Refracción
En la edad donde la casa era un bosque,
salí para mirar su espesura. La habitación
en que mi padre dormía. Su rostro
quieto, suavemente
desconocido. Su silencio
se movía por el cuarto,
quebrándolo en tajadas de luz.
Pude ver a mi madre
que entraba de pronto
y se recostaba a su lado,
la cautela de sus gestos,
cada vez
tanteando el precipicio de su cuerpo.
Yo quise acompañarla.
Aprender a distinguir
esos relieves ocultos
en la noche. Conocer
la edad de los comienzos.
Como una linterna encendida
sostuve mis preguntas en la niebla:
mis padres se borraban
y a través de la ventana
vi la bruma,
la palabra nosotros
como un vaho
que se mira de frente.
Bálsamo
Pienso en los labios de mi novio
cada vez que me ofrece
un poco de bálsamo.
Es un ungüento verde
que anuncia el olor del eucalipto.
Viene en un estuche de metal
como un dije para la suerte
o como esos rostros diminutos
que guardamos en la cartera.
La primera vez,
él me ofreció un poco,
solo un poco,
algo así como aire limpio,
un iris verde que refresca
después de respirar
entre rendijas,
como estar
en el parque de siempre,
conocerlo de cerca:
respirar y sentir al mismo tiempo
una espera tibia y común
que entume los cuerpos
y erosiona el terreno más firme.
Ningún bálsamo podría sanar
o mantener a raya
la quieta incisión de la costumbre.
Las estaciones pierden su mensaje
y al sentir un aguacero que viene
pienso en todo lo que habita
cualquier ráfaga de viento:
polvo, hojas como células muertas,
la memoria de haber sido
amada, quizás,
lo que habita los cuidados de mi novio,
el bálsamo también
como un objeto de rutina:
novias anteriores
con sus pieles anteriores,
huellas de jóvenes borrosas,
mujeres invisibles y eucalípticas,
mi novio en la banqueta
en esos días,
la erosión de sus labios,
una historia diferente de la mía,
su huella que se hunde
en ese bálsamo, un acto de fe,
piel a cambio de piel nueva,
un acto que espera suavidad
a cambio de las mismas
grietas cada vez.
Juego de tazas
Cada vez que se me rompe una taza
pienso en lo que diría mi madre:
ese era el último sorbo de tu abuela
o la futura calidez de alguien
quizá la tuya
o de los hijos de tus hijos.
Casi siempre es una taza de aquellas
que nadie usa. Las he visto también
en casas de amigos,
quietas como copas en vitrina,
como pláticas de antes
y otras que aún no suceden.
Puedo decir que me recuerdan
los vacíos que yo también dejaré,
la imagen difusa de una abuela
a pesar de los objetos.
Porque más que pertenencia
su cerámica es nostalgia:
tiempos parecidos que se tocan
como las líneas de las manos.
Y tal vez pueda decir
que si rompo una de esas tazas,
la rompo
o se me rompe.
Que tal vez es ella
quien da el paso
como un ave recién nacida,
que no soy yo quien decide soltarla,
que a ella no le gusta
el nombre de la ciudad que lleva escrito
o su dueña indecisa
que la llena de lápices y plantas.
Hay más de una fuga
posible en lo roto: cada vez
que rompamos una taza
levantemos lo que resta,
también el silencio
después de la caída,
un lugar para decir, te prometo,
somos más que los objetos
que heredamos.
Duraznos
La memoria puede ser dulce.
Vivir en lo terso
de la piel de los duraznos.
En su olor viajo al bosque.
Me detengo en un claro
a mirar el humo
que exhala
una cabaña que antes
fue un pino
que antes
parecía el rostro de un viejo.
Y ahí
busco una canasta en medio de la mesa.
Alguien seleccionó cada fruto,
miró fijamente los colores,
cerró la mano para sentir lo blando
y el peso que rodeaba la semilla.
Alguien llenó su canasta
con duraznos.
De cada moretón,
de cada peca.
Eras tú
eligiendo regalos
para esa otra que ya eres.
* Poemas pertenecientes a Cuando la casa era un bosque, México, UAM, 2024.
