Si preguntamos a un anciano o a un hombre cualquiera que hubiera vivido un poco por el suceso más dichoso de su vida, es casi seguro que nos cuente algo de su niñez o de su primera juventud cuya insignificancia nos deje perplejos. Quizás se trate de alguien que tuvo una carrera brillante o realizó algún viaje extraordinario. Si no se trata de un avaro o de un ruin (o quizás, es lo más probable, aun tratándose de ellos) tal vez nos sorprenda con la descripción de un suceso indiferente, de una calle algo oscura que tenía un pasamanos como una escalera de casa de campo, por la que bajó un día de prisa a buscar no se acuerda qué.
¿Cuál es el misterio, la gracia peculiar que convierte en dichoso y memorable el oscuro instante? ¿Por qué su encanto resulta tan claro para el que lo sintió como incomunicable para los otros? Si oímos la conversación de dos ancianas —como acostumbraba yo oír la de mis tías cuando hablaban entre sí del malecón de Argel, blanquísimo, junto al que corrían de niñas— veremos, en lo que Horacio llamaba “el conocido honor del rostro humano”, resplandecer una luz muy parecida a la dicha. ¿Y cuál es la sustancia de la dicha, de la rara dicha, de cuerpo glorioso, a la que no le pedimos, como a la muerte o a la vida, una justificación, sino que por su naturaleza parece bastar por sí sola, ser suficiente como un dios? Nunca le preguntaríamos a ella para qué existe o de dónde ha venido, pues ocupa el cuerpo mismo del instante con una plenitud tal que arrasa la posibilidad de una continuación, a la vez que la hace, para pena nuestra, imposible. Puede residir, como la poesía misma, en cualquier cosa, sin consistir esencialmente en ella. Por eso, intentar que otro comprenda por qué fuimos tan dichosos un instante cualquiera, es un intento de una naturaleza semejante al de contar el argumento de un poema a alguien que no tuviera noticias de su cuerpo mismo. Es un conocimiento que no puede transmitirse de oídas o que, mejor, no puede ser objeto de ninguna clase de intercambio. Reclama la persona única y consiste en su propia aparición, en su intransferible instante. Sin darnos cuenta, quizás hemos nombrado, uno por uno, los atributos del ángel. Creo que, más o menos descuidadamente, todos hemos rozado ese misterio.
Ahora quizá deba hacer una aclaración: hay muchos géneros de creencias, o mejor (porque esto nos llevaría demasiado lejos), hay varias maneras de creer en una cosa cualquiera. Podemos aceptarla enteramente como un dogma o desentendernos maliciosamente de ella, pero hay aún una tercera posibilidad por la cual aceptamos una determinada explicación, algún mito acerca de los orígenes, por ejemplo, como fingiendo no tomarla literalmente en serio, para que entonces pueda —como el supuesto de engaño que precede a un juego serio, a partir del cual es que él puede tener cabida— desplegarse como tal verdad. Es a este género de creencias al que fiamos la explicación de las realidades más hondas. Las creemos, a un tiempo provisionalmente y para siempre, a medias y por entero; no podríamos sustentarlas con la razón y, a la vez, nos convencen como enteramente razonables una vez que no queremos explicárnoslas. Como si tuviéramos que valernos de un idioma para hablar en otro distinto, cada signo cobra otra significación que sólo resulta insuficiente para el que no comprenda que se produce en una linde que quiere venir hacia nosotros a la vez que revelarnos esa distancia. A este género de certidumbres, aunque en escala más que modesta, es a la que pertenece la explicación que a veces me he dado a mí misma de lo que pueda ser la naturaleza de la dicha que todos hemos sentido alguna vez, ligada casi siempre a los años primeros de la niñez: lo que los oficios católicos llaman “la alegría de mi juventud”.
En toda vida humana hay dos movimientos, como de ola; uno que la lleva poco a poco a su plenitud y otro que la va alejando imperceptiblemente de ella hasta conducirla a su desaparición. O quizá es un solo movimiento, una sola plenitud, un solo esplendor el que nos alza y nos abaja, nos enriquece y nos pierde. De todos modos, forzoso será imaginarle dos inclinaciones distintas: una ascendente y otra que no lo es, así como necesariamente, un punto —al que se llega y del que parte— en que esa voluntad se detiene y se contempla por un solo instante. Es el fruto que no está ya madurándose o descomponiéndose, sino que se ve, aunque sea por un fugaz momento ilusorio, en el ocio dominical de la forma tal como el Padre lo quiso, echadas a un lado las herramientas del tiempo con que lo hizo posible.
Esa detención de la forma que está fuera del tiempo se identifica de tal modo con el ser de cada cosa que sólo a ella le damos el honor del nombre, y es así (como cuando decimos “rosa”, “rostro”) que sólo a ella nos referimos y no a ninguna de las otras etapas de su formación o de su pérdida que le pertenecen con parejo derecho. Así mis tías, cuando hablaban de malecón de Argel, o mi abuela, cuando contaba de sus vacaciones en Varadero, cuando iba acompañada de otras muchachas a comer ostiones o a mirar el mar, cuando se referían sus amigas (a las que yo conocí años después, ancianas ya) cómo eran entonces, no se equivocaban al destacar, en medio de las transformaciones sucesivas que habían sufrido todas, como algo que les perteneciese más íntimamente, aquel rostro único de su juventud. Aquellas líneas ajadas eran sólo una máscara a la que todos se habían acostumbrado, las aceptaban con una involuntaria ironía. Pero “ellas”, las muchachas, “eran” de otro modo, de aquél. ¿Y por qué habremos de llamar con más derecho “nuestro” a lo que nos perteneció en una época que lo que nos pertenece en otra? ¿Por qué ellas “eran” así y no como las estamos viendo ahora? Esos días, desvanecidos como fantasmas, son sin embargo mucho más reales que estos que podemos palpar, y nuestro rostro es el rostro de nuestra juventud. ¿Y por qué, sino porque sólo ella fue nuestra, esto es, porque sólo ella no fue nuestra del todo y nos habitó otra luz? Contemplad por un momento ese rostro que “promete”, esa promesa jamás cumplida, ángel o niño, joven o dios: no se trata de menos. Todo el resto es pérdida, pero por un momento tuvimos el milagro, y la Virgen y el Niño atravesaron el oscuro bosque con la faz radiante.
Y si a ese rostro, como a un espejo, nos volvemos, y si sólo a él lo creemos verdadero, es porque él participa de algo incorruptible y mantiene su velada promesa a la que nos aferramos como a la fe. No, no es razonable que ese anciano irreconocible siga aferrándose al joven que alumbra todavía como una lámpara la vieja fotografía amarillenta, pero por poco juicioso que parezca sólo a ella se referirá para decirnos: yo era así.
Y es aquí donde entra lo que llamo una creencia de orden imaginario o puramente afectivo, que no por eso deja de convencernos con mayor fuerza. Creo que “la alegría de la juventud” conoce el rostro de la resurrección, el rostro con que seremos reconocidos por nuestro Padre, el que él quiso desde siempre, valiéndose del tiempo para hacerlo y destruirlo. Y si sentimos como una injusticia (no siéndolo en manera alguna) la pérdida de un diente de la boca o de un simple mechón de pelo, es porque, sin darnos cuenta, nos hemos tomado por reales propietarios de una integridad que de ningún modo nos pertenece, ya que el tiempo se encarga de menguarla, con lo cual resultamos los insensatos colaboradores de esa justicia absurda cuyo primer nombre fue la caridad. Ad Deum qui laetificat juventutem meam es la misteriosa invocación del principio de la misa. Oscuramente, todos esperamos esa reparación.
Es así que cuando recordamos algún instante de dicha al que doraron estas virginales luces primeras, nos viene el fuerte deseo de revivirlas de nuevo. Quisiéramos volver a aquel sitio que alumbró tan locamente nuestra confianza, más allá de la realidad de su cambio, hasta que esa sensación de “querer volver” se transforma en una insinuante esperanza a cuya luz nos parece cada vez más posible “poder volver”. ¿Y qué hubiera podido alimentar de un modo tan secreto como eficaz nuestra confianza de “ser así” y de ser así todo lo que nos rodeaba, sino la evidencia de una promesa, de que ese “querer volver” habría de encontrar forzosamente en algún sitio, un cumplimiento? Somos los guardianes de toda esa pérdida, los únicos que podrían contar su cuento, el de los salvados de una ciudad incendiada. Una sola vez, quizás, fuimos tocados por la delicada detención de la dicha, pero lo que poseímos, en esa desposesión tremenda, fue un momento y una figura que el tiempo no podrá reclamarnos como suyo.
Cuando Proust (en la memorable página en que se pregunta por la inexplicable dicha que despertara para él al mojar la magdalena en el té) nos dice que la realidad sólo se forma en la memoria, creo que comprendió muy bien la necesidad de ese vacío intermedio para completar un cuerpo glorioso (cuyo oficio quizás sólo llene mejor la muerte), así como la incompletud de la experiencia en el presente real. Sólo que si ese fantasma ha podido alimentar un cuerpo más cierto, tendremos que tomarlo mejor por un huésped misterioso o, al menos (si es que nos parece la simplicidad del ángel una hipótesis demasiado complicada), como una visitación. Pues esos momentos —no importa lo humilde de sus recados, que sentimos tocados por lo perfecto— entregan una plenitud que no puede ser ya engendrada (pues aquello que parece ser su causa no agota su explicación) y que se aparta, como el rostro de una virgen de su oscuro y manchado progenitor, dibujándose por un momento en el oro incorruptible. Y es por eso que creemos (aunque sólo se trata de un espejismo) que ellos se forman del todo en la memoria, porque esos momentos son los únicos, quizá, que reclaman su desaparición a cambio de ser y cuya dicha es más bien la forma que toma esa misteriosa certidumbre de que sólo ellos pueden y deben morir.
Quizás fue necesario ese tiempo oscuro y confuso, en que creíamos no tener ningún pensamiento (verdadera noche de la adolescencia) para que pudieran inscribirse, como de soslayo, unas pocas cosas reales que todavía nos alegran: la humildad de la vida, unos pocos nombres, algún rostro, algunos signos.
* Fragmento perteneciente a Pequeñas memorias, publicado en 2023 por El Equilibrista, en conjunto con la Universidad Veracruzana (UV) y la UNAM.
Las siguientes palabras fueron leídas en la presentación del libro Teresa de Jesús. Un ensayo biográfico (UNAM, 2023), que forma parte de la colección editorial de Periódico de Poesía. La presentación tuvo lugar el 1° de septiembre de 2023 durante la Feria Internacional del Libro de los Universitarios (FILUNI).
—La Redacción
Queridas lectoras, queridos lectores:
Yo escribo fundamentalmente poesía, y mi acercamiento a la figura que nos reúne —en este ensayo biográfico que titulé Teresa de Jesús, y que apareció en España en 2001— fue el fruto de una propuesta de Nuria Amat para la colección “Vidas literarias” de Editorial Omega; era aquel un proyecto de revisión de los clásicos —no sólo antiguos, también más recientes, como Juan Rulfo o Alejandra Pizarnik—, a través de la mirada de un escritor o escritora de hoy.
Al preparar el libro, me planteé básicamente tres cosas:
La primera, ¿quién había sido Teresa de Jesús? Porque para la gente de mi edad, en España, Teresa de Jesús era “Santa Teresa”, “la santa de la raza”, una figura de la que se había apropiado el discurso más rancio y tradicional de la Iglesia y de la dictadura franquista. Conocíamos a Santa Teresa desde niños, nos hablaban de su fascinación por los libros de caballerías y las vidas de santos. Sabíamos que Franco viajaba habitualmente con una reliquia, una mano incorrupta de ella, “el brazo de Santa Teresa”, se decía entonces. Sabíamos de su santidad, emblema de ortodoxia católica, doctora de la Iglesia. Su imagen plástica más famosa —seguramente la tenemos todos en la cabeza— era y es, sin duda, la teatral y barroca pieza de Bernini, Transverberación del corazón de Santa Teresa, que representa a una monja en éxtasis, con el flechazo del ángel traspasándole el corazón.
En fin, unas cosas y otras la habían ido convirtiendo en un personaje entre rancio y folclórico, muy difícil de llegar a conocer en sus dimensiones reales, y poco apetecible de leer. Y ésa era la cuestión: ¿cómo recuperar un personaje que se nos había dado tan determinado? ¿Cómo desprender de ella todas las capas que interesadamente le habían ido adhiriendo? Y lo fundamental, ¿cómo leer ahora a una mística cristiana del siglo XVI? ¿Y cómo leerla, por otra parte, desde una posición agnóstica, como es la mía? Un personaje, pues, bien complejo, de familia judeoconversa, que nos plantea muchas preguntas sobre ella misma, sobre su época y sobre la historia de mi país.
En segundo lugar, estaba algo que me interesaba y me interesa mucho: ¿qué es lo místico hoy? ¿Qué ha pasado con lo místico en Occidente después de Nietzsche, diríamos?, ¿y dónde está?, ¿quién sostiene ese discurso (o ese silencio)? Por eso en mi ensayo fui intercalando, en una especie de diario personal, citas de autoras y autores que han escrito desde esta perspectiva o así los leo yo (Wittgenstein, Simone Weil, Clarice Lispector…)
Y, tercero y, claro, primordial: su escritura. ¿Cómo puede Teresa de Jesús ponerse de repente a escribir así? No lo digo por una supuesta falta de formación de la que suele hablarse –ella tenía un bagaje de lecturas muy sólido–; me refiero a que no era nada fácil en su momento y situación, siendo mujer, sin “autoridad” por tanto, escribir de ese modo, construir una obra tan rica, tan inagotable y de la impresionante envergadura de la suya.
Así pues, había que ver quién fue y cómo llega a ser quien fue Teresa de Jesús; analizar algunas decisiones importantes y cómo las toma. La de hacerse monja, por ejemplo; y luego, hacerse “mística”, emprender el camino de mayor exigencia o, más bien, entrega espiritual; asunto este que, en su caso, coincide exactamente con el de hacerse escritora.
Y la pregunta que se nos plantea es si un camino que exige el vacío completo de uno mismo para alcanzar la contemplación, supone vivir fuera del mundo. A juzgar por la vida de muchos de estos personajes, y la de Teresa en particular, bien se ve que no. Ella no sólo está al tanto de lo que ocurre en su tiempo, sino que proyecta y lleva a término sus planes reformadores —de su Orden y de la forma de entender la espiritualidad—, viajando continuamente, con eficacia y espíritu práctico, con una necesaria e intensa relación social, tanto en persona como por carta. Y su escritura recoge estas dos vertientes, la práctica y la ensimismada, sin solución de continuidad.
Por otra parte, cuando uno se sumerge en el proyecto y la obra de Teresa de Jesús, es inevitable preguntarse por su éxito o fracaso, y también por la cualidad de su recepción en el mundo actual. ¿Qué pensaría de la situación de las mujeres hoy, tan difícil todavía? ¿Qué pensaría de una honra que ha ido modificando su referente, pero que conserva gran parte de su sentido en el funcionamiento social? ¿Qué pensaría de la organización, jerarquía, ideología de la Iglesia católica, hoy como ayer? Entre otras, estas fueron causas de profundo sufrimiento para ella, como se percibe en sus escritos. Y si viviera ahora, seguirían siéndolo. Tal como la tradición la ha transmitido —personaje indiscutible del catolicismo, doctora de la Iglesia, fundadora de la rama descalza del Carmelo, todo ello sintetizado en uno de sus nombres, santa Teresa—, su figura nos permite analizar la apropiación que artistas y escritores sufren por parte de un sistema (ámbitos académicos, instituciones culturales, medios de comunicación y, en el caso de los místicos, una ligazón eclesiástico-política nunca claramente deslindada). Un sistema que no puede asimilarlos como lo que son, fuerzas perturbadoras de enorme dinamismo creativo. Y hace reflexionar también sobre lo enigmáticos que resultan éxito y fracaso; y cómo el fracaso late a menudo tras el triunfo, según se miren las cosas.
Las etapas últimas de la vida de Teresa de Jesús, tal como las muestra la documentación, dejan un regusto de profunda tristeza, y a mí siempre me recuerdan el final del Quijote, cuando el personaje vuelve a la realidad y muere. El castillo interior no es el mundo. No se trata sólo de la Inquisición, que no levantó nunca su amenaza; el enemigo es también fraternal (los ataques de la rama calzada del Carmelo en estos años fueron de una crueldad atroz, y basta como ejemplo la prisión y la tortura de Juan de la Cruz en Toledo); o, peor aún, el enemigo puede estar dentro, entre los más próximos —y los próximos son tanto sus familiares, como sus monjas, o una figura tan importante para ella como fue Jerónimo Gracián, aunque en este caso casi prefiera no reconocer su decepción.
¿O es que esa experiencia que ella había intentado alcanzar de amistad con Dios, y que requería la mayor exigencia hacia uno mismo, no era un ideal deseable para un grupo, ni siquiera pequeño, y ése había sido su error, pensar que las demás querían lo mismo que ella, y quizá no era así? Tal vez la mayoría de las mujeres iba a los conventos —¿incluso a los suyos?— sólo por razones prácticas: porque no había hombres a causa de las guerras o porque no había dinero y la honra así lo aconsejaba, y querían, ya que debían pasar la vida recluidas, tener al menos cierta comodidad y consentirse ciertos gustos.
No está claro que un proyecto de la radicalidad del suyo pueda ser asumible por una comunidad en expansión. Organización, objetivos, jerarquía, disciplina, parcelas de poder y lucha por ellas parecen inevitables. El anhelo de autenticidad que lo puso todo en marcha se institucionaliza al expandirse. Tal vez una reforma como la que ella soñó sólo es posible como impulso individual, algo que no puede hacerse colectivo ni durar. Tal vez donde ella había pensado autenticidad y amor aparecían comodidad y poder. Todo parece natural, tal vez razonable, pero —como al cerrar el Quijote— lo razonable del mundo, de la realidad, de la lucha por el poder, de la muerte, deja su regusto, una punzada de pena que nos interpela directamente.
Por otra parte, y desde el punto de vista de la recepción actual de su obra —y la mención del Quijote no es gratuita: a mi modo de ver, su prosa es tan rica como la de Cervantes—; digo que desde el punto de vista de la recepción de su obra, su figura es bien difícil de recuperar, de lograr que se desprenda de todo lo rancio, oportunista y folclórico que se le fue adhiriendo. Y esto se ve muy claro si la comparamos con Juan de la Cruz, perfectamente asimilado —sobre todo a partir del último centenario de su muerte— para la filosofía y la historia del pensamiento y la literatura.
Teresa de Jesús. Construida por ella misma como un cristal de mil facetas, no está casi nunca allí donde se la nombra. Desde cierta perspectiva, la figura que una autobiografía dibuja tiene algo de espejismo. Personaje, narradora y autora coinciden, presentando ante quien lee la aparente coherencia y solidez de un yo real; y, sin embargo, ese yo sabemos que es fruto de una selección —de momentos, de perspectivas, de niveles lingüísticos— dentro del múltiple y denso flujo del yo que vive. Lo que tenemos para buscar a Teresa son sus textos; unos materiales, cristalinos y opacos, sus palabras, para un personaje deslizante y, también, bien sólido; cuánta presencia hay en el espejismo. ¿Quién es Teresa de Jesús?
No añoro una realidad, sino su valor
No añoro un mundo, sino su color.
…
no lloro porque ese mundo no vuelva,
sino porque su regreso es imposible.
Pier Paolo Pasolini
Querido Pedro
soy testigo
del dibujo efímero
de un árbol eléctrico,
sus ramificaciones en los huesos
después de la descarga.
Encuentro un eco
que no se multiplica en el futuro
sino que perfora ese día
de primavera de 1941.
Anoto con lápiz
en papel de estraza
porque resiste el desgarro
y las fases lunares.
¿Cómo puede ser
que cada vez
tenga más miedo
a los relámpagos?
Hola,
quisiera lograr
el mismo tono seco
y milagroso
de los poemas
en friulano.
Bailar desnudo
después del vino
en honor a la luz
encontrar las balas
escondidas
en la cajita de música.
Y luego
en la oscuridad sin luna
vimos una cantidad
inmensa de luciérnagas
que formaban un bosquecito
de fuego.
Un lugar tan pequeño
que seis pinos bastaban
para rodearlo,
allí nos recostamos
envueltos en las frazadas.
Querido amigo,
una carta de puño
y letra. El sobre cruzado
vía aérea, azul y rojo.
Adorado Pedro, decime
en tu lengua franca
los infortunios del pintor
provenzal de manos ásperas,
como esos amigos
que se comentan
sus aventuras amorosas.
Nosotros también
quedamos atónitos.
Las mejillas
ardiendo, tocamos
con cautela
las piedras, desplazamos
con la mirada
los fuegos artificiales
frente al río marrón.
Nos deslumbramos
con las ramas secas
que estaban muertas
y cuya muerte
parecía viva.
Hola,
retomo esta carta
para cuidar
las brasas. Borroneo
lo que debió ser
sagrado o rastro
de una pasión.
Espero
que cuando la recibas
sigas bailando
en las colinas
de Pieve del Pino.
Querido,
pido reunir
lo que fue
dispersado.
Entonces,
¿cómo se deshace
el cielo que brama
en mi cabeza?
¿Cómo cuento
de las cenizas
su triunfo?
Glicinas
El camino de tierra
se prolonga
en los gritos lejanos
y el rezo de los viejos
sentados en el jardín.
El oído humano
apenas escucha ruidos
ecos
el inicio de una canción
pero el oído absoluto
está en las flores de la glicina
no lo olviden
engañan con su perfume
mientras trepan y caen
en racimos
sobre las voces tenues
de todas las plegarias.
Granadas
No voy a pedir ayuda
al olfato ni a la vista
para traer hasta acá
eso mismo
que no sé
cómo llamarlo
quizás presencia
electricidad
pero nunca usaría
la expresión
“el recuerdo
de aquellos versos”.
En el inicio
estaban los amantes
dos hombres
en una tarde
agobiante
no puedo precisar
el lugar.
Qué rotunda
la traducción de Laura
eligió
“luz quemante”
“las frutillas reluciendo”
y la voz de Edwin
hizo eco en las colinas
de Escocia.
Ahora acá
en estos retazos
que se depositan como limo
en la isla cambié
frutillas por granadas
casi la misma pulpa
roja y ácida.
“Tus rodillas en las mías”
dice quien más adelante
celebrará que pegue
el sol sin apurar el festín
mientras aparecen relámpagos
y platos azules.
Hoy
brotaron las granadas
de 1976
rebosantes de ese líquido
inverosímil
que manchaba
los dedos de mi primo
pegajosos y veloces.
Las manos llenas
saltaban de una boca
a la otra mordíamos
cada semilla el sabor
prolongado
en nuestras gargantas
una sucesión de fogonazos
el día un borrador
que en el umbral
nocturno
esperaba su definición.
Las colchonetas en la terraza
debajo de las glicinas
hacíamos frente a los mosquitos
envueltos en el humo
de los espirales
transpirados y felices
pocas estrellas una luna
creciente los músculos
relajados la piel bronceada
nos movíamos distraídos
éramos
demasiado jóvenes.
Sólo tres palabras
ultramar granadas trasnoche.
Trabalenguas roto
como emblema del verano
canción solitaria de los sentidos
he venido a este poema
para entrar.
Desde la boca
el humo proyectaba
sombras en el pasto
bajo tus dedos
sucios y perfectos
o eso imaginé
no importa
tampoco sabía si retener
la savia desbordante
la tierra mojada
o tu aliento
que desplazaba
en mi cabeza
el lugar del río
para el beso
que como la fruta
estaba
por caer.
Cómo olvidar
la curva enérgica de tu espalda
laminada viva
irguiéndose
adentro el latido generoso
y afuera
rocío en pequeñas gotas
de sudor.
El arqueo majestuoso
caballo sin brida
cuando nos movemos
no es acople
somos tropilla
y es manso
cuando abrevamos
en la grupa común
manantial fragante
y ácido al final
para recomenzar.
Ahí estabas
en los ligustros
más altos
afilada y dispuesta.
Enderecé el cuerpo
para preguntarte
—¿ves mi aliento?
no las volutas humeantes
de los primeros fríos
sino esas líneas
transparentes
que salen después
de mi boca
—¿las ves?
Perdí el olfato
en el cuarto creciente
las brasas
del mediodía
alumbraron el fondo
denso
del arroyo duraznito.
Acá en el delta
te decía ayer
caen hojas
de los álamos vecinos.
Todo es brote o semilla.
Una orquesta vegetal
y para las ranas
su metrónomo.
Como la avispa
visita la higuera
así encuentro
mi oráculo
para este veinte
de abril.
Cosas pequeñas
sin importancia
sólo esta música
insensata alrededor
el gemido
en dos notas
del benteveo.
Crujen
las ramas
y cimbra
el clavel del aire
mientras pateo
los frutos díscolos
del nogal.
No acarreo
las piedras
como cada otoño
no hay sangre
ni rasguño
sin embargo
este cansancio
me visita.
—Vení por acá —me decís.
—Ponete bajo el manto
de las estrellas
y empezá a escuchar.
Arriba no hay senderos
todo se acopla
cruz del sur
chispa o cencerro
diamantino.
—¿Cuál es
la medida del amor?
—¿Será ese caballo
desbocado centauro
que ahora mismo
vuelve a corcovear?
En mis latidos
toma altura
por su sombra
imagino
la primera luz
de la mañana.
El libro Contra los influencers: corporativización tecnológica y modernización fallida (o sobre el futuro de la ciudad letrada) [Pre-Textos, 2023] propone una actualización de la modernidad poética (en sus plurales versiones), como antídoto frente a la masificación discursiva y simbólica que propugnan los excesos de los conglomerados corporativos y tecnológicos. El ensayo abarca un proceso que se despliega desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días, incidiendo en momentos clave como la modernización editorial española de los setenta, la Transición democrática y la irrupción de los millennials o nativos digitales. Desde Pablo García Baena (1923-2018) hasta la rapera Gata Cattana (1991-2017), más de medio centenar de autores son analizados para ilustrar la paulatina pérdida de la literariedad y la hegemonía del entretenimiento y de lo publicitario, que pretende convertir a la poesía —incluso con el apoyo de la inteligencia artificial— en una rama menor de la cultura de masas.
A continuación, se ofrecen algunos fragmentos que trazan los ejes de un análisis que se desarrolla a lo largo de 474 páginas.
—El autor
Estableciendo una frontera formal y discursiva entre la poesía del siglo XX y la del siglo XXI
1
Entre las nuevas promociones de poetas, con el apoyo de lo corporativo —la confluencia entre lo editorial y lo periodístico— se busca potenciar el paradigma de un escritor convertido en celebridad o estrella pop. Ese es un privilegio que internacionalmente comparten figuras como Marwan, Luna Miguel, Rupi Kaur, Elvira Sastre o Amanda Gorman: poetas muy cuestionados por la baja calidad de sus obras y por sus estrategias publicitarias, que invisibilizan y perjudican a gran parte de sus contemporáneos. Una situación refrendada por el inédito apoyo publicitario de lo corporativo a sus propuestas, que cumplen con la fórmula ideada por Andy Warhol: una producción rápida, fácil, barata y moderna.
Este nuevo orden se aprecia en la abismal diferencia en el número de seguidores entre los autores de la poesía pop tardoadolescente, los influencers y aquellos escritores que se adscriben al paradigma literario, cada vez más condenados a subsistir en los márgenes del sistema. En el momento que este libro se cierra, Elvira Sastre cuenta con 594 mil seguidores; Miguel Gane, 386 mil; Marwan, uno de los precursores, 265 mil; Loreto Sesma, 83 mil; Luna Miguel, 46 mil; Elizabeth Duval, 44 mil 900; y Elena Medel, 12 mil 500. La tendencia no parece remitir: nuevos exponentes del fenómeno como Luna Javierre cuentan con 410 mil seguidores. En el caso de Berta García Faet, una de las poetas jóvenes más reconocidas institucionalmente, sus seguidores apenas llegan a mil 499, aunque su visibilidad mediática, merecida en términos de calidad, hubiese sido improbable sin el apoyo de una comunidad poética virtual que sobrepasa los cien mil seguidores (los autores vinculados a Los Perros Románticos de Luna Miguel y la editorial La Bella Varsovia de Elena Medel). Como contraste, un poeta sin mayor vinculación a comunidad alguna, como Aitor Francos, cuenta apenas con 666 seguidores. En cuanto a las ventas, Marwan ha alcanzado a colocar más de sesenta mil ejemplares de un solo libro, Todos mis futuros son contigo; Miguel Gane —el mayor éxito de 2022— ha sobrepasado los cien mil; y Defreds —que se considera escritor de narrativa corta— llega a los quinientos mil con todo el conjunto de su obra. Números que exceden ampliamente los de una novela de éxito de esta misma generación, como Panza de burro de Andrea Abreu (sesenta mil ejemplares).
En todo este fenómeno prima una relación inversamente proporcional a la literariedad de las propuestas. Aquellas con mayor cantidad de seguidores se apoyan decididamente en la interactividad y la oralidad electrónica: en la autorrepresentación, en los personajes y en la viralidad de las imágenes.
2
La industria editorial, a través de lo corporativo, ha creado una dinámica de acción-reacción en cuanto a las propuestas literarias: aquella dialéctica sería la que conforma la actualidad y las tendencias. Es decir, los sucesivos movimientos de ruptura y reparación entre lo nuevo y lo tradicional —el paso de los Novísimos a la Poesía de la experiencia, de la Generación Kronen a Juan Manuel de Prada y luego al Grupo Nocilla, etcétera—, son inducidos por el propio mercado. Una situación que se ha dado tras la consolidación de la industria editorial en los setenta, aunque en la actualidad el lapso entre una y otra expresión sea cada vez más breve.
Podría pensarse que tal dinámica resulta contraproducente para la industria, pues propiciaría una obsolescencia premeditada para sus propios productos editoriales, pero no parece así en la mayoría de los casos. En primer lugar, es el flujo de novedades el que garantiza las ganancias, no la solvencia de un libro o la permanencia de la propuesta de un autor. Además sólo algunos escritores, aquellos que reúnen cualidades extraliterarias derivadas de la irradiación de su imagen o su capacidad para articular un discurso público, alcanzarían a ser investidos como autores marca. Y, gracias a la adquisición de dicho estatus, lograrían trascender también la dialéctica de acción-reacción propuesta por la industria.
Dicho mecanismo ha sido posible sólo desde que los medios de comunicación se han impuesto como valedores o guardafronteras de la ciudad letrada. Así, el proceso ha significado que la lectura privada y la reflexión hayan remitido, perdiendo relevancia frente al carisma o la admiración que los autores marca ejercen desde los medios de comunicación. De este modo, los valores de la alta cultura y lo ilustrado han sido deslegitimados paulatinamente a favor de los de la sociedad del espectáculo y la cultura de masas.
A lo largo de los últimos cincuenta años dicho proceso, que supone la prevalencia de lo corporativo sobre lo artístico, ha tenido tres momentos. Inicialmente, la noción de una alta cultura estaba sostenida a partir de la producción de una alta burguesía parapetada, por sus privilegios de formación y acceso al medio cultural, al interior de los muros entonces inexpugnables de la ciudad letrada; así, con el pasar del tiempo, estos escritores sólo permitieron el ingreso de otros autores de características sociales y estilísticas similares a las suyas, generalmente inferiores en cuanto a talento y calidad. Aquello supuso fomentar una escritura epigonal y el respeto al orden social: la alta cultura se hizo endogámica y conservadora.
Posteriormente, el influjo de los medios masivos, y en especial el de la música y la televisión, consagraron un imaginario juvenil y mesocrático que, en un par de décadas, logró hacerse bastante sofisticado —desde el jazz hasta el rock progresivo y la música electrónica o como en el cine de autor—, lo cual supuso que los referentes e incluso las posibilidades del lenguaje literario se ampliaran. No obstante, aquello suponía un diálogo interdisciplinario desde la literatura, por lo que los valores formales y la noción de continuidad histórica eran respetados. Mas esta producción no llegó a cuajar desde las razones comerciales de la industria y su incesante búsqueda de best-sellers.
Un tercer momento, definido por la aparición de las redes sociales como medios micromasivos, altera por completo las jerarquías ilustradas. Los prosumidores nativos digitales ya no requieren escribir sobre personajes que podrían encontrarse en las películas de Wim Wenders o en las canciones de P. J. Harvey, sino que ellos mismos se convierten en los protagonistas, en los personajes de una ficción que construyen virtualmente para la aceptación de miles de seguidores: los escritores se proyectan a sí mismos como celebridades. De ahí la asimilación de los influencers en la industria editorial, autores para quienes lo formal y lo discursivo apenas resulta un pretexto para complementar un culto a la personalidad.
3
Es decir, de espaldas a la antigua ciudad letrada, el trepidante proceso de estandarización alcanza esferas antes inimaginables, como parte de una casi irremontable brecha digital y generacional. Sin apelar a ilustraciones transhumanistas, actualmente se vienen popularizando programas de inteligencia artificial que permiten redactar una gran diversidad de contenidos: desde textos publicitarios o descriptivos hasta relatos (mediante algoritmos de aprendizaje automático o deep learning). Textos que son escritos recurriendo a una base de datos, y a los que incluso se les puede indicar la adopción de un determinado tono o estilo de lenguaje. Algunos de estos programas ya disponibles son Jasper, Rytr y Copymatic, y el recientísimo ChatGPT, que puede resolver preguntas y generar textos o resúmenes requeridos oralmente, funciones que, supuestamente, amenazan con desplazar a Google como motor de búsqueda favorito.
De otra parte, el uso de la interactividad narrativa apoyada en imágenes (narrativas visuales), puede incluso llegar pronto a un nivel de aceptación parecido al de los videojuegos. Si esta evolución sonara muy improbable o lejana, debe recordarse la plena asimilación de los audiolibros, la mensajería electrónica y los lenguajes iconográficos —como los emojis y los memes— en la cotidianidad actual a través de los dispositivos móviles.
De la imagen al objeto, del objeto al dato,
del dato a la escritura.
El asombroso influjo de la inteligencia artificial ya ha afectado plenamente a la ciudad letrada; y, desde aquella perspectiva, los prosumidores millennials representan algo parecido al paleolítico de una mutación cultural: la interactividad electrónica y los mensajes virales; lo transmedial, el algoritmo y la minería de datos; suponen fenómenos que han avalado —y en cierta forma justifican— el posicionamiento de los jóvenes autores marca y sus productos editoriales.
A este posicionamiento por la interactividad y el algoritmo responden los casos paradigmáticos de Luna Miguel en El Cultural o el de Elizabeth Duval en Público y laSexta, erigidas desde las redes como líderes de opinión. Ese tipo de representatividad, sin otro filtro que la visibilidad electrónica, subyace asimismo en el polémico episodio que protagonizaran ciertos poetas pop tardoadolescentes —Marwan, Defreds, Leticia Sala y Elvira Sastre— al ser entrevistados por la Casa Real durante la pandemia.
La influencia de la inteligencia artificial ha dejado todavía indicios más contundentes en la ciudad letrada, como se vio con el Premio Espasa Poesía 2020, otorgado a Rafael Cabaliere, un misterioso poeta venezolano, con miles de seguidores y apenas autorrepresentación o interactividad en sus redes (cuarenta publicaciones y más de un millón de seguidores). Fuera de ceñirse a la simplicidad y la cursilería que caracteriza a este tipo de escritura, tan cercana a la autoayuda, su profesión de ingeniero informático y publicista, aunada a la escasa y extraña interactividad en su perfil de Instagram, abren la posibilidad de que su visibilización se deba a la compra de bots (cuentas virtuales falsas). Es más, lo formulaico de sus textos en Alzando vuelo indicaría la probabilidad de haber sido producidos o reescritos a partir de un tratamiento con inteligencia artificial:
Entenderte es saber
que estás hecha de fuego
y no buscar apagarte.
En otras palabras, Espasa podría haber topado con un robot en su búsqueda de un poeta pop tardoadolescente. Pero esta anécdota pronto puede dejar de ser un curioso caso aislado. Como se sabe, el tipo de automatización que propone la inteligencia artificial destruye trabajos, no sólo ya manuales. Redactores y traductores se ven profundamente perjudicados, incluso publicistas, copywriters y escritores de contenidos; ¿por qué no tendría que afectarse a escritores literarios?
Para lo corporativo tecnológico, en un mundo editorial cada vez más global y concentrado, un futuro ideal de rentabilidad infinita supondría tener pleno control sobre agentes, formas y contenidos: un modelo similar al que se ejerce en la industria del K-Pop surcoreano, con figuras diseñadas para un Star System musical y cinematográfico. De llegar a tal punto, los influencers literarios, que habían sido en un inicio reclutados desde las redes, luego serán diseñados por las multinacionales para ser, en última instancia, sustituidos mediante modelos, avatares de inteligencia artificial o actores producidos con tecnología deep fake. Resulta así más que evidente que la asimilación cotidiana de la inteligencia artificial plantea graves disyuntivas no sólo económicas, pues también existen implicaciones geopolíticas —del neocolonialismo cultural al control social—, y ético-filosóficas, como la tecnoconciencia, la “inmortalidad” digital y la temible singularidad tecnológica: aquel momento en que la inteligencia artificial adquiera una autonomía que le permita superar a la inteligencia humana.
Desde una cultura como la hispánica, receptora pasiva de una inédita revolución tecnológica, una forma de resistencia para la ciudad letrada supondría asumir la poesía no sólo como reivindicación idiomática, sino defenderla como instrumento o vehículo de la conciencia a nivel epistemológico. Así, en las próximas décadas, la capacidad cognitiva seguirá siendo amenazada por la estandarización y la simplificación que globalmente promueve lo corporativo a través de la minería de datos.
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Contra los influencers: corporativización tecnológica y modernización fallida (o sobre el futuro de la ciudad letrada) propone un diagnóstico de la sociedad literaria española entrada la segunda década del siglo XXI, estableciendo una vindicación de la literariedad y lo histórico frente al riesgo que significan los influencers como agentes privilegiados de la cultura corporativa y la sociedad de masas. Este análisis se basa en un enfoque interdisciplinario que toca aspectos sociológicos, tecnológicos, políticos, mercantiles y literarios.
Los capítulos, estructurados con los nodos, las digresiones y las recurrencias de un hipertexto, examinan la relación creciente entre la cultura de masas y la literatura mediante su influjo en la identidad individual de los lectores. Por consiguiente, se recogen procesos por los que lo corporativo busca generar mayor homogenización social vía la consolidación de un mainstream y su consecuente hegemonía en la opinión pública, el consenso político y el consumo.
El ensayo propone asimismo un retrato de la ciudad letrada a través de la crítica como alternativa al relato que se impone desde los medios. En este sentido, no se puede explorar a profundidad propuestas excéntricas o periféricas que ilustran otra versión de la modernidad literaria. La perspectiva corresponde no a lo que pudo ser, sino a lo que es: consideramos necesario repensar el canon antes de ampliarlo. El enfoque, además, no pretende defender una determinada modernidad poética (un debate que se dio en el fin de siglo y que no fructificó por las limitaciones y las instrumentalizaciones de lo mediático), sino aportar a una necesaria modernización de la ciudad letrada (sus instituciones, políticas culturales y discursos), pues sostenemos que en esas instancias se consolida la superestructura que determina la producción poética contemporánea. No obstante, se intenta mostrar una pluralidad de obras y estilos, abriendo líneas de trabajo para futuros poetas y lectores, reconociendo que esta aproximación contempla vacíos y asimilaciones tardías. Así se registran ciertos cambios estéticos, inicialmente lentos y luego más raudos, por la presencia de Internet a inicios del siglo XXI.
Más allá de sus protagonistas, se trata a los influencers literarios y a los poetas pop tardoadolescentes como un fenómeno importante por proponer formas de actuar, sentir y pensar. La crítica a sus procedimientos y estilos plantea una respuesta frente a la voluntad de instituir a la literatura del mainstream como un hecho social o entorno incontestable.
Para concluir, se brinda una breve propuesta para reformular y modernizar la ciudad letrada a través de un cambio en la gestión y en las políticas culturales. De este modo, el propósito final de Contra los influencers: corporativización tecnológica y modernización fallida (o sobre el futuro de la ciudad letrada) sería establecer lecturas a profundidad sobre obras, fenómenos y procesos, buscando generar un modelo de análisis que fomente el diálogo, los vínculos comunitarios y otro tipo de gestión cultural dentro de una sociedad literaria contemporánea e intergeneracional. Es decir, contribuir al debate sobre la creación y viabilidad de una ciudad letrada adaptada al entorno electrónico.

Naranjo
En la casa de enfrente hay un naranjo
que nunca es cosechado.
Me escabullo entre las rejas
y alcanzo
su perfume.
Croac croac
las invasoras anuncian su presencia
pero no se dejan ver.
Habitantes que hacen ruido,
anfibios y naranjas
se pudren en la tierra.
Parto por la mitad una naranja
y su corazón
es gusano blanco
curva de leche
que se retuerce en mis manos:
espía cómplice
que arrojo
al agua espesa.
Las ranas vuelven a croar,
testigos de mi transgresión.
Y así cuando duermo me persigue
el cuerpo blando y segmentado
que ahogué,
que he privado para siempre
de la pulpa anaranjada.
Panteón de luciérnagas
Algún día mis ojos encenderán luciérnagas.
Gioconda Belli
terreno baldío
que durante época de agua
se llena de luz
firefly
el pasto se incendia
en parpadeos
noctámbulos
el día que construyeron
sobre el terreno
la lluvia cesó
las pupilas se escondieron
detrás del cemento
y en caravana
las luciérnagas llegaron a morir
sin su fuego
se vuelven escarabajo-cadáver:
ojos sin pupilas
Chicharra
de una cosa tengo certeza
una chicharra habita
el oído de mi padre
yo creo
que cuando era niño
ella escaló su cuerpo
hasta llegar a ese caracolito de hueso
que llaman
cóclea: fósil
de un mar corpóreo
la proporción áurea
nos fue concedida
para ser receptores de
la palabra
usurpación
por un bicho
que chilla
mi padre escucha peor en los meses cálidos
Válvula metal
A mi abuela y su corazón intervenido
te conocí semi-robótica
corazón fragmentado
arrastrabas el mito
de la cirugía
a cielo abierto
cuando en las noches
yo niña no encontraba el silencio
insistía en quedarme dormida junto a ti
clic clic
clic clic
me arrullaba
tu chasquido
sintético
a veces oigo
pulsera metálica
cuchillo contra tenedor
reloj viejo
y siento
que te has metido
en algún lugar de la habitación
que sigues palpitando
no
pedazo de metal
que no se degrada
bajo la tierra
corazón que me mira
Dos retratos de pandemia
I
registros de vacunación
y el ritmo de las gotas de junio en la ciudad
me he sumergido
en ruido
y me tuerce el pecho
me retumba la mandíbula me duele la cadera
sigo
teniendo
miedo
y sigo escuchando las ambulancias desde mi ventana
no sé cómo pretender
que no sigo dolida cansada
cómo borrar los últimos dos años y regresar al sonido
de una carcajada
sin tenerle miedo a esa sonrisa descubierta
en esta cama enferma
siento mis tímpanos colapsar hacia un abismo
entre mis ojos
como dos tsunamis que se encuentran en ruido blanco
el coro de ruidos exteriores llega ahogado
lejos y extraño
parece gritos
que destruyen la garganta y la llenan de arañas amarillas
no quiero ser una carcasa seca
quiero ser corteza de algo
húmedo y verde
II
el calor asfixiante del metro
es porque hoy no ha llovido, me dices
es porque se suman los alientos
se mezclan
se contagian
en una nube hipnosis de quejidos y arrullos
mi hogar de concreto
de agua tratada y perpetua acidez
gris e infinita,
crece como célula cancerígena
ciudad hostil
sonámbula
no desaparecerá
se retuerce y se rehace un millón de veces
como gusano saliendo de la tierra
para conocer el sol
Para nuevos amaneceres color ceniza
You come to me quiet as rain not yet fallen
Brian Patten
Llegó el día y cerró tus ojos. No hay escándalo
en todo esto, porque aún seguís mirando el mundo
desde una muralla convaleciente y, lo que sucede
afuera, apenas es asunto contable sólo narrado
por quienes describen lo mal que lo pasan
aquellos que traban relación con sujetos libres.
Pero siempre fuiste así, desde hace bastante
tiempo, lo mismo que las ramas de los fresnos
moviéndose enloquecidas como peces recién
capturados por las redes de los hombres de mar,
resistiendo a corcoveos epilépticos la evaporación
del oxígeno: una lenta cocción en su propia salsa.
Y del mismo modo que la palabra alberca,
extraída de un libro de baja denominación,
los diálogos también se muestran protagonistas
de sus devastaciones. Podría tratarse de los efectos
de la mononucleosis en el sistema inmunológico,
no logrando ya detenerse lo suficiente. De todas
maneras, existe todavía cierta congestión de sonidos
silbando entre los cables abandonados de la telefonía
fija, ahora hamacándose en el aire fresco del patio
sin que haya algún motivo para comunicarse.
Una consigna
¡Tengo una consigna!
Dr. Oscar Ramos
Imaginate, como en un poema de Millán,*
a los muertos volviendo a la vida,
a los desaparecidos sacándose de encima
las lombrices y bien lejos de sus fosas,
dirigiéndose con las muñecas desatadas
desde el fondo del mar hacia el vientre
de un bimotor, que se aleja con ellos,
despertándose, retirada ya la aguja, y los pedazos
de la ampolla que contiene el pentotal,
unificados. El saldo dejado por el vacío regresa
para llenarse, por un descuido del instante.
Y que tu bar preferido aún te espere, y la mesa
asignada se encuentre en el mismo sitio. Tres
copas recién servidas, la misma cantidad de sillas,
discutiendo en la antesala de las presencias.
“La cuestión es encontrar una finalidad
a la producción de las actividades humanas.”
Incluso en ese punto, podría proponerse
una unidad de valor, sin saber cuál es,
de todos modos. Podés imaginarte lo que quieras,
y sin embargo la luz que ilumina un rostro
hace más extraños los pliegues de nuestro
conocimiento. Recordá que la primera actividad
del hombre es desconocer el tiempo; la segunda,
ignorarlo; y la tercera, ya se sabe, volverse
uno mismo tiempo para otros. Antes
de borrarse los gestos, elijo la última opción.
Sólo tu nombre me suena familiar. No dice
nada más que lo que las aves, cuando orbitan
alrededor de la lluvia inminente, deletrean,
y así parecen tartamudas. Hay un debate
que no se deja esperar, y las sillas se retiran
de golpe ante la mínima diferencia.
* Texto 53 de La ciudad, del poeta chileno Gonzalo Millán (1947-2006).
Stephin, Scott & Jasper
Una historia de amor debe tener
ciertos ingredientes necesarios.
Si las personas no se conocen,
debieran encontrarse. Si se conocen
y conectan entre sí, de todas maneras,
el resultado será idéntico. Si ambos
guardan rencores profundos, sean
las que fuesen sus razones, entonces
continuarán sus caminos hasta
desintegrarse. Pero de no cancelarse
porque sí en una sola operación
de tercero incluido, y luego excluido,
mejor no haberse conocido nunca.
Es poco probable que la belleza sea
más ahora que morir cuándo, ¿no,
Cummings? Y si, en definitiva, como
parece, no se trata de una historia
de amor, tal vez sea factible sobrevivir
a las baldosas flojas que la comuna
coloca adrede, para que caigas.
Mesa chica
Te acostumbrás a todo, menos al horizonte.
Las metas no se corren, sólo dejan de ser objetivos.
El canje de roles no puede ser considerado moneda
corriente. En medio de esta operación está uno mismo,
atado a circunstancias pensadas sin orden establecido.
Algunas personas se presentan como la antesala
a la obra máxima a la que puede aspirar un individuo,
antes de ser derrocado por conflictos de intereses.
Pedimos mesa para dos, con velitas de cumpleaños
y candelabros que titilan como semáforos intermitentes.
En eso, el fondo de olla enmudece y nos quita la palabra.
Digan lo que digan, no será sencillo cambiar de opinión.
Si uno prefiere verse deshecho, tarde o temprano
entablará comercio con otra técnica de reemplazo.
Una antigua pandilla recuerda su juramento de sangre
con sólo echarse un vistazo. Su pasatiempo es hundirse
en el marasmo de las desapariciones, errar el camino.
Como todos, logran descender a los infiernos, ni bien
hacen su entrada a un circuito cerrado de televisión.
16 de febrero de 2021
Deje un mensaje después del tono
Aquello de hablarles a todos con palabras que no habitan.
Colar varias voces desde un mismo rango, que supongan
el sitio seguro de un coro cargado de barbarismos, matices
de un racimo de hojas en donde el viento sabe muy bien
qué papel jugar con relación a nosotros. Lo que se mezcla,
no se reparte, con la excepción de un juego de cartas.
“Disculpá, mañana te llamo”; pero el mañana es un falso
presente que parece evolucionar, mientras el mensaje
abandonado a un aparato de comunicación despide
un sentido cuyo punto más alto es una nueva incógnita.
“No vine a cargarte, sino a preguntar: ¿todavía querés
vender tu mercancía?”, dice una voz sin color ni timbre,
sólo un sonido trabado desde una formación previa,
como si se ejecutara para no ser reconocida. Lo mejor
será buscar en los huecos de unos muros el hilo de agua
que viene deslizándose en tu casa, donde ciertas risas
del pasado aún se muestran relegadas ante un murmullo
instalado y amoroso. En esos huecos se incluían momentos
de individuos que rompieron su silencio antes de ponerse
en marcha. Y ahora, pensándolo bien, muchas veces
un sueño revela que se han descubierto deseos
no examinados a la luz del día, y que esa es la marcha
y ese es el ponerse de pie, cuando lo que consta para saldar
el vicio de una alegría encontrada por azar, será el hallazgo
y ese permiso de reencuentro que sólo logra volvernos
flamantes exploradores de aquel citado opio de los pueblos.
“Me pregunto qué efecto produce tener un crimen
en la consciencia, cuando mejor es interrogarse
por la hora y el día de la próxima cena.” Todo es saber,
y esa es la razón por la que no existe experiencia primitiva,
y por motivos diferentes la intencionalidad se manifiesta
como un apartado reducido a la memoria de una tarea
adquirida. Pero dejar la voz al voleo para que se afinque
en el oído de quien prefiere no escuchar, es una profesión
invasiva, un virus de propiedades de extraña condición
y efectos imprecisos. No hay otra cosa por decir y se dice.
Cuando no se desea escuchar la voz, luego del mensaje,
ésta igual se integra a la sociedad desde el detalle
hasta la ubicación del pormenor. Al tomar un imán
de la heladera comienza a surgir un nuevo pedido:
tu perro lo agradecerá. Hoy cenarás solo, nada nuevo,
pero ¿quién dice que la ingesta es un acto colectivo?
En este tiempo la inactividad social parece emanciparse,
rompe la matriz de un caldo de cultivo perfecto
para dividir y reinar, aunque el único monarca
en esta escena sea quien advierte la entrada a escena
de un relámpago amarillo por las dos ventanas
de la habitación, y sólo escuchás una sugerencia:
“no oigan lo que piensa, sólo acuérdense quién es”.
Al desplomarse el tono menor ya te encontró
en otro sitio, un refugio antiaéreo sin aullidos
y bocinas preventivas: te metiste solo en esa caverna
donde el alimento hace zigzag al apetito, mientras
pulsás la tecla correcta y salta la pregunta necesaria:
“¿Cómo era la canción que escuchábamos? ¿American
Dreams? ¿Están vivos esos músicos?” Debiera decirle:
“contra los árboles no tengo nada, siempre que sean
altos y derechos y fuertes, y que hayan logrado hacerse
lo que estaban destinados a ser”. Cuando se estudia
demasiados minutos una respuesta, esa cosa pensada
que debe tener volumen y peso propios, para que
el efecto sea la demora del paso a seguir, lo que sucede
es la interrupción del mensaje. A medio camino,
la comunicación se cae y lo único que se oye, del lado
del receptor, es un balbuceo de buenas intenciones.
Un examen del propio cuerpo, por si la cosa funciona.
Prohibido el paso
Cuando no existe el peligro de morirse
de hambre ¿qué es vivir?
Cornelius Castoriadis
El viento cambia de mano y en el centro
del mar un ovillo de ráfagas organiza
la amenaza. Todos sabemos de qué cosa
se trata, aunque la única persona en la playa
que lo niegue ahora se encuentre con los pies
desnudos, tratando de traducir en braille
el alfabeto que talla el aire firme en la arena.
El cono de viento finalmente resultó
la cola de un tornado, deshilachada antes
de impactar de lleno en la ciudad,
donde la publicidad aérea y la impaciencia
mostraban su única cara visible. Lo que
suponía pleamar precisamente no lo era.
El sol filtró entre las nubes, otra vez,
y la playa se hizo amplia, tal como siempre
la recuerdo. Entonces, flamantes bañistas
que nada saben de un trastorno agudo,
volvieron a reunirse. Mis pies ya estaban
secos, listos para emprender el camino
desconocido, pero quedé congelado
en medio de la arena, donde los tamariscos
y el sonido sin imitación de las familias,
se adhieren al instante como los pescadores
a la orilla y a sus redes extendidas. Lo mismo
un silencio llegando hasta mí sin que yo
lo forzara. Es un proceso que no comprendo
del todo, y del que no me gusta hablar
demasiado. Supongo ser un fantasma genuino,
irreductible, difícil de superar. Habrá modos
de comprobar que en la vida todo hay
que pagarlo, pero hasta cuánto podemos
pagar y cuánto sacrificar por lo que
queremos tener, si el precio de la entrada
es estar en el mismo sitio sin movernos
un centímetro, como solíamos hacerlo.
Fin de las noticias del día
Cuando el monstruo aquel pasó a recogerte
lo hizo producto de su propia elocuencia
–una mera normativa–, o tal vez emergiendo
sin escrúpulos desde su reglamento interno.
“Ahora sólo depende de mí”, pudiste decir,
y entre que descendiste por las escaleras
y tu salida definitiva, había una persona
asomada al borde de una terraza en busca
del “ver para creer”. Podría estar inclinado
ante la evidencia de cómo el día termina
para algunos y se extiende (lo mismo un arco
de sal sobre ampollas abiertas), para otros;
y para quienes una panorámica es tan inusual
como asistir a la disolución de una pastilla
en un vaso de agua. “Cada cual se abrazó,
antes de irse, con sus propios errores
encima.” Algo semejante describió Auden,
recuerdo, sin referirse a nadie en particular.
Otro escenario posible
Nuestras certezas cayeron, van de mal en peor.
Un niño desaparece en el lago congelado.
La pista se derrumbó mientras patinaba
con su amigo de colegio. Las calles numeradas
cambian de mano. Su padre no calculó
con precisión el espesor del hielo y tampoco
el peso del niño. Nadie conoce como él
lo que significa un error de cálculo. La memoria
adquiere un espesor del que no estamos
debidamente informados. Las calles vuelven
a ordenarse, pero esta vez de atrás hacia adelante.
En esta tierra, cuya humedad promedio supera
el sesenta por ciento, no se encuentran lagos
helados. Así que el niño está a salvo.
Será un niño sobre un lago helado
sostenido por la superficie, para siempre.
* Poemas pertenecientes a Perros e ingleses (Caleta Olivia, 2022).

Ubicua, reacia a ser marcada desde las convenciones críticas excesivamente formales, carente de representación objetiva, la emoción, el affectus donde hace raíz, conforma, sin embargo, en el poema una línea de fuerza invisible que lo impulsa, lo sostiene y alimenta su sentido.
Situar la emoción implica ir más allá de los procedimientos lingüísticos y de la referencia objetiva que el poema pone en escena, incluso más allá de las ideas, para ver de qué modo aquello que constituye su materia se halla permeado y magnetizado desde una subjetividad. Ir a ese punto ciego e irreductible del poema. Deleuze decía, al retomar las ideas de Spinoza, que el affectus, el afecto, “no tiene representación”. Una esperanza, una angustia, un amor, una volición o un deseo no tienen representación como la tiene una idea objetiva, pero impulsan el aumento o la disminución de la potencia de actuar en el acontecer vital. El affectus, dice Deleuze, traza una “línea melódica de variación continua” que asciende o desciende según la predisposición vital y tiene la misma fuerza que el existir. Ubicar esas líneas de fuerza, esos vectores dentro del proceso de escritura poética que lo orientan y lo intensifican, que dan espesor a las imágenes y a sus asociaciones, así como también hacerlos visibles en la lectura del poema, implica repensar ciertos temas que hacen a la poesía.
La revalorización y el reconocimiento dado a la emoción provocó cambios radicales en la idea del arte y, en particular, en la poesía. A partir de la emoción, los románticos del siglo XIX transgredieron y ensancharon los límites preceptivos que hasta entonces regían la producción artística. Si en la búsqueda de la renovación de las formas los poetas románticos invocaron la “espontaneidad” del lenguaje y la verdad del “sentimiento” como principios para enfrentarse al “decoro” y a la “artificiosidad” de la poesía clásica, en el mismo sentido situaron la defensa de la emoción en la raíz del proceso creador. William Wordsworth proponía escribir no en el momento de la vivencia, de la conmoción frente a un acontecimiento, sino desde “la emoción revivida en tranquilidad”,1 es decir, en un segundo momento de la emoción, el de la evocación, de la recuperación más calma de los sucesos que la provocaron. De una manera velada, ese segundo momento, esa mediatización en calma implica la intervención de un objetivo estético, una cierta racionalidad, que en general no se le reconoce al romanticismo, sólo se insiste, quizás para su descrédito, con la idea de “desborde de sentimientos”.
Ya instalada la modernidad, la reflexión sobre la poesía incluyó la emoción anudada al pensamiento. Cuando Ezra Pound define la imagen poética como un complejo intelectual y emotivo en un instante temporal, señala de manera indisoluble los dos componentes: pensamiento y emoción. Del mismo modo, cuando Denise Levertov se refiere a la composición del poema, habla del proceso de pensar-sentir, sentir-pensar que moviliza a quien escribe y que se mantiene como un pulso de dos dimensiones durante la escritura. Pensamiento y emoción, logos y affectus, más allá del énfasis de cada poética en uno u otro sentido, ambos hacen al poema, aparecen dentro del diálogo que quien enuncia establece con el mundo a través del lenguaje.
Sin embargo, se habla poco de la manera en que interviene la emoción en el poema, aunque las zonas que suele habitar la poesía son movilizadas por el eros que percibe el mundo, por la memoria más primaria, por la necesidad de los vínculos; zonas que se dejan de lado cuando se confunde emoción con incapacidad lógica, sensibilidad con sensiblería edulcorada, cuando se ve la emoción como obstáculo o impedimento para crear sentido, cuando el binarismo patriarcal adjudica valor a la fortaleza de la racionalidad, al cauce lógico discursivo que se asocia con lo masculino, en detrimento de la debilidad emocional, el “mero” instinto adjudicado a lo femenino. Pero la emoción, algo tan constitutivo de los seres humanos, no se agota en ninguna idea reduccionista.
El cineasta Andréi Tarkovski decía que la captación emocional del mundo trasciende el pensamiento del artista. “Cuando un artista crea su imagen, está superando su pensamiento, que es una nada en comparación con la imagen del mundo captada emocionalmente”.2 Una afirmación válida también para la construcción de la imagen poética. La captación emocional del afuera es capaz de cuestionar la frontera establecida por una verdad o por un sistema de verdades que rige nuestros movimientos en determinadas circunstancias históricas. La imagen poética, siguiendo la idea de Tarkovski, tendrá un plus, un excedente por sobre aquello que quien escribe sabe del mundo, de sí mismo y del arte. Una imagen puede provocar el ensanchamiento de cualquier a priori conceptual por su capacidad sensorial y aglutinante. En esa apertura de la visión que constituye la imagen, reside el primer movimiento de aquello que puede superarnos, dejarnos desprovistos de las seguridades del saber.
Hablar de captación emocional del mundo o de percepción pone en tela de juicio la idea de un sujeto observador puramente racional en la escritura poética. Dice Merleau-Ponty que el sujeto de la percepción no puede ser considerado un espectador desafectado; no es un sujeto cartesiano, completamente racional, alejado de su objeto, sino un sujeto situado, inmerso en el mundo. Él mismo “carne del mundo”, afirma. No se trata de un sujeto separado de ese mundo que retacea cuerpo, sensibilidad, y que es casi sólo y únicamente conciencia. La experiencia sensible cuestiona el cogito cartesiano que, encerrado en su racionalidad, permanece ajeno al “estremecimiento perceptivo”, tal como afirma Merleau-Ponty. Se puede inferir así que, sin sujeto situado, sin la conmoción de lo inmediato, sin compromiso emocional del sujeto, el objeto dentro del poema puede ser solo un concepto, materia muerta, carente de las aristas rugosas de lo real. La percepción poética provoca desde su conexión sensible una revitalización del mundo, su compromiso emocional puede desestabilizar lo que parecía quieto o demasiado estable en el saber aceptado, en ese statu quo sin interrogantes.
En uno de sus poemas, Marosa di Giorgio se sitúa frente a un jardín y lo observa:
Las margaritas abarcaron todo el jardín, primero fueron como un arroz dorado, luego se abrían de verdad, eran como pájaros deformes, circulares, de muchas alas en torno de una sola cabeza de oro o de plata. Las margaritas doradas y plateadas quemaron todo el jardín. Su penetrante perfume a uva nos inundó, el penetrante perfume a uva, a higo, a miel de las margaritas quemó toda la casa.
Por ellas nos volvíamos audaces, como locos, como ebrios e íbamos a través de la noche, del alba, de la mañana, por el día cometiendo el más hermoso de los pecados, sin cesar.3
En este poema, el erotismo atraviesa los objetos, los transforma, les da un movimiento deseante que los metamorfosea. Atravesado por la ebriedad producida en el contacto con las margaritas, el sujeto lírico se transforma, y en su respuesta se produce la transgresión, aquello que el poema alude como “pecado”, como el más hermoso de todos los pecados. El objeto —las margaritas— no permanece inmóvil cuando entra en la vivencia del sujeto poético; allí abandona su literalidad, aunque nunca del todo. Las margaritas son un arroz dorado, pájaros deformes, fuego, huelen a uvas y a miel; se crea de este modo una cadena comparativa de asociaciones metonímicas que las va metamorfoseando, sin hacerlas desaparecer de su referencia objetiva. En este poema puede verse cómo el affectus, la fuerza del erotismo, actúa como enlace de los objetos que convoca para mostrar ese ascenso en la fuerza del existir en la línea melódica que marca Deleuze. Desde esa emoción la palabra “pecado” cambia su valencia negativa a una positiva y desde esa transformación una creencia social de origen religioso se cuestiona.
A partir del poema de Di Giorgio, es posible observar cómo cualquier objeto material o situación accidental, cualquier breve escena que con pocos trazos se individualice, puede entrar al poema; pero ese objeto, al incorporarse a partir del vínculo que establece el sujeto de la percepción, se desplaza de su estar ahí, de su pura materia inerte.
Es esta también una manera de crear un “correlativo objetivo”, una zona paralela correlacionada con una emoción o con una serie de emociones, el plano objetivo mediante el cual la emoción se exterioriza y queda por debajo. No se habla de manera directa de la emoción. Podría decirse que el correlativo objetivo de Eliot convoca un segundo término ausente, la emoción. La poética de Eliot intentaba liberarse de la emoción, alejarla a través de esa selección de objetos evocadores. De ese modo, la emoción encuentra diques de contención, compuertas que regulan su apertura, su exceso. Eliot le da un lugar más acotado a la emoción, aunque ella permanece en ese término ausente, de aristas fluctuantes, poco predecibles. La idea del correlativo objetivo de Eliot fue más allá de la referencia inicial que este hacía a Shakespeare y más allá también de la propia poesía de Eliot. Reaparece de distintas maneras cuando se intenta lograr que la emoción permanezca, aunque mediatizada, en un segundo plano.
En “Elogio del refrenamiento”, un artículo fechado en 1999, José Watanabe se refiere, de un modo diferente al de Eliot, a esa contención del aspecto emocional en el hacer del poema. Watanabe, nacido en Perú, rescata aquí sus raíces orientales, más precisamente japonesas; en ellas abreva cierto hieratismo frente a la emoción que él retoma con el objetivo de evitar que su poesía caiga en el patetismo o el dramatismo.
En la imagen poética realista, que predomina en la poesía contemporánea, la emoción aparece de manera oblicua, indirecta, se impregna con las cualidades del objeto y allí adquiere peso, volumen, texturas, aroma. Pero, aunque permanezca elidida en un sobrevuelo, en una zona invisible sin explícita representación, la emoción magnetiza ese campo puesto en foco. Cuando la imagen no está orientada por un affectus, permanece en lo literal sin desplazarse; es inmóvil, seca, mera descripción desconectada.
Pero hay muchas maneras de componer una imagen poética. En la imagen onírica, se crea una combinatoria de elementos que nunca estuvieron juntos, que pueden aparecer en una situación distorsionada, la cual carece de realidad material, de referentes precisos; una mezcla solo ubicable en la cadena deseante del mundo onírico. En esa imagen poética, lo fantasmático puede crear un referente fuera de la justificación mimética. Es una condensación o una asociación más cercana a las imágenes recurrentes en los sueños, una visión ensoñada o fantaseada. Desplazamiento y condensación, metáfora y metonimia del discurso poético puestos a jugar.
Dice Francisco Madariaga en un conocido poema: “…el gato montés orinaba verdes tecitos sobre mi alma”,4 donde se distinguen como elementos reconocibles el gato montés y los tecitos, pero dentro de una condensación que crea otra realidad. Podría decirse que desde esta imagen el sujeto poético crea para sí una causalidad de lo salvaje y la muestra a través de una imagen inexistente, si se la busca únicamente entre las cosas visibles. La imagen onírica se relaciona con un contenido psíquico y es más cercana a un sentir, a una subjetivad situada en el tironeo de los afectos. El surrealismo de Madariaga a menudo genera estas imágenes, aquí también asociada a una visión romántica del poeta en su cercanía con lo salvaje. Decía Keats sobre la figura del poeta: “A él el grito del tigre/ le llega articulado y se abre paso/ como lengua materna en su oído”. Para Keats el poeta tiene ese oído tan agudo, tan aguzado, que puede encontrar caminos por su instinto, saber metafóricamente lo que un león articula con su rugido.
La pregunta sería cómo componer con la emoción sin que el lenguaje traicione, sin que la búsqueda formal se deshaga en buenas ideas o en efectos de laboratorio y sin que la confesión catártica se convierta per se en valor poético. Seamus Heaney, en un ensayo titulado “De la emoción a las palabras”, se pregunta cómo desatar el nudo en la garganta para llegar al poema. Heaney habla de los propios lugares ocultos, a los que define como escondrijos que a primera vista parecen abiertos, claros, pero que, ni bien uno se acerca, se cierran. A pesar de la dificultad, hay que acercarse a esos escondrijos y dar cuenta de ellos. Se trata de lugares enterrados y quien escribe tiene que moverse como un arqueólogo de sí mismo para poder encontrarlos y encontrarse. “Cavar” es la palabra que utiliza para ir a ese encuentro, para posibilitar el hallazgo y que el poema sea “revelación del yo a uno mismo”. Cavar se relaciona también con la idea de encontrar una voz, esa “especie de huella dactilar poseedora de una rúbrica constante y singular que, como las huellas dactilares, puede ser grabada y empleada para nuestra identificación”.5 Se pregunta Heaney cómo hallar imágenes, ritmos, sonidos, palabras que contengan la energía necesaria del poema. Emociones convirtiéndose en palabras y palabras convirtiéndose en emociones, en ese “horizonte de la mente” constituido por lugares y realidades que permanecen distantes, grabadas como una escritura indeleble en el sistema nervioso. El paisaje del campo irlandés donde pasó su infancia formó parte de las respuestas en su poesía, así como el acento del inglés hablado por los irlandeses que moldeó su tono poético. La búsqueda de la forma no se hace en un laboratorio esterilizado, sino desde ese terreno de la subjetividad lleno de vivencias, de vestigios ancestrales, interceptado por lo contemporáneo. Quien escribe, recibe el desafío de dejarse envolver en su propia zona recóndita, el desafío de aprender a no saber y acercarse cautelosamente a ella; “no saber, sabiendo”, parafraseando a san Juan de la Cruz. La emoción adquiere otro valor al asociarse con ese lanzamiento del sí mismo hacia el afuera que adquiere en el poema significación simbólica a través del lenguaje.
Desde el plano compositivo, si quien escribe parte de una emoción: una perturbación, un desacomodamiento, un relampaguear de dicha o dolor, de celebración o despedida, el poema, todavía imperfecto en el primer garabateo, habiendo encontrado objetos quizás aún provisorios, puede hacer que esa emoción se convierta en apoyatura, en la remisión necesaria cuando, en la continuidad de la escritura, haya pérdida de sentido o dispersión. Ese primer enunciado aún precario, porque no sabe qué es ni hacia dónde va, puede ir conformando un sentido. Es como si en esa primera fluencia de un yo invadido por el mundo, por lo otro, ya sea en su atracción o en su desapego, se formaran los primeros anillos de una columna vertebral fantasmática que todavía debe revelarse, encontrar sus objetos, y donde la escritura pulsionada se mueve en zonas de avance o de retorno. Si quien escribe puede continuar deslizándose por el túnel que le cava esa primera emisión de voz, asociando otros sentidos, otras significaciones azarosas, pero, apegado al impulso primero que se reconoce como válido, la estructura del poema se va deslizando autojustificada. Es capaz de regularse a sí misma si necesitara en la revisión podar o sembrar, desprenderse de elementos o agregar otros. Podrá hacerlo, ya tiene el gran aglutinante de su propio impulso. El logos, el saber hacer con el lenguaje, permanece activo durante todo este proceso; extiende rieles, crea la vía para el deslizamiento de la emoción para que no pierda potencia, ni se desvanezca en un mero juego formal o en un temor a decir. Pensar dentro del poema también es una erótica. Así como el pensamiento puede dar valor a una emoción, una emoción puede validar la lucidez del poema.
* Fragmento de Abrir el mundo desde el ojo del poema, publicado por el Fondo de Cultura Económica (Argentina) en 2023. Agradecemos a la autora y al sello editor su autorización para reproducir estas líneas.

1 William Wordsworth (1989), “Preface to Lyrical Ballads”, en The Critical Tradition. Classic Texts and Contemporary Trends, Nueva York: St. Martin’s Press, p. 295.
2 Andréi Tarkovski (2002), Esculpir en el tiempo. Reflexiones sobre el arte, la estética y la poética del cine, (Enrique Banús Irusta, trad.) Madrid: Ediciones Rialp, p. 64.
3 Marosa di Giorgio (2000), Historial de las violetas, en Los papeles salvajes I, Buenos Aires: Adriana Hidalgo, p. 101.
4 Francisco Madariaga (1980), Llegada de un jaguar a la tranquera. Buenos Aires: Botella al Mar, 61 pp.
5 Seamus Heaney (1996), De la emoción a las palabras. Ensayos literarios (Francesc Parcerisas, trad.) Barcelona: Anagrama, p. 42.
Hombre con flores
La hora que no esperabas,
así llama Horacio a la muerte.
El señor de las flores
tiene la mitad de su vida
en la entrada del cementerio.
Cada muerto de Jamundí
se lleva uno de sus ramos.
¿El dios de los vivos
es el mismo dios
de los muertos?
Los vivos y sus motos
se apresuran para ver
quién entra primero.
También son mis muertos,
en la otra estría de la vida
no somos extranjeros.
Cada día el mismo resultado,
cada día alguien que se va
y decenas de personas vivas
que lo despiden
con música y abatimiento.
La muerte,
¿transacción o transición?
La flor se marchita
según el esmero
o la apatía
de la mano que riega.
Primero va el vehículo
y adentro el que se va.
Luego van los vivos:
familiares y amigos
y los que van más aprisa a los hogares.
Que se sepa, no murió con mano violenta.
Dos mujeres sostienen
un cofre pequeño,
blanco, franjas doradas.
No puede ser que allí
quepa un cuerpo tan pequeño.
Lo que nace tiene alma.
De lejos no se aprecia muy bien
el hábito de ofrecer ramos.
De lejos,
un hombre.
De cerca,
otro hombre paciente
que selecciona las piezas.
Los claveles representan
la certeza de la muerte.
Dos océanos
La monotonía tiene un borrador
que llamamos olas.
Luis Chaves
A Geraudí, por su saudade.
No debe estar lejos este mar
pero no es nuestro mar.
Ella lo extraña como un hecho de importancia
o una caminata de la mano de su padre.
En ocasiones se queja,
no ha podido sentir en el cuerpo
todo lo que el mar ofrece:
La inmersión y el nado continuo,
la planta de los pies en la arena,
la terapia musical de las olas
y una insolación controlada.
No se hace referencia al turismo
sino a una urgencia que dicta su sangre.
Los que extrañan el mar
se asemejan a los que extrañan tiempos mejores.
Los que extrañan el mar
tienen el hábito de ver agua marina donde no la hay.
Sed de agua salada, allí tenemos una contradicción.
Automedonte*
Si deseas describir un caballo, decía más o menos
Shklóvski, hazlo como si el caballo te fuera completamente
extraño, como si lo vieses por primera vez.
Margo Glantz
El hombre que guía hace restallar
sobre el lomo las riendas gastadas
y el animal retoma su ritmo.
Aquí hay caballos
pero se les exige más.
Llevan un peso excesivo
que les podría deformar
alguna zona de su cuerpo.
Desde dentro de casa
oigo sus cascos,
el golpe de la herradura
que resuena en voz alta.
Son carruajes
para los trasteos.
Alternan su romanticismo
con los vehículos,
las motos
y los que venden verduras
y aguacates maduros.
Nunca he acariciado
el lomo de un caballo,
no puedo dar un testimonio
de lo que el tacto perciba.
Me parece ver una proyección
en blanco y negro,
pero no hay dama que descienda
con traje ni con bordados
que trasladen a una estancia del siglo XIX.
Al cochero,
un hombre mayor
vestido de albañil,
lo acompaña un perro
que disfruta la velocidad
mimetizado entre escombros.
El caballo come cerca
de su compañero humano.
Juntos llevan y traen escombros
de un barrio a otro.
Testifican el acelerado
cambio de la ciudad en sus fachadas…
* Cochero de Aquiles y Pirro
El hombre hojarasca,
habitante de la pradera
Le adjudican un pasado profesional de éxito,
y dicen que su locura se debe
a unos amores que no encontraron respuesta.
En este pueblo llueve o hace sol,
dos estaciones que se repiten
durante todo el año.
Calles de escaso y mal distribuido asfalto.
Pocas aceras.
El Habitante del Árbol no exige
nada, da varias vueltas alrededor
del barrio y regresa a la base del árbol.
Habita su base,
lo confunden con las hojas
que se acumulan al caer.
El Hombre Hojarasca
siempre está
debajo del árbol,
viste con ropas obsequiadas
por los vecinos,
por la caridad de los platos de comida
o la de un pan dulce, amén.
La ropa se le ensucia con rapidez
al momento de vestirse,
antes de que otro día llegue,
la ropa vuelve a ensuciarse.
Yo vi su cara en un retrato de arte pop,
en un restaurante.
¿Qué pensará el Habitante del Árbol
al verse a sí mismo en un cuadro
que lo reproduce con la excusa del arte?

Retrato de Néstor Mendoza, ©José Antonio Rosales
Traducción del inglés al español de René Esaú Sánchez
Poema y huevo
Quisiera escribir un poema como una imagen
que retrate algo oscuro y grande
en un mar atómico con un verde matiz,
o algo así como un grumo dorado
en un mar oscuro casi negriazul
que sugiera, quizás, al universo
no circular, de hecho, sino achatado
con la forma de una naranja o un huevo despuntado,
un huevo flotando solitario como todo lo demás.
Estas antiguas formas son muy simples en verdad,
y lo que lo sabios tienen que decir
sobre su símbolo o significado
es probablemente otro lugar común.
Pueden ser vistas como imágenes de Dios,
su rostro suave y sin rasgos,
o el coño hermoso de la gran madre,
o absolutos flojos de cualquier naturaleza,
o el caos atravesado por la mente,
o mares de color atravesados por la forma
o el color desfalleciendo en su propio abrazo.
No obstante, un poema no puede ser así,
su ambigüedad suele tener un punto
que debe ser ahogado y no ingenioso.
Un poema no puede ser tan llano,
tan absorbente como una boca oval.
Debe jugar a un juego para decir verdad,
es más como un pequeño fuego,
palabras bañadas en gasolina quemándose a sí mismas.
Ante el absoluto, una pira de sentido
pidiendo perdón al huevo cósmico
por su impertinencia.
Poem and Egg
I would like to write a poem like a picture
protraying something rather dark and big
in an atomic sea of pea-green hue,
or else a sort of lumpy golden thing
In a dark sea almost blackened blue
Sugesting I supose the universe,
Not circular in fact but gently squashed,
Shaped like an orange or untappered egg,
A floating egg lonely as everything.
These ancient forms are really very simple,
And anything that sages have to say
Concerning what they symbolised or meant
Is likely to be rather common place.
They can be seen as images of God,
His bland unfeatured face,
Or of the great mama her lovely cunt,
Or lazy absolutes of any kind,
Or chaos pierced by mind,
Or simply seas of colour pierced by shape
Or colour swooning in its own embrace.
A poem cannot be like that however,
Its ambiguity will tend to have a point
Which must be muffled, kept from being clever.
A poem can be never quite so plain,
So all-absorbing like an oval mouth.
It has to play a game to tell the truth,
It is more like a little flame,
Words soaked in petrol burning themselves up.
Before the absolute, a pyre of sense
Asking forgiveness of the cosmic egg
For this impertinence.
El caballo pardo
A Emma Stone
Alimentamos al caballo pardo.
Desde tu mano lisa
se digna delicado.
Tiene suaves modales: mueve inseguro
sus pezuñas abiertas en el pasto húmedo,
mece su gran cabeza,
sus patas están oscurecidas con rocío.
Oh, eso fue hace tanto.
¿Recuerdas cómo alimentamos al caballo pardo hace tanto?
Tu pelo en su melena entrelazado cuando lo abrazabas.
Te reíste porque resoplaba,
tomando el pan con labios delicados.
Grandes borrascas azotaban árboles,
había un mar gris y algunas naves.
Su amable rostro y sus ojos grandes,
húmedo y tan verde el pasto,
ahí donde esperaba ser alimentado,
esperaba tan paciente nuestro paso
hace tanto.
Luz sobre agua en un oscuro sitio
deleita la insaciable hambre de sentido.
Cambiamos; estamos dispersas, en el olvido,
estamos hechas de accidentes.
En nosotras ya no hay salud,
aunque todavía está la luz.
El amor viene y va,
y así la identidad;
esto al menos es igual
el ir y venir del mar,
el brillo repentino sobre los barcos
más allá del árbol arrodillado.
Partes del mundo, somos
las partes de las partes.
¿Así que había un niño y una isla? Claro,
tan sólo eso sabemos,
recordando al caballo pardo,
cómo lo alimentamos hace tanto.
The Brown Horse
For Emma Stone
We fed the brown horse.
From your flattened palms
Delicately he deigns.
He has such gentle ways, diffidently moves
In the wet Grass his spreading hooves,
His big head sways,
His legs are dark with dew.
Oh, that was long ago.
Do you remember how we fed the brown horse long ago?
Your hair mingled with his mane as you embraced him.
You laughed because he snuffled so,
Taking the bread with delicate lips.
Great storms had stroked the trees,
There was a grey sea and ships.
Huge-eyed and kind his head,
Wet and so green the grass,
There where he waited to be fed,
Waited so patiently for us to pass
Long ago.
Light upon water in a dark place
Pleases the peevish hungry for sense
We change, we are dispersed, oblivious,
We are made up of accidents.
There is no health in us,
But light is nevertheless.
Love comes again, again,
And thus identity;
This at least is the same
The ebb and Flow of the sea,
The sudden shine on the ships
Beyond the kneeling tree.
Parts of the world we
Are the parts of parts. So
There was an island and a child? Of course,
That much we know,
Remembering the brown horse,
How we fed him long ago.
El jardín público en Calimera
(Una estela griega en el sur de Italia)
Llovía a cántaros cuando llegamos a Calimera,
continua y recia lluvia
golpeteando aquí y allá,
coches abandonados sobre charcas amarillas.
Atravesamos bóvedas de caminos de agua, empapándonos solos,
llamándonos tontos.
Y así: la pequeña estela griega declaraba lo planeado.
Tú tampoco eres extranjero en este lugar.
Alguien toma la mano de alguien
con imprevista gracia. Entre el caos
La calma. Todos somos griegos aquí, gracias a Zeus.
Muy bien. Vámonos chapoteando.
¿Valía la pena detenerse por aquello?
Todas esas cosas griegas no tienen una implicación.
Sólo hablan de sí mismas, ¿es eso suficiente?
Y podemos encender el coche,
nos preguntamos, es una locura
apagar el motor en esta lluvia.
Todo arte es tosco y rudimental, nunca una explicación.
Relámpagos y truenos
caen abrazados desde el cielo.
Chocan. Adiós (confiamos),
pequeña Calimera.
The Public Garden in Calimera
(A Greek stele in Southern Italy)
It was spilling when we came to Calimera.
Continuous rigid rain
Clattered on here and there
Abandoned motor cars in yellow pools.
Through vaults of water walk we soaked alone
Calling ourselves fools.
And thus: the small Greek stele declares as planned:
You too are not a stranger in this place.
Someone takes someone’s hand
With unpredicted grace. Amid chaos
A calm, we are all Greeks here, thank Zeus.
O.K. then,we splash off.
Was that worth stopping for?
All that Greek stuff has got no implication,
It simply says itself, is that enough?
And can we start the car,
We wonder, it’s insane
To stop the engine in this sort of rain.
All art is scrappy, rough, never an explanation.
Lightning and thunder
Embraced fall down the sky.
Crash. Goodbye (we hope),
Little Calimera.
* “Poem and Egg”, “The Brown Horse” y “The Public Garden in Calimera” fueron publicados en The Transatlantic Review, en junio de 1977.

Hitler o no Hitler. Hitler o la sola palabra que hace temblar. ¿Quién se atrevería hoy en día a dibujarla? Vos no. Vos no te atrevés a dibujar una svástika en este cuaderno para conjurarla.
El miedo es un caracol, esa espiral que lleva a un centro, a la caja de resonancia del miedo. El miedo retumba en los rincones, se acentúa con cada vibración, como un animal feroz y contundente. ¿Cómo emanciparse de ese sonido sordo e impenetrable que se concentra en un lugar específico de la cabeza y va bajando lentamente hasta instalarse en el conducto auditivo que lleva hasta la nuca? ¿Es esta la condición que nos estorba el placer? Cercano, el miedo se despereza en la cabeza y se despierta si le prestás atención; disminuye cuando la atención se precipita hacia otro lado. Pero el dolor es insistente y hay que erradicarlo, dejar de pensar en él hasta el lunes. ¿Será real la hipocondría o esto será real?
Yo he sentido el deseo de morir, dice el vampiro de Yolanda Pantin. Y vos sentiste el deseo de matar, sentiste el deseo de agarrar una tijera y cortarte el pelo a rebanadas hasta que de la mecha de pelo nada quedara, sólo el cuero cabelludo en su insistencia de hormigueo pegajoso, licuada la sangre de tanto tijeretazo, entorpecido el cráneo de negros moretones pero sin pelo al fin, sin este largo pelo que te dice quién no sos.
Sentiste el deseo de matar, sentiste el deseo de morir, pero hoy te teñiste el pelo y te pintaste las uñas y viniste al río.
Porque al salir de ese lugar aquí estás al sol sabiendo que tuviste el deseo de matar, que tuviste el deseo de morir. Que poco a poco eso se va yendo hacia otro lado, que eso sí te sacude de energía, que eso te apelmaza la garganta de una cierta benevolencia hacia un sentido más generoso que esta emanación de vanidades.
Te teñiste el pelo, te pintaste las uñas. ¿Para qué?
No cubrís el tiempo. No cubrís la muerte. No cubrís nada porque preferís la vida en el pellejo, la vida en los olores, sin dios ni demonio que dirija la distancia que te aísla de la palabra perpetrar.
Vos no perpetraste esas acciones aunque tanto odio puede sentirse hacia la sangre, tanto odio se derrama en el suicidio, tanto odio se precipita al saltar por la ventana. Es un deseo frío que se instala, una voluptuosidad en lo racional.
Fríamente voluptuoso el deseo de morir tiende sus redes, el deseo de matar se visualiza en tiempo presente, ese vital desprendimiento en que uno mira cómo el cuerpo se desdobla y salta del andén hacia la máquina.
Cruzar del otro lado, del deseo a la acción, a la perpetración de la acción.
Vos no perpetraste ese deseo. Perpetrar tiene el riesgo de las r y las p, parece más bien tartamudeo, balbuceo, insistencia en decir precipitado que no temporaliza lo que dice.
Hacer de piedra, perpetrar.
Perpetrar viene del lado de la ley. ¿No es acaso la perpetración un mal del que se acusa?
Pero el perpetrador no se perpetúa en la palabra. El perpetrador es ajeno a la palabra. Está del otro lado del deseo de matar, del deseo de morir.
El que perpetra no siente culpa, la palabra perpetrar no lo afecta. Está en una zona del lenguaje que es para vos desconocida.
¿No es que la posibilidad de lo maldito se derrama en las palabras, que el vocabulario del mal es más voluptuoso que el del bien, que el lenguaje desprovisto del suicidio ha sido ya dicho y redicho desde el otro lado del río?
¿No es que se puede hablar del deseo de morir pero no del deseo de matar? ¿No es que esta idea te incrimina? ¿Que la ley con su cuchillo te detiene? ¿Qué ley? ¿La elegiste? ¿La hiciste? ¿Es una ley que dice que no debes matar ni matarte, y esa ley te pone del lado de la palabra perpetuar?
¿Por qué elegiste la línea que separa el odio del amor? ¿Por qué escribiste sobre el amor entre los seres? ¿Por qué no escribiste sobre el odio que lleva en su entretela la textura de los filos?
Vos sentiste el deseo de matar. Vos sentiste el deseo de morir.
Vos contemplaste largo rato esa ventana. Contemplaste tu cuerpo cayendo en el vacío.
Contemplaste ese cuello arrugado y tremebundo. Quisiste estrangular ese cuello, estrujarlo para siempre, como a una cucaracha.
Odiaste el sudor del miedo, lo odiaste como nunca pensaste que se odiaría.
Reemplazar el vocabulario del amor por el vocabulario del odio sin que esto te afecte. El lenguaje de los bajos sentimientos de Yolanda Pantin. ¿No es un regodeo en lo temible?
Pero la poesía no salva. El que va a matar o matarse lo hace aunque esto escriba, lo hace de cualquier manera aunque las palabras sean simplemente un paliativo para la próxima reunión.
¿No es entonces el poema una profecía? ¿Jugar con la idea o arrancarla definitivamente del caldero uniforme en que se vierte?
No querés que te duela el cuerpo. No tolerás ver la sangre. No tolerás la violencia. ¿Y qué con el deseo de matar o morir? ¿Está acaso tan lejos y tan cerca?
¿Cómo vive el que cruza al otro lado, el que se sacia con el otro y busca ser saciado, el que expande en su deseo un ideograma de la muerte?
Hace falta razonar el odio para de alguna manera entenderlo. Hace falta elevarse a su conocimiento, someterse a él, conocer sus estrategias escondidas en cada cuerpo vivo, en cada cuerpo que en otros órdenes se limita y se conecta.
En cada célula del cuerpo hay una cuota de odio que debe revelarse, la sustancia del odio, su seducción. No es esta una estética maldita sino una retribución. Devolver el odio a su estado vegetativo.
Hay un poder en el odio que no te pertenece, siendo que estás en el lugar de ser odiada y no de odiar, aunque sabés que odiás y has odiado.
Si hay un instinto de vida es porque la muerte lo envuelve, lo rodea la disolución. Esa mano que se tiende a la noche sirve para procrastinar el miedo, para tergiversar el odio. En esa mano hay una sustitución, una transfiguración, una transmutación (alquimia) del miedo feroz en un otro (ya sea objeto, persona o entidad abstracta) que pasa a representar la compulsión por la vida.
¿Es el amor una transmutación del miedo que en última instancia es el miedo a la muerte? ¿No es el odio entonces el amor a la muerte, la aceptación de que como no podré vivir ni morir entonces mato para que nada exista, como dice el vampiro de Yolanda Pantin?
¿Acaso esa simbolización no puede ser alterada desde otros circuitos? ¿Acaso esos circuitos no rompen la monotonía de la racionalización desmesurada y la violencia? ¿Acaso no tenemos la obsecuencia de decirle no a los Hitlers que están adentro nuestro, que nos llevan a que seamos lo que no queremos, pero sin embargo nos rendimos a sus atributos? ¿La estética del amor es acaso vergonzosa? ¿La estética de la creación del otro en el yo, indagando en esa diferencia, buscando la conexión y no el vacío?
Hace falta una temporalidad más cercana, más presente, más actual, más instantánea, menos ligada a lo que se precisa en la sinécdoque.
Ves manos separando telas de niebla, telas de araña, manos separando velos superpuestos en sintonía con una cualidad etérea y concreta a la vez, manos delicadas delimitando texturas vaporosas, como tules suaves que envuelven lo indeterminado que se encuentra suspendido entre las telas. O que estas telas mismas forman manos que separan gasas, levemente adheridas unas a otras con algo que las une y las delimita a la vez, desprendidas unas de las otras con suavidad, manos blancas, desintegrando de alguna manera aquello que reviste el embrión, como las capas de pañales y mantas que abrigan a un recién nacido o los sudarios que contienen el cadáver.
* Fragmentos pertenecientes al proyecto de no ficción Álbum: Las postales de Hitler (2004-2023).