Manuel Illanes, Diario de la peste, Go Ediciones, Santiago de Chile, 2019.
El poema es instantáneo. Aún en su secuencia narrativa se construye de momentos. Cada uno se constituye en recuerdo, en reminiscencia. Un conjunto de poemas puede elaborar una secuencia, pero esta es una detonación de múltiples explosiones al unísono.
En el libro de Manuel Illanes (Santiago de Chile, 1979), Diario de peste, hay dos detonaciones, “Diario de peste” y “Ciudad Lumpen”, donde la primera se contiene a sí misma y contiene a la segunda que, a su vez, reivindica la anterior y la totalidad, si es eso posible.
Como lo cita Roger Santiváñez, en su comienzo hay una declaración de principios: “Imágenes sudacas, fragantes,/ malolientes, a veces pavorosas”. Este eje se dispersa continuamente para reforzarse, en tanto se construye desde un exilio por donde se navega como pez en el aire.
El recorrido se extiende por ciudades, paisajes y sonidos, donde son simultáneas las referencias a México y Chile, espectros de múltiples tiempos, prehispánicos, contemporáneos, vernáculos y de la cultura pop. Es en esas vibraciones donde es posible reencontrar la presencia de los muertos cercanos. La multiplicidad de referentes permite unir rock y literatura, dioses y caminantes urbanos, revolución y meditación, para lograr el surgimiento de un estado de disolución, que por bullir no es término sino comienzo constante de intensidad.
En el prólogo (que no lo parece), Illanes habla del viaje que nunca termina, donde el momento es un ruido de fondo a cada paso que se da, donde se hace más evidente la pertinencia del epígrafe de Roberto Bolaño. El sol implacable nubla la mirada, casi la seca, pero “Nuestro tránsito hacia ellas es húmeda escalera que conduce hacia una oscuridad ancestral, salón de espejos que confunde e hipnotiza con el tremolar de sus siluetas…”, aun cuando existan “Los asesinados de la gran ciudad de Santiago del Nuevo Extremo; en tanto, sobre los monumentos, se extiende “la pátina de spray & excremento”.
Illanes describe cómo se alcanza la iluminación en las cenizas que se guardan en un cráneo antiguo, especie de viaje a Ítaca donde quedan los afectos craquelados, los mártires de la violencia reaccionaria y la fuerza del rock. Toda experiencia de arte pasa a las palabras para revivir, en lo cotidiano, el constante exilio como posibilidad de asentarse, de estar en constante expectativa, con cierta dificultad para respirar entre tantas desapariciones. Ello se verifica verbalmente en los territorios devastados y en el trópico, como exuberancia que permite “una noche más en Lumpen”.
Enterrar la memoria de los muertos no es posible; las palabras, aun en silencio, vibran con su presencia. Es ahí donde el poema reivindica su presencia. Lo que no está presente incluye los espacios de las cosas, que se diluyen transparentes en un recuerdo. Persisten los elementales actos cotidianos, una dirección exacta, un envase con su etiqueta, una línea de un relato escrito en desiertos de otras latitudes. O se vislumbra un astro, quizá fugaz.
La escritura, su lectura, es un elemento más del tocar cosas, de usarlas casi imperceptiblemente. Dispositivos y trampas mentales que se hacen cuerpo en la palabra.
Mónica
David:
Mommy if Pinocchio
became real and I become
a real boy can I come home?
Monica:
That’s just a story.
A.I. Steven Spielberg
Es una máquina
—me digo—
y a veces,
cuando lloro por las noches,
y te pienso
allí
—en animación suspendida—
me culpo
por su intensa belleza
—su inalcanzable perfección—
Sé que me ama
—espíritu de polímero y titanio—
“Voy a abandonarlo”
—me digo—
porque me aterra
amarlo como a ti.
Confundo sentimientos
y sus ojos me miran
como los tuyos
—llenos de miedo y amor—.
Cuando su voz me dice
“Mamá”
mi estómago
responde
con emociones prefabricadas.
Sarah
Sarah Connor: I love you, mom.
Terminator: I love you, too, sweetheart.
Instantánea en la gasolinera:
el futuro somos nosotros
bailando para siempre en “Technoir”,
sin presentir el calor del láser
en medio de la frente.
Tres billones desaparecerán.
en un instante.
¿Podrá mi hijo detener el holocausto?
¿Podrás tú ser su protector?
Viajar a través del tiempo
y luchar contra las máquinas.
La luz incinera mis retinas
pero aún puedo ver.
No es un sueño: 29 de agosto de 1997.
¿No lo entiendes?
¡Ya estás muerto!
¡Tú, yo, todo el mundo!
Ya estamos muertos.
Ellen
Si queremos sobrevivir,
deberemos permanecer juntos. ¿De acuerdo?
Alien Resurrección, Jean-Pierre Jeunet
Cuando crezcas
Mi niña
te levantaré en brazos.
Un viento helado
sacudirá nuestras melenas,
por los pasillos
se escucharán
latidos
y la respiración
de los Monstruos.
Tomaré tu mano
y con la otra asiré
el lanzallamas.
Madre vs Madre
una guerra sin final.
La Reina chillará
pero no se atreverá a acercarse
—el fuego es más poderoso
que su aliento—
Uno a uno calcinaremos
malditos huevos
su progenie.
—“¡Detrás de ti!”—
gritarás
con el terror
a través de tu garganta
y el olor desconocido
penetrando por tu piel.
Explosiones y alarmas
destrozarán
la nodriza.
¿Conseguiremos escapar?
Orden natural
Adoro a mi progenie
y me siento
exquisitamente a tono
con mis hijas
y las canciones de cuna.
“Es tan creativa que es inmune al aburrimiento”.
“Para ella darles teta es como respirar”.
Atención
Devoción
Qué placer el de criar a los hijos.
La realización.
Disciplina y sacrificio.
Mitos y mentiras.
Indiferencia y silencio.
Círculo de Mujeres
La mirada de tu madre
de tu suegra los murmullos
el silencio de tu hermana
de tu tía los presentes…
Manzanas y frutos rojos
te ofrecen en canastos.
Por los espejos miran
hablando a tus espaldas
Sacrificar tu corazón por el suyo
La sangre caliente
bulle
desde la cocina hasta el dormitorio
por las venas
de la casa que late
ardiente y húmeda
como el mejunje de un caldero.
Versión de Bruno Darío y el autor.
Mala fe
1.
Hacia la bulbosa almena del follaje levanto mi dedo en forma de estrella. Sin suavidad,
el cuento transpira una no-dulzura, axilar como cualquier bubón contemporáneo. Bajo mi ropa, la piel tose—
llora un sucio ámbar, color aceite de motor gastado.
Entre mis yos, un alma se siente demasiado plástica—
mientras haya por lo menos una ráfaga de luz, las demás tendrán algún contorno, algo flexible.
El mundo natural se ha lobotomizado: crece largo su cabello, se convierte en oro, se cae,
y cuando critican mi cráneo, con razón, por asemejarse a las viejas campanas de cobre,
éste se quiebra por tal estrés en la noche atmosférica.
No importa bajo qué arbustillo decida esconderme, suelo encontrar a alguien más con binoculares pegados a los ojos, quieto en alguna ventana, un cuerpo fijo en su marco.
2.
¿Qué es una forma opulenta sin función? O ¿qué es un adverbio?
¿Cuál es el uso perfecto de la palabra inútilmente, y qué radiestesia usaré para rastrear el manantial subterráneo más próximo a la paranoia?
Despierto a la posibilidad de mi no tener esa hidrósfera,
el lado más brillante de mi claroscuro alentándome a la pasiva recepción.
No hay rima que encaje con mi grito:
mi grito es siempre mezquino, espadas cruzadas, un doble claroscuro,
un sombreado a rayas de confianzas.
Lo normativo es pedagógico,
pero solamente en alto, alto relieve.
3.
Nunca escatimo con la comida que robo del súper…
pero ¿hay algún nombre para escabullirse del perímetro
barato, así, hacia el pasillo decadente?
Y si un árbol solitario es nombrado en un bosque, ¿puede ser derribado y arrastrado al zócalo, si nadie hay para arrastrarlo hasta allí?
No hay ningún inconveniente en ello, esta desaparición,
este caerse del suelo, del cual un argumento aprehende
su enceguecedor encanto.
Soy un individuo, por lo tanto, no tengo hora de dormir.
4.
Para derivar mi ingesta diaria de sentenciar del debería,
mi desdén narrativo del está,
primero tomo la ilegibilidad como imposibilidad, luego como chiste, subterfugio, y finalmente, como contrapunto.
Mientras tanto, consulto con mi imaginación—
un vehículo, como sea, secuestrado por otros…
Los paisajes no tienen fin: nada puede ser leído, no vaya a ser que leer se convierta en sacrificio.
Depender pesadamente de un solo lenguaje:
partir el intervalo entre dos.
5.
En el corazón del verticilo comienza una boca.
Desde esta boca verticilada asciende un cono.
En la base de este cono abocado brota una presión.
De esta presión aconada culebrea un hilo.
Con este hilo presionado se amarra un morado.
Bajo este morado hilado lucha un mal gusto.
A causa de este mal gusto morado se coagula un coágulo.
En este coágulo de mal gusto hay un pozo que se seca.
Ahora, colgando en este pozo coagulado:
una bolsa con orina a la luz del sol.
6.
En un momento, voy a decirles cómo dependo de cosas fuera de mí.
En una hora, quizás haya decidido perderme al vapor en vez.
En un día o dos… qué aberración
este dar y dar vueltas…
Luz que cae y barre mi ansiedad última sobre el agua
al pie del acantilado.
La arena abriéndose en abanico sobre la plaga.
Lapso, relapso, prolapso, de ocho a nueve años lejos de esa cuenca insidiosa al pie de una cascada,
en el corazón del pliegue que denota mi opulencia.
7.
Si creo que el concepto de lo ornamental desaparecería
dado un pequeño ajuste de atención,
debe ser porque percibo algo esencialmente decorado en mi propio estar aquí:
una cadena que vincula la tapa de un hidrante
a su boca abierta, derramada,
un volante mostrando un rostro que ya no puede ser reconocido como un rostro.
Hoy leí de un nombre que resistía a la obliteración—el nombre como un lugar del paraíso.
Y yo leí del nombre entendido como una floritura, bajo una ventana en un laberinto con un baño jabonoso y caliente esperando en su centro.
Todo lo que pido de la vida es que me coloque en la pregunta que me hace—así, mi personalidad apenas podrá rozarme.
Bad Faith
1.
Into the bulbous crenelation of foliage I raise my star-shaped finger. Without softness,
the story perspires a sweetlessness, axillary as any latterday bubo. Under my clothes, the skin coughs—
it weeps a filthy amber, the color of overused motor oil.
Between myselves, one soul feels too plastic—
but as long as there is at least a gust of light, there will be some contour, some give, to the others.
The natural world is lobotomized: its hair grows long, turns to gold, falls away,
and when my skull gets critiqued, rightfully, for taking
after centuries-old copper bells,
it cracks under this stress in the atmospheric night.
No matter which shrub I choose to lie in, I tend to find another with binoculars tight to his eyes, fixed on
some window, a body halted in its frame.
2.
What is an opulent form without a function: or, what is an adverb?
What is the perfect use of the word needlessly, and what can I use to dowse for paranoia’s nearest underground spring?
I awaken to the possibility of my having no such hydrosphere,
the brighter half of my chiaroscuro egging me to passive reception.
There is no rhyme fit for my scream:
my scream is ever petty, a sword-crossed, double chiaroscuro,
a crosshatching of trusts.
The normative is pedagogical,
but only in high, high relief.
3.
I never skimp on the food I shoplift…
but is there a name for slinking away from the inexpensive perimeter, like this, to the decadent aisles?
And if a tree is named alone in a wood, can it be felled and dragged to the town square if no one’s around to drag it there?
There is nothing inconvenient about it, this disappearing,
this falling away of the ground from which an argument gleans its blinding charm.
I am an individual, thus I have no bedtime.
4.
To derive my daily intake of sentencing from ought,
my narrative scorn from is,
I first consider illegibility as impossibility, then as joke, subterfuge, and finally, as foil.
In the interim, I consult my imagination—
a vehicle, anyhow, hijacked by others…
Landscapes are without end: nothing can be read, lest
reading become sacrifice.
To rely too heavily on a single language:
to cleave the interval between two.
5.
At the heart of the fingertip’s whorl begins a mouth.
From this whorled mouth a cone arises.
At the base of this mouthed cone there wells up a pressure.
Out of this coned pressure eeks a thread.
With this pressurized thread is tied down a purple.
Under this threaded purple a garishness struggles.
Because of this purple garishness there clots a clotting.
In this garish clotting a well is drying up.
And now, dangling in this clotted well:
a bag of urine in sunlight.
6.
In an instant, I am going to tell you how I rely on things outside myself.
In an hour, I may have decided to lose myself to the steam instead.
In a day or two… how aberrant
this flipping and flipping…
Light that falls and sweeps my last anxiety out over the water from the cliff’s foot.
The sand fanning out over the plague.
Lapsed, relapsed, prolapsed, eight to nine years away from that insidious basin at the foot of a waterfall,
in the heart of the crease denoting my opulence.
7.
If I believe the concept of the ornamental would disappear given a minor adjustment of attention,
it must be because I sense something essentially ornate in my own being here:
a chain that ligatures a fire hydrant’s cap
to its open, bursting mouth,
a flier depicting a face that can no longer be recognized as a face.
Today I read of a name that resisted obliteration—the name as a site of paradise.
And I read of the name as a frill, under a window in a
labyrinth with a hot, soapy bath waiting at its center…
All I ask of life is that it pose me in its question to myself—like this, my personality can only hit me at a glance.
Presentación y versiones de Demian Ernesto.
Conocido hispanista y más bien desconocido poeta; soslayado —como tantos más— por las imperantes figuras de T. S. Eliot, James Joyce y Ezra Pound, Gerald Brenan (1894 – 1987) no deja de hacerse notar en la poesía inglesa del siglo XX por su voz tan particularmente traviesa. En sus poemas despunta una notoria inquietud por la naturaleza, destrozada por las guerras y la ambición humana en la modernidad. Al haber participado directa o indirectamente en guerras que asolaron Europa (la Primera Guerra Mundial y la Civil Española), hundió la mirada en el horror pero también en la esperanza: la ternura es su símbolo característico —su gran regalo, acaso, para hacernos entender otro mundo posible—. Autor tímido, renuente a publicar sus poemas hasta prácticamente el final de sus días, mantuvo un silencio que sofisticó, y dio sabiduría a, cada una de sus palabras. Brenan nos da la lección de la paciencia en un mundo desmesurado con su propia velocidad.
Gracias a ediciones recientes —en especial Poesía (1912-1977), publicada por el sello español Confluencias (2014)—, podemos comenzar a revalorar la voz de un solitario que lo mismo traducía a Góngora que se mofaba de la solemnidad intelectual en Ezra Pound. La selección aquí mostrada es apenas un destello fugaz de su voz poética. Y también, espero, una invitación a profundizar en su lectura y en nuevas posibles traducciones. Brenan tiene luz para largo.
—Demian Ernesto
Canto de emanación
Lo bello muere, es lo que me dicen.
Lo bello es una flor matutina.
Desperdicio como el rocío vernal,
se derrite igual que nieve al viento.
Cada cosa fenece: esa es la consigna
Y mortal cada suspiro recóndito.
Breve es su pasaje, mientras su marca
recae en su ausencia: es muerte.
Mas, oh, ahora ¿puedo creer esto
yo que tengo venas gangrenadas,
sin haber yacido en un lecho de muerte,
sin haber drenado la fuerza de mis gritos?
Soy tan puro y eterno.
Lo bello es mi parte más propia.
Ninguna experiencia puede aleccionarme
sobre lo que jamás tocó mi corazón.
Song by Emanation
Beauty dies, that’s they tell me.
Beauty is a mining flower.
Wastes like dew upon the primrose,
Melts like dew upon the air.
All thing die, that is the motto,
Mortal in their inmost breath.
Brief their passage, while the accent
Falls upon their absence, death.
Yet oh now can I believe this,
I who have a necrous veins,
Never dabbled in a death bed,
Never sucked my strength from screams?
Pure I am and so eternal.
Beauty is my most part.
No experience can teach me.
What can ever touch my heart.
Muerte en bosque Covin
La paz de los árboles
reposará sobre ti.
Largos brazos rutilantes
serán tuyos para siempre, alumbrando su halo lunar.
Y cada racimo de flores y de estrellas
aguardará por ti en el palacio eterno;
al bajar están los corredores sin fin y la luz de luna
Vendrá a ti como una desconocida en un sueño.
¿No goteará todavía el rocío en los árboles lunares?
¿No soplará el viento en las colinas?
¿No estaré ahí, gélido e inmóvil?
Death in Covin Woods
The peace of the trees
Will fall upon you.
Long shining arms
Shining in moonlight, will be yours forever.
And all the clusters of flowers and of stars
Will be there for you in the eternal palace;
And down the endless corridors the light of the moon
Will come to you like strange women in a dream.
Will not the dew drip still from the glittering trees?
Will not the wind blow on the hill?
Shall I not lie there cold and still?
Perdido
En el hueco debajo de la ola, en el intersticio del canto del gallo, en el espasmo de luz del incendio, en la roca debajo del halo lunar, en las fibras de tu cabello – perdido.
Lost
In the hollow under the wave, in the crevice of the cock’s voice, in the spasm of the firelight, in the stone under the moonbeam, in te fibres of her hair – lost.
La luna crea el silencio
Vi cipreses.
Vi estrellas punzantes.
Mas la luna crea el silencio.
El gran pino se estremece.
Similar a una sierpe, el cielo azul.
Mas la luna crea el silencio.
¿Qué sentido tiene decir
el mundo es hermoso, hermoso,
cuando la luna crea el silencio?
Cualquier cosa habla de amor.
Cualquier cosa habla de la noche,
pero la luna crea el silencio.
Crea el silencio exterior.
Crea el silencio interior.
La luna crea el silencio.
Crea el silencio en mí.
Crea el silencio en ti.
La luna crea el silencio.
The moon makes the silence
I saw the cypress trees.
I saw the needle stars.
But moon makes the silence.
The great pine trees shook.
The sky was blue as a snake.
But moon makes the silence.
Everything speaks of love,
Everything speaks of night,
Buy moon makes the silence.
It makes the silence whiteout.
It makes the silence within.
The moon makes the silence.
It makes the silence in me.
It makes the silence in you.
The moon makes the silence.
Se pensaba joven
Se pensaba joven –
cuando subiendo la cumbre Storgler
como nieve al empezar a caer,
su sangre le abandonó el rostro.
Tuvieron que cuidarlo al volver,
¡y él se pensaba joven!
Se pensaba joven–
cuando al ver a una bella chica
sentada sola y taciturna,
lanzó un “Qué tal”, sonriente.
Y ella se inmutó cual cabeza de Gorgona.
¡Aún se pensaba joven!
Se pensaba joven–
cuando, encontrándose en cama
con su amor de tiempo atrás
“¿Qué? –¿sólo una vez?”, ella dijo.
“¡Una vez en la duradera noche!”
Y él se pensaba aún joven.
Se pensaba joven–
en tanto, le llegó un dolor desde lejos.
Que se difuminó cual Panzer Cops1
hasta azotar su corazón y su cerebro.
Tres días y ya estaba muerto.
¡Y se pensaba joven!
He thought he was young
He thought he was young –
then, climbing the Storgler Pass,
as the snow started to slip
all the blood left his face.
They had to carry him back.
And he had thought he wad young!
He thought he was young –
then, seeing a pretty girl
sitting alone and sad,
he threw her his “Hi there” smile.
She froze to a Gorgon’s head.
And he thought he was young!
He thought he was young –
then finding himself in bed
with his long-courted one,
‘What– only once!’ she said.
‘Once in the livelong night!’
And he thought he was young!
He thought he was young –
then came a distant pain.
It spread like a Panzer Corps
till it banged on heart and brain.
Three days and he was dead.
And he tad thought he was young!
Oh inconsciente, ociosa vida
Oh inconsciente, ociosa vida
conducida así, ya de otra forma
subordinada por la cobardía
corrupta por el “deber ser”.
El armazón crustáceo
repunta en cada nervio delicado.
Las patologías mentales se endurecen
en la costumbre y la reserva.
Los sentidos están sellados
por las atávicas tareas del día a día.
La ceremonia de lo vulgar
ahoga los suspiros recogidos.
Oh mar, oh aire, oh brillo
en un cielo donde el sol se puso.
Oh flor abriéndose silente
y en su silencio encerrada.
Oh jinetes sobre la montaña
donde crecen los zacates,
¿qué velo cae entre ustedes,
qué ríos surcan?
O thoughtless, idle live
O thoughtless, idle live
carried this way and that,
suborned through cowardice,
debauched by Ought!
The crustacean armor
grows on each delicate nerve.
The mind’s limbs stiffen
with habit and reserve.
The senses are sealed over
by the day’s repeated deeds.
The ceremony of the vulgar
stifles the crop of sighs.
O sea, O air, O brightness
in the sky where sun has sunset,
O flower opening in silence
and in silence shut.
O horsemen on the mountain
where the spear-grasses grow,
what curtain falls between us?
what rivers flow?
1Cuerpo nazi de fuerzas motorizadas. N. del t.
Escarapelas
el vocablo
escarapelas
carro altoparlante
bandadas de pájaros
hacia Baigorria
el vocablo
Baigorria
carpir
desmenuzar
el menudeo del
terrón
azadas
zurcidoras
el vocablo
zurcir
Tacuarembó
la 10ª sección de
Tacuarembó
arar
el vocablo arar
arados
azadas
útiles de carpir
lo menudo del
labrar
el vocablo
labrar
graznidos
sonidos del aire
labrantíos
pájaros de augurio
mal agüero
El objeto es la pampa
No darlo por perdido
Nombrar el horizonte caballadas perros
Salvajes
Lo pampeano es el objeto
Río Grande
Paysandú
Santa Rosa
Las praderas
Las costillas del animal a las brasas
No darlo por perdido
El objeto del viaje la bordona
Guitarreadas fogones troperías
Nada
Es lo que parece en la
Pampa
Se le ocurre algo muy gráfico
“Llueve sobre el camposanto”
¿Poesía civil como Raimondi?
Cuaderno viajero, es el nombre de
eso que escribe
El corte del verso determinado por la pantalla del Nokia
finlandés.
¿Se oye la lluvia desde el tercer piso? ¿Como desde Emilia Grassi, las barreras? ¿Pasa con retraso el motocar de las cinco?
Es gráfica la expresión
“llueve sobre el campo santo”
¿Un tipo de santuario la
poética?
El corte del verso determinado por lecturas de Levertov.
Lo que respira en la superficie.
El goteo primoroso sin
apresuramiento
sobre el campo
santo.
Nos vamos de la casa
Lapsos de la felicidad
La estufa encendida en la casa roja
Enterramos los útiles de labranza
Los libros de Pessoa
Dos metros bajo tierra
Los cuchillos cucharones las
Ollas las azadas
Los arados
Los croquis de
Las balsas
Dos metros bajo
Tierra
Los acordes
Las cartografías
Toda memoria de
Lo construido
Lenguaje a contra tiempo portador de sentido oculto
Poner los nombres
poner el cuerpo
Lluvia llovizna parturienta
Abrigadora bruja cómplice
Arrasa la llovizna los barriales
Raudales desde siempre llueve
Así
El deseo de la lluvia instalado
En el cuerpo
Lo que produce la lluvia
Entristecer
Es el deseo de la lluvia finalmente
Mojadura chaparrones algo grisáceo o
La pertinaz garuada desamparada
Lo que produce la lluvia
Los abrazos
Camposantos bajo la garúa
lo mortuorio amortajado
Cuerpos
Cachonda la garúa
Llueve
a raudales
Cuerpos cachondos
Puedo oír el chaparrón. Va a caer agua a baldazos.
Todo encapotado.
La curva del agua y sus
bucles.
Si azuzo el oído
Puedo oír tus pasos
Tres generaciones después.
Me regalaste una libreta roja para llevar un diario de viaje. La libreta solo tiene una entrada y no tiene que ver con nosotros.
Solo escribí un día.
*
Cerca del arroyo vivía un jaguar que causaba muchos daños a la población (ellos le dicen yaguareté, pero no les hagas caso). La gente lo sacrificó y desde entonces el arroyo comenzó a ser conocido con el nombre de Tigre.
*
El libro que quería escribir no es este. Se trataba en todo caso de nosotros, pero no iba así la historia. Se trataba en todo caso de otra parte. A veces pienso en ese sitio abriéndose. Los artículos estarían dispuestos de otra forma, probablemente los poemas también, pero nunca lo sabremos. Las casas tienen piezas perdidas y el agua es un lenguaje distinto.
*
Domingo Faustino tenía una casa en Tigre que hoy es un museo. La historia —con minúsculas— lo considera un “hombre destacado por su labor en la educación pública y su contribución al progreso científico y cultural de su país”, pero basta con leer un poco del Facundo para descubrir que no quería a nadie.
*
En 1805 Tigre era un arroyito insignificante y el pueblo no era conocido con ese nombre. Lo llamaban el pueblo de Las Conchas. Para 1812 había sesenta familias de pescadores, labradores y comerciantes de frutas. Un punto apenas perceptible en el mapa. Un nombre que fue cambiando. Los martillazos de la movilidad. La imposibilidad de que las cosas permanezcan en su sitio.
Todo, aunque no lo queramos, suele trasladar sus significantes.
*
El primer tren llegó a Tigre el 1° de enero de 1865. Las aguas del Luján lo presenciaron. El horizonte cosechó otras tardes. Todo era pintoresco, pero de otra manera. Un látigo animaba el viento. Los historiadores le llaman la belle époque de Tigre. Un lugar para pasar los días. Un cuerpo nuevo que se expandía sobre los músculos del río.
*
Una celda en mi cerebro, una prisión distinta a la que te contaba. Un océano furioso. Me paré en los bordes para intentar mirar algo de las aguas marrones del Delta. A veces no me reconocía en ese espejo, a veces te veía a ti.
*
El 18 de febrero de 1938, Leopoldo Lugones se quitó la vida en un recreo del Delta de San Fernando (qué mejor forma de vacacionar) llamado —irónicamente— “El Tropezón”. Estaba muy enamorado. Tomó cianuro de potasio con whisky. ¿Quién lo pensaría? También en Tigre existen otras formas de esparcimiento.
*
Según testimonios brindados ante el Archivo Nacional de la Memoria y la Justicia, en el lugar permanecieron detenidos ilegalmente delegados gremiales y trabajadores de la empresa Ford de Gral. Pacheco y de los astilleros Astarsa, Vicente Forte y Mestrina, también sus familiares, entre muchos otros. Intercambiaron el lenguaje secreto de Tigre por piedras deslavadas en el éxtasis del dolor.
*
Horas mirando el cursor en la computadora, el curso del Delta. Desvelarse con el cráneo jaspeado. Me pregunto si estabas despierta, me pregunto si estaba despierto cuando regresamos. Me pregunto si un lugar se define porque uno nunca estuvo ahí.
* Estos poemas pertenecen a Tigre, recientemente publicado por editorial Cuadrivio.
Éramos los sin nombre
los enterrados
los aullantes,
éramos los que se mezclan
con la sombra
con la tierra
los que andábamos
los que pedíamos
más de eso que muerde
más de eso que rasga,
los sin nombre,
los que se mezclan,
éramos eso desde el principio
cazadores sin casa
enterradores enterrados
en lo que no tiene luz
perros, nos llamaron
estábamos en lo noche
muy antes
perros de nadie
llegados de ninguna parte
perros al acecho
en la colina
en la cueva
ese sabor en la saliva,
esa sangre ese cartílago
en las fauces,
en las fosas
éramos eso
cráneos para las libaciones
cráneos quebrados
catacumbas,
quebrantahuesos
éramos lo que viene de noche
lo que está muy antes
ese olor en la sangre,
perros de nadie
cristales de roca
en la roca
incrustados,
cuervos vigías
éramos torbellino
negro vórtice
elevaciones
picos en picada
inframundos,
picos de acero
garras de un rito
pócimas, peregrinajes
en lo de antes
en lo de antes,
cuervos
éramos eso que dice la noche
que anda por arriba
se desliza con alas
repta rasga se amotina
“yo conquisto montañas,
amontono cabezas de hombres
como polvo,
siembro cabezas cual semillas”
éramos
los desfigurados
los que avanzan
los que aúllan
cuatro patas bocabajo
erizada piel plumas erizadas
carne del festín
cráneo de las libaciones
cristal de roca en la roca
en lo que no tiene luz
en la luz trizada,
perros de ninguna parte
en la rabia dispersa,
perros éramos
acercándonos
husmeando los detritos
acechando el siseo
ah de los aullidos
ah de las danzas
el fuego rasante
en las alas
en las alas
inframundos,
éramos esa carne
eso que se arrastra
en el aire éramos
los que pedíamos
los que rogábamos
dame noche
lo que sangra
lo que muere
cristal de roca
cristal de roca
tu cara en mis fauces
incrustada,
“yo conquisto montañas
amontono cabezas de hombres
como polvo
siembro cabezas cual semillas”
éramos los acechantes
los reyes reptiles
los que aguardan en silencio
los que atisban en silencio,
nubes de guerra
cantos de guerra
cuervos, nos llamaron
un batir de alas tartamudas
una turba trepidante
catacumbas en el aire sólido,
bailoteos en el fango
un revuelo en la ceniza ardiente
éramos,
los sin rumbo
los enterrados
los murientes
los que no vuelven
los que están aquí,
cuervos cavando fosas
perros levantando piedras
un túmulo
un dolmen
cuervos levantando piedras
perros cavando fosas
ese sabor a sangre en los hocicos
esa carne palpitante,
éramos lo que no tiene luz
los que avanzan
bajo la tierra
bajo la tierra
los enterrados
los que aúllan
los reptantes
cazadores sin casa
los sin nombre.
Nota del autor
Algunos perros —por ejemplo, el pastor australiano— recogen piedras que acumulan en algún sitio predilecto. No parece un comportamiento azaroso pues levantan con ellas pequeños montículos. Me dicen que ciertos cuervos lo hacen también. Desconozco las razones de este comportamiento seguramente ancestral, pero no deja de resultarme fascinante. Veo en ello un comienzo de los dólmenes, de las estelas y los mausoleos funerarios. El poema surge de esta observación y también del no menos fascinante documental de Werner Herzog, Cave of forgotten dreams (2010). Nunca como ahora nos había tocado ver en México tanta desolación y muerte. Fosas sin nombre, túmulos de la infamia. Una noche que se prolonga y pareciera instalar su señorío. El poema alude también a esta incontestable, dolorosa realidad. Los versos en cursiva provienen del himno a la diosa sumeria Inanna, en la traducción que hizo María Palomar a partir de la versión inglesa de Kim Echlin (Artes de México, 2008). “Dolmen” es el poema inicial de los cuatro que componen el libro Kyrie, que próximamente publicará la Universidad Autónoma de Querétaro en la colección Libro Mayor.
Nadia López García, Isu Ichi / El camino del venado, UNAM/ Ediciones Punto de Partida, 2020, 80 pp.

Cuando desaparece una lengua, algo de nuestra humanidad se pierde con ella. Sin embargo, perder implica cierto azar; por ello, la palabra “pérdida” no describe lo que Nadia López García (Tlaxiaco, Oaxaca, 1992) cuenta en Isu Ichi / El camino del venado, el primer libro de poesía en lengua originaria publicado por la Dirección de Literatura de la UNAM. En México, una buena parte de la población está compuesta por hijos que no aprendimos la lengua indígena de nuestros padres. Las razones son varias: las políticas educativas que no garantizan una educación bilingüe, la burla hacia quienes hablan alguna de las 64 lenguas indígenas, la migración forzada y la precariedad laboral. La consecuencia aplastante de lo anterior: el silenciamiento de los pueblos originarios en México.
El poemario está acompañado de cuatro grabados hechos por Rosario Hernández Sánchez, del taller Hoja Santa, cuya sede está en Oaxaca. Las ciudades hacen olvidar la voz de los ancestros: las mujeres y hombres des-lenguados se vuelven árboles sin raíz. El despojo lingüístico es equiparable a entrar en un laberinto donde nos volvemos cómplices del olvido. Quitar la ceniza para encender un fuego nuevo con palabras viejas es asunto de la poesía. Por ello, López García recuperó la lengua-lluvia de sus abuelos y persigue el hilo ñuu savi para cantarnos la historia de un retorno, en dos idiomas, hacia un lugar donde “nuestra palabra se haga nido” (p. 47).
Yee kukana ini nai yu’u
ntí’o koi kachi tu´un ku,
ntí’o koi ntuku’un ini,
ntí’o miki
kutu’vu. (p. 22)
Hay tristezas que crecen en la boca
de los que ya no hablan su lengua,
de los que la han olvidado,
de los que nunca
la aprendieron. (p. 23)
El padre, cuyo rastro seguimos a lo largo del poemario, es uno de los que no aprendieron. Es alguien que hubo de migrar de su tierra natal a otra y no pudo llevar consigo la palabra de su padre. El desplazamiento forzado, no solo por motivos de violencia, es un fenómeno poco atendido; sin embargo, muchas de las migraciones son obligadas por las circunstancias sociales y económicas. Ello implica una elaboración del duelo, que incluye la pérdida de la lengua materna.
Kan’cha tu´unku
ra yu´u chi’i yu’ú,
koo ní’i,
koo tu´un. (p. 26)
Porque cortaron tu palabra
y bajo tu lengua sembraron miedo,
silencio. (p. 27)
La carencia forma parte de nuestra vida, tanto como lo presente. No obstante, en El camino del venado no todo es tristeza, pues encontramos la ferviente certeza de que es posible vencer a la muerte. Una ruta paralela expuesta en el libro es la de la hija del padre deslenguado, quien decide ir en busca de esa antigua palabra —a pesar de que, según la tradición, esa travesía está vedada para las mujeres—. La poesía de Nadia López propone un retorno renovado al comienzo, con lo cual la idea de origen se altera. Al hablar del poemario, la autora aprovecha para contar que, según las viejas historias, los ñuu savi descienden de un árbol; sin embargo, se olvida mencionar que antes estuvo el río, una entidad femenina.
Me yo’o nai me niì,
me tu´un
koi tsaa.
Mientras mi raíz
corra por mi sangre,
mi lengua
no morirá. (p. 37)
Los poemas dan cuenta de la relación entre una hija y su padre. La lengua ñuu savi entre ambos como un puente que los une y los hace fuertes ante el destino. Dice ella:
Ra yo´ó,
kachi uvi tu´unku paa,
kuntukú koi ntìì,
ñòò ra tu´un cho’ó
ra kachi me tu´un.
Y aquí estoy,
repitiendo tu voz,
buscando que nunca mueras,
que nuestra palabra se haga nido
y nunca se calle. (p. 47)
La autora da cuenta de la búsqueda del “venado” (símbolo perdido), y ella misma ejemplifica el camino, pues ha recuperado la lengua de su abuelo. Aunque mucho del sentido de las palabras ñuu savi se pierde para quienes no hablamos la lengua-lluvia, la traducción al español, hecha por la propia López García, permite que la palabra poética se convierta en la ruta evocada a lo largo del libro.
Alberto Ruy Sánchez, Dicen las jacarandas, Ediciones Era, 2019, 96 pp.
Crecí en la colonia Del Valle de la Ciudad de México, que, como otras de la capital, goza de cielos amoratados durante los primeros meses del año. Mi madre me cuenta que en el kínder yo jugaba bajo un enorme árbol de jacarandas que había en el patio. Me divertía con las flores, las recogía y las acomodaba como largas ramas en las bases de las ventanas de la escuela —una forma de prolongar su vida y promover su presencia entre el suelo y el cielo, sus dos hogares—. Jugaba también a preparar “tés” con sus hojas y ocupaba sus pétalos lila para hacerles casas a los insectos. Sus colores me inventaron los días de niña, el gozo y la sorpresa. No recuerdo de qué color era la escuela; hoy, para mí, era morada en primavera y no en invierno. Esta memoria infantil me la ha regresado, cálidamente, la lectura de un libro de poesía.
“El gozo es primero de orden sensible. Quién no ha conocido esta sensación: lo real, ante nosotros, se ilumina, empieza a respirar en armonía con el mundo como con nosotros mismos. El espectáculo nos llega a la vez del exterior y del interior”: estas palabras de Petr Kral pueden bien expresar la experiencia de leer Dicen las jacarandas, de Alberto Ruy Sánchez (Ciudad de México, 1951). Esta obra, que me ha regresado días olvidados, nos permite ver, como por primera vez, aquellas flores que refrescan las calles y nuestra mirada cada primavera en la Ciudad de México. Un espectáculo que contemplamos gracias al poeta y que termina de florecer en la sensibilidad del lector —quien, poema a poema, torna su vista morada hasta confundirse con las flores que lo deletrean.
Dicen las jacarandas es breve pero lleno de vitalidad, como la temporada de sus árboles. El autor es un ilusionista: presenta flores traducidas en poemas —a su vez traducidos en flores—, convertidas en una sensibilidad flamante que nos permite residir de un modo distinto entre lo conocido. Inaugura el libro la imagen de una jacaranda absoluta que se multiplica y hace crecer sus raíces a lo largo de todos los poemas. El primero, “Estas palabras”, es un susurro sutil que comienza una constante en el libro: las jacarandas como imágenes e historias en potencia.
Cada ramo en la rama amoratada
es el ritmo alterado de su savia.
Delirio de sus venas que florece,
hervor de tierra dócil, embriagada.
No parecen pétalos, son palabras,
racimos de sílabas que palpitan.
Cuentan mil historias que el aire entiende:
amores y desamores, lamentos.
Cantan los goces que se multiplican,
los placeres fugaces y secretos.
Son animales, sabores, anhelos,
humo, premoniciones, amenazas.
Como si se tratara de la “Danza del intelecto” de Charles Olson, las flores de las jacarandas son una caligrafía de posibilidades; nos llevan de una intuición a otra con agilidad y fluidez. Frente a ellas, nuestro pensamiento se agita como sus flores con el viento, que son ellas mismas pero también palabras, animales, historias, anhelos. A través de la contemplación de sus destellos lila, el observador de la jacaranda que nos muestra el poeta supera sus circunstancias y las eleva a la fantasía y la imaginación. Las jacarandas son potencia, “Quimeras citadinas”:
Hay quienes las ven palomas
Devoradoras de búhos,
Quienes descubren dragones
Amoratados de susto
Yo las veo como centauros,
Improbables y posibles,
Casi humanas, casi equinas,
Casi flores, casi frutos.
Su potencia, su identidad móvil, ser flor y ser otro, remite también a lo cíclico de la naturaleza, a la transición inevitable de la vida a la muerte; pero las jacarandas plantean también un estado intermedio entre ambas: una fantasmagoría que se siente en aquellos árboles sin flores pero que florecerán, y aquellos florecidos que pronto se quedarán sin pétalos morados. Las jacarandas son “plenitud fugitiva”. “Su incendio cumple un destino: dura poco y dura siempre”, como enuncia en “La llama amanece”. La presencia de estos árboles va más allá de la vida.
Inmortales y fugaces
Se precipitan
Al piso
y al mismo tiempo
renacen
en la rama.
Como si vivieran
más allá de la vida.
Las jacarandas superan la disyuntiva de ser y no ser. Estos árboles torcidos, eternos en su incesante transición, son una “fascinante brujería” que trastoca las calles. Su metamorfosis no solo se evidencia en su propio ciclo natural: los poemas sobre la llegada de este árbol a México —una historia que reúne a un jardinero japonés con Brasil y México, pero también una historia perdida en la eternidad de la naturaleza y el mito— remiten a su condición migrante, a un fluir entre geografías lejanas que hacen que las jacarandas del libro parezcan infinitas —“nubes cambiantes en el cielo del ojo” como menciona Aurelio Asiain en la cuarta de forros—. Sus flores, ramas y raíces viajan comunicando latitudes, tiempos e historias.
Mitología amazónica
Entre las llamas fugaces
de su alerta escandalosa
me salpican los destellos
de su origen hecho mito.
Jacarandá allá le dicen,
y ella ligera resuena.
En guaraní, que es su lengua,
quiere decir perfumada.
Jacarandá huele a selva
y a corteza curativa,
a madera sonrojada
y fértil desenvoltura.
Sus semillas en estuche
nunca se vuelven sonajas.
Oyen los ritmos del viento
y después les brotan alas.
Si en su historia puso aliento,
en su floración, exceso:
ella extiende el Amazonas
a la puerta de mi casa.
El viaje de las jacarandas también se aborda en los poemas “Mitología japonesa” y “Migraciones”, que cierran la primera parte del libro justo antes de entrar a “Calle afuera”, donde se encuentran poemas que promueven las ganas de redescubrir lo común, de erradicar el aburrimiento de la mirada. En estos poemas hay “flores que en filigrana/ se meten entre nosotros”, entre edificios, en las esquinas, en el Hospital Español, expandiéndose por los aires en todas direcciones, como si los pétalos refractaran su color por doquier. Gracias a las jacarandas, “florece el cielo en el suelo” y en todo lo que las rodea. Así, por ejemplo, en “Tiempo de espejos”:
Como una orden del cielo
algo que cae estruendoso,
que brilla, aunque no truena,
que grita, aunque en silencio.
Se siente como en un sueño
aunque estemos bien despiertos.
Nos hace abrir más los ojos
aunque nos los deja quieros,
como si fueran cerrados
por el golpe del asombro.
El tiempo de los espejos
llega y así establece:
el piso en flor, como el cielo,
y el ánimo que se eleva
al caer las jacarandas.
El espíritu vibrante de las jacarandas se refleja también en el ánimo de quien las contempla, en su intimidad. “La jacaranda en mi mano” comienza con los versos: “Mi mano es como la calle/ cuando caen las jacarandas,/ Se llena de algo sonriente”. Los árboles no solo son un espasmo urbano y ajeno, un lejano jardín secreto y colgante, sino una fuerza que atraviesa a quienes los admiran, trastocando las percepciones de su propio cuerpo: “Las líneas de mi mano caminan palma arriba sobre las líneas trazadas en la copa de una flor”.
Unos poemas después, las transformaciones continúan en “Serpientes sacrificadas”, donde las jacarandas se comportan como cuerpos animales que se conectan con la Tierra. La jacaranda sigue expandiéndose y mutando incesantemente, abrazando lo que encuentra a su paso:
Como animales muy viejos,
sus troncos torcidos,
sus cicatrices.
Y de pronto, cambian de piel
y ostentan mil escamas moradas.
Por unos días
son misteriosas mutantes,
irreales, poseídas.
Si desde abajo las miras
sus ramas más elevadas
parecen brotar del cielo
como venas muy finas.
Se van ensanchando
hasta hundirse en la tierra
como serpientes
en su guardia.
El libro cierra con las voces que otros, en distintos tiempos y parajes, han dedicado a la belleza y fugacidad de los árboles y las jacarandas. Ruy Sánchez recupera a Robert Frost, Hermann Hesse, Joaquim Machado de Assis, Jorge F. Hernández y Severo Sarduy, entre otros, como si recogiera flores del suelo para que vuelen otra vez. Tal como los árboles del poemario susurran historias, lo hacen los amigos y autores leídos por el poeta para nutrir las hojas de este libro, mitad árbol, mitad bosque.
Los poemas de Dicen las jacarandas vinculan y acercan a todos los seres en distintos momentos y espacios, gracias a esta fecunda flor. Sus hojas refrescan, incluso, a la mirada más impasible. En dichos poemas, las relaciones florecen flexibles y ligeras; las flores son centauros, gestos, deseos, plumas y memoria. Son animales, instintos, sombras, bosques, gritos y galaxias. El arriba y el abajo entran en comunión; ramas y venas se encuentran; calle afuera y calle adentro se reflejan mutuamente. En la poesía de Alberto Ruy Sánchez —como decía Kral—, lo real se nos muestra como un gozo iluminado y armónico.
En el silencio sólo se escuchaba
un susurro de abejas que sonaba
Garcilaso de la Vega, Égloga III
Existe un poema de Juan Luis Martínez que siempre me llamó la atención y que, en cierta forma, termino reescribiendo en mi memoria. Se llama “El oído” y se encuentra en la página X de La nueva novela, un libro autopublicado en 1977 y que significó toda una hazaña, tanto material como conceptual, para la poesía chilena de la época (e incluso del presente). En su portada se puede ver una catástrofe: una serie de casas chocando unas contra otras, como si la tierra se levantara arrancándolas de sus cimientos; a lo lejos se ve correr un río o la sombra de uno, al parecer desbordado, abriéndose paso. Más allá de las decenas de estudios que se han escrito sobre la obra de Martínez, los académicos no se han puesto de acuerdo en el origen de esa foto. Alguno se refirió a un terremoto ocurrido en Alaska, a lo que otro discrepa por el tipo de techo de las casas. Sin embargo, si de algo estamos seguros es que nos encontramos frente a un desastre, se diga lo que se diga, al estilo terremoto de Valdivia en 1960, uno de los movimientos sísmicos más intensos jamás registrados, con una magnitud de 9.5 grados en la escala de Richter.
“El oído” de Martínez resultó, en mi primera lectura, un remezón —quizá no tan fuerte como el de Valdivia, pero igual de constante—. Está dedicado a L. v. B., es decir, a Ludwig von Beethoven y posee un pequeño subtítulo en inglés “(Study for a conversation piece)”, como si el poema a continuación fuera más una pieza de música que otra cosa, pero una pieza para comenzar una conversación. El poema está dedicado a un músico sordo: desde el comienzo, el lenguaje paradójico de La nueva novela se abre como un gran campo con sus plantaciones de trigo moviéndose al viento. Y su primer verso dice así: “El oído es un órgano al revés; sólo escucha el silencio.”
Fuera de contexto, esa frase podría estar en boca de uno de los personajes de Alicia en el país de la maravillas, o de alguna de las intelectuales de las que siempre se enamoraba Woody Allen en sus películas. «El oído es un órgano al revés» y todo lo que escuchamos no es más que silencio —porque si no, dice el poeta, “oiríamos el ruido ensordecedor que producen las galaxias, nebulosas, planetas y demás cuerpos celestes en sus desplazamientos a través de los enormes espacios interestelares”.
Puede que Martínez tenga razón. Una serie de sondas han logrado captar la energía de algunos planetas y cometas; gracias al trabajo de expertos, tras un proceso de “sonificación de datos”, aquellos pueden ser traducidos en interferencias reconocibles. La mayoría de estas versiones son tildadas de “espeluznantes” por la prensa divulgativa y realmente lo son, porque, en general, se trata de ruidos prolongados que en la naturaleza no logramos identificar, mucho menos en nuestra vida citadina. Quizá los podemos poner en paralelo con el momento de sintonizar una radio o con la avería de algún televisor, o con esas zonas de “aire” que se producen cuando un equipo no posee antena. Pero van mucho más allá de eso: por su intensidad y la noción de vacío que surge de ellas, es como si realmente estuviéramos escuchando el anverso del sonido.
No es tan descabellada, por lo tanto, la idea de Martínez; la NASA le ha dado la razón. Oímos al revés el espacio y el movimiento de los cuerpos celestes. Según la RAE, un sonido es una “sensación producida en el órgano del oído por el movimiento vibratorio de los cuerpos, transmitido por un medio elástico, como el aire”. Es decir, el sonido existe porque existe la atmósfera; fuera de ella, todo lo demás es el “verdadero” sonido, ese “ruido ensordecedor” de las estrellas y nebulosas en movimiento. Y ya sabemos que nuestra atmósfera es una excepción, y que no hemos podido encontrar otra por el momento, aunque algunos piensen que dicho silencio se puede reproducir en un planeta vecino. Allá ellos.
“El oído” termina así: “Los sonidos, ruidos, palabras, etc., que capta nuestro oído, son realmente burbujas de silencio que viajan desde la fuente emisora que las produce hasta el órgano receptor de silencio que es el oído”.
Nuestro sonido —o nuestro silencio— es excepcional, y es el oído la máquina receptora y traductora: un cono que permite que escuchemos los procedimientos de la naturaleza, pero al revés. Tal vez lo que un compositor sordo como Beethoven quiso hacer fue darle una forma armónica a ese vacío, a ese “aire” que, como humanos, vinimos a conocer con la creación de la radio. Hoy por hoy, nuestros dispositivos impiden que logremos captarlo, gracias a métodos de búsqueda que nos llevan de una música a otra para aplacar el ambiente y cualquier perturbación proveniente del cosmos.
*
Pero el poema de Martínez no termina ahí: es aún más elástico. Posee una nota que aparece en la parte final del libro y cuyo contenido, en realidad, no es muy útil para este ensayo. Es una de las tantas “señales de rutas” que generan vínculos de sentido y contrasentido en La nueva novela. ¿De qué habla esa nota? Más que nada, sobre la admiración que ciertos intelectuales alemanes sintieron por Napoleón, hasta que el francés se autonombró emperador; ahí, Beethoven dejó de admirarlo y “parece que desgarró la página titular de la Tercera Sinfonía con la dedicatoria a Bonaparte, al mismo tiempo que prorrumpía en imprecaciones contra ‘el nuevo tirano’”. El hecho no viene mucho al caso, a excepción del epígrafe de esa nota, de W. H. Auden: “una enfermedad especial del oído”.
En realidad Martínez selecciona una parte, pues el epígrafe completo sería: “El verso es una enfermedad especial del oído” (“Verse was a special illness of the ear”). Y no miente, es de Auden y ni más ni menos que de un soneto titulado “Rimbaud”, uno de los tantos personajes que aparecen en La nueva novela, ya como amante de Karl Marx (el choque amoroso entre la poesía y la revolución), ya como el forajido que escapa de la justicia de la lógica. La estrofa original del poema (en traducción de Guillermo Sheridan) dice así:
Los versos eran una especial enfermedad de los oídos;
la integridad no era suficiente; eso parecía
el infierno de la niñez: debía intentarlo de nuevo.
Verse was a special illness of the ear;
Integrity was not enough; that seemed
The hell of childhood: he must try again.
¿A qué se refiere Auden? Se refiere a algo muy distinto del sonido del espacio. Está hablando de la época en la que vivió y escribió Rimbaud, cuando el verso y el poema en su conjunto eran un artefacto musical, una creación dulce de oír y también una enfermedad, puesto que se centraba en la forma que abandonaba el fondo del texto: el poema como una cajita musical que se abría en medio de la noche y llenaba una habitación de recuerdos de infancia o de un amor perdido, una melodía melancólica, hecha a la perfección para el dolor portátil de los burgueses. La poesía simbolista francesa había llegado a esos hartazgos con cierta facilidad e incluso comodidad, convirtiéndose en un juguete. Al parecer, apaciguaba el ardid de los tiempos revolucionarios. A veces me da por pensar que está volviendo a pasar lo mismo: la poesía se ha transformado en un fragmento inofensivo de la realidad, en una especie de espectáculo, en una dramatización sin conflicto. Y quizá, como el Rimbaud de Auden, deberíamos intentarlo de nuevo.
La integridad, en estos tiempos, no parece ser suficiente.
*
“Se nos ocurre que la ‘radio’ podría darla y no otra, un ensayo de ‘mapa audible’ de un país. Ya se han hecho los mapas visuales, y también los palpables, o sea, los de relieve; faltaría el mapa de las resonancias que volviese una tierra ‘escuchable’.”
Así comienza “Pequeño mapa audible de Chile”, un artículo publicado en 1931 por Gabriela Mistral y que resulta, desde el título, sumamente contemporáneo, como si se hubiera escrito esta misma tarde. La idea de un “mapa audible”, en un momento como el de la popularización de la radio, es completamente radical; más aun la idea de hacer una cartografía que enlazara el sonido con la geografía. Hay que pensar que apenas en 1927 hizo su aparición la primera película sonora, The Jazz Singer; no obstante, el invento no se establecería hasta bien entrada la década de 1930, justo cuando Mistral piensa este cruce de materias distintas y, casi, la creación de una maquinaria que hiciera esto posible: una aplicación que pudiese traducir —como la “sonificación de datos” del sonido del espacio— la verdadera potencia de la cordillera de los Andes. ¿Cómo suenan sus minerales en constante encuentro bajo las intensas nevadas?
Hoy en día se pueden encontrar, en internet, mapas sonoros de ciudades o de territorios, una especie de registro acústico por zonas —por ejemplo, de Jerusalén y de cada uno de sus templos, o de un parque nacional en Sudáfrica y del tipo de animales que pueden ser oídos en un safari—. Pero lo que a Mistral le interesaba no era solo un sistema técnico para captar las vibraciones de la morfología, sino que, a la vez, realizara una gran recopilación de los movimientos, rituales y dificultades de la humanidad: “el cuerpo sinfónico de una raza que trabaja, padece y batalla”. La suma de esos quehaceres registrados podría hacer patente un quehacer en los oídos, algo así como el reconocimiento de un modo de habitar sumamente lejano y anterior a la imagen. Conocer al otro por los sonidos de su cuerpo trasladándose y sobreviviendo.
¿Un trabajo antropológico? Va más allá de eso. Mistral despliega, con gran maestría, un manto en el que se tejen los sonidos más representativos de cada región de Chile. Vale la pena subrayar que este viaje lo comienza en el norte, al amanecer y al inicio de las labores mineras: “barretas, picos y palas, en un infierno rítmico”. Y nos advierte: “hay que escuchar como el venado: con oreja no sólo abierta, sino tendida en tubo captador”. Esto no deja de llamarme la atención porque el venado, el norte y el viaje son tres aspectos que volverán a aparecer en El poema de Chile, publicado póstumamente en 1967 y que trata del recorrido del fantasma de Mistral desde la frontera con Perú, acompañada de un indio atacameño y un huemul, ciervo que habita las zonas cordilleranas. Ese libro-poema es su vuelta final e inmaterial a la patria.
En cierta manera, el “Pequeño mapa audible de Chile” es una preparación para la escritura de un libro que aúna su experiencia de recorrer, estudiar y, sobre todo, escuchar el territorio.
El oído prepara la escritura.
*
Gabriela Mistral pensó en las labores de la tierra antes que en el mar contra las playas o el viento que proviene de los salares. A medida que baja en los paralelos, surgen los valles con sus vergeles y campos, los puertos con industrias y pescadores, y adentro “corre un aire suave y dulce, sobresaltado de poco viento, y los olores del agro se duermen en la caja profunda del llano”.
Es extraño que, a esta altura de los años, ningún músico haya trabajado con estos materiales que dejó la poeta. Pero Chile es, en sí, acústicamente extraño, y eso les pasa a los países entrecortados por montañas, rajados por ríos, cerrados por un cordón y abismados frente al mar. Esos recodos permiten que los sonidos persistan como microclimas, que se encierren y se cubran a sí mismos. Por ejemplo, al subir un cerro en el Valle Central, pasando cierta altura y cubierto el panorama por flora silvestre, se puede oír en primavera la presencia ensordecedora de los enjambres; miles y miles de abejas, abejorros, avispas y también moscas zumban con su movimiento. Esa percepción queda acumulada hasta ahí porque, metros más arriba, se instalan otras presencias, adaptadas a la sequedad de las cimas.
Pude percibirlo en una isla en la Patagonia, en Raúl Marín Balmaceda (XI Región). En ese lugar viven tan solo 300 habitantes y, para acceder por tierra, primero hay que adentrarse varios kilómetros en un transporte que circula únicamente los jueves al mediodía y que acerca a la boca de un arroyo. De ahí en adelante hay que seguir por lancha hasta dar con el brazo del río Palena. La lancha llega a un borde de la isla —que casi no es isla por su proximidad con el continente—, donde una camioneta espera a los viajantes para llevarlos al centro mismo de la aldea. Sin duda, Raúl Marín es un sitio para escapar de la civilización; ahí uno puede estar de frente con sus demonios. Y ahí también, si uno comienza a avanzar sobre esa arena hasta la zona oeste, se empiezan a ver explanadas de fresas silvestres en las dunas; distintos pájaros y abejas pululan en el festín. Llegando a la desembocadura del Palena se encuentra una enorme playa, completamente desolada, donde se abre un cementerio de alerces y distintas maderas producen una música particular cuando chocan con las olas. A veces, si hay suerte, se puede llegar a ver un grupo de toninas saltando en la orilla, a un par de metros de donde uno está parado y donde el agua llega hasta a los pies. Esa sucesión ininterrumpida de saltos dentro del mar, además de las claves de la madera y del aleteo de las abejas, generan un fragmento que difícilmente puede encontrarse en una planicie regular, en la que la percepción no condensa, sino que se expande, dispersando los sonidos.
En Chile el sonido se acota.