abril 2025 / Ensayos

Cervantes y sor Juana

 
La escena tiene lugar en la segunda parte del Quijote: mientras Sancho Panza cuenta una historia disparatada e insustancial, los duques, don Quijote y un eclesiástico se hallan sentados a la mesa. Este último, al darse cuenta de que está sentado junto al mismísimo caballero andante —“cuya historia leía el duque de ordinario, y él se lo había reprehendido muchas veces, diciéndole que era disparate leer tales disparates”—, monta en cólera, y exclama:

¿En dónde […] habéis vos hallado —le grita a don Quijote luego de llamarlo “don Tonto”— que hubo ni hay ahora caballeros andantes? ¿Dónde hay gigantes en España, o malandrines en la Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva de simplicidades que de vos se cuentan?” (Quijote II, cap. 31).

Con razón, piensa uno, el narrador profesa al cura tan poca simpatía: antes lo ha descrito como uno “de estos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos”. De personas como éstas, defensoras de la “realidad” y la “cordura” que buscan cerrar de golpe la puerta de la imaginación, está plagada la literatura (y la vida). En la Nueva España, otro eclesiástico, aunque de carne y hueso, Antonio Núñez de Miranda, prohibía tajantemente a las monjas bajo su tutela espiritual leer ciertos libros. Sus palabras parecen hacerse eco de las de su colega de la ficción:

No habéis de leer, ni tener, ni sufrir en vuestra celda libros profanos de comedias, novelas ni otro amatorio alguno, sino todos han de ser sagrados, compuestos y modestos […], ¿cómo es posible se quiete, ni aun se atreva a poner en oración, ni aun intentarlo, una cabeza llena de las monstruosas fantasías y locos amores de caballeros andantes, personajes de comedias y argumentos de novelas? (Distribución de las obras ordinarias y extraordinarias, cap. 7).1

Por fortuna, una de sus hijas espirituales, sor Juana Inés de la Cruz, no sólo desobedeció a Núñez al tener miles de libros en su celda, sino que al conjunto sumó los escritos por ella misma, repletos de comedias y versos amatorios, tan enérgicamente denostados por su confesor. Ni sor Juana se quedó callada ante la intransigencia de Núñez, ni don Quijote ante el colérico arrebato del cura: la una, en su defensa, escribió una Carta al padre Núñez; el otro responde con uno de los discursos más lúcidos y entrañables que puedan encontrarse en la novela (cap. 32 de la segunda parte). Entre ambos pueden tenderse muchos puentes, como señala Antonio Alatorre en su edición a la Carta de sor Juana: “la réplica toda del ingenioso hidalgo al antipático eclesiástico estaba, quizá inconscientemente, en la cabeza de sor Juana a la hora de escribir la suya”.

En los paralelos que pueden entablarse entre ambas respuestas, pude verse cuán interiorizadas tenía sor Juana las palabras del caballero de la Mancha. “Caballero soy, y caballero he de morir”, dice don Quijote; “Yo tengo este genio. […] Nací con él y con él de morir”, defiende sor Juana su amor a las letras; “el haberme reprehendido en público y tan ásperamente ha pasado todos los límites de la buena reprehensión”, se queja el caballero; la monja reclama al padre Núñez sus “reprehenciones, y éstas no a mí en secreto, como ordena la paternal correpción, […] sino públicamente con todos”. “¿Por ventura es asunto vano —se pregunta don Quijote— o es tiempo malgastado el que se gasta en vagar por el mundo, no buscando los regalos de él, sino las asperezas por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad?”; por su parte, sor Juana se cuestiona: “¿Por qué ha de ser malo que el rato que yo avía de estar en una reja hablando disparates, o en una celda mormurando […] o bagando por todo el mundo con el pensamiento, lo gastara en estudiar?”. Estamos ante dos contundentes defensas de la libertad que sólo pudieron haber escrito quienes habían mirado el mundo a través de los barrotes: sor Juana, a través de los de la clausura del convento; Cervantes, a través de los de su prisión en Argel.

Mucho se habla, por ejemplo, del influjo determinante de Góngora en el Primero sueño, del de Calderón en Los empeños de una casa, de Antonio Vieira en la Carta atenagórica, e incluso del de astros de más discreto brillo como Salazar y Torres, León Marchante o José Montoro en otras obras de la Décima Musa. Poco se ha hablado, en cambio, de la relación entre ésta y Cervantes. Y es que sor Juana cultivó prácticamente todos los géneros literarios de su tiempo, y compitió en cada uno de éstos con sus más grandes autores. Todos los géneros, salvo la novela: por eso bien dice Antonio Alatorre en Los 1001 años de la lengua española: “Si sor Juana hubiera aplicado su genio a la novela, seguramente este género no habría llegado tan exangüe al final del siglo XVII”. Si sor Juana hubiera escrito una novela el natural competidor hubiera sido don Miguel de Cervantes, pero el hecho de que no la haya escrito no impide que el diálogo con este autor no se perciba en otras áreas de su producción literaria, como la poesía. A lo largo de los años, he ido rastreando y coleccionando las notas a sus Obras completas, en las que Alfonso Méndez Plancarte o el ya mencionado Alatorre señalan algún vínculo entre nuestros dos autores. Motivado por esas notas ―que prueban que no sólo sor Juana, sino también Méndez y Alatorre se sabían de memoria la obra cervantina― y apuntando por mi cuenta alguna que otra cosa más, escribo las líneas siguientes.2

*

Bien sabido es que, muy a pesar de su voto de pobreza, sor Juana solía enviar tantos regalos a Palacio como de ahí mismo los recibía. Cuando el primogénito, a quien llamaba en sus poemas el “tierno pimpollo hermoso”, de su adorada virreina María Luisa, poéticamente llamada Lisi, aprendía a caminar, la monja le envío, junto con un romance —el verdadero regalo—, un andador de madera para que se enseñara “a estar en pie y a estar alto/ que es lo que siempre ha de ser” (OC, p. 26, vv. 83-84). En el poema, cuyo lenguaje tierno y diáfano nos hace olvidar que su destinataria es la mismísima virreina, sor Juana se lamenta de no poder darle al marquesito una cabalgadura tan soberbia como Pegaso, Hipogrifo, el delfín de Anfión o

el ave que a Ganimedes
condujo en un santiamén
a que ministrase el dulce
ministerio de beber;
 para que sobre sus alas
a nuestro niño también
llevase, no a administrar,
sino a administrarle a él (vv. 45-52).

O sea: el águila en que Júpiter se metamorfoseó para raptar a un bello muchacho y llevarlo al Olimpo a que le escanciase la copa; el marquesito —a quien sor Juana llama “nuestro niño”— no iría, por supuesto, a servir a Júpiter, sino a ser servido por éste (la hipérbole es propia de este tipo de poemas). Siempre he creído que a una poeta como sor Juana, de pluma suelta y ágil, una forma como la del romance, que no le impone límites, puede jugarle en contra: muchas veces se deleita, podríamos decir incluso que se engolosina, repitiendo en distintas formulaciones una misma idea, como si contemplara su propio hallazgo desde diversos ángulos, o bien, haciendo largas listas, frágiles y bellas torres de erudición que su pluma erige. Pues bien, luego de la larga lista de fantásticas bestias, finalmente, se resigna a remitir, en vez de aquellas, el dichoso andador:

Pero si apócrifos son,
¿para qué son menester?
Mejor es un Clavileño
de palo que ande o se esté (vv. 53-56)

Ese Clavileño, por supuesto, como señalaba ya Méndez Plancarte, es la bestia de madera sobre la cual se montan don Quijote y Sancho en el castillo de los duques bromistas, la cual, según les han dicho engañosamente, los llevará volando por los aires hasta Candaya, donde mora el encantador y gigante Malambruno. Este malvado ha maldecido a doce supuestas dueñas —sirvientes disfrazados— y les ha hecho crecer largas barbas. Las caras de las damas no volverán a estar “lisas y mondas” hasta que venza don Quijote en batalla al referido Malambruno. La aventura termina, como casi siempre en la novela, con don Quijote y Sancho tirados y molidos en el suelo. Clavileño sí voló por los aires con todo y sus tripulantes, pero no por arte de magia: en su interior había más “cohetes tronadores” que guerreros griegos.

El modo en que sor Juana califica a Clavileño, “…que ande o se esté”, hace alusión a la clavija que éste tenía en la cabeza, “que le sirve de freno”. Es de notar, me parece, la similitud que existe entre el romance de sor Juana y la descripción que hace se hace de Clavileño en el Quijote, la cual da fin, como en el romance, a una larga enumeración de cabalgaduras famosas: sor Juana tenía fresco en la memoria no sólo el nombre del caballo de madera, sino el pasaje entero en el que éste aparece:

El nombre ―respondió la Dolorida― no es como el caballo de Belerofonte, que se llamaba Pegaso, ni como el del Magno Alejandro, llamado Bucéfalo, ni como el del furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro, ni menos Bayarte, que fue el de Reinaldos de Montalbán, ni Frontino, como el de Rugero, […] se llama Clavileño el Alígero, cuyo nombre conviene con el ser de leño y con la clavija que trae en la frente y con la ligereza con que camina (Quijote II, cap. 40).

Según nos cuenta en su propio romance, un caballero cuyo nombre ignoramos llega, desde alguna tierra lejana, a México. Viene buscando al ave Fénix, o lo que es lo mismo, a la autora de un poema que le ha deslumbrado, el Primero sueño —el locutorio del Convento de San Jerónimo era algo parecido a una atracción turística mientras sor Juana habitó ahí—. Sucede que el Fénix es un ave de la cual sólo existe y ha existido un único espécimen, y cada que éste envejece, arde para renacer como un polluelo de sus propias cenizas. Lope de Vega o sor Juana, en tanto únicos e inagotables, fueron comparados en su tiempo con este pájaro mitológico. Cuando sor Juana lee el romance de aquel recién llegado, responde con otro romance, también lleno de listas eruditas, en el que se complace de la comparación con el Fénix, pero en el que también expresa una sensación que debió acompañarla toda la vida: la de sentirse admirada, observada, como un “monstruo” que un circo mostrara de ciudad en ciudad a cambio de unas monedas:

¡Qué dieran los saltimbancos
a poder, por agarrarme
y llevarme, como monstruo
por esos andurrïales
 de Italia y Francia, que son
amigas de novedades…
 “¡…Quien ver el Fénix
quisiere, dos cuartos pague,
que lo muestra maese Pedro
en la posada de jaques!” (vv. 176-188)

En esos últimos versos, la monja alude a “mase Pedro”, un titiritero misterioso que “traía cubierto el ojo izquierdo y casi medio carrillo [cachete] con un parche de tafetán verde”, a quien don Quijote se topa en la segunda parte (cap. 25) en una venta o posada llena de rufianes o de “jaques”, como dice sor Juana, que es lo mismo.3 Además de mostrar el retablo de Melisendra —una suerte de teatro guiñol—, el tal Mase Pedro viajaba acompañado de un mono adivino: uno le hacía una pregunta y éste daba, por “dos reales”, al oído la respuesta a su amo, quien luego la declaraba. Por cierto: no faltan poemas en los que sor Juana se compara a sí misma, en broma o en serio, a la Pitonisa de Delfos, que también vaticinaba el futuro.

Las alusiones directas a la novela de Cervantes se encuentran insertas en un contexto absolutamente desenfadado, cotidiano y familiar. Sor Juana las enuncia casi de paso, con la naturalidad con la que hoy hablamos de Gandalf, Voldemort o Leia Organa. Los personajes del Quijote estaban completamente inmersos en la cotidianidad del virreinato. Qué diferencia entre éstas y las alusiones solemnes a los dioses griegos con las que se buscaba lucir la erudición en situaciones mucho menos íntimas.

*

No obstante, como ya vimos en el romance del andador de madera, sería falso decir que no hay alusiones mitológicas en este tipo de poemas de sor Juana. Pero no se trata de alusiones convencionales en las que los dioses relumbran, azul y doradamente como en un lienzo de Botticelli; más bien se trata de dioses un tanto descoloridos, como los de Velázquez. En algún momento dice la jerónima que su querida virreina, mientras estuvo embarazada, tuvo antojo de nueces y, al no encontrarlas por no ser la temporada propicia, hizo tremendo berrinche. Para evitar que se repitiera esta situación, sor Juana guardó algunas, aconsejada de Apolo, las cuales envió a Palacio acompañadas por un romance que decía:

me dijo “Guárdalas, Juana”;
porque a mí con la llaneza
me suele tratar Apolo
que si algún mi hermano fuera;
 que él es un dios muy humano,
que por más que lo encarezcan,
no cuida más de su carro,
sus caballos y sus riendas…
 digo que él, allá en su lengua,
razonando medios días
y pronunciando centellas,
 me dijo: “Esas nueces guarda,
de quien yo fui cocinera…” (vv. 53-90)

 A Méndez Plancarte, este decirle aquí a Apolo “cocinera”, y en otros versos a las musas “…madamas del Pindo” (p. 50, v. 63) o “triquitraques” a los relámpagos de Júpiter (p. 49, vv. 3-4), le parecen “confianzas” que sólo puede permitirse el Cervantes del Viaje del Parnaso. Poema épico y burlesco, hoy apenas leído, esta obra cervantina es un deleite: narra la travesía de los poetas españoles del tiempo de Cervantes —Góngora, Lope, Quevedo— hacia el monte donde moran las musas, en una nave toda hecha de versos. Así como el Quijote hace lo propio con el “mundo caballeresco”, dicha obra parodia, según Vicente Gaos en la introducción de su propia edición, el “mundo mitológico del clasicismo, del que tanto habían abusado los autores del Renacimiento”. En el mencionado poema, continúa el estudioso, Cervantes “se regocija presentándonos unos dioses apeados de su majestuoso pedestal, trasmutados en seres corrientes y molientes, a más de anacrónicos, pues su atuendo, costumbres y lenguaje son los de los españoles vulgares de la época”. En el Viaje, efectivamente, Apolo “mostróse en calzas y en jubón vistoso” (cap. 3, v. 332), y “madama” Venus “Traía vestida de pardilla raja/ una gran saya entera, hecha al uso” (cap. 5, vv. 97-98). Y no sólo los dioses sufren de esta “vulgarización” en el Viaje de Cervantes, sino también la geografía fantástica de los mitos: cuando los poetas, llegados finalmente al Parnaso, se topan con la fuente Castalia, cuyas aguas poseen el raro don de conferir inspiración, “Unos no solamente se hartaron,/ sino que pies y manos y otras cosas/ algo más indecentes se lavaron” (cap. 3, vv. 370-372).

Si una rociadita de las aguas de la fuente Castalia basta para convertir al más ramplón de los poetas en un Octavio Paz, imagine el lector lo que prometía el primer volumen de obras de sor Juana publicado en Europa, la Inundación castálida: ¡un torrente, un tsunami, de inspiración poética! La Musa Décima no necesitaba leer, aunque seguramente lo leyó y muy bien, el Viaje del Parnaso para permitirse semejantes “confianzas” con la mitología grecolatina. Sin embargo, al ser Cervantes, si no el primero, quizás el que dio definitivo permiso para la burla y humanización de los dioses en la poesía de los Siglos de Oro, sor Juana y muchos otros, como el Góngora o el Quevedo de Hero y Leandro, se convierten en sus indirectos deudores. Lo son también muchos narradores actuales que, sin haber leído el Quijote, emplean los mecanismos introducidos por éste a la prosa de nuestra lengua.

*

En algunos de los retratos que sor Juana hace de hermosas damas, toma como modelo los que don Quijote hace de su amada Dulcinea. “No le mana, canalla infame, dice el hidalgo manchego a un mercader, no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones” (Quijote I, cap. 4). De un tal Belilla, dice sor Juana:

Ámbar es y algalia
la respiración,
y así las narices
andan al olor (vv. 21-24).

En otro de sus retratos, unos ovillejos cuyo primer verso dice “El pintar de Lisarda la belleza…”, sor Juana habla de una frente lisa y amplia:

Tendrá, pues, en la frente
una caballería largamente,
según está de limpia y despejada;
y si temen por esto verla arada,
pierdan ese recelo,
que estas caballerías son del cielo (vv. 189-194).

Según Alatorre, al escribir aquello de las “caballerías son del cielo”, sor Juana pensaba “en la plática de don Quijote y Sancho en la segunda parte del Quijote, hacia el final de capítulo 8”. Aunque yo no veo tan clara la relación, me parece que Alatorre se refiere a este pasaje en concreto:

―Dígame, señor ―prosiguió Sancho―: esos Julios y Agostos, y todos esos caballeros hazañosos que ha dicho, que ya son muertos, ¿dónde están ahora?
―Los gentiles ―respondió don Quijote― sin duda están en el infierno; los cristianos, si fueran buenos cristianos, o están en el purgatorio, o en el cielo.

Veo más clara la relación entre Cervantes y sor Juana en otros retratos. Tomo como ejemplo éste que hace don Quijote de su señora cuando Vivaldo, gentilhombre, se lo solicita camino al entierro de Grisóstomo, pastor fingido y suicida:

sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas (Quijote I, cap. 13).

Hay un mini-retrato de Lisi, tan breve que cupo en una décima, que tiene en lo sucinto gran parecido con éste de don Quijote que acabamos de escuchar: “Tersa frente, oro el cabello,/ cejas arcos, zafir ojos,/ bruñida tez, labios rojos”, etcétera. Pero fijémonos, sobre todo, en ese encarecimiento final a las partes de Dulcinea que “encubrió la honestidad”, tan atrevida que fue censurada, según anota Francisco Rico, por la espantadiza inquisición portuguesa en 1624. De poco valió la censura porque este decir sin decir y este alabar sin alabar las partes ocultas de la amada tuvo fecunda descendencia.

El etcétera es de mármol,
cuyos relieves ocultos
ultraje mórbido hicieran
a los divinos desnudos…

de las tres diosas que compitieron por la manzana de oro, dice Góngora al llegar a la descripción del pubis de Tisbe, en un romance 13 años posterior a la primera parte del Quijote. En 1681, se publica en Madrid este otro retrato de una dama escrito por Agustín de Salazar y Torres que culmina:

LO DEMÁS, que OCVLTO zela
narcisa, Y QUE SE RECATA,
DE QVALQVIERA TOMO se haze
un cielo Y QVALQVIERA BASTA.4

Sor Juana, por su lado, ya a finales del siglo XVII remata con la cuarteta siguiente, que Alatorre califica de “atrevidilla”, un retrato en ecos dirigido a la condesa de Galve:

Lo demás, que bella oculta,
culta imaginaria admira;
mira, y en lo que recata,
ata el labio, que peligra (vv. 41-44).

Este artilugio para dar fin ingeniosamente al retrato tradicional de la amada, descendiente y con las metáforas típicas ―oro el cabello, soles los ojos, perlas los dientes― no debía ser tan común al momento de la publicación del Quijote, como parece indicar la censura inquisitorial del pasaje. Si fue Cervantes quien lo introdujo o quien lo puso de moda, lo mismo da: nos encontramos ante una innovación que, a mi ver, no es poca cosa.

*

Cuando edité los villancicos de sor Juana en mi tesis de maestría de 2016, señalaba que quizás el influjo más notorio y de mayor relevancia del soldado de Lepanto en la poesía de sor Juana lo hallemos en un villancico de la Asunción, cantado en la catedral de México, atiborrada de gachupines, criollos, indios y mulatos, una medianoche de 1676. En éste, la virgen María se nos presenta como caballera andante y en la descripción de sus vestidos se confunde la armadura de los caballeros con los atributos propios de la mujer del Apocalipsis, que fueron utilizados para configurar la iconografía de la Inmaculada Concepción: en vez de armadura de metal, la lleva de sol, su yelmo es de estrellas, sus botines son de luna. Esta caballera no libera galeotes, sino ánimas del Purgatorio y no vence gigantes encantadores sino demonios. En muchos versos del villancico, que sería ocioso señalar puntualmente, el diálogo con el Quijote es más que evidente; digo sólo que en sus versos finales, “que no muera como todas/ quien vivió como ninguna”, creo detectar un eco de los versos del epitafio que Sansón Carrasco escribió para don Quijote: “que acreditó su ventura/ morir cuerdo y vivir loco” (cap. 74).

¡Allá va, fuera, que sale
la valiente de aventuras,
deshacedora de tuertos,
destrozadora de injurias!
 Lleva de rayos del sol
resplandeciente armadura,
de las estrellas el yelmo,
los botines de la luna…
 coronada de blasones
y de hazañas que la ilustran,
por no caber ya en la tierra,
del mundo se nos afufa,
 y Andante de las Esferas,
en una nueva aventura,
halla el tesoro escondido
que tantos andantes buscan…
 ¡Vaya muy en hora buena,
que será cosa muy justa,
que no muera como todas
quien vivió como ninguna! (p. 222)

La composición anterior nos lleva a pensar en la incidencia que tuvo la obra cervantina sobre, ya no digamos la novela, sino sobre todos los géneros literarios de su tiempo, incluido el de la lírica religiosa. Antonio Carreira, asegura que la influencia del Góngora revolucionario del Polifemo y las Soledades “fue benéfica en el verso, [pero] acaso fue perjudicial en la prosa, porque impidió que la llaneza cervantina, tan preñada de futuro, tuviese descendencia”. Quizá debamos preguntarnos si la prosa de Cervantes no tuvo descendencia en géneros como la poesía: no en la ampulosa del certamen y el panegírico en la que efectivamente la lengua gongorina regía con cetro implacable —y en la que Cervantes no habría querido influir—, sino en esa otra, desnuda de oropeles, como aquella con la que sor Juana Inés de la Cruz envía un andador de madera, unas nueces, responde a un amigo, describe jocosamente una hermosura o se esmera por divertir a la variopinta población de los virreinatos americanos.

Ciudad de México, septiembre de 2014/marzo de 2025

 

 


1 El capítulo completo de Núñez puede leerse en la edición moderna que hice de éste en el artículo “Una guía de lectura para monjas del confesor de sor Juana”, en la revista Prolija Memoria (mayo de 2018).

2 Existen otros trabajos dedicados a estudiar la relación entre estos dos autores; recomiendo al lector interesado en la cuestión: “Cervantes y sor Juana: la hipótesis del Barroco”, de Julio Ortega (2006) y “Lecturas y recreaciones cervantinas en algunos poetas novohispanos y en sor Juana”, de Raquel Barragán Aroche (2023).

3 Todos los editores, siguiendo la ortografía un tanto anárquica de las ediciones antiguas, imprimen “Jaques”, con mayúscula, como si fuera un nombre propio, con lo que el sentido del verso queda oscuro: ¿quién es ese tal “Jaques”? Lo correcto es leerlo, me parece a mí, en minúscula: “jaques”.

4 La excéntrica tipografía se debe al artificio visual del que se vale el poema: si se toman en cuenta únicamente las letras versales, se lee también un romancillo o endecha.

 


abril 2025