poesía y un chico leyó fragmentos de su diario
con el argumento de que lo importante es
expresar lo que sientes, no escribir literatura. Y
no, no fue en una prepa.
@julián_herbert, Twitter, 16 de junio de 2022
En los gloriosos años setenta, Carlos Monsiváis retrató las playeras Fonky para los lectores de Piedra Rodante, a sabiendas de que “el último alarido de la moda es el que uno mismo da por sus pistolas”. En “La naturaleza de la Onda” (Amor perdido, 1977), nos hizo saber que la forma de estar in en ese tiempo incluía “vestirse como Mick Jagger, monje budista, vampiresa del cine mudo, guerrero azteca, sor Juana […] zapatista. Fonky les puso las carrilleras”. La frase final seguiría vigente hasta la primera década del siglo XXI, salvo por los giros setenteros: “Sólo es cuestión de que le llegues, de que tú mismo por tus carrilleras grites: ¡Moda y Libertad!”
Así alguna poesía de hace apenas unos cuantos años, cuando estaba en su cúspide la generación Caníbal, así bautizada por mí debido a la importancia de un libro homónimo, de Julián Herbert —Caníbal. Apuntes de poesía mexicana reciente (2010)—, el poeta más destacado de esa generación que le dio una patada a la mía, como se debe y se hace desde hace siglos, asunto que ya Paz reseñó al hablar de la “tradición de la ruptura”. Sé que ahora mismo, si esto tuviera algún lector, provocaría una sonrisa condescendiente o, de plano, el más lindo ninguneo, asunto que ya Paz clarificó en… blablabla. ¡Fuera Paz!, gritaba alguna parte de esa generación “postemporánea”1 que creyó que iba a ser joven para siempre. (Desde ahora advierto que no incluyo a Julián en nada de eso, pero ¡qué se le va a hacer!, el nombre de su libro me vino como anillo al dedo de la desesperación).
Eran tantas las señales que dictaban la hegemonía de los entonces jóvenes poetas (aunque muchos de ellos ya tenían más de 35 años, fecha oficial para dejar de ser joven, según el Fonca) que uno no tenía más remedio que rendirse a la propaganda. Los medios se sumaron a la campaña y anunciaban poetas “que marcan tendencia”. El deseo de no ser margen (aunque desde allí se escribiera, aseguraban) triunfó en la poesía por algún tiempo y el producto que nos vendían tenía escrita en su etiqueta una leyenda simbólica —reapropiación, repensamiento, reconfiguración— que se exhibía como una forma de la libertad frente a los falsos poderes de la poesía que cantaba y contaba. Moda y Libertad. Hoy cuenta, no como Homero, sino como El Censor o, si se prefiere, como el Inspector de la Oficina de las Buenas Conciencias (bisnieta dilecta del Comité de Salut Public, que hizo las delicias de la gente durante El Terror en Francia).
Frente al patético esfuerzo de la “poesía de la experiencia”, que desde España nos inundó a principios de los noventa, los poetas se rebelaron al dictado que exigía una “poesía para los seres normales”, según propuso Luis García Montero: esa piedra donde el bardo cantaba su sentida experiencia, cotidiana e individual. Lo colectivo, lo social, en ella no existía. La arremetida contra quienes propusieron escribir “con abundancia de corazón” y glorificaron el “humilde laboreo artesanal de la literatura destinada a gustar” incluyó la crítica a su carácter reaccionario, apolítico y su alejamiento de lo público.
Aún hay secuelas de aquella historia, pero en este lado del Atlántico no faltó quien echara en un mismo saco a los poetas representantes de su tradición y a los de “la experiencia”, como si fueran lo mismo. Son varias las razones de este fenómeno y explicarlas excede el espacio de estos apuntes, pero igual que en los alegres setenta, cuando se creyó que todos eran artistas, los poetas se sintieron libres al fin de la pesada losa de su tradición y dispuestos no a crear otra, sino a encontrar otras gracias a la lectura veloz de múltiples obras y a la posibilidad de establecer rápidos contactos con poetas de otras regiones.
Los poetas actuales no sólo son hijos de internet. A diferencia de sus predecesores, los poetas que siguieron a la generación Caníbal son vástagos de la academia o de las escuelas de “creación”. Allí se les da forma: son poetas universitarios que descreen de la vieja idea que suponía que filósofos y teóricos tomaban como ejemplo a los poetas para entender el mundo.
Los poetas caníbales aceptaban, gustosos, la inversión de los papeles y deseaban gustar, ser moda, tráfico. En consecuencia, la poesía no debía ser aburrida sino irreverente e interactuar con múltiples dispositivos. Debía también ser social, política: una irreverencia light, vestida de posvanguardia. Para evitar el aburrimiento, los caníbales pusieron en práctica estrategias novedosas: con frecuencia el motor del poema era la escritura de un verso que se repetía, con algunas variantes, en tres ocasiones, entre estrofa y estrofa. Animados por el carácter lúdico, oral, de la poesía, la diferencia de esos versos dependía de la intensidad de la lectura, no de la tensión del lenguaje. Triunfo de la colectividad contra el individuo, todo sonaba o se leía igual; uno o diez poetas, daba lo mismo: eran uno mismo —hijos de Timbiriche— y entonaban una misma canción. El vocabulario se había restringido notoriamente, pero debían incluir voces en otra lengua, inglés, de preferencia (esto es notable en la construcción de los actuales “ensayos creativos”, pero ésa es otra historia). Para “desestabilizar” otro sistema, la puntuación, se adosaron al poema signos y rayas que no pretendían sustituir a las comas o los puntos, sino intervenir el cuerpo del lenguaje. Muchos poemas eran hermosos pastiches ilustrados o listas de números, palabras o motivos que se querían “escandalosos”, prosaicos en sus dos acepciones. Las pasiones se intelectualizaban o, mejor, se ridiculizaban, no fuera a ser que aflorara el sentimiento ramplón.
La abrumadora conciencia de que la originalidad era ya imposible, cuando no una aspiración reaccionaria, condujo a la poesía, de la mano de los profesores, al re-re-re infinito. El antiguo yo lírico se proscribió y lo que “rifaba” en los poemas era la deambulación de estereotipos. Pero no cualquiera: la lista de Monsiváis fue su antecedente.
De pronto, todo cambió (¿cambió?). Llegó con rifles y pistolas la generación Woke (ni siquiera tengo un nombre nativo para ella, porque son un producto orgullosamente allende las fronteras, aunque defiendan con pulseritas coloridas sus muy lejanas raíces o cualquiera de sus ya innumerables preferencias). Ya no le daban una patada a sus predecesores, los ahora ya viejos caníbales: simplemente los cancelaron, los humillaron, los exhibieron. Y todos a correr. Los caníbales y los ancianos nos encerramos a ver cómo pasan los defensores de las identidades, cómo los más jóvenes no buscan quién se las hizo sino quién se las pague y cómo la literatura es lo que menos importa: lo que vale es si fuiste víctima y de quién lo fuiste. Lo que importa son tus sentimientos.
No diré más, porque tengo miedo y no es sarcasmo. Sólo citaré a Marina Tsvietáieva, quien dijo: “¡Dios, no juzgues! Tú no has sido una mujer en la tierra”. El 31 de agosto de 1941 se ahorcó en Yelébuga, Rusia y a veces olvidamos cuánto de esa muerte se debe a los censores.
* Texto perteneciente a Manual para el crítico literario en emergencia, México, UV/DGE Equilibrista, 2024.
1 En la primera página de Caníbal, Herbert explica que “La expresión postemporáneos no busca definir la naturaleza de un tiempo histórico ni explicar una nueva realidad social. Para nosotros la palabra evoca sólo una mirada: un querer descubrir lo apenas perceptible que parece suceder en nuestra época y que tiene que ver con un deslinde más allá de actitudes rupturistas” (p. 7).