, larga y compleja. Baste decir que el poder del movimiento fue de tal magnitud que un tercio de los judíos del mundo se rindió al frenesí de la creencia en el magnetismo místico del Sabetai Sebí, un individuo para el cual la nueva Ley era la de su propia personalidad. A medida que las leyendas y los milagros comenzaron a acompañar a Sabetai (los pilares de fuego, la aparición de Elías, el cruce de muros, etcétera), el evangelio rebelde se viralizó y prorrumpió en las redes comunales del judaísmo exiliado hasta las comunidades de Asia Menor y Grecia, entre ellas las del Peloponeso y las islas del Egeo; luego, asombrosamente, se extendió a Holanda, Inglaterra e incluso a las Indias Occidentales; y finalmente se diseminó por toda Italia, Alemania, Austria, Polonia, Ucrania, Marruecos, Egipto, Yemen y Persia. Al cabo de dos años culminó con la conversión de Sabetai (bajo amenaza de ejecución) al islam, lo cual a su vez dio lugar a lo que Scholem definió como “la doctrina fundamental del sabetaísmo, a saber, que la apostasía del Sabetai Sebí era un misterio sagrado”.

El corazón de ese misterio es la supremacía de la fe pura como valor religioso último, en lugar de la observancia de la Ley. Además, la transgresión deliberada y cada vez más flagrante de esa Ley —“caminos torcidos” en los que, en ocasiones, cabía el incesto y otros comportamientos muy discutibles— se convirtió en marca de esa fe y en un medio para propiciar la unificación de los mundos superiores. Todo ello, por supuesto, se consumaba, según los sabeteos y Natán, sobre sólidas bases teológicas y a la manera de los nobles predecesores bíblicos de la transgresión, los que establecieron la línea davídica (es decir, mesiánica): Judá y Tamar, Booz y Rut, David y Betsabé. Al margen de ese legado, el ardid al descender con el fin de ascender era conocido por las historias de Moisés en Egipto y Ester en la foránea corte persa.

Entre los sabeteos, la dualidad marrana devino una consciente duplicidad aún más complicada y nos legó la imagen de Sabetai Mehemed Sebí, como llegó a llamarse tras su apostasía, tributando sus rezos musulmanes mientras lleva filacterias o sentado con la Torá en una mano y el Corán en la otra. Así lo cuenta un testigo contemporáneo: “A veces rezaba y se comportaba como un judío y, a veces, como un musulmán, y hacía cosas raras”. Y así un erudito resume la situación: “Los últimos diez años de su vida pueden ser entendidos como un prolongado esfuerzo […] para demostrarse a sí mismo y al mundo que las dos identidades de judío y musulmán pueden fusionarse en un solo ser humano”. Sea como fuere, se amplió el círculo de apóstatas de su entorno. Amirah —como lo llamaban sus seguidores, un acrónimo de las palabras hebreas que significan “Nuestro Señor y Rey, que su majestad sea exaltada” y un nombre que recuerda la palabra árabe amir (“emir”)— gozó de la protección e incluso de lo que pareció el afecto del sultán turco. Tras su conversión ante la corte del sultán en Adrianópolis, recibió visitantes de todos los confines, predicó en las sinagogas (a menudo alentaba la conversión y, al menos en una ocasión, leyó del Corán) y en general disfrutaba de libertad de movimiento. “Podemos imaginarlo fácilmente —escribe Scholem sobre el misticismo erótico de Sebí en sus últimos años— vestido con filacterias, cantando salmos y rodeado de mujeres y vino”.

En 1672, sin embargo, la situación cambió. Oficiales turcos, (al parecer) sobornados por los poderes rabínicos, detuvieron a Sabetai por blasfemia, fue encarcelado y al cabo exiliado a Albania, donde continuó en comunicación con sus creyentes y sujeto a períodos de iluminación. Sabetai Sebí murió (o, como sostuvieron sus creyentes, se ocultó) el Día de la Expiación de 1676, a los diez años de su apostasía y unos meses después de su quincuagésimo cumpleaños. Natán vivió en Sofía otros cuatro años y luego, al parecer de camino a Turquía, fiel hasta el final, murió en Macedonia.

*

Aunque en el movimiento muchos “creyentes” —como los seguidores de Sabetai se llamaban entre ellos, a diferencia de los “infieles”— volvieron al judaísmo normativo tras la apostasía y otros siguieron siendo firmemente judíos que habían depositado su fe en Sebí el Mesías, una pequeña proporción se convirtió al ambiguo tipo de islam que Sabetai profesó tras su conversión. Los creyentes se refirieron a esta adopción del islam como un tikún cabalístico (a la luz de Isaías 28:21: “Para hacer su obra, su extraña obra: y para hacer su operación, su extraña operación”). A la larga, y no mucho después de la conversión en masa de entre doscientas y trescientas familias en Salónica en 1683 —grupos más pequeños siguieron su ejemplo en Adrianópolis, Constantinopla y otras ciudades—, estos nuevos conversos, o dönmeh (apóstatas), como los llamaron los turcos, comenzaron a adoptar las características de una secta. Surgieron varias ramas de dönmeh y los miembros de la secta desarrollaron una compleja doble vida de “marranos voluntarios”, que vivían “en la intersección de la Cábala con el sufismo”. Rendían culto en las mezquitas como musulmanes practicantes, a veces peregrinaban a La Meca, parecían mantener vínculos estrechos con determinados movimientos sufíes y hablaban en turco mientras adoptaban nombres turcos en todos sus tratos con el mundo exterior. Al mismo tiempo, con sus compañeros dönmeh hablaban judeoespañol (ladino), empleaban nombres hebreos secretos, prohibían los matrimonios mixtos con musulmanes, mantenían sinagogas en casas de aspecto ordinario en los barrios de la secta y observaban sus propias fiestas sabeteas, aunque sólo en vísperas de un festival, a fin de no perturbar el horario de actividad “normal” y llamar la atención.

En medio de toda esta disimulación también se ocultó ansiosamente la literatura de los dönmeh. Conscientes de la amarga experiencia de sus predecesores con el judaísmo normativo y con las autoridades turcas, e inducidos por una conciencia influida por el sufismo de la importancia teológica de su dualidad, la secta, a un tiempo fanática y tolerante, insular y abierta, logró que su literatura no llegara a nadie fuera de su círculo durante casi doscientos cincuenta años. Sin embargo, en la primera mitad del siglo XX, cada vez más miembros de la secta comenzaron a asimilarse a la sociedad secular turca y, sobre todo, después del intercambio de población entre Grecia y Turquía en 1923 (que trasladó a los criptojudíos de Salónica a Esmirna al año siguiente) algunos dönmeh comenzaron a legar artículos religiosos de sus familias a amigos judíos de esas dos ciudades. Algunos de ellos, a su vez, acabaron en manos de eruditos. Así es como en la década de 1940 salieron a la luz dos manuscritos de himnos dönmeh en judeoespañol (el mayor de los cuales fue publicado en 1948, anotado por Gershom Scholem y con excelentes traducciones al hebreo de Moshe Attias). En los ochenta se identificó un manuscrito que contenía aún más himnos en una colección de la Universidad de Harvard y, desde entonces, han aparecido otros dos. Como resultado de todos estos descubrimientos, actualmente se tienen a mano más de mil doscientos himnos dönmeh, plasmaciones literarias cabales de “una teología del judaísmo sin precedentes”.

Los himnarios mismos son compactos (por lo que podían ocultarse fácilmente) y sorprende cuánto se asemejan a los manuscritos turcos otomanos, con caracteres hebreos sueltos que parecen letras árabes caligrafiadas. Aunque en general los himnos están escritos en ladino, el componente hebreo es tan llamativo que los eruditos afirman que han sido redactados en una mezcla de hebreo y judeoespañol. Las extrañas ortografías fonéticas de las palabras y frases hebreas indican que, cuando se copiaron los manuscritos (en la segunda mitad del siglo XVIII, transcurridos cincuenta años de la composición de los primeros del conjunto), la comunidad ya se había distanciado del hebreo y en realidad ya no conocía el idioma. En las colecciones, que probablemente eran himnarios familiares, se emplean dos formas en general: cuartetos rimados con un estribillo o coplas en versículos que emplean la repetición: estrategias ambas que facilitan la memorización y la recitación. El contenido de los himnos suele ser muy abstruso (en parte por la codificación del lenguaje, así como por la dificultad en el desciframiento de la ortografía y la terminología extrañas). De hecho, un especialista en el material los califica como los poemas acaso más esotéricos de la historia de la literatura judía. Sea como fuere, estaban sin duda destinados a transmitir el legado sabeteísta —su contenido, sus creencias y su pasión— y no eran, señala Attias, “poesía popular”, sino la expresión literaria de los “pastores espirituales” del movimiento.

Son especialmente fascinantes e incluso inquietantes los poemas que traman las tradiciones judías y musulmanas en el tejido mismo del verso. La influencia sufí en el movimiento sabeteo parece haber sido directa. Hay indicios de que, mientras visitaba Constantinopla, el propio Sabetai Sebí se alojó en el monasterio de uno de los principales poetas sufíes de la época, Mehmed an-Niyazi; y los dönmeh de Salónica, en particular, parecen haber mantenido contacto regular con sus pares sufíes (sobre todo con la orden bektashi, que engendró al mayor poeta medieval de Turquía, Yunus Emre, y la cual asimiló sin reparos elementos preislámicos, heréticos y cristianos). Como es sabido, la práctica sufí de la disimulación (takiye: la presentación de un exterior “normativo” para ocultar la práctica radical y la vida privada) era fundamental en la comunidad dönmeh. Es muy probable que, como resultado de los diversos y abundantes contactos, aspectos específicos del rito sufí se abrieran paso a los himnos dönmeh. Por ejemplo, los aspectos musicales y conceptuales de los vespertinos conciertos espirituales sufíes de los viernes (samá), así como la ceremonia del dhikr, corazón de la práctica ritual sufí, hallan su eco evidente en algunos de los himnos (véase, por ejemplo, el estribillo de “El gazal de bien”, más abajo: “No hay más Dios sino Él”). También se presentan gazales místicos, al estilo de Hafez, y poemas que adrede parecen confundir sentidos religiosos (como en Abenarabi), así como el deseo profano y el sagrado (como en “Meliselda”). Toda la cuestión del erotismo dönmeh ha despertado un profundo interés a medida que se difundieron rumores sobre las costumbres libertinas y los rituales de intercambio de esposas en la secta. Scholem comenta que con toda probabilidad las acusaciones se basen en la verdad, y algunos de los poemas a continuación parecen aludir de un modo algo codificado a esta práctica, a la que se denominaba “el apagado de las luces”, la cual tenía lugar en la Fiesta de los Corderos, un festival que marca el comienzo de la primavera.

A pesar de todo su sincretismo y subversión, el sabetaísmo, escribe Scholem, siguió siendo “un fenómeno específicamente judío hasta el final […] [Y], bajo la superficie de la anarquía, el antinomismo y la negación catastrófica —continúa—, estaban en juego poderosos impulsos constructivos”. Impulsos de esta especie fluyen por estos poemas de tranquila potencia, los cuales constituyen uno de los frutos más sorprendentes de este movimiento rematadamente extravagante que, desde su herejía, encerraba las semillas de la vida judía moderna.

 

Meliselda

Ascendí hasta la montaña
y bajando llegué al río
y me fijé en Meliselda,
la hija del Imperante.

Miré a esa hermosa doncella
emergiendo de las aguas:
sus cejas, arcos de noche,
su faz, un sable de luz,

sus labios, rojos corales,
su piel cual la leche, blanca.

 

He encontrado la dicha

Ya la hora es buena
cuando la luz se anida,
 entre la oscuridad
   he encontrado la dicha.

Y aquí es donde cayó
la letra de la vida,
 y con esa fortuna
   he encontrado la dicha.

Sin duda en el amor
y el temor he tomado,
 como dijo el maestro:
   he encontrado la dicha.

Para el alma en su anhelo
un indicio es bastante
 —la paz esté con él—,
   he encontrado la dicha.

La compasión se erige
nos dice nuestra fe,
 y el Rey la reconstruye.
   he encontrado la dicha.

He probado la fruta
hallada en su jardín:
 mi alma quedó saciada,
   he encontrado la dicha.

El Amor ha llegado
a consentir el Bien,
 en las loas al Rey
   he encontrado la dicha.

 

Sobre la extinción de las luces

 
1
Aquí la mesa está puesta
y se abre como una rosa.
 Come todo lo que es puro
 y se exultará en la fe,
   alegrando con el canto.

Su pan es de las alturas
y la vianda fina es santa.
 Todos son uno con él,
 mientras se exulta en la fe,
   alegrando con el canto.

Al hacer ella se muestra:
sé generoso cada hora.
 El Rey, el señor, accede
 y se exultará en la fe:
   alegrando con el canto.

Nuestras almas se han colmado:
Él cambia la luz en lo alto.
 El bien comió y sirvió
 mientras se exultó en la fe
   alegrando con el canto.

 
2
El maestro del nuestro anuncia
el misterio de lo santo.
Y se abre como una rosa.
El misterio de lo santo.

Y se aventura a salir,
sin atender lo anodino.
Es raíz del señor nuestro:
El misterio de lo santo.

Se introduce donde quiere,
no descansa ni se rompe.
El tiempo está designado:
El misterio de lo santo.

Anuló la ley, rompió
las cáscaras por completo,
restauró todos los mundos.
El misterio de lo santo.

Él es luz que ase la Nada.
Él tiene de Esther la llave:
Es el Bien, y hete aquí:
El misterio de lo santo.

 
* Introducción y poemas pertenecientes a Poesía de la Cábala. Poemas místicos de la tradición judía, de Peter Cole, versiones y traducción de Aurelio Major (Vaso Roto Ediciones, 2024).

 

 

 
Latido

Un animal se abre
paso entre mis ojos

las pezuñas embarradas
de silencio ese temblor
en el hocico

fui un instante
la espesura

su barro
latido.


 
Núcleo

Las paramecias son seres de una célula
se parecen a una huella necesitan
poca cosa: boca cilios aleteo
un ritmo que atraiga el alimento

nadan chocan se tientan con pestañas
se aprietan de repente
aplican el cuerpo contra el cuerpo
en un abrazo que no llaman beso      
aunque estén boca sobre boca

disuelven la membrana que limita
la que dice
esto es tuyo
esto es mío

para unirse se destruyen y así
abiertas
la una a la otra
en puente de sustancia
se susurran el hambre.


 
Filo

La erosión no distingue
latido ni madera

el eucalipto desprende decís
la piel ante el peligro

el ciruelo exhibe la rotura
un tejido abierto
que desinfecta con resina

el palo borracho esconde
otras espinas

en su tronco
baja el sol

nadie me habló de raíces

paso disimulado entre postes de luz
otra forma de árbol

abro las palmas espero
una carne que no ceda ante la herida
una mano que abra tajo en la corteza

mi piel se cierra

cáscara que en el viento mira el cielo

el horizonte es una espina
que crece.


 
Oro

Hace semanas meses
que no llueve

los helechos se aferran a una
idea de agua que no
termina de caer

unos dedos minúsculos
sostienen la pared
aún tibia

diecisiete lengüetazos del perro
no necesito contarlos

cómo saber la sed
cómo entregarse

siempre hay un punto débil

orilla hojaldrada donde
se empieza a morder
sin miedo

humedad viento lila
olor a té de manzanilla

un último canto lorerío
higueras lejanas

el lento dorarse de las cosas.


 
Apogeo

Puede una flor ser
conejito y boca
de dragón

arcoíris de fuego
mandíbula vegetal

en apogeo abríamos
pétalos
los hacíamos hablar

no entendíamos nada del daño

buscamos una voz con los dedos
presionamos los labios hasta mancharnos.


 
Piel

Llevamos horas
desenterrando caracoles

el agua cubre
de arena los pies   
las manos

arrasa mansamente

el juego nos pone
coloradas las rodillas

puede la tierra ser cruel

un caracol es el mar
y su jaula

esta tarde las nubes
parecen antorchas

no hay casa
cáscara
que nos contenga.

 

* Poemas pertenecientes a Sueño con tigres (Salta el Pez Ediciones, 2024).

 

 

 
Dubái

La primera versión de este poema fue escrita en prosa
y en tiempo presente. Empezaba con
Todas las mañanas come lo mismo y siempre cuenta la misma historia.
Pero ese texto tuvo que irse. Transformarse
a la altura del personaje. Ajustarse a los tiempos de su cuerpo.
Tuvo que ser otro para exponer mi imposibilidad
de hablar con un hombre y escribir sobre él.

Lo conocí hace mucho.
El semáforo hacía lo suyo, los jóvenes reían afuera de la prepa,
los oficinistas corríamos a nuestros destinos
mientras ese señor de ochenta años,
la gorra percudida, la punta del cinturón por los suelos
consumía café de máquina y cigarros y pan dulce
recargado en un poste.
El día siguiente fue idéntico, todas las personas iguales
y él comiendo lo mismo, siempre despacio,
siempre de pie en la banqueta
frente a su casa, una vecindad esmeralda.
Una tarde alcancé a escucharlo
y entendí el origen de su fama en la colonia:
su elocuencia, la voz agrietada,
su repentino inglés si se sentía en presencia
de un interlocutor extranjero.
En cuanto tenía la atención de un transeúnte
comenzaba su relato:
era extrabajador de una aerolínea
(piloto, técnico, auxiliar de vuelo, quién sabe), un cosmopolita
que sabía varias lenguas
y que desde hace años esperaba una llamada,
el acento árabe en el auricular:
por fin la confirmación del negocio millonario
que pactó con un jeque y su séquito
durante un vuelo a Dubai.
No podía bajar la guardia;
imposible alejarse del teléfono
o tendría que renunciar a su fortuna.
La fluidez de su discurso era siempre interrumpida
por la incomodidad del chantaje:
Necesito dinero para pagar la renta,
pero en cuanto me llegue el cheque árabe te busco;
y a veces:
Si tienes un ahorro inviértelo conmigo.
La plática llegaba a su fin cuando el paseante
sacaba una moneda del bolsillo
o ponía excusas, con prisa por marcharse.

Pasé frente a él durante cuatro años
y jamás pude acercarme.
Nunca encontré cómo articular su espera,
el estoicismo de quien sabe
que una llamada va a cambiarle la vida.
Nunca supe cómo calificar los dobleces de su habla,
la narración llena de giros, de sinceridad;
el tono vulnerable, el constante desafío a la lógica
para arribar al punto medular: la carencia,
estirar y abrir la mano, la promesa de pago.
¿Cómo distinguir una anécdota sin precedentes
de una elaborada estrategia?
¿Cómo saber si el árbol más antiguo de la calle,
la sombra de todos los peatones,
era en realidad un millonario en potencia?

Ahora sólo me resta escribir
que la banqueta está desierta desde hace siete meses.
Los semáforos cambian a verde, a rojo, a amarillo.
La tienda de la esquina aún vende pan y café.
Dubái, siempre Dubái en el horizonte.

Un poema donde el yo
sea siempre otro,
siempre ajeno a la mano
que lo guía.
Jamás una voz única.
Convertirme
en la poeta vehículo,
la poeta instrumento,
testigo,
megáfono,
tubería.
La poeta hormiga entre hormigas.
La poeta sin carne.
Articular una poesía de la multitud.

Dos frutas

Nos acostamos juntas sobre el cartón
con ganas de tocarnos
a la intemperie.
Los faros nos espían.
Nos sentimos abiertas
como mangos escurriendo
en la tabla; vulnerables,
a la vista de mosquitos
y autos.
La noche se rasga al unísono.
Nuestro único refugio
es el otro cuerpo.
Tendidas,
jugamos a imitar la danza de las moscas
sobre frutas podridas:
revolotear alrededor de la otra,
rozar brevemente nuestras alas.
Un concierto de zumbidos
que eriza los lóbulos
y nos envuelve.
Hay que disimular si un borracho,
un sonámbulo, otra pareja se acerca:
fingir que estamos dormidas,
que la cama no está húmeda,
a punto de deshacerse.

Las cenizas son fulgores en potencia.
El momento exacto en que la luz
toca el frutero
y lo transfigura en lienzo
se repite
y toca otros objetos, otros seres,
otras luces incluso.
Iluminadas, las ruinas suspiran
y lo embellecen todo
con sus cantos de templos disipados.
Para elevar sus voces esperan
una mirada, una exhalación,
la punta de una palabra;
así el derrumbe
se transforma en metáfora,
en moraleja.
El residuo es Dios,
fuente infinita,
rocío que todo lo recubre.
Lo inacabado y la poesía,
hilos conductores,
subtítulos:
encarnar, gritar, legitimar,
rehacer la casa.
Los versos son la cocina,
calidez de migajas,
y las migajas
el fuego.

Pares

Unos zapatos de niño.
Tenis viejos, botines,
calzado masculino que cuelga
de los cables.
Los postes se han vuelto tendederos eléctricos,
la compañía de luz reporta fallas
en el servicio.

Las teorías:
punto de encuentro ilícito,
trofeo de una pelea, acto intimidatorio,
castigo para quien pierde
un partido de futbol.
Pero también:
homenaje a un muerto
(colgó los tenis),
juego de adolescentes, travesura,
retorcida declaración de amor.

Quizá:
naturalezas muertas citadinas.
Las botas roídas de Van Gogh
a la vista del mundo.
Intervención artística
del espacio público, ejercicio
de reapropiación.
Ventilar la intimidad.

Nota:
En una imagen de la masacre del 68
los zapatos que atestiguan
la ausencia de sus dueños
son en su mayoría
tacones de mujer.

 

* Poemas pertenecientes a Fantasma y monumento (UANL, 2024).