Aquí puede leerse la primera entrada de este dossier.

A modo de prólogo
Mi mujer dice que un poema
tiene poesía cuando la hace llorar.
Otros dicen que cuando se les erizan
los vellos de los brazos.
Un amigo asegura que cuando
le dan ganas de prender un cigarro.
Yo soy poeta y debería saber cuándo
un poema tiene poesía
pero no sé cómo explicarlo
y cuando lo intento termino escribiendo
y enredando mucho más la poesía
ya que sólo es posible explicar
la poesía sirviéndose de otro poema.
Y es que en el fondo los poemas
son preguntas y los mejores son aquellos
que parecen respuestas, aunque cuando
te fijas bien descubres que no es más
que otra pregunta encubierta.
Y yo que llevo más de veinte años escribiendo
sigo sin entender de qué va la cosa
y cuando los familiares y los amigos
y, sobre todo, los estudiantes que asisten a mis talleres
me recriminan y alegan que debo saber,
que deje de estar actuando como un farsante
y les diga de una vez por todas qué es la poesía,
busco uno de esos poemas, se los leo
y ellos se quedan atontados, pero satisfechos.
¿Qué necesidad hay en saber cuál es la droga
y de dónde viene si te hace sentir tan bien, tan vivo?,
me preguntó un dealer en una esquina hace años.
Sé que hay poetas que pueden justificar
el porqué se sientan a diario a escribir poemas
y está bien que lo hagan, pero no lo comparto
porque no creo que uno tenga idea
de lo que está haciendo y sé que para muchos
de ellos la poesía es como un perro
al que uno puede ponerle una cadena y sacar a pasear
o convocar con un silbido o un gesto
pero mi experiencia es lo contrario,
la poesía es un gato
que viene cuando le da la gana
y que desaparece por meses o semanas
y que extrañamos nostálgicos
mirando por la ventana,
esperando que un buen día
regrese, salte a nuestro regazo
y mientras le acariciemos
empiece a ronronear.
Nombre
Mi padre se llamaba Francisco Báez.
Me puso su nombre porque fui su primer hijo varón
y porque quería mantener el linaje.
Francisco suena muy largo
y mi padre lo recortó
y firmaba sus libros con Franc, con C.
Yo lo imito, aunque firmo los míos con Frank, con K.
En República Dominicana no tiene sentido la distinción
porque todo el mundo pronuncia el nombre
sin prestar atención a la K o a la C.
O sea, dicen Fran.
Mi hermano le puso a su hijo Franc con C
y lamentablemente mi padre no llegó a conocerlo.
Mami que tiene Alzheimer me pregunta si conozco
a Fran Báez, masticando la C o la K,
y yo le digo que Frank Báez soy yo
y ella me responde que Fran Báez es su esposo.
Le contesto que tiene razón, que su esposo era Franc Báez.
Pero que era Franc con C y yo soy Frank con K.
Y que él fue mi padre y que ahora está muerto.
Pero si Fran Báez murió, me responde,
¿cómo estoy hablando con usté?
Yaniqueques
Cierro los ojos hasta
que puedo verlo
en la cocina
manipulando el bacalao,
la harina, las ollas
y la mantequilla
para preparar
comida cocola:
domplines,
camarones a la criolla,
fungí con pescado,
pasteles en hoja.
Pero sobre todo
friendo yaniqueques
y ahora entiendo
que era la forma
en que recordaba
a sus parientes
y podría añadir que eso
que las magdalenas
hicieron por Marcel Proust
los yaniqueques lo hacían
por mi padre
y lo veo ahí
friendo en la sartén
un nuevo yaniqueque
y rememorando casas,
caras de parientes,
fechas, páginas,
reyertas, efemérides.
Por consiguiente,
el vocablo yaniqueque
está ligado a mi sangre
y a esas noches
de principios
de los noventa
en que mi padre salía
de su biblioteca donde
leía a Max Weber
para entrar en la cocina
a freír yaniqueques
y era un modo
de superar la crisis
que asolaba el país
y que llevaba
a que muchas familias
se fueran a la cama
sin nada en la barriga,
pero nosotros teníamos
los yaniqueques,
esa mezcla de harina,
agua y sal frito
todo en aceite,
que era casi como
masticar el vacío,
y entonces no sabía
que con esta fritanga
proveniente del sur
de los Estados Unidos
se alimentaban
los esclavos
y me tomó treinta años
averiguarlo con los sentidos
cuando caminando
por New Orleans
di con un área de food trucks
y percibí el olor
de los yaniqueques
y al igual que el francés Proust
regresé a mi infancia,
a la cocina donde mi padre
bajo la luz de las velas
freía yaniqueques
para que no nos fuésemos
a la cama sin cenar,
y hasta salivé un poco,
no en el recuerdo,
sino caminando
entre los food trucks
como un ciego buscando
con su olfato el alimento
que fue una vez preparado
con devoción,
humildad y amor.
Desarmando la biblioteca de mi padre
Duele mucho desarmar una biblioteca,
ser consciente de que estás destruyendo
lo que el amor, la paciencia y el rigor unió.
No hay nada más triste que bajar un libro
de un estante, meterlo con otros en el fondo
de una caja y sellarla por meses, tal vez años.
Todos esos volúmenes que fueron deseados
y amados y que no volverán a ser leídos
con la misma entrega y el mismo entusiasmo.
O quizás sí, pero a mí me gusta pensar
que los libros extrañan el olor de mi padre
y la manera en que él los tocaba y subrayaba.
Quien toca los libros ahora soy yo y no para
leerlos sino para meterlos en cajas, esa
cincuentena de cajas amontonadas
por el apartamento como urnas funerarias.
Llevo dos semanas concentrado en esta tarea
sepulcral, yo, que había supuesto que la biblioteca
quedaría para toda la eternidad en el cuarto
trasero del apartamento de mis padres,
incluso fantaseé que vendrían en peregrinaje
sociólogos e investigadores de todas partes
del mundo a tocar sus libros, que la biblioteca
sería una especie de santuario, pero aquí
me tienen sudando, rompiéndola en pedazos
y metiendo los libros en cajas que una vez
cobijaron juguetes, cervezas, latas de aceite.
Alguien me propuso regalarlos o donarlos
a bibliotecas, pero tuve pesadillas recurrentes
en que los maltrataban, les rompían el espinazo
y que quedaban relegados al olvido, tosiendo
como asmáticos por el polvo que tragaban,
abandonados a su suerte en los confines
de una amarga biblioteca universitaria.
Así que los sigo guardando en cajas y cada
vez quedan menos libros en los estantes
y dentro de poco estarán vacíos, y entonces
vendrán por los estantes, pintarán las paredes
y colocarán el abanico, la cama y la almohada.
* Poemas pertenecientes a Desarmando la biblioteca de mi padre (FCE, 2024).
Yo,
Medusa,
nieta de Gea y del Ponto de agitadas olas,
la tempestuosamente amada por el señor del tridente,
Poseidón de azulada cabellera,
por sobre los dioses he amado
la efímera hermosura de los hombres.
Hay
en lo destinado a la muerte
una hora en su día, un fracaso en su hora, un destello
en su fracaso que sobrepasa en belleza a los inmortales:
nada más hermoso que un hombre vencido,
pues cuando un hombre
abraza su derrota abraza
la belleza la verdad.
Pero yo, Medusa, mortal como los hombres,
y mil veces más mortal pues mil veces,
como la máscara
del actor,
presto mi rostro a la muerte, cansada estoy
de abrazar sólo petrificados simulacros
intentando abrazar
la belleza:
yo, Medusa,
hija del arrogante Forcis y de Ceto, la ballena monstruosa.
Oh Medusa, aterradora como la verdad:
advierten los sofistas que si algo es como
la verdad
es porque no es
la verdad,
pero es poesía
que sobre la verdad y la mentira se eleva
incomprensible como los designios de los dioses:
¡oh Medusa, aterradora como la belleza!
Akakios, joven tebano,
no alcanzó a escuchar el oscuro aleteo:
Eros, Hypnos y Tánatos
descendieron
como aves de presa
y ya no pudo
Akakios
apartar los ojos de los ojos de Medusa.
Su virilidad
se erigió estatua
y pronto la imitó el resto de su cuerpo.
Piedra horrorizada de amor:
ya nunca
la alada brisa despeinará
los hermosos bucles de Akakios.
Oh Medusa, aterradora como la belleza:
cantan los poetas que cuando te alegras
el himen de Atenea se rasga
entre las valvas de tu risa obscena.
Cantan los aedos que cuando Medusa ríe
Príapo se asoma entre sus labios
en la erecta
figura de su lengua. Cantan, ciegos, los poetas
lo que no se puede ver: que ver
a Medusa
sonreír
es
espiar la cópula
desde adentro de una mujer o de un muchacho:
¡oh Medusa, aterradora como el amor!
Un muchacho de ojos dulces y aún más dulces muslos:
tal fue Petrofanes en su día.
Petrofanes,
que no ha mucho de Corinto partiera soñando con la gloria.
Yo,
Medusa, terrible espejo de la diosa, al verlo
verse, pena sentí en mi corazón, pero, a pesar mío, sonreí:
¿Qué tanto miras, muchacho?
¿La aterradora máscara de la belleza?
¿La verdad desnuda?
¿El sonriente reflejo de tu muerte?
¿El rostro de una estatua?
En Corinto sus padres no cesan de indagar el horizonte
y sus hermanos en vano suspiran su regreso.
Petrofanes: la roca más joven sobre la tierra.
Petrofanes: piedra aún de todo musgo imberbe.
Oh Medusa, aterradora como el amor
que en su abrazo
mata lo que ama intentando retenerlo:
oh Medusa, aterradora como la muerte
cuyo beso
es la herida de la nada en la boca ya de nadie:
oh Medusa, aterradora como el silencio
en donde se escucha,
de pronto, latir un corazón desconocido:
oh Medusa, aterradora como el amor.
* Poemas pertenecientes a Poeta griego arcaico (Sexto Piso, 2024).
“El mundo se teje y desteje con la sola idea del dinero. Es una telepatía que crece. Y la incongruencia es perfecta bajo el mandato de billetes que se apilan dentro del castillo para disipar las sombras sobre lo inhumano interminable. El mundo salvaje que fui conociendo; la vida inconsistente como plumas caídas de pájaros. La fantasía les dicta números que se traducen en cosas: autos, casas, joyas, edificios. Y todos somos libres aquí dentro, mientras no pensemos. A la mínima expresión de inteligencia el revólver acaba con la persona; a la mínima voz que opina los puños de los guardianes vociferan con la muerte. Son velos y velos. Engranajes poderosos. Nos ciegan. Como una fábrica de fantasías y premoniciones. La maquinaria no se detiene: es la única certeza. Y desde todos los rincones el tedio lleno de caramelos, rodeado de confort. Tedio endurecido, rancio; un gotear de cansancio y melancolía. Desde todos los rincones y hacia ningún lugar” (Silvia Eugenia Castillero).
Después, seguía la muerte. ¿Después de qué? Después de la existencia de nueve –novecientas, nueve mil, noventa mil, noventa mil novecientas noventa y nueve— personas atropelladas por la vida. Por esa vida que revienta, atroz, aquí, afuera de la Expo Guadalajara, donde se celebra la Feria Internacional del Libro y en este momento hablamos sobre este brutal, desesperanzado y hermoso libro de Silvia Eugenia Castillero (Ciudad de México, 1963); porque a través de la palabra, de la poesía, Silvia transforma en belleza el horror, a los sicarios, sus prostitutas, su manía por la sangre, su soledad y su desamparo absoluto.
La primera versión de El Rayo, Emma, Gili Tena, Loredo, Lorenzo, Lucrecia, Norma, Laura Tirado y Romina se escribió entre 2015 y 2018. Los desgraciados personajes —ficticios y no— sobre los que Silvia Eugenia coloca la obra poética en Después, seguía la muerte (2024) están inspirados en Aritmética del dolor, una serie de 12 óleos y técnicas mixtas sobre madera, la mayoría retratos, de la pintora tapatía Rosalba Espinosa.
La voz que puso la poeta en los retratos y la investigación que hizo sobre los sicarios –qué palabra más común y filosa— dibuja un mundo confuso que sucede entre el frenesí de la cocaína y el cristal y la anestesia del fentanilo; la sorpresa de los levantones, la violación y el fracaso en el intento de huir. Con palabras que se persiguen, a veces como bocanadas de crack, a veces con la velocidad de las anfetaminas, Silvia Eugenia nos recuerda en poco menos de 130 páginas que los olvidados, no lo olvidemos, siempre fracasan en el intento de huida.
Y nos recuerda que, mientras ellos sigan aquí, tampoco nosotros podremos escapar.
En México la aritmética del dolor cuenta, hasta enero de 2025, casi 120 000 denuncias de desaparición en México y alrededor de 15 500 en Jalisco, la mayoría desde 2008, cuando no aprendimos que sacar el Ejército a las calles es muy mala idea. A ellos, se suman 330 600 asesinatos entre 2013 y 2023, más los acumulados en 2024.
Pero los números tienen la costumbre de ser infinitos, indolentes. Han demostrado que no conmueven a quienes no viven la tragedia en la propia piel.
A fuerza de palabras bellas que es difícil evadir, Después, seguía la muerte nos obliga a mirar de que hay personas detrás de la máquina que arranca de cuajo la esperanza en regiones enteras de este país, en cuyas oficinas oscuras y mugrosas se apila, en carpetas, la suerte —la mala suerte— de miles de personas y donde las fosas humanas han dejado de ser clandestinas porque tropezamos con sus huesos en nuestro camino cotidiano.
¿Quién está detrás de la maquinaria? ¿Es acaso la niña violada y prostituida que se volvió sicaria? ¿Es el chico al que levantaron y entrenaron para asesino, igual que a un pitbull rabioso? Fiel al horror y fiel a la belleza de la poesía, Silvia Eugenia nos pone ante los ojos de un hecho que nos conviene bien poco: los obreros de la carnicería son perpetradores y víctimas. Su única salvación reside en la mirada profunda de la poesía.
En la historia existen momentos sórdidos donde la palabra es el único asidero. No a través de los textos panfletarios, que se hacen con dos o tres ideas rodeadas de consignas apasionadas, sino a través de la buena poesía, como ésta que escribe Silvia Eugenia Castillero y edita la Universidad Autónoma de Nuevo León.
Hay una advertencia. La única esperanza que existe en Después, seguía la muerte es la belleza de la palabra exacta, filosa; del verso sublime; del poema en prosa a que no le falta ni le sobra una sola letra. Después de la muerte, nos enseña Silvia Eugenia Castillero, seguía la poesía.
El Rayo
Como desvanecidos sobre la luz del mediodía
regresaron por él.
Sin escaleras bajó creyendo ser uno de ellos.
Vio por primera vez el interior de esos seres oblicuos
y el deterioro de sus bocas;
la tramoya no era con ángeles.
Pareciera derretirse a lo lejos la ciudad,
líneas blancas como puntos suspensivos.
Después seguía la muerte o la vida inmotivada.
Afuera las alarmas lo buscan:
robos, asesinatos, violaciones.
Un sol chorreante cae a intervalos,
caminos posibles se bifurcan para atraparlo.
El Rayo predica su anhelo hacia la disolución,
indiferente queda en el borde entre ellos y el mundo.
Emma
Excavada en el infierno mi habitación es un escenario
soy de todos blanca en un mundo de mestizas
primero me dolía el cuerpo me dolía ser
triste de haber sido capturada
ahora todo es repetición
no hay escándalos ni luces que se asomen
me arrancaron el corazón en un sacrificio sin dioses
caí irremediablemente cuesta abajo
permanezco al pie de la pirámide
en una divina inutilidad
con sortijas de oro exhibida en una apadana
desde ahí el rey me mira y me ofrece a sus súbditos
soy reina desde que me disolvieron en la indiferencia
rodeada de jade en una luz escasa donde se mezclan el día y la noche.
Loredo
Del cuerpo y la idea
del cuerpo y los poros
ese roce de la piel
del cuerpo y la médula
un fluir de líquidos
avanzar desvanecer avanzar obligar
del cuerpo y las venas
vaciar volver olvidar caer
del cuerpo y los tejidos
cortadas quejidos cicatrices
del cuerpo y el amor
azoteas sótanos camas árboles
una célula luego dos luego todo
en medio de la nada se dejan los cuerpos
el miedo la noche el olvido
del cuerpo y la abundancia
sin boca en silencio sin oídos en silencio
del cuerpo y el límite
navajas risas navajas dolor recuerdos cuchillo
gritos sudor agonía un cuerpo
la muerte la calle.
Lorenzo
Él da vueltas
mientras el mundo arde
da vueltas
mientras el mundo indiferente
da vueltas en su locura
mientras el mundo ermitaño se enrosca
da vueltas y arranca los ojos de ella
mientras el mundo apático
da vueltas en el grafiti de una boca que come a un niño
mientras el mundo ríe
da vueltas abanicando su pecho
mientras el mundo se alborota
da vueltas para dejar su excremento en las calles
mientras el mundo es una máquina
da vueltas en su salvaje dar vueltas
mientras el mundo inmóvil.
Lucrecia
Pero el junco sin agua no es junco
ni el roble sin savia es roble.
Un bebé moría en un rincón.
Entonces me recogieron
como fruto arrancado y verde todavía;
un destino olvidado de dios.
Tela de araña en zozobra
—a la intemperie—
me aferraba y sostenía.
Eran largos sus brazos.
Fui en ellos renuevo como en un huerto.
Mis raíces se extendían sobre piedras
hasta entretejerse al nuevo sitio.
Tuve que germinar en un suelo áspero,
una casa de impíos;
desde allí los montes se enfurecían
las columnas se arrancaban.
Desde allí morían los pájaros
y trituraban a lacayos, a mujeres,
a los débiles y puros.
Mi casa estaba llena de innumerables maravillas
pero no entraba el sol
ni veíamos el cielo.
Mi padre era como un dios poderoso
no cedía en su cólera;
sin motivo me multiplicaba las heridas
y no respondía a mis ruegos.
Me hartaba de amargura.
Con su fuerza me dejaba sin aliento.
Y me hundía.
Norma
Inventaba la nieve para dejar marcas sobre lo blanco
inventaba el desierto para perderse en lo innumerable
inventaba el agua para no detenerse en lo superfluo
inventaba la hierba para no mirar el horizonte
inventaba el viento para desparramarse sin límites
inventaba la palabra para no caer en los abismos
inventaba la escritura para desaparecer.
Romina
Camina, troquela, conjura.
Paso a paso en busca de su padre.
Casi a tientas, no respira, se tumba en el lodo.
Se anega, cae, trepa.
Calle tras calle viene perseguida.
La migra, los hombres, su miedo.
Ha pasado los túneles,
ha llegado hasta los grandes señores
que la tutean, la estrujan, la violan.
Mano tras mano, casi llega.
Sombría, taciturna, bandolera.
Pasadizos, hachas, cuchillos, lugares clandestinos.
Viaja en camionetas, se vuelve ciempiés.
Cruza las corrientes, se ahoga y renace.
Una franja difusa en lo que desaparece.
Y nuevos objetos naciendo.
Máquinas y máquinas.
Mira esas cosas que no son las mismas de allá.
Sus nombres no los entiende.
Valeria List, Dos veces esto, Editorial Malabar, 2024, 85 pp.
Las piezas que se extravían en el cuantioso rompecabezas del mito familiar, la sombra de un árbol genealógico al que le faltan ramas y cuyo origen, más allá de las raíces, está en los frutos arrancados, en la manzana que se desprende antes de tiempo y de ver madurar al resto de sus compañeros de follaje, es tema central de Dos veces esto; la manzana de Eris cayendo al piso para llegar, no a las manos de Paris en el juicio, sino a la de una voz, la de Valeria List (Puebla, México, 1990), potente y minuciosa, que se da a la nada sencilla tarea de indagar por qué ese fruto de la discordia, representado aquí por una servilleta que lleva impreso el nombre de un refresco de manzana, desata la relación, los misterios y las heridas de tres generaciones de mujeres: abuela, madre e hija; Hera, Atenea y Afrodita: familia, guerra y belleza. ¿Puede una partida, como un hachazo, cimbrar el árbol de nuestra progenie hasta las raíces? Como si la bomba de humo de un abuelo que abandona su tribu, como si una suerte de plaga hubiera infectado cada nodo del árbol, cada veta de la madera:
En los poemas que conforman el volumen, somos testigos de una minuciosa indagación del pasado para comprender el presente de la voz poética; el futuro, acaso, se insinúa como la reconciliación con heridas y cicatrices que comprenden su condición de experiencia vital. No se trata, como nos dice la autora en uno de los poemas, de un “abandono” —la voz, en su derecho de réplica, no está indefensa—, sino de una partida que nos obliga a ensimismarnos; el apego puesto a inspección para interpretar una radiografía que va desde la relación con la madre que “aterroriza” con amor y violencia a la hija, hasta el paisaje neblinoso de la relación con la pareja: “Busco a un hombre y no sé si sea para amarlo/ o para castrarlo con mi angustia”, nos diría Enriqueta Ochoa en Retorno de Electra. El duelo y el miedo dan pie a la histeria: actos que surgen allí donde no alcanzaron las palabras. Lo que viene del útero es también eso de lo que nos alimentamos en silencio, y que nos entrega a un mundo regido por la violencia desde que nos desprendemos hacia la vida y que, en estas páginas, traza una línea en la vena materna: la abuela maestra que arroja el gis a la cabeza de los distraídos, la madre que encuentra un nido de hormigas en la mochila de la hija y la reprime físicamente: “Las líneas aparecieron ahora, hechas con un gancho de ropa, en mi antebrazo.” El útero como primer túnel que se cruza hacia el peligro, hematoma en el recuerdo de la infancia: “nada/ en mí te recuerda excepto los moretones/ de mis muslos y de mi cráneo”, en palabras de Margaret Atwood.
Dice el dicho que si del cielo caen limones, debemos resignarnos. Será, acaso, que si caen manzanas debemos cuestionarlas hasta las últimas consecuencias. Valeria List dialoga con Lev Tolstói, Louise Glück y Eunice Odio, por mencionar algunas voces, para explorar, desde una línea más ensayística las mismas preguntas que los poemas le plantean y sale airosa de dicha empresa, aplicando siempre el rigor de la aplastante gravedad newtoniana donde las cosas caen sobre nosotros por su propio peso, ya sean como milagros o calamidad, ya sea en prosa o en verso, pero siempre atravesados por el sutil desconcierto de lo cotidiano.
Lavo a mano porque terminamos.
Antes él llevaba nuestra ropa junta
revuelta
a lavar.
Mientras recorro las sábanas sobre los dientes de cemento
recuerdo a mi papá lavando a mano.
Cuando se mudó, todos los fines de semana
sacaba dos tandas voluminosas
la de su ropa y la de mi hermano
que se quiso ir a vivir con él.
Era mucho, pienso ahora
cansada de apenas dos sábanas.
Me parecía triste porque lo veía como un relato:
que lavara a mano porque la lavadora
se quedó en la casa de mi mamá.
Ahora que yo lavo en medio
de lo que también podría ser un relato
me doy cuenta de que una
no se piensa a sí misma como trágica
una sólo lava
una sólo se despierta a lavar.
Recuerdo que, de niño, para curarme de cualquier tipo de empacho, desde fiebre a alguna enfermedad estomacal, mi madre solía preparar un menjurje al que llamaba suero y que consistía básicamente en Sidral Mundet (debía ser forzosamente esa marca) con agua mineral Peñafiel. Es, en mi memoria, la interacción más nítida que tengo con la bebida cuyo nombre está impreso en la servilleta que el abuelo utiliza como hoja para dejar su última carta. Me pregunto: ¿dónde se habrá tomado ese refresco el abuelo?, ¿qué pidió de comer cuando se decidió a marcharse? Esa servilleta, esa simple cosa está cargada de significado. Es, con el tiempo, materia y testamento, adiós y fantasma. La servilleta del refresco de manzana dura más en la memoria que la partida. ¿Cómo deberíamos nombrarla? ¿Carta de adiós, manual para cuando tu esposo te abandona y te quedas al cuidado de tus hijos? Las cosas tienen la voluntad de permanecer allí donde las personas simplemente nos desvanecemos. En palabras del poeta sevillano Francisco José Cruz: “Y perdidos los nombres de las cosas,/ las cosas comienzan a vivir a su madera,/ sin alma, pero con cuerpo,/ ya que en el reino material de las cosas/ los inmortales son los cuerpos, no las almas/ y por eso son siempre más reales/ las cosas que nosotros.”
En 2007, la artista Sophie Calle presentó por primera vez su exposición Prenez soin de vous en el pabellón francés de la Bienal de Venecia. La obra fue presentada en el Museo Tamayo en 2014 bajo el título Cuídese mucho. El origen de esta instalación es una carta que Calle recibió, un correo electrónico donde su pareja termina con la relación y que concluye con la frase: “Me hubiera gustado que las cosas fuesen de otro modo. Cuídese mucho”. Después de esto, Calle se dio a la tarea buscar e instar a otras mujeres a leer e interpretar las palabras de su expareje a través de su propia voz, punto de vista y disciplina. La lista es tan extensa como versátil: las mujeres leyeron la carta y la contestaron o interpretaron desde su trinchera, pasando por sexólogas, policías, físicas, poetas, maestras de kínder, clarividentes, diplomáticas, cantantes de ópera, raperas, latinistas, jugadoras de ajedrez, entre muchas más. Calle aseguró que la exposición no es “una cosa personal, es solamente una carta y el trabajo alrededor de ella”. Y continúa: “Recibí un email diciéndome que todo había terminado. No supe cómo responder. Era casi como si no hubiera estado dirigido a mí. Terminaba con las palabras: Cuídese mucho. Y así lo hice. Le pedí a 107 mujeres, elegidas por su profesión o habilidades, que interpretaran esta carta, que la analizaran, la comentaran, la bailaran, la cantaran, la agotaran… Era una forma de darme tiempo para contar, una manera de cuidarme”. Esa manera de cuidarse a sí mismo al indagar en nuestra propia materia, las historias y los gestos que nos dan forma, las respuestas que no siempre se tienen a preguntas no manifiestas, es algo que encuentro en común entre el trabajo de Calle y el libro de List. “Largas cartas escritas y enviadas sólo en la cabeza. No existe el correo en la ciudad de los muertos”, a decir del poeta Robert Graves.
Algo como el ejercicio en el que participaron las mujeres invitadas por la artista francesa es lo que Valeria List ha creado en Dos veces esto: la interpretación de esa carta de despedida del abuelo de forma artística, de la servilleta de papel al ready made, la respuesta de una mujer a la carta de abandono escrita para otra. Valeria responde a la carta a través de poemas, regresiones, ensayos, incluso dibuja la porta del libro. Interpreta la carta como ilustradora, poeta, académica, publicista y bailarina de flamenco. Exteriorización de lo propio e interiorización de lo otro. Ser uno siendo el otro. Poesía que atiende fondo y forma. Una servilleta, un libro de poemas que cae en nuestras manos con la fuerza de una manzana desde el árbol más alto.
Alejandro Aura, Sección Aura. Antología poética (prólogo y selección de Eduardo Vázquez Martín), Ciudad de México, UNAM, 2024, 176 pp.
En 2008 Alejandro Aura (Ciudad de México, 1944-Madrid, España, 2008), narrador, poeta y dramaturgo, fue conocido sobre todo por su carrera de actor. Como escritor entró en ese limbo del olvido al que la mayoría de los escritores están condenados, y del cual pocos vuelven a salir relegados a una ficha biográfica en la enciclopedia o una referencia al vuelo en una historia literaria. Pero yo —llevo agua a mi molino— creo que fue ante todo poeta. Hay otra manera de sobrevivir: la memoria de los que lo conocieron y fueron sus amigos. Uno de ellos, Eduardo Vázquez Martín — colaborador muy cercano—, acaba de publicar Sección Aura, ceñida antología de una obra lírica muy extensa, en la colección Poemas y Ensayos de la UNAM, que puede —y debe— traerlo otra vez a la lectura en presente como uno de los más brillantes poetas de la generación del 68. No es un azar que sea Vázquez, poeta 20 años menor, quien asuma el trabajo de antólogo con una visión juguetona y festiva, en cierta manera sin pretensiones, manifiesta desde el título: Sección Aura. Recuerdo la gracia que le hacia a Aura su libro Fuentes en guiño paródico a la famosa novela breve de Carlos Fuentes.
Alejandro Aura escribió, actuó y dirigió Salón Calavera, un clásico del teatro mexicano. Hace unos años, cuando se acercaba el décimo aniversario de su muerte, el Fondo de Cultura Económica hizo un tímido intento de publicar su poesía reunida. El proyecto se quedó en el tintero y es una tarea pendiente. Se trata de un extenso corpus de muchos libros publicados en ediciones hoy inencontrables. En su momento pensé que el título para ella debía ser ese: Salón Calavera, tomado prestado de su dramaturgia, porque el papel que él interpretaba en la obra —ese crooner transformado en diablo de la noche, venido de la muerte— lo representaba idealmente en mi memoria como el poeta que, ante todo, fue como escritor. El conjunto de su poesía nos revelaría, además, un autor que va del humor a la seriedad y vuelve de ella con renovada carga lúdica en una celebración de la vida en la que, como muestra su antólogo en Sección Aura, es también una paradójica celebración de la muerte, como el personaje de su obra de teatro vio venir paso a paso.
La manera en que Eduardo organiza la selección es propositiva y afortunada, no cronológica y dividida en tres apartados: “La fiesta de la ciudad”, “Vida súbita” y “Canto al cáncer”. Empezaré por esta última porque en mis diversas lecturas de su poesía cada vez me parece más evidente que es así como hay que leerla, y que así se limpia la mirada de muchos prejuicios acumulados en su lectura. Y no tanto por el efecto dramático que ello provoca, cuando el autor, herido por el fatal cangrejo, dio una valiente lucha por lo que siempre le importó: la vida. La sombra de la enfermedad le dio una nueva luz a su escritura. No perdió, sin embargo, el desenfado con el que la asumía, aunque sí sumó una búsqueda formal llamativa a través de una forma fija —en cierta manera la reina de las formas— que fue el soneto. El velado pesimismo que siempre se adivinaba bajo el sonriente histrionismo de sus poemas, presto al elogio de la vida y la existencia, se transforma y se asume como un proceso de, llamémoslo así, desencarnamiento en busca de la/el calavera/rostro del maestro de ceremonias. Él, que gustaba de cocinar para sus amigos, sabía que la carne da sabor al caldo. En Aura el desencanto se resuelve en canto.
Una señal evidente: el uso del soneto. En un poeta tan desparpajado, el recurrir a una forma tan estricta podemos verlo como un desafío personal y un alarde de oficio que nos debería llevar a reconsiderar lo que hace con el verso libre en sus inicios. Vázquez Martín señala la importancia que tuvieron para él dos maestros en apariencia antitéticos: Juan José Arreola —con quien se inició literariamente en la década de 1960 en torno a la revista Mester y la Casa del Lago— y Efraín Huerta —de quien fue gran amigo y cuya amistad ayudó al autor de “El Tajín” a renovarse líricamente en su madurez con el condimento del humor en los poemínimos—. Dos figuras algo antitéticas: el juglar en busca de la página perfecta que termina por no escribir, sino sólo hablar, y el poeta urbano poseído por cierta amargura que acaba por perder la voz por una traqueotomía, el taumaturgo exhibicionista y el reconcentrado melancólico que en Aura encuentran, si no una síntesis, sí un cruce de caminos. Hagamos un juego de palabras: el narrador que habla por la extraña (el otro, sobre todo la otra) y el poeta que habla por la entraña. El histrión conocedor de su oficio sabía el encanto que daba a su poesía escucharla dicha por él.
Pocas formas hay tan difíciles de leer en voz alta como el soneto, adaptarse a su fraseo, evitar que la rima se oiga como ripio, transmitir su arquitectura interna. A veces es más fácil cantarlos. Aura era un gran lector y conocía mucha poesía tanto clásica como contemporánea; a la vez que sabía mucho de cultura popular, sabía muchos boleros de memoria —bromeaba, por el parecido físico, que podía ser hijo de Julio Jaramillo— y le gustaba cantarlos. Por otro lado, en su prólogo, Vázquez Martín cuenta muy sucintamente cómo la escritura de sonetos surge de una conversación-desafío-sugerencia de hacer sonetos con el también poeta Julio Trujillo que incluye en el apartado “Canto al cáncer”. Esta forma le atrajo por su condición de forma introspectiva y ceñida a los 14 versos, que le aporta una verbalidad/sonoridad notable y que tal vez le viene de la lectura de los Sonetos votivos de Tomás Segovia, con quien, como señala Eduardo, tuvo una estrecha amistad en los años españoles de Alejandro.
Borges señalaba que a los modernos —se refería al siglo XX— la fortuna del soneto les estaba vedada, que ella pertenecía a los Siglos de Oro. Creo que, con su consabida malicia y coquetería, sabía que se equivocaba. No sólo él escribió sonetos muy buenos, sino que su práctica es abundante y notable en ese siglo, practicado en abundancia por las vanguardias, que no le eran simpáticas al argentino. Pero los de Aura pertenecen a más al siglo XXI: tienen una modernidad diferente, son de alguna manera naturales. Nos enseña en ellos a diferenciar entre verbosidad y verbalidad. El matiz es muy importante en su poesía. Lo verbal es lo opuesto de la verbosidad, y si Aura no es —no puede ser— barroco, no lo es ni en sus poemas más complejos. Y la poesía más “escrita” se cumple mejor en su lectura en voz alta. Y el primero en saberlos es, justamente, el de la voz (otro título posible para su poesía completa). En ese sentido, la ceñida antología —más de 1 500 páginas dejan, acaso, 200— nos ofrece un Aura diferente al que la crítica —yo mismo incluido— ha ofrecido en las pocas veces que se ha ocupado de él y hay que agradecerlo.
Pongo un ejemplo personal: al escribir mi ensayo “Una poesía del desparpajo”, incluido en Para una política del texto —pensado como un posible prólogo a su poesía completa—, realicé una lectura más o menos cronológica, aunque no se me escapaba que había que leerla iluminada por los poemas de su última década. Vázquez Martín cambia con tino la perspectiva, abandona en parte la cronología y propone tonos y temáticas. El recurso al humor y a la ironía no es ya una manera de seducir al lector/escucha, sino de evitar las certezas y, sobre todo, las verdades absolutas a las que la poesía mexicana se había vuelto tan afecta. No hay en él un escepticismo gritón, sino más bien amable. Basta comparar su libro Volver a casa con La zorra enferma de Eduardo Lizalde (ambos Premios Aguascalientes de forma sucesiva en 1973 y 1974), este último mucho más ácido. Prolonguemos el juego del antólogo: la zona Aura no es áurea, sino más bien sombría. La luz de El poeta en la mañana es aquella que viene de la sombra, que de ella emerge en el milagro del día.
¿Paradoja? No necesariamente: una luz matizada en la experiencia vivida, con sutilezas de poeta visual y a la vez también de establecer una narrativa —romance o relato— en conversación con los vivos (y no sólo con los difuntos). Lo que sí resulta paradójico es que el poeta en la mañana sea un poeta tardío, consecuencia de esa conversación. Pero desde esta conversación hay que replantear la etiqueta, ya lugar común, de poeta conversacional que se le suele aplicar; mejor “poeta conversador”. El perfil de Aura como actor le proporciona, además, otro elemento, no tan frecuente entre los poetas: la memoria. Hay en sus versos un gusto en evocar —hacer oír— los versos de otros poetas —el mismo Huerta, Carlos Pellicer, Ramón López Velarde e incluso Amado Nervo—, evitando así la banalidad de lo original y reafirmando que la poesía la hacemos entre todos. En especial: la leemos entre todos. La manera en que el actor memoriza es lo que le otorga libertad en el escenario y, también, en el caso de Aura, en la página. Quedará para otra ocasión un par de temas: ahondar en su actitud ante la muerte y, en contraparte, su actitud ante el amor. Hay que agradecer a Eduardo Vázquez Martín y al sello editor —la UNAM— esta oportunidad de leer a un Alejandro Aura absolutamente nuevo.
Versión al español de José Luis Rivas
The Hollow Men, uno de los grandes poemas de T. S. Eliot (1888-1965), cumple su primer centenario. Publicado tres años después de La tierra baldía, Los hombres vanos también se convirtió muy pronto en una referencia obligada de la poesía y la cultura pop del siglo XX. Para celebrarlo, presentamos la siguiente traducción del poeta José Luis Rivas.
Los hombres vanos
I
Somos los hombres vanos
somos los hombres emborrados
apoyamos uno en otro
nuestras testas rellenas ¡ay! de borra.
Nuestras voces insulsas, cuando
cuchicheamos juntos
son quedas sin sentido
como viento en la hierba seca
o pisadas de rata sobre cachos de vidrio
en nuestras mezquinas despensas.
Cuerpo falto de forma, sombra descolorida,
fuerza paralizada, gesto sin movimientos;
Los que con ojos francos han cruzado
al otro Reino de la muerte
nos recuerdan —si lo hacen— no como perdidas
almas violentas, sino sólo
como los hombres vanos,
los hombres rellenados.
II
Ojos que no me atrevo a arrostrar cuando sueño
en el reino del sueño de la muerte
esos no se prestan a la vista:
allí, los ojos son
luz del sol sobre una columna rota.
Allí hay un árbol en vaivén.
Y las voces están
en la canción del viento
más distantes y más solemnes
que una estrella evanescente.
No dejen que me arrime tanto
al reino del sueño de la muerte.
Pero dejen que vista
estos disfraces a propósito:
pelo de rata, pellejo de cuervo, bordones en cruz
en un campo
obrando igual que obra el viento
Que me arrime tanto…
No a ese encuentro último
en el reino crepuscular.
III
Ésta es la tierra muerta
ésta es la tierra del cactus
Aquí son puestas en pie las imágenes
de piedra, aquí reciben
la súplica de la mano de un muerto
bajo el centelleo
de una estrella evanescente.
¿Es pues así
en el otro reino de la muerte?
Despertar solos
a la hora en que temblamos
de ternura.
Los labios que quisieran besar
componen plegarias a la piedra rota.
IV
Los ojos no están aquí
no hay ojos aquí
en este valle de estrellas en agonía
en este valle hundido
esta quijada rota de nuestros reinos perdidos.
En este postrer lugar de encuentro
andamos a tientas
y evitamos hablar
reunidos en esta playa del río túmido.
Ciegos, a menos
que los ojos se presten a la vista otra vez
como la estrella perpetua,
la rosa multifolia
del reino crepuscular de la muerte.
La esperanza nada más
de los hombres vanos.
V
Aquí damos vueltas alrededor del nopal
del nopal del nopal.
Aquí damos vueltas alrededor del nopal
A las cinco de la mañana.
… Entre la idea
y la realidad
entre el movimiento
y el acto
cae la Sombra
Porque Tuyo es el Reino
Entre la concepción
y la creación
entre la emoción
y la respuesta
cae la Sombra
La vida es muy larga
… Entre el deseo
y el espasmo
entre la potencia
y la existencia
entre la esencia
y la descendimiento
cae la Sombra
Porque Tuyo es el Reino
… Porque Tuyo es
la vida es
porque Tuyo es el
Así es como acaba el mundo
Así es como acaba el mundo
Así es como acaba el mundo
No con una explosión, sino con un quejido.
The Hollow Men
I
We are the hollow men
We are the stuffed men
Leaning together
Headpiece filled with straw. Alas!
Our dried voices, when
We whisper together
Are quiet and meaningless
As wind in dry grass
Or rats’ feet over broken glass
In our dry cellar
Shape without form, shade without colour.
Paralysed force, gesture without motion;
Those who have crossed
With direct eyes, to death’s other Kingdom
Remember us—if at all—not as lost
Violent souls, but only
As the hollow men
II
Eyes I dare not meet in dreams
In death’s dream kingdom
These do not appear:
There, the eyes are
Sunlight on a broken column
There, is a tree swinging
And voices are
In the wind’s singing
More distant and more solemn
Than a fading star.
Let me be no nearer
In death’s dream kingdom
Let me also wear
Such deliberate disguises
Rat’s coat, crowskin, crossed staves
In a field
Behaving as the wind behaves
No nearer—
Not that final meeting
In the twilight kingdom
III
This is the dead land
This is cactus land
Here the stone images
Are raised, here they receive
The supplication of a dead man’s hand
Under the twinkle of a fading star.
Is it like this
In death’s other kingdom
Waking alone
At the hour when we are
Trembling with tenderness
Lips that would kiss
Form prayers to broken stone.
IV
The eyes are not here
There are no eyes here
In this valley of dying stars
In this hollow valley
This broken jaw of our lost kingdoms
In this last of meeting places
We grope together
And avoid speech
Gathered on this beach of the tumid river
Sightless, unless
The eyes reappear
As the perpetual star
Multifoliate rose
Of death’s twilight kingdom
The hope only
Of empty men.
V
Here we go round the prickly pear
Prickly pear prickly pear
Here we go round the prickly pear
At five o’clock in the morning.
Between the idea
And the reality
Between the motion
And the act
Falls the Shadow
For Thine is the Kingdom
Between the conception
And the creation
Between the emotion
And the response
Falls the Shadow
Life is very long
Between the desire
And the spasm
Between the potency
And the existence
Between the essence
And the descent
Falls the Shadow
For Thine is the Kingdom
For Thine is
Life is
For Thine is the
This is the way the world ends
This is the way the world ends
This is the way the world ends
Not with a bang but a whimper.
* Incluido en Poesía reunida (1909-1967), traducción de José Luis Rivas (UV/UAM, 2024).
En la obra de Eduardo Chirinos (Lima, Perú, 1960-Missoula, Estados Unidos, 2016) destaca su evocación de una gran diversidad de tiempos y referencias, recurso con el que el poeta conforma una muy personal miscelánea del universo. A lo largo de más de una veintena de libros, su palabra celebra indistintamente los dones que ofrecen la naturaleza y la cultura: de ahí la constante invocación a poetas de distintas geografías, idiomas y tradiciones, unidos por un impulso —activo a la vez que receptivo— que funde en un solo acto a la lectura con la escritura.
Este inusual impulso creativo, que lo llevó a ser uno de los poetas más prolíficos de su generación, no obstante, queda atenuado por la propia palabra, en ocasiones modesta pero siempre plena, cabal en sus resonancias íntimas. En cierto sentido, el anhelo que sostiene toda la escritura de Chirinos es construir una identidad personal a través de la literatura, pese a la posibilidad de que dicha identidad también sea ficticia. De este modo, sobreponiéndose a la duda, Chirinos expresa su confianza en la poesía concebida como un lenguaje autónomo, individual y a la vez colectivo, por el cual se desarrolla pacientemente una mitología privada (sin otras pretensiones fuera de las estrictamente artísticas).
En consecuencia, para el poeta que interpreta su vocación como designio, la lectura se impone como un destino. La tradición, entonces, se hace parte indisoluble del proceso creativo: un conjunto, a veces azaroso o inconsciente, de afinidades e influencias. Dicha libertad conduce a descubrir el placer de la escritura: el poema se puede hallar en cualquier estímulo (un acontecimiento, un libro o un recuerdo) que permita transformar las mil caras de la realidad a través de la palabra. Podría afirmarse que un poeta de esta estirpe asume con todas sus consecuencias el desorden propio de la vida, por lo que las emociones y el aburrimiento son tratados con idéntica dignidad. Pareciera que, ante el caos y la confusión imperantes, la poesía permitiera un refugio para la amabilidad y el sentido común. De ahí se reconoce en Eduardo Chirinos una inusual propensión, casi natural, a literaturizar la experiencia.
Mas, en primera instancia, es la lectura la que permite acceder al ritual de las palabras. A través de ella, Chirinos despersonaliza su experiencia para así universalizarla. No puede sorprender, entonces, que uno de sus maestros sea Fernando Pessoa (homenajeado en El fingidor, una deliciosa revista apócrifa), a quien continua desde una creciente pluralidad de voces y máscaras. Escribir constantemente sería, entonces, una forma de aprender y honrar un oficio que también tiene algo de fatalidad, de acto noble y vano por su escasa trascendencia social.
Los ocho libros que se recogen en Obra completa. Cuaderno rojo: Poemas, 1978-1998 (Pre-Textos, 2024) dan buena cuenta de la inusual mezcla de factores que marcan la obra de Eduardo Chirinos. Solvencia y versatilidad van otorgando coherencia a tonos en ocasiones abiertamente opuestos y, en otras, complementarios. Como rasgo general, podría mencionarse que el poeta es neoclásico en cuanto a temperamento y sincrético por la modernidad de su lenguaje. Un aspecto relacionado con el mestizaje cultural peruano, con su tendencia a absorber y reformular tradiciones. Mas aquello responde a una falta de pudor propia de la periferia de Occidente, esa práctica literaria consolidada a partir de una relevante lección de Jorge Luis Borges: concebir la lectura simultáneamente como una pesquisa y un tejido. Dichas certezas acompañarán al joven poeta en su práctica constante de la glosa y el homenaje.
Precisamente esa versatilidad del lenguaje pretende encontrar respuesta a una encrucijada: Lima, en la década de 1980, era una ciudad asediada entre la sofisticación y el caos. Cuando el joven Eduardo Chirinos empieza a escribir, en Lima estaban en activo al menos 15 poetas de primer orden —entre ellos Martín Adán, Carlos Germán Belli, Francisco Bendezú, Blanca Varela, Antonio Cisneros, José Watanabe y Enrique Verástegui, con exiliados notables como Jorge Eduardo Eielson y Rodolfo Hinostroza—, pero también se salía de una dictadura militar y empezaba a gestarse Sendero Luminoso (un conflicto armado que dejaría cerca de 70 000 muertos y más de un millón de emigrantes). La consolidación del neoliberalismo con Fujimori en la siguiente década produjo una profunda descomposición en la sociedad peruana, una hecatombe moral que destruyó cualquier incipiente institucionalidad e incrementó la violencia estructural. El Estado y la nación peruanos estaban en crisis; Lima debía renunciar a sus pretensiones de capital equiparable a las del primer mundo. La gran poesía del siglo XX escrita en lengua española, pese al apostolado de César Vallejo, nunca pudo integrar adecuadamente la cultura y la experiencia andinas. Fueron tiempos convulsos que necesariamente afectaron al poeta, quien exorcizó en sus textos temores, conflictos y dubitaciones juveniles en torno al futuro y a su vocación (un texto clave en este sentido sería “Un viento cálido sopla en las dunas del desierto”). Así, su actitud, su férrea alternativa por crear un mundo que unifique la vida y la literatura, corresponde no a una despolitización, sino al desprecio y la indiferencia que le suscita la búsqueda del poder, el mismo que decididamente subvierte desde lo privado y lo lúdico.
En consecuencia, el primer tramo de la poesía de Eduardo Chirinos expone una identidad en conflicto, que recoge presiones sociales y familiares, pero que también descubre las propias de su entorno poético, en aquel entonces altamente politizado. La profunda crisis lo obliga a dejar el país, haciéndose parte de un exilio académico que es también otro rostro de la globalización. En 1993 el poeta inicia un periplo por diversas universidades estadounidenses. Luego de obtener un doctorado en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Rutgers, en 1998 se instaló en Missoula, Montana, una pequeña ciudad universitaria, alejada de los grandes centros culturales. Aquí se percibe la fidelidad a un temperamento, esa mesura, el aurea mediocritas de su admirado Horacio: quien vive oculto, vive bien.
Eduardo Chirinos es un poeta limeño representativo de un momento en que el proyecto que regía a la ciudad letrada peruana aún era occidentalizado, pero ya había dejado de ser criollo. La conciencia de este impasse hizo que su escritura trabajara la cotidianidad desde un confesionalismo comedido, que anhela un interlocutor perteneciente a una clase media culta, urbanita y sofisticada: aquella que, de acuerdo con una sensibilidad propia de la modernidad internacional, confía en un lector ideal que pueda conciliar la alta y la baja cultura (de allí tanto el empleo de la ironía como la alternancia entre los tonos elevados y medios, según la retórica de Cicerón). En esa apelación a un lector ilustrado se percibe la continuidad de un proyecto que, desde mediados de 1940, llevaron a cabo Emilio Adolfo Westphalen, Blanca Varela y Javier Sologuren.
Debe tenerse en cuenta, por lo tanto, que la propuesta de Chirinos surge en un momento en el que se había consolidado ya una reconfiguración del canon poético peruano (la cual respondía a aspectos políticos, sociales y retóricos). Fueron años en los que, de algún modo, la geopolítica regional propia de la Guerra Fría actualizó en Latinoamérica un debate en torno a la vigencia de una poesía pura o social, el mismo que fuera central a mediados de siglo (con polémicas que oponían a Eielson y Alejandro Romualdo, en las que participó el propio Mario Vargas Llosa).
Dicho clima cultural se apreció claramente en el protagonismo juvenil que desde la década de 1970 favoreció el surgimiento de grupos poéticos como Hora Zero y Kloaka, marcados por la militancia política, la rebeldía social, el experimentalismo y la estética del rock. Mas la irrupción de Chirinos representa precisamente una alternativa ante el influjo de Hora Zero (el desborde popular de la inmigración provinciana que transformaría Lima) y el Grupo Kloaka (la efervescencia y crisis de los partidos de izquierda); dándose en simultáneo también a la eclosión de una poesía femenina (Giovanna Pollarolo, Patricia Alba y Ana María Gazzolo, entre otras). Para el poeta de Crónicas de un ocioso, esta respuesta fue paulatina, pues debe recordarse que Chirinos vivió a su manera la experiencia generacional, formando parte brevemente del grupo poético los Tres Tristes Tigres, junto con José Antonio Mazzotti y Raúl Mendizábal.
No obstante, el cambio de sensibilidad se había iniciado en la década mencionada, cuando Lima pierde el influjo hispánico y francés, durante un periodo en el que se impone internacionalmente la cultura de masas, cuyo emblema en la obra de Chirinos serían Los Beatles, a quienes homenajea en esta colección con el título de Cuaderno rojo. El paralelo de este fenómeno en el ámbito de la poesía estaría en la asimilación de un supuesto “británico modo” (ciertos aspectos del modernismo anglosajón de Pound y Eliot o de Robert Lowell y la poesía beat). Una innovación retórica cuya flexibilidad versificadora condujo a la búsqueda de otro lirismo, con un registro ampliado en el que confluyen la épica y la lírica, el contar y el cantar. Chirinos, al igual que otros de sus contemporáneos, asumió el proyecto de escribir una poesía que lo abarque todo.
De este modo, en sus primeras entregas, el joven poeta continúa la adaptación del modernismo anglosajón que iniciaron Cisneros e Hinostroza, articulando una amalgama de recursos como el culturalismo, el conversacionalismo y la búsqueda de correlatos objetivos, lo que le confiere gran densidad a los textos. Mas, gracias a una inusual destreza, rápidamente la propuesta se desliza hacia una nota más personal e imprevista, que logra conciliar el tono menor y lúdico de Luis Hernández con la visión órfica y desencantada de Juan Ojeda. Fiel a su versatilidad, se destaca asimismo la búsqueda de cierto didactismo moral, como en las parábolas de José Watanabe.
Esta excepcional ductilidad representa una depuración con respecto a sus inmediatos predecesores. La poesía de Chirinos se desenvuelve así con gran libertad, sin hipotecarse a la historia o a la sociología ni asumir abiertamente la intelectualidad o el experimentalismo. Su tono apela a lo íntimo y a lo universal, aunque reconociendo y asimilando las aportaciones formales (como el ritmo prosódico que permite la máquina de escribir). De este modo, Chirinos asume con paciencia y laboriosidad el influjo innovador al adaptar para sus fines también la dicción y la contención de ciertos maestros de los cincuenta (Juan Gonzalo Rose, Washington Delgado y Javier Sologuren), aceptando paulatinamente que la tradición hispánica le concede versatilidad y virtuosismo (de allí su marcada elocuencia, su siempre renovada fe en el lenguaje). Éste sería el rasgo de un buen lector que identifica lo mejor de su tradición antes de integrarse a otras. En dicho sentido, la vuelta al orden de su propuesta coincide con la reivindicación de la gentility (refinamiento o finura) que sucediera en la poesía británica de la década de 1960 frente al quiebre modernista (la crítica de Robert Conquest en respuesta a Al Álvarez).
Esta amalgama de agudeza y sensibilidad es la que hace de Eduardo Chirinos uno de los poetas más versátiles, prolíficos y variados de la poesía hispanoamericana reciente. El recorrido de sus primeros libros va desde el ludismo a lo oracular (como conciencia de la crisis finisecular) y de lo oracular a lo comunicacional. La alteración y hasta la refutación histórica del proyecto cultural que marcó a sus contemporáneos responden a su voluntad de superar una negatividad que lo asedia, lo que logra a partir de su definitivo exilio. Obsérvese asimismo su singularidad con respecto a sus pares continentales, pues la opción por un interlocutor y un ágora está también en las antípodas del experimentalismo vanguardista del neobarroso rioplatense. En otros términos, una fe irrenunciable en la palabra es la que hace que toda la poesía de Chirinos apele al lector antes que a la historiografía literaria.
De este modo, desde sus primeros años, la escritura de Eduardo Chirinos oscila entre el descreimiento, el juego y la esperanza, asumiendo las paradojas del anhelo de una improbable trascendencia. Un aspecto que puede rastrearse en el desprejuiciado empleo de formas y modelos clásicos como el epigrama, la fábula y el himno (incluso con cierta facilidad para el versículo, que le permite la articulación de un tono elevado, de resonancias proféticas o bíblicas). Su constancia e infatigable imaginación lo convirtieron pronto en un poeta prolífico, un modelo poco común en la tradición poética peruana, caracterizada hasta entonces por obras intensas y breves. Desde aquel momento, siguiendo un peculiar afán por subvertir la realidad, sus versos consiguen fusionar la identidad personal con una subjetividad poética ficcional, altamente literaturizada. La riqueza de la experiencia artística le permitiría entonces reparar las fisuras y las paradojas de una sociedad en inevitable descomposición, superando cierta culpabilidad inherente a una vocación atípica. Tal necesidad lo conduciría precisamente a urdir su primera máscara en Cuadernos de Horacio Morell: un poeta apócrifo y suicida, plenamente consciente de su condición marginal, enfrentado al poder con discreta rebeldía. Con aparente ingenuidad y gran convicción, Chirinos busca una hondura y una cultura totalizadoras, ambición desmedida que matiza con un peculiar sentido del humor, como una seña de vitalidad y optimismo, a pesar de cualquier circunstancia adversa. Así deja temprana constancia su “Poema para Groucho, el de los bigotes”:
Compañero Groucho:
Tú no tienes carnet del Partido
y dudo francamente que seas militante
pero mi hermana (la mayor)
no vio ninguna de tus películas
porque creía que eran de socialismo
y a ella no le gusta el socialismo
(ni nada donde aparezca el nefasto apellido de tu primo)
[…]
Así que me dediqué a la risa
y a coleccionar boletos de Ópera
de Circo
de Carreras
pensando que tal vez encontraría
la clave del poder.
En aquellos versos iniciales, el poeta opta por un culturalismo lúdico y ornamental que paulatinamente se iría atenuando hasta hacerse menos exteriorista y más profundo, como pronto demostraría en Archivo de huellas digitales. Sea en poemas en prosa o en verso, de breve o largo aliento, desde sus primeras entregas ya resalta la tendencia a actualizar mitos y recrearlos, buscando generar otros nuevos a través de la imaginación. De este modo convierte datos que extrae entre sus lecturas o a seres que observa en la cotidianidad indistintamente en personajes, con la misma naturalidad con la que transforma en lección moral la consulta de un diccionario etimológico. Mediante tales variados y disímiles recursos el poeta establece un tejido de retratos, citas y monólogos que evocan voces poliédricas. Así se manifiesta una inusual alternancia entre la poesía dramática y el lirismo, entre el tono elevado y el humor.
No obstante, los temas omnipresentes y recurrentes serán aquellos más definitivos en la experiencia humana: la identidad, la memoria y la literatura, a la par que el ensueño, los afectos y el deseo. Dicho repertorio temático ratifica el temperamento neoclásico de quien no pretende innovar o sorprender a toda costa. La escritura de Chirinos se aleja del lugar común, pero tiene asimismo la humildad de buscar el sentido común, y consigue de este modo rehumanizar la experiencia poética. Sus poemas ansían sostenerse emotivamente, apelando al culturalismo y al encanto. Su propósito último sería la manifestación de una experiencia específica rescatada entre el devenir temporal. De ahí la constante reivindicación de la imaginación e incluso de cierta ingenuidad que, a menudo, quisiera ser bondadosa.
Aquel rasgo se impone gradualmente a la duda y al escepticismo como una tenaz resistencia a perder la infancia. En consecuencia, muchos de sus poemas de madurez se resuelven a través de sabias dosis de fantasía, inocencia y ludismo. Pese a la diversidad de lenguajes, podría señalarse que toda la escritura de Chirinos comparte un propósito común: la expresión de una sincera amabilidad. De ahí el sistemático empleo del recuerdo para encontrar una anécdota o una palabra memorable. La poesía se manifiesta en consecuencia como una amalgama de orfebrería y sabiduría, apelando a la singularidad desde la sensibilidad, en el privilegio de ser simplemente poeta: un individuo que dedica su vida a recoger los frutos de la ensoñación y la cultura.
Asumido su exilio, Chirinos se convierte paulatinamente en un poeta en busca de nuevos lectores. Para esto resultó decisivo su contacto con España, en cuyo primer viaje en los ochenta había coincidido con la recuperación internacional de Cavafis, Pessoa y Pavese, maestros modernos dentro de un lenguaje figurativo o realista. Dicha afinidad permite al poeta peruano persistir en su búsqueda de un lector culto contemporáneo, al que nunca pretende seducir con el intelectualismo o el prestigio de una actualización vanguardista.
Mediante la señalada ambivalencia y alternancia de tonos, Chirinos logra superar la crisis de la sociedad civil peruana y logra finalmente redefinirse desde otro tipo de identidad, más ficticia o fabulada, como corresponde a la actividad literaria. Si el universalismo y la trascendencia parecen ciertamente otra entelequia, ese ajuste con la realidad le permitiría perfilar su sensibilidad no hacia lo latinoamericano, sino hacia lo posnacional: la poesía del idioma, la de la comunidad de lectores del español en sus distintas entonaciones. Asunto que representaba un reto estimulante para un poeta que, circunscrito a la crisis de su tradición más inmediata, empezaba a ceder ante el escepticismo y lo fragmentario. En este sentido, una afortunada intuición en su obra propone un giro hacia una lírica sin límites en cuanto a identidad idiomática. Por consiguiente, no es una casualidad que la poesía de Chirinos empiece a internacionalizarse —de lo que dan buena cuenta publicaciones en Estados Unidos, Italia, México, Ecuador y Colombia— en el momento en el que las editoriales españolas incrementan su presencia en Hispanoamérica.
Una de las aportaciones de Chirinos estaría vinculada entonces a su predilección por un lenguaje comunicativo, siempre equilibrado, que evita caer tanto en el intelectualismo y la abstracción como en el populismo sentimental. Consecuentemente, sin renunciar a la inteligencia, el poeta nunca alardea de ella, transitando las lecciones de la tradición clásica (la grecolatina y la del Siglo de Oro). Una frecuentación que se aprecia en el eficaz desarrollo de temas y motivos, y en su dicción parsimoniosa, serena. Solvencia y dignidad que resultan cruciales para la verosimilitud de sus referencias culturalistas y monólogos dramáticos.
Con tal propósito la lectura se ofrece como una fuente infinita de anécdotas que constituirán la materia prima del poema. De este modo, para Chirinos, la vida puede vivirse a plenitud vicariamente a través de la imaginación, en un juego infinito que asumiría incluso los beneficios de una mala lectura (misreading). Mediante aquella sabia ligereza se potencia el cruce de la historia con lo mítico, y de lo mítico con lo personal. Lectura hedonista y lúdica que, a su debido tiempo, será continuada por la escritura como un regreso a los cuentos de la infancia; pero, también, a la manera de un asedio oblicuo e implacable a la memoria y a lo onírico, en una introspección cercana a lo psicoanalítico.
Tras la saturación de referentes culturales, Chirinos desarrolla otras estrategias que le permiten integrar finalmente la experiencia personal a su literatura, en un recorrido inverso al de sus orígenes. Gradualmente, al entregarle sus secretos, la palabra también le enseñaría a vivir. La voz del poeta se fue haciendo desde aquel momento más clara y definida, hasta alcanzar una suficiencia de recursos con la que logra superar cierta negatividad que lo había obsesionado y que amenazaba con limitarlo a través del vacío, la inutilidad y el sin sentido. Un momento que, no obstante, dejó poemas emblemáticos como “Retorno de los profetas”:
Los profetas han muerto.
Cuernos de guerra anuncian la pronta llegada de la peste,
nuevos tiempos de miseria y escasez.
El campo de batalla está desierto, el cielo se oscurece, la infinita
rueda se ha quebrado.
Dicen que ángeles bellos y monstruosos nos vigilan
pero ya no tenemos ojos para verlos.
Los profetas han muerto.
[…]
Nadie ahora nos engaña, nadie nos confunde, nadie
nos dice la verdad, y estamos solos.
Estamos solos esperando la señal que nos indique
dónde hemos de ir para honrar con dolor a los profetas.
El anhelado giro hacia la aceptación y el equilibrio se insinúa en El libro de los encuentros, donde lo histórico se mezcla armónicamente con lo personal, brindando una mirada distinta sobre lo cotidiano (como en el poema “Templo del Debod”, que constata una primera aproximación a España). Este proceso supone la superación de aquella voz órfica que fuera la sombra de sus temores y sus dudas, tan elocuentemente manifiesta antes en la tensión agonista de libros como Rituales del conocimiento y del sueño y Recuerda, cuerpo…
Chirinos es entonces un poeta del lenguaje, del dominio del lenguaje, no de su incertidumbre hábilmente publicitada. En toda su obra prima el cuidado a la palabra en su transformación artística, manipulada con destreza para atesorar un sentido rescatado entre lo cotidiano, reconociendo la belleza del paisaje, de la vida doméstica y de las lecturas como manifestaciones plurales del privilegio de estar vivos.
Como se aprecia, aquella peculiar vitalidad imaginativa es un aspecto crucial para suscitar el aprecio y la fidelidad de los lectores. Libro a libro, Chirinos fue plasmando una voz cada vez más honda y entrañable, entregándose a escuchar la música de las esferas, sin pretender imponerse, sabiendo también darle la razón al otro. Un proceso que se resuelve finalmente en El equilibrista de Bayard Street, cuando el exilio le brinda una nueva realidad que, coincidiendo con su madurez expresiva, también convertirá en literatura mediante una mirada empática: así sus versos se abren a la vida en pareja, descubriendo la belleza de nuevos paisajes y situaciones, siempre iluminados por las lecturas, como en “Junto a la tumba de Salinas”:
Un pequeño saurio atraviesa la tumba de Salinas,
husmea el óxido que mancha la blancura del mármol
y se oculta rápidamente entre la hierba.
Entonces lo contemplo.
Qué de besos perdidos frente al mar,
qué de labios bebiendo sus gotas azules,
qué de cielos nunca hollados, fortalezas
donde el amor se rindió a los abrazos de nadie.
Nadie, Salinas, buscando entre sombras un cuerpo desnudo,
nadie en las palabras que alguna vez ardieron por nosotros.
Yo también me enamoré con tus poemas.
Ellos sabían lo que habría de ocurrirme, me leía en ellos,
pero tú plagiaste mi vida, la dignificaste, la hiciste del revés.
¿Mereces entonces el perdón?
Ahora que estás bajo un cielo verdadero,
devorado por los insectos de la tierra, pronombre
encadenado a la carne de unos besos que yo di por ti,
te ofrezco estas flores.
Acéptalas, Salinas, como un homenaje de quien quiso creer
y vivió feliz en el fecundo engaño.
Un tono más sosegado, personal y sabio, próximo a un sermo cotidianus: una elección que corresponde a una depuración de motivos, a una decantación de influencias, reconociéndose en el deseo de hablar a un lector concreto, alguien a quien dirigirse horizontalmente en el presente. Sin pretensiones explícitas de trascendencia histórica, pero tampoco con la condescendencia que exige un público al que se pretende entretener o aleccionar.
* Prólogo a Eduardo Chirinos, Obra completa. Cuaderno rojo: Poemas, 1978-1998 (Pre-Textos, 2024; Jannine Montauban, edición).
Los colores de las brujas
A los animales les gusta la caña, y yo
quisiera un templo en salario
para ser la pared y sentir azúcar
azul-cerámica, con mierda, con ojitos.
¿Sería posible mutar
de hueso a voz?
Con las manos disfrazadas llamar
a la sombra enemiga que tengo en común.
Se inflama — lo semejante
porque no recuerdo – algo
que detonó a mi nacimiento.
¡Hay agüita!
y las puertas pues normal
porque en todas las películas salen puertas.
O trenzar un moisés rosa y verde e irme
al río y dejarles, los móviles de Mafalda
pintados a mano.
Fundar y dividir
los mares
como lo planearon en aquella era de bonanza
cuando el dolor estaba a menos de tres pesos
qué épocas
en que podías llenar la congeladora
con carnes frías y nieves de sabor.
Hoy, puedo decir, que vivo aún
que vivo enamorada aún
de mí con la Ouija
cuando no conocía a nadie
que la amara, y una casa
se destruía al mismo tiempo
que mis vidas
quedándonos lento (esta idea
tan insistente) dibujando
espacios para colocar
los aparatos dentales
al dormir.
Ahora, seguir otro camino
ningún color ya es suficiente
para adorar a estas visitas
acompañadas del hálito cortante
y traspasar acaso el párpado
—el tren,
de írseme.
Está cerrado y me hacen hablar.
Me hacen hablar de mí.
Está cerrado, dime lo que ves.
Madrigueras llenas de cabellos.
Los fucos de araña, antes.
(Lo dije en un poema.)
Si me alzo, a lo mucho, mi cuello
sus estrías de luz —y esta frase robada.
Vengo de ver el azul más próximo.
Algo que cruje fugaz y dice
que la piel está ahí.
Que me he olvidado la forma de las flores
no de cómo era su color.
No de cómo era querer
ir a cazar de esa planta
color quedándosele viendo.
Me hacen decirlo, es todo.
Yo lo que quería:
poleíto y miel.
Íbamos imaginando búfalos
un lugar primero
luego viento sobre el puente
colores primarios
lo que colgaba de ahí
las piedras cazadas
de huesos, esturiones
no, zanahorias casadas
en el centro de cada contra
en lo ceremonioso de caerse
recolectar
pestañas de los que aquí estuvieron
lavando huesos futuros
cosas maduras viéndose la cara
en las espinas
pedir un deseo
espejo-cacto, cauta
¡detente
esa es la mía!
Pide un deseo.
Queratectásica, quieta
quédate, sin acatar—
Rojo por rojo
Algo inaugurado
con cuerdas arrojadas
ladera abajo o su
azul linaje me conoce
su alunizar en dos
posibles vertientes:
Naranath.
No era algo que en verdad
fuera piedra, pero se agrava
a sí misma
para freírse de dianas
no dirigidas y a la vez
gemelas, polo a polo:
pies flechados.
¿Ves? Confundes. A manera de
pulgares oponibles, cola quitapón
en un planeta fundado por la suerte.
—Earhart y Byrd
te entenderían, el capitán
para más señas, y concord-
ancia etimológica—.
¿Entonces, cómo se llamaban las cosas
que no nos acordamos?
La avestruz, inflada, dio origen
a la palabra que desayuna su cabeza
de tanto bajar a dónde
hacia los huecos.
La flecha que te mató
ya ha sido disparada.
Y la verdad sobre lo rojo, no. Yo no.
No soy de esas.
Ni
Nefelibata
Desaparecida
como nombres propios.
No claudican su licor.
Una página tras otra
en la testuz tribal
esbelta que se finge
que abruma, destituye
las opciones
a elegir.
Amplios cuadernillos
al fin — de la hojarasca.
Hermana, te he fallado.
Y bebo café y tomo raíces
de aguas negras — en las caras
ya no se movían.
Me veo, me señalan, entre mil
a mí — viendo cosas que no
traduciendo cosas que no
a idiomas apenas aprendidos
porque pasan, de mí, y seguirán pasando
de mí, y no me podría aproximar
a esto
sino por la táctica
de láminas numeradas como agujas
cada noche.
Al mismo tiempo, llaman
de años antes, dejando ahí
el rastro atlético.
Llaman para preguntar por mí
pero yo estoy convencida.
Una copia de otra, de otra copa.
Una vez tras otra, ves
su adhesivo:
cambian: las siluetas
de las balas
los balones.
(Podrían acuchillarme
al intentar dar esta cátedra.)
Vez tras vez esta duermevela:
amo lo difuso, lo real.
Es cuestión de tiempo, dijo.
Bultos, sombras. Con color y sin color.
¿O qué creías tú que significa
ser ciega?
Nunca en la mácula.
Y puertas muy pequeñas adheridas
entre los calendarios.
De lo que no, entre una madre y su sombra
rojo dijo antesnoctumbra.
Pero lo dicho es, y es casi un pulpo.
No le entiendes.
Más allá en el cuerpo
la entrada de una dama en su vestuario
mira, me mira. Luego morará.
No sabe dónde. Bebe rooibos.
¡Tantas opciones!
No es de madrugada.
No llueve.
Nadie murió aquí.
Pero hay quien se atreve, aún, a relinchar.
Hay quien se atreve, aún, a dibujar en verde
la susodicha sangre del susodicho sol.
Brachichita, árbol-botella
—tordo, ya sé que así le dices
a la cabellera roja, que ahora llamas
tuya.
Pero escucha: yo sembré
yo sembré
yo tendí primero heces ahí.
¡Desearán tandas!
(Heces, sí, que significa
para siempre.)
Para siempre-siempre
aunque nunca me escribió:
Querida, las cosas están
tan y tan así, estoy podada.
Y tuve que saberlo por mí misma:
que aquello
inclinándose a la sombra
no era un flamboyán.
Que no fue el mayordomo.
Que no eras un jardín.
Que no fuimos el monstruo
del Lago Ness.
¿Tordo Quién?
Me fui a dormir
por tiempo indefinido.
Me dejé una breve nota
por si acaso.
Dina, Hoy vi a Escocia entera
entrar por mi ventana.
Dina, Hoy un hombre vino, echó gotitas
me dio una planta que al crecer
va a llegarme a la cintura.
Dina, Hoy con camafeos, a palos,
dejé mi carne ahí a friatirizar.
Dina, Hoy no vienen más caballos
con listones
de cuatro brazos, a verme.
Dina, Hoy al fondo en la alberquita
nos espera ya el vestido
del que aquí no sé hablar yo.
—Llegas tarde—.
Nada se destruye, pero todo
por servir se acaba.
Y el poema se titula Vuelva pronto.
Y el poema se titula Sigo aquí.
* Poemas pertenecientes a El sol es verde si lo miras (UANL, 2024).
Poetas con Ñ es una propuesta de trabajo colaborativo entre el realizador audiovisual Juan Carlos García-Sampedro, la escritora Adriana Bertorelli y la Asociación Multimedia de Acción Solidaria, con el objetivo de recoger una muestra transversal que permita apreciar la vitalidad y la riqueza de la poesía femenina contemporánea en español. Asimismo, pretende convertirse en un archivo vivo y en constante crecimiento de estas poetas y sus universos propios a través de la videopoesía, trabajando en la búsqueda de la expresividad metaliteraria desde la voz femenina.
La propuesta es unir la palabra en vivo con las expresiones multimedia y con esta premisa recorrer distintos destinos en España y Sudamérica presentando recitales que incorporen nuevas voces de poetas locales que se grabarán y se convertirán a su vez en videopoemas.
Así, tendiendo puentes experimentales desde la musicalidad de los distintos acentos femenino del español, se apuesta por esa otra forma de poesía que surge de la combinación de la palabra con su entorno, y también de las identidades que las multiplican a través del lenguaje audiovisual.
Nuestra propuesta es documentar en video, durante esta primera edición, a al menos treinta mujeres poetas de distintas procedencias y, a partir de allí, crear videopoemas como aporte a la difusión y al registro cultural de la diversidad de voces femeninas que definan su propia poética.