Valeria List, La vida abierta, UNAM (Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial), México, 2019, 74 pp.
La vida abierta, de Valeria List —libro ganador del Premio de Poesía Joven de la UNAM en 2019—, es un repertorio que nos sitúa frente a diversas formas de entender la poesía, el conocimiento y el concepto de vida. El título es atinado, por hermoso y certero, porque alude a una forma de comprender y de mirar. La vida abierta, desplegada en sus diversos aconteceres, es un viaje. Y los viajes se encuentran repletos de experiencias, por eso no se trata de un libro uniforme con principio y fin; es un libro de saltos, de aproximaciones, de combinatorias sutiles y de exploraciones múltiples. Su comienzo nos atrapa, nos bifurca porque, a través de un juego ecfrástico —insertar un comentario sobre una obra plástica, en este caso un bodegón—, nos sumerge en una imagen poderosa y singular: la vida abierta caracterizada como “una novia asustada dentro de un bodegón viendo las frutas partidas, todas más grandes que ella, todas yendo hacia la descomposición”. Nos gustaría que esa novia se acercara a las frutas y que, en vez de inmovilizarse, se las comiera, saboreando su dulzura con ardor: porque, en un bodegón, habría que desordenar la pureza inmóvil que parece no descomponerse nunca.
La vida abierta es un conjunto de textos que suman asombros —algunos breves, otros abstractos—, pero con los que nos enfrentamos a la discontinuidad: la poesía no teme fracturar ni fracturarse; se desperdiga, brota, es vida también. La forma de los poemas explora el verso libre, la prosa poética; a veces, incluso, el lenguaje de la minificción. Como parte de su repertorio expresivo se toma esas licencias, se permite ser y nosotros, los lectores, nos limitamos a fluir, a saltar, a olvidar o a quedarnos en algún verso. Son textos que navegan de un lado a otro, con el rumbo incierto de una embarcación lenta, hasta cierto punto alegre de no encallar. Su verdad se enmascara en pequeñas historias henchidas de secretos simples (son lavida abierta, expuesta, pseudocomprensible a través de su expresión). Por eso los poemas no se encierran en su época ni se limitan al cuenco de una sola exploración verbal. En muchos de ellos, la experiencia permite hallar sutilezas; se trata de la comprensión de la vida misma:
Veía a mis amigas acomodar sus personalidades al contexto. Otra cosa se fundaba allí, donde el sol nos dejaba beber sin embriagarnos y sin embargo las drogas nos exacerbaban.
Una noche hubo gritos y llanto. Al día siguiente, estábamos escindidas pero seguíamos caminando juntas. Sólo se escuchaba el sonido de nuestras chanclas.
Una parte de nosotras está estancada. A pesar de los cambios estructurales, el pequeño daño nos mina. Se vuelve dolor en lo más cercano, en el amor, vivir con la duda, con las palmas abiertas a la espera. Creer que en la playa lo más importante es lo que no está. (p. 26)
Este texto muestra cómo la experiencia se descubre en el lenguaje. La vida abierta es un engaño de la percepción, creer que en la ausencia radica la plenitud y no en la presencia y en el presente: la vida es potencia, fulgor, esplendor de ser en el preciso momento en que es. En la playa lo importante es la existencia del mar, la arena, el sol, la palmera, el viento, la ola, el caracol, el mar eterno desperdigado en sus instantes; allí habita el infinito del ahora.
Son pocas las referencias que List hace a ciertas tradiciones poéticas, pero lo suficientemente sustantivas como para meditar cuáles son los hilos que la propia poesía teje alrededor de sí. Hay autoras que aparecen como referencias explícitas: Marosa di Giorgio, Olvido García Valdés, Chantal Maillard. La vida abierta plantea también, en algún texto, una discusión con algunas propuestas poéticas del siglo XX, reunidas en la figura de René Char, que sirve de pretexto para disertar cómo se vincula la poesía con un espectro emocional y con la memoria. Estas referencias aparecen de forma orgánica e ilustran el diálogo de la poeta con su oficio: ¿cómo crear y dar forma?, ¿qué papel cumple la autorreferencialidad en la poesía?, ¿hay una especie de esquizofrenia que le permite a la poeta ver más allá? No es, quizás, en esas preguntas elaboradas desde esos ángulos teóricos del siglo XX, donde List encuentra los secretos que genuinamente le interesan; su exploración, en realidad, está marcada por otro conocer poético: el del baile, el flamenco, su rabia elegante y poderosa, su ritmo hipnótico y temible; también en algunas tradiciones del pensamiento hindú; en la meditación, la contemplación y el onirismo. Son esas vertientes del conocer las que conectan los textos con sus llamaradas ocultas:
Un día antes de despertarse se sentó frente a cientos de miles
respiró
respiró
respiró
luego llovieron dos tipos de flores
y un rayo salió de su frente al resto del mundo
como una cana omnipresente
Un hombre preguntó por qué el barullo
Buda contestó
porque sino [sic],
no me pondrías atención.
(p. 20)
Varios poemas son, como este ejemplo, pequeños fragmentos de un conocimiento que implica abrir la vida, es decir, entenderla en su sencillez precaria y profética. Leer nos permite ver la luz que abre un mundo: “Lo que yace en nuestra profundidad —dice en el penúltimo poema— es pura luz, y eventualmente habrá de devorarnos” (p.70). Porque la luz no solo alumbra, también ciega; vivir significa encarnar luz y muerte. La vida como apertura es, pues, un entendimiento lúcido y elemental. ¿Cuál podría ser su comienzo? La respiración. No hay que olvidar que la vida surge de un soplo, el soplo vital que hace germinar a los seres. La poesía también respira, ese es su ritmo, y también comprende cómo librarse de la angustia:
La claridad reside abajo de la angustia
detenerse
ver el árbol batirse por encontrar el ave que lo habita
hasta que ésta sale despavorida
y por una fracción sin aletear
sólo está en el aire.
el pensamiento se aquieta
igual que el solemne reptil
atempera su indeterminación.
(p. 27)
La búsqueda de este libro tiene que ver con cómo contactarnos de otra manera con nosotros mismos y el entorno, para comprender nuestro cuerpo y nuestras vivencias en estos mundos raudos de soledades incomprensibles. La vida abierta, en cambio, nos enseña a respirar, a mirar el envés de ciertas situaciones que nos revelan de forma radical quiénes somos, exactamente como cuando se relata, en uno de los textos, la fragilidad que intuye de sí misma una mujer que comparte el elevador con otra. Alienados en un trabajo de oficina en el que el jefe —otro de los personajes que aparece en el libro— interrumpe el sopor de la tarde o en el que un amigo recomienda “encontrar la lógica del poema” y en el que solemos perdernos las olas y los viajes, los bailes y los lutos, porque nuestra mente nos apresa con sus demandas y malestares; se nos ofrece un conocer paralelo. En él, “la soledad es una fuerza creadora”, “el amor es el pez más grande”, y “la barrera del lenguaje [no] impide nuestra reconciliación”. Conocer para cambiar, comprender para respirar mejor: esa parece ser, en el fondo, la verdad de la poesía que, generosa, nos entrega la vida abierta.
Manuel Illanes, Diario de la peste, Go Ediciones, Santiago de Chile, 2019.
El poema es instantáneo. Aún en su secuencia narrativa se construye de momentos. Cada uno se constituye en recuerdo, en reminiscencia. Un conjunto de poemas puede elaborar una secuencia, pero esta es una detonación de múltiples explosiones al unísono.
En el libro de Manuel Illanes (Santiago de Chile, 1979), Diario de peste, hay dos detonaciones, “Diario de peste” y “Ciudad Lumpen”, donde la primera se contiene a sí misma y contiene a la segunda que, a su vez, reivindica la anterior y la totalidad, si es eso posible.
Como lo cita Roger Santiváñez, en su comienzo hay una declaración de principios: “Imágenes sudacas, fragantes,/ malolientes, a veces pavorosas”. Este eje se dispersa continuamente para reforzarse, en tanto se construye desde un exilio por donde se navega como pez en el aire.
El recorrido se extiende por ciudades, paisajes y sonidos, donde son simultáneas las referencias a México y Chile, espectros de múltiples tiempos, prehispánicos, contemporáneos, vernáculos y de la cultura pop. Es en esas vibraciones donde es posible reencontrar la presencia de los muertos cercanos. La multiplicidad de referentes permite unir rock y literatura, dioses y caminantes urbanos, revolución y meditación, para lograr el surgimiento de un estado de disolución, que por bullir no es término sino comienzo constante de intensidad.
En el prólogo (que no lo parece), Illanes habla del viaje que nunca termina, donde el momento es un ruido de fondo a cada paso que se da, donde se hace más evidente la pertinencia del epígrafe de Roberto Bolaño. El sol implacable nubla la mirada, casi la seca, pero “Nuestro tránsito hacia ellas es húmeda escalera que conduce hacia una oscuridad ancestral, salón de espejos que confunde e hipnotiza con el tremolar de sus siluetas…”, aun cuando existan “Los asesinados de la gran ciudad de Santiago del Nuevo Extremo; en tanto, sobre los monumentos, se extiende “la pátina de spray & excremento”.
Illanes describe cómo se alcanza la iluminación en las cenizas que se guardan en un cráneo antiguo, especie de viaje a Ítaca donde quedan los afectos craquelados, los mártires de la violencia reaccionaria y la fuerza del rock. Toda experiencia de arte pasa a las palabras para revivir, en lo cotidiano, el constante exilio como posibilidad de asentarse, de estar en constante expectativa, con cierta dificultad para respirar entre tantas desapariciones. Ello se verifica verbalmente en los territorios devastados y en el trópico, como exuberancia que permite “una noche más en Lumpen”.
Enterrar la memoria de los muertos no es posible; las palabras, aun en silencio, vibran con su presencia. Es ahí donde el poema reivindica su presencia. Lo que no está presente incluye los espacios de las cosas, que se diluyen transparentes en un recuerdo. Persisten los elementales actos cotidianos, una dirección exacta, un envase con su etiqueta, una línea de un relato escrito en desiertos de otras latitudes. O se vislumbra un astro, quizá fugaz.
La escritura, su lectura, es un elemento más del tocar cosas, de usarlas casi imperceptiblemente. Dispositivos y trampas mentales que se hacen cuerpo en la palabra.
Alberto Ruy Sánchez, Dicen las jacarandas, Ediciones Era, 2019, 96 pp.
Crecí en la colonia Del Valle de la Ciudad de México, que, como otras de la capital, goza de cielos amoratados durante los primeros meses del año. Mi madre me cuenta que en el kínder yo jugaba bajo un enorme árbol de jacarandas que había en el patio. Me divertía con las flores, las recogía y las acomodaba como largas ramas en las bases de las ventanas de la escuela —una forma de prolongar su vida y promover su presencia entre el suelo y el cielo, sus dos hogares—. Jugaba también a preparar “tés” con sus hojas y ocupaba sus pétalos lila para hacerles casas a los insectos. Sus colores me inventaron los días de niña, el gozo y la sorpresa. No recuerdo de qué color era la escuela; hoy, para mí, era morada en primavera y no en invierno. Esta memoria infantil me la ha regresado, cálidamente, la lectura de un libro de poesía.
“El gozo es primero de orden sensible. Quién no ha conocido esta sensación: lo real, ante nosotros, se ilumina, empieza a respirar en armonía con el mundo como con nosotros mismos. El espectáculo nos llega a la vez del exterior y del interior”: estas palabras de Petr Kral pueden bien expresar la experiencia de leer Dicen las jacarandas, de Alberto Ruy Sánchez (Ciudad de México, 1951). Esta obra, que me ha regresado días olvidados, nos permite ver, como por primera vez, aquellas flores que refrescan las calles y nuestra mirada cada primavera en la Ciudad de México. Un espectáculo que contemplamos gracias al poeta y que termina de florecer en la sensibilidad del lector —quien, poema a poema, torna su vista morada hasta confundirse con las flores que lo deletrean.
Dicen las jacarandas es breve pero lleno de vitalidad, como la temporada de sus árboles. El autor es un ilusionista: presenta flores traducidas en poemas —a su vez traducidos en flores—, convertidas en una sensibilidad flamante que nos permite residir de un modo distinto entre lo conocido. Inaugura el libro la imagen de una jacaranda absoluta que se multiplica y hace crecer sus raíces a lo largo de todos los poemas. El primero, “Estas palabras”, es un susurro sutil que comienza una constante en el libro: las jacarandas como imágenes e historias en potencia.
Cada ramo en la rama amoratada
es el ritmo alterado de su savia.
Delirio de sus venas que florece,
hervor de tierra dócil, embriagada.
No parecen pétalos, son palabras,
racimos de sílabas que palpitan.
Cuentan mil historias que el aire entiende:
amores y desamores, lamentos.
Cantan los goces que se multiplican,
los placeres fugaces y secretos.
Son animales, sabores, anhelos,
humo, premoniciones, amenazas.
Como si se tratara de la “Danza del intelecto” de Charles Olson, las flores de las jacarandas son una caligrafía de posibilidades; nos llevan de una intuición a otra con agilidad y fluidez. Frente a ellas, nuestro pensamiento se agita como sus flores con el viento, que son ellas mismas pero también palabras, animales, historias, anhelos. A través de la contemplación de sus destellos lila, el observador de la jacaranda que nos muestra el poeta supera sus circunstancias y las eleva a la fantasía y la imaginación. Las jacarandas son potencia, “Quimeras citadinas”:
Hay quienes las ven palomas
Devoradoras de búhos,
Quienes descubren dragones
Amoratados de susto
Yo las veo como centauros,
Improbables y posibles,
Casi humanas, casi equinas,
Casi flores, casi frutos.
Su potencia, su identidad móvil, ser flor y ser otro, remite también a lo cíclico de la naturaleza, a la transición inevitable de la vida a la muerte; pero las jacarandas plantean también un estado intermedio entre ambas: una fantasmagoría que se siente en aquellos árboles sin flores pero que florecerán, y aquellos florecidos que pronto se quedarán sin pétalos morados. Las jacarandas son “plenitud fugitiva”. “Su incendio cumple un destino: dura poco y dura siempre”, como enuncia en “La llama amanece”. La presencia de estos árboles va más allá de la vida.
Inmortales y fugaces
Se precipitan
Al piso
y al mismo tiempo
renacen
en la rama.
Como si vivieran
más allá de la vida.
Las jacarandas superan la disyuntiva de ser y no ser. Estos árboles torcidos, eternos en su incesante transición, son una “fascinante brujería” que trastoca las calles. Su metamorfosis no solo se evidencia en su propio ciclo natural: los poemas sobre la llegada de este árbol a México —una historia que reúne a un jardinero japonés con Brasil y México, pero también una historia perdida en la eternidad de la naturaleza y el mito— remiten a su condición migrante, a un fluir entre geografías lejanas que hacen que las jacarandas del libro parezcan infinitas —“nubes cambiantes en el cielo del ojo” como menciona Aurelio Asiain en la cuarta de forros—. Sus flores, ramas y raíces viajan comunicando latitudes, tiempos e historias.
Mitología amazónica
Entre las llamas fugaces
de su alerta escandalosa
me salpican los destellos
de su origen hecho mito.
Jacarandá allá le dicen,
y ella ligera resuena.
En guaraní, que es su lengua,
quiere decir perfumada.
Jacarandá huele a selva
y a corteza curativa,
a madera sonrojada
y fértil desenvoltura.
Sus semillas en estuche
nunca se vuelven sonajas.
Oyen los ritmos del viento
y después les brotan alas.
Si en su historia puso aliento,
en su floración, exceso:
ella extiende el Amazonas
a la puerta de mi casa.
El viaje de las jacarandas también se aborda en los poemas “Mitología japonesa” y “Migraciones”, que cierran la primera parte del libro justo antes de entrar a “Calle afuera”, donde se encuentran poemas que promueven las ganas de redescubrir lo común, de erradicar el aburrimiento de la mirada. En estos poemas hay “flores que en filigrana/ se meten entre nosotros”, entre edificios, en las esquinas, en el Hospital Español, expandiéndose por los aires en todas direcciones, como si los pétalos refractaran su color por doquier. Gracias a las jacarandas, “florece el cielo en el suelo” y en todo lo que las rodea. Así, por ejemplo, en “Tiempo de espejos”:
Como una orden del cielo
algo que cae estruendoso,
que brilla, aunque no truena,
que grita, aunque en silencio.
Se siente como en un sueño
aunque estemos bien despiertos.
Nos hace abrir más los ojos
aunque nos los deja quieros,
como si fueran cerrados
por el golpe del asombro.
El tiempo de los espejos
llega y así establece:
el piso en flor, como el cielo,
y el ánimo que se eleva
al caer las jacarandas.
El espíritu vibrante de las jacarandas se refleja también en el ánimo de quien las contempla, en su intimidad. “La jacaranda en mi mano” comienza con los versos: “Mi mano es como la calle/ cuando caen las jacarandas,/ Se llena de algo sonriente”. Los árboles no solo son un espasmo urbano y ajeno, un lejano jardín secreto y colgante, sino una fuerza que atraviesa a quienes los admiran, trastocando las percepciones de su propio cuerpo: “Las líneas de mi mano caminan palma arriba sobre las líneas trazadas en la copa de una flor”.
Unos poemas después, las transformaciones continúan en “Serpientes sacrificadas”, donde las jacarandas se comportan como cuerpos animales que se conectan con la Tierra. La jacaranda sigue expandiéndose y mutando incesantemente, abrazando lo que encuentra a su paso:
Como animales muy viejos,
sus troncos torcidos,
sus cicatrices.
Y de pronto, cambian de piel
y ostentan mil escamas moradas.
Por unos días
son misteriosas mutantes,
irreales, poseídas.
Si desde abajo las miras
sus ramas más elevadas
parecen brotar del cielo
como venas muy finas.
Se van ensanchando
hasta hundirse en la tierra
como serpientes
en su guardia.
El libro cierra con las voces que otros, en distintos tiempos y parajes, han dedicado a la belleza y fugacidad de los árboles y las jacarandas. Ruy Sánchez recupera a Robert Frost, Hermann Hesse, Joaquim Machado de Assis, Jorge F. Hernández y Severo Sarduy, entre otros, como si recogiera flores del suelo para que vuelen otra vez. Tal como los árboles del poemario susurran historias, lo hacen los amigos y autores leídos por el poeta para nutrir las hojas de este libro, mitad árbol, mitad bosque.
Los poemas de Dicen las jacarandas vinculan y acercan a todos los seres en distintos momentos y espacios, gracias a esta fecunda flor. Sus hojas refrescan, incluso, a la mirada más impasible. En dichos poemas, las relaciones florecen flexibles y ligeras; las flores son centauros, gestos, deseos, plumas y memoria. Son animales, instintos, sombras, bosques, gritos y galaxias. El arriba y el abajo entran en comunión; ramas y venas se encuentran; calle afuera y calle adentro se reflejan mutuamente. En la poesía de Alberto Ruy Sánchez —como decía Kral—, lo real se nos muestra como un gozo iluminado y armónico.
Coral Bracho, Poesía reunida. 1977-2018, Ediciones Era, México, 2019, 536 pp.
La poesía, para quienes nos ocupamos de escribirla durante toda nuestra vida, es una búsqueda diversificada por los itinerarios que emprendemos con el lenguaje. Este es nuestro instrumento de visión, de sensación, de reflexión, de canto y celebración de lo vivido. Dichos itinerarios nos descubren que, pese a haber una realidad compartida a grandes rasgos, cada quien posee un sentido de realidad que se amplía y se llena de sutilezas gracias a su manera particular de vivir con el lenguaje, el cual hace visibles mundos de otra manera inasibles porque el espíritu es fugaz; se pierde si no es atrapado por alguna de las artes y sus lenguajes, pues está hecho —como dijo Octavio Paz— de nuestra presencia. Lo anterior viene a cuento con la poesía de Coral Bracho (Ciudad de México, 1951), que se reúne en esta edición, porque en ella hay un empeño continuo de traer al texto lo que yo llamaría “gestos internos”, como el siguiente ejemplo de su primer y deslumbrante libro Peces de piel fugaz:
Porque verte morir no son los ojos para abarcarte,
y deslindar tus brazos de la muerte
es como desgajar un lago en dos orillas:
dos imanes que tiran para romperte.
Quiero salir de ti
como nadar al fondo de tus ojos y toparme en la sombra
con tu lento vacío de hierba ardiente,
con tu calma de pájaro extinguible,
débil como la carne.
Porque no sé qué hacer con tanto gesto tuyo,
tanta mirada tuya en mis palabras,
escribo
para que se enardezcan,
para que extirpen,
que arranquen esta ansiedad de ciervos en tus ojos,
este estertor marino entre tus labios,
y te devuelvan al torno de silencio
de esta tarde desierta.
A fin de capturar estos “gestos internos”, la poeta afina el lenguaje como los instrumentos que utilizan los científicos, y que sirven para observar y registrar realidades que los sentidos no perciben directamente. El lenguaje poético se vuelve un estado de conciencia que nos permite contactar de modo mucho más profundo con lo que sentimos y pensamos, y es una estrategia particular de concentración en los hechos. Dije que en la poesía de Bracho hay un esfuerzo sostenido por afinar aquel instrumento. En ese sentido, haría también la analogía con el instrumento musical; la música y el conocimiento son motivos fundamentales en la vida y la obra de la autora. En sus distintos libros, el lenguaje se interna en diversas situaciones, objetos y sujetos, y, antes que describirlos, hace un viaje a través de ellos que da lugar a palabras —las cuales, en este otro poema de El ser que va a morir, convierten el erotismo en un flujo de agua y fuego:
Los ríos encrespan un follaje de calma
Tu voz (en tu cuerpo los ríos encrespan
un follaje de calma, aguas graves y cadenciosas).
–Desde esta puerta, los goces, sus umbrales;
desde este cerco se transfiguran–
En tus bosques de arena líquida,
de jade pálido y denso (agua profunda hendida;
esta puerta labrada en las naves del alba). Me entorno a tu
vertiente– Agua
que se adhiere a la luz (en tu cuerpo los ríos se funden,
solidifican
entre las ceibas salitrosas. Llama
–cauce de visos ígneos–
que me circundas, y te extiendes
sobre estos valles, entre estos huertos
encendidos; bajo esta manta, esta piel.
El lenguaje viaja por la entraña, la voluntad de permanencia, los gestos, el amor, la muerte, las imágenes, los reflejos en el piso, los muebles, las plantas, los cielos y suelos, los juegos y las conversaciones; viaja por la fugacidad de lo que ya no es, por el jardín, por un cuarto de hotel, por el árbol, el mar, la enfermedad y la desmemoria. Y se detiene y transfigura según lo que se ve, se siente, se padece y se piensa. En los versos de Bracho no hay premeditación literaria; hay un flujo de atención concentrada en una búsqueda muy particular. Y en esta sutil indagación no hay un sujeto fijo al que podamos atenernos, ningún parámetro: son muchas conciencias las que la van guiando en ese viaje. Una de ellas se hace preguntas como las que aparecen en el primer poema de su libro más reciente, Debe ser un malentendido:
¿Desde qué canto, de qué pájaro,
me atraviesas como una flama, una fibra
delgadísima?
¿Y esta abismada placidez,
esta blandura suave, en qué perfil del cosmos
se asienta ahora, en qué filo
y matiz fortuito, en qué relieve?
Tiembla la tarde
entre las hojas, las flores.
La corteza del mundo
tiembla,
y es un sonido alto, ligero,
una nota muy tenue: un gesto
interno,
un trazo ¿Desde qué cauce indetenible?
Leer la poesía de Bracho implica acompañarla en esos viajes con el lenguaje, ser parte de ellos, entregarse a lo dicho sin interpretaciones ajenas e integrar esa corriente, ese flujo que irrumpe, transfigura y se convierte en esa otra cosa que solo ella ve. Por ejemplo, en el poema “Cuando alguien entra en un cuarto”, de su libro Cuarto de hotel, se resume parte de esta poética:
Cuando alguien entra en un cuarto
reemplaza el tiempo, la trama,
de su red de incidencias. Cada mínimo
rasgo, cada gesto,
cada espacio mental y su sensación,
dejan su habitado contexto; elástico
interponerse,
propiciar.
Innumerables concreciones posibles
despiertan,
desencadenan. —Todas coinciden
y se afectan:
La piedra
que va a caer
cambia el pozo
y el agua
que inexorablemente, en su descenso,
la alteran.
Todos entran al cuarto,
todos lo observan.
Para leer la poesía de Coral Bracho hay que entrar con ella en el cuarto de su lenguaje y de su mente —llena de auténtica curiosidad de saber, de entender todo eso que pasa inadvertido y puede no ser lo que parece—. No resulta extraño que, en Debe ser un malentendido, la voz acompañe a la madre en la pérdida de la memoria por una enfermedad. Pese a parecer una poesía que se aísla y limita a su percepción e inteligencia de los hechos, existe en ella una gran búsqueda de empatía, de fluir juntos al leer, al grado de compartir lo que ve, de sentir lo que ella o el otro siente, o de pensar lo mismo. Solo así la lectura permite departir en ese espacio de amor y conocimiento en el que su poesía se desenvuelve.
Andrea Muriel, A veces el amor es un cactus, Osa Menor, México, 2019, 48 pp.
Ángel Vargas, Antibiótica, Fondo Editorial Tierra Adentro-FCE, Guadalajara, 2019, 86 pp.
Jaime Tzompantzi, Milagro 401. Poemas 2037-1978, Punto de Partida Ediciones digitales, México, 2019, 74 pp., disponible aquí.
La poesía millennial, escrita por gente nacida a partir de los ochenta, remite con frecuencia a las redes sociales y a otros espacios de internet. La era digital es un rasgo importantísimo pero, en ocasiones, subrayar solo ese aspecto ensombrece otras cualidades. Ángel Vargas (Acapulco, 1989), Andrea Muriel (Ciudad de México, 1990) y Jaime Tzompantzi (Ciudad de México, 1994) son autores que usan WhatsApp, tienen Facebook y, sobre todo, escriben nutriendo y trascendiendo su contexto. Leerlos conduce a un viaje que oscila entre la desesperanza y la euforia. Sus libros corresponden a tres rutas donde el paisaje amoroso seduce a pesar de los accidentes del terreno.
Quien se acerca a la poesía de Vargas observa, a través de un mecanismo similar a una cámara de Gesell, cómo el mundo se derrumba. Cabría equiparar Antibiótica (Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2018) a una pecera en cuyo interior se quiebran las relaciones humanas y las expectativas. En su producción, Vargas no solo habla de la luz y la belleza: ilumina los rincones oscuros de instantes que el dolor embellece, logrando que el lector se convierta en espectador de la tragedia ajena.
El autor de Antibiótica selecciona los recursos para situarnos en un lugar del alma o del espacio, igual que si escogiera el lente de una cámara. Realiza zoom en la cotidianidad, en los detalles que golpean y fragmentan al individuo. Leyendo a Ángel se llega a la conclusión de que, conforme el ser humano crece, se transforma en una ruina andante: la manifestación viva de quienes la han habitado.
Bajo la influencia de Jaime Gil de Biedma, Antibiótica se divide en “Pandémica”, “Celeste” y otra sección homónima. Durante la lectura, es inevitable preguntarse por la intimidad, el sexo y el amor; cuestionarse si esos ámbitos se vinculan genuinamente o se ha tratado de cohesionarlos a la fuerza.
En la obra de Vargas, el tiempo desgasta y atraviesa a quienes viven —y en Antibiótica los demuele, aplasta, los deja caer y arder, los desmantela, los enferma—. El tiempo aniquila un nosotros imperecedero. El campo de lo íntimo se perfila como una búsqueda de algo que, desprendido de varias capas, luce aún más oculto. En “Navidad en Roma” hallamos:
Hay que pasar a tientas
por los muros que otros
dejaron tras de sí.
Demoler si es preciso.
No sé
si es posible
indagar
de formas no violentas No conozco
amor
sin invadir, aunque he tratado
de no romper
innecesariamente.
Vestirse y desvestirse constituyen motivos constantes en la producción de Vargas, así como la sacralización de lo profano, la profanación de lo sacro y las estrategias narrativas en función de lo poético. El libro ostenta la cualidad de crear atmósferas habitadas por un nosotros que se fractura, provocando en el lector la nostalgia de un afecto que, versos atrás, apenas conocía pero en el cual ya estaba involucrado. “También eso era” ilustra la amenaza de la separación hasta dejar caer su peso sobre quienes solían amarse:
nunca fuimos
el uno para el otro
acaso
insuficientes
pero igual
nuestra carne llegó
sin miedo a los derrumbes
y eso era también
una forma
de que el amor sobreviviera.
La poesía atestigua una época, la matiza y la confronta. Las construcciones de la violencia y el amor en la imaginería de Antibiótica definen una generación, pero también brindan el privilegio del voyerista: observar de cerca y sin peligro el derrumbe de los afectos.
Ahora bien, los indicios de la separación pueden ser silenciosos, poco evidentes. En esa terrible condición de lo sutil radica la estética del primer libro de Andrea Muriel: “Un cactus muere tres meses antes de que nos demos cuenta”, dice un verso del primer poema de A veces el amor es un cactus (Osa Menor, 2019). No existe método para saber si el cariño está secándose —el genio que lo descubriera se haría millonario con una aplicación para su diagnóstico—. El sentido del humor de Muriel acompaña como un buen amigo que induce una sonrisa frente a la adversidad.
La cercanía del cuerpo del otro se vuelve una premonición de la ruptura. “Yo sabía que muchas cosas tuyas/ se me escapaban al tocarte”, se enuncia en “Después de una conferencia de Stephen Hawking”. Por otra parte, enganchan la franqueza y el cinismo de la voz poética en “Star Wars [spoiler alert]”:
Cómo sería todo ahora
si cuando te besé en el cine
la oscuridad me confundió
y durante la segunda mitad de la película
estuve pensando que aunque antes
nunca llegué a la escena
[spoiler alert]
en la que el hijo de Han Solo lo mata,
recuerdo con mayor fuerza
aquel final con él
en mi departamento
que el desenlace de Disney
contigo.
Lo humano implica reconocer las virtudes, así como asumir la oscuridad propia. Es de celebrar que “Fake Plastic Cactus” subraye la posibilidad de ser victimarios:
eras idéntico a un novio de verdad
incluso más guapo
siempre con regalos a la puerta
y una sonrisa
a veces chocolates.
En varios textos, el inicio o el final de un viaje detona revelaciones dolorosas; desplazarse en autobús o en avión se transforma en un ejercicio de desprendimiento o, por el contrario, de resistencia a las despedidas. Pero no todo es tragedia. Las declaraciones de fe en el amor también existen: “besar la espalda de alguien/ cada mañana/ todas las mañanas/ es el verdadero acto de valentía”, recuerda el poema “Dejo morir los cactus para no tener que cuidarlos y otras cosas que no me atrevo a confesarme a mí misma y mucho menos a ti”. A veces el amor es un cactus inaugura el proyecto editorial de un grupo de amigos y jóvenes escritores que le apuesta a algo mucho más incierto que las relaciones de pareja: la poesía.

Milagro 401. Poemas 2037-1978, de Jaime Tzompantzi, se sitúa en un tono igual de pop que el de Muriel. Este libro (ganador del Concurso Ediciones Digitales Punto de Partida 2019) ofrece una visión que acepta y ama la decadencia del mundo. Los poemas hablan de una generación habituada a los videojuegos, a los centros comerciales que, pese a hallarse repletos de gente, emanan soledad. El amor, el origen, la muerte y la vida son atravesados por internet y lo prefabricado. Tzompantzi encuentra magia en las tiendas de autoservicio, en ambientes de aire acondicionado o pixeles: he ahí el milagro. En sus versos se percibe el suelo pegajoso de una fiesta, los golpes contra una pared de cristal, el calor de muchos cuerpos apretados en un auto; es decir, los accidentes. Por eso la escritura también se muestra accidentada, da saltos que marean igual que cuando se ha bebido de más, como en “¿Se puede ser mitad monstruo de la magia negra y mitad señor bonito y despechado llorando por una carta de despedida hasta corrérsete todo el maquillaje?”:
—¿A dónde habrá ido cuando nos despedimos? —dices.
A bailar al cementerio
A flotar sobre la luna
A sembrar margaritas en el frío de las calles
Y a encender el ataúd de la noche
con la sonrisa.
John Cage, Werner Herzog, Abbas Kiarostami, Walt Disney, Blade Runner y Peter Jackson son referentes del material poético. Los versos conmueven por la ternura aparecida de pronto en situaciones y objetos quebrados; hay una fascinación por lo roto, ya sea una botella contra el suelo o el tiempo fracturado.
Milagro 401 contiene un discurso disparatado en el mejor de los sentidos: estampas que, a través de la perversión de la lógica, enfrentan la mordacidad de la experiencia diaria y las dudas irresolubles:
Me acuerdo cuando leía a Borges en la prepa
y me di cuenta que no era difícil de entender.
Solo había que suponer que todos esos referentes eran alguna cosa bella y misteriosa
que habitaba el mundo y que tarde o temprano conocería.
Algo así como las personas de las que se va enamorando uno.
(“¿Se suicidaron Macedonio Fernández y Jorge Luis Borges una noche sin encender las luces escuchando “La cumparsita”?”)
El momento ideal para leer el libro de Jaime Tzompantzi sería un domingo en el supermercado o en la cama, lamentando una resaca; cuando las filas para pagar o el dolor de cabeza parecen no tener fin. Su poesía incita a enamorarse del absurdo al que el género humano se encuentra condenado.
Las voces de Vargas, Muriel y Tzompantzi provienen de tradiciones, temas y ritmos bastante diferentes. Sin embargo, el contrapunto de los tres consiste en enunciar desde una época donde el amor sigue siendo una máquina análoga y herrumbrosa: sus engranes son complicados y podrían parecen obsoletos.
Malva Flores, A ingrata línea quebrada (dos cuentos), Literal Publishing, México, 2019, 116 pp.
Sabemos que la poesía dispone de subcategorías añejas que abarcan desde la elegía hasta el epitalamio, y que fueron diseñadas para ayudarnos a formular, si no respuestas, reacciones humanas ante todo tipo de sucesos derivados de nuestros dos grandes temas centrales: la Muerte y el Amor, en cualquier de sus infinitas variaciones.
A la hora de revisar la poesía contemporánea —ejercicio que nos incumbe no solo como críticos o poetas, sino como seres humanos— veo, en nuestros tiempos, un enfoque cada vez mayor en lo corpóreo; no en el sentido erótico, sino en el de la decadencia manifestada a través de las enfermedades crónicas que nos acechan: el Parkinson que se llevó a mi abuelo, el cáncer que se llevó a mi comadre, el VIH que permitió que la pulmonía se llevara a mi colega. Cada uno de estos males encierra horrores concretos y conlleva sus propias metáforas, como nos enseñó Susan Sontag. El problema con el del Alzheimer, al que creo que alude la poeta Malva Flores (Ciudad de México, 1961) a través del “señor Alz” —ostensiblemente el apodo de un tal Aloysius—, es que se va llevando a nuestros seres queridos “cacho a cachito”. Pero, como si fuera el castigo eterno de Prometeo, no se termina de acabar nunca. Se manifiesta a través un deterioro mental paulatino que nos obliga a permanecer en primera fila mientras sigue restando las facultades lógicas de nuestros mayores, cuya autoridad estamos condicionados a respetar —pues moldearon “el escueto camino/ del sentido común”. Es un mal que sigue minando el “yo” en todos sus aspectos: desde el que toca el piano hasta el que busca las llaves de su casa. Y que arrasa, cual lobo feroz, con el umbral entre pasado y presente.
Abandonada en este bosque, la poeta se queda sin más remedio que enfrentar un futuro desolador.
¿Cuál es la moraleja de esta historia, desde su perspectiva? Que nada sirve.
La perfección de un círculo
no sirve
El late late del corazón enamorado
no sirve
“El relámpago verde de los loros”
no sirve
La nota sostenida por el chelo
como si fuera el aliento
de Dios
no sirve
No sirven.
Servir: (Del lat. servīre).
1. intr. Estar al servicio de alguien. U. t. c. tr.
2. intr. Estar sujeto a alguien por cualquier motivo haciendo lo que él quiere o dispone.
7. intr. Ser soldado en activo.
11. intr. Dep. Sacar o restar la pelota de modo que se pueda jugar fácilmente.
12. tr. Dar culto o adoración a Dios y a los santos, o emplearse en los ministerios de su gloria y veneración…
Veneración y gloria
Pero ¡ah! ¡La Belleza!
Qué tentación.
Este es un libro que existe, a pesar de todo, gracias a la tentación de la belleza —aun cuando el poema sea un “vertedero de lágrimas”—. La poeta nos expone sus decepciones con respecto a otras verdades supuestamente tan absolutas como la autoridad de nuestros mayores: el hecho de que multiplicar una mitad por otra resulta en solo un cuarto, por ejemplo, o de que la fe se base en una llaga en el costado de Cristo. O el hecho de que todo, hasta la forma de las letras, se convierte en brújulas mínimas que no bastan para que encontremos nuestro camino. Porque “Nunca sabemos nada/ ni por qué/ ni para qué/ ni dónde”. Entonces, ¿cómo seguir adelante en este laberinto? O en palabras de la poeta, “¿Cómo pedir así un vaso de agua?”
Son preguntas que detonan paisajes surreales, desde lúgubres cuartos de hotel hasta intemperies habitadas por cuervos que graznan, o por la “hormiga/ que corre por Pangea/ cargando su alimento/ —esa bandera verde—.”
A través de las personae que ha creado, la poeta se regaña, exigiendo una palabra mejor que “pispireta” para sus versos dedicados a la ardilla. Se desespera porque el pasado feliz no vuelve, ni siquiera cuando lo invoca. Nos recuerda que el amor no existe. Promete que no va a “hablar más de la muerte”. Lamenta las veces que se ha equivocado. Se pregunta si fue Dante o alguien más quien dijo que “el infierno es la repetición sin esperanza”. Y repite que, de todos modos, no importa porque nadie se va a enterar.
Pero allí sí se equivoca. Sí importa. Porque nosotros nos enteramos.
Porque nosotros la leemos.
Y leo: “No hay jinetes/ Trompetas/ Relámpagos tampoco./ Solo estamos nosotros/ Solos/ Solos”.
Pero también leo: “El jardín se levanta y hasta su propio aire/ resucita./ Estrellas del otro firmamento/ Combustión de las sílabas y el polvo:/ las palabras.”
Juan Alcántara, Cuaderno Nielo, Matadero Editorial, Ciudad de México, 2019, 64 pp.
Voy a comenzar por el final.
O por lo que podría pasar por el final de una presentación.
Un final que intenta recuperar lo dicho anteriormente.
Y el final es el siguiente:
hay una asimetría inconmensurable
entre escribir poemas y leerlos.
Me explico.
Cuando escribimos poemas somos revolucionarios
lo hacemos con gran energía,
con rebeldía y violencia contra la lengua,
radicalizamos nuestro pensamiento
y radicalizamos su expresión en nuestros versos.
O, al menos, tratamos de hacerlo.
Pero cuando leemos,
cuando leemos poemas somos unos mansos corderitos,
sumisos y obedientes a la clausura semántica y comunicativa
impuesta por el sistema,
obsecuentes hasta no poder más.
Cuando leemos un poema devenimos presas nerviosas
de la necesidad de responder “¿qué dice el poema?”.
Nunca somos presa de esa necesidad cuando lo escribimos
porque cuando lo escribimos no tenemos la menor idea
o, tal vez, solo tenemos la menor idea,
de qué es lo que el poema dice.
Y ese es el final de mi presentación
porque el libro de Juan Alcántara es un hermoso ejemplo de lectura,
de la lectura que debemos aplicarle a lo que leemos,
de la lectura que se coloca al mismo nivel que la escritura.
O sea, de escribir como forma de leer.
Un final alternativo pudo haber sido:
en lugar de tanto taller de escritura creativa
deberíamos dedicarnos
a construir talleres de lectura creativa.
Y el libro de Juan sería lectura obligatoria.
Entonces, liberado del final, puedo llegar al comienzo.
¿De qué va Cuaderno Nielo?
En el siglo XIII se reunió, anónimamente,
una serie de 100 cuentos medievales
escritos en dialecto toscano
bajo el nombre de Il novellino.
(Hay una excelente edición de Isabel de Riquer
bajo el título de El Novelino en Alianza editorial, Madrid, 2016.)
No llegan a ser pequeñas historias morales
pero no están lejos de serlas.
Pretenden sabiduría. Y a veces lo logran.
Alcántara lee esas historias
(y ahora el verbo debe adquirir todo su peso creativo)
las lee,
y las lee en poemas.
Iba a decir que las convierte en poemas
pero no es eso lo que hace:
las lee escribiendo,
es decir, las lee como escribimos poemas.
¿Qué es leer como poema?
Les daré un ejemplo.
En El Novelino, se repite la conocida historia
de Diógenes y Alejandro.
Es la número 66 y dice así:
Había un filósofo muy sabio que se llamaba Diógenes. Un día este filósofo se mojó [al caerse dentro de] un charco de agua y se puso al sol encima de una roca. Pasó por allí Alejandro de Macedonia con un gran séquito de caballeros. Vio al filósofo y le dijo:
—¡Eh!, hombre miserable, pídeme algo y te daré lo que quieras.
El filósofo le contestó:
—Te ruego que te apartes del sol.
La explicación normal es obvia:
Alejandro es un ser poderoso;
noten: viene acompañado de un séquito de caballeros,
trata a Diógenes de miserable,
exhibe una arrogancia exquisita: “pídeme algo y te lo daré”.
Es decir, además de poderoso es un patán.
Diógenes, por otra parte,
hace de la pobreza una virtud.
Diógenes no tiene nada.
Sus únicas pertenencias son: un manto, un bolso, un báculo y un cuenco
—y el día que vio a un niño que bebía agua con sus manos
se desprendió del cuenco.
Entonces, la moraleja obligada, la que nos cuentan,
es que Diógenes era tan austero y probo
que lo único que le pide al patán de Alejandro
es que “no le haga sombra”,
es decir, que se retire para poder secarse al sol.
Es admirable.
Todo es muy bonito y muy edificante.
Lo es si ustedes creen en el lenguaje de Trump
o en el de Bolsonaro
o, para tal caso, en el de Vargas Llosa,
que es la misma frivolidad narcisista
envuelta en papeles de distintos colores.
Pero lo que Alcántara lee
(o lo que yo leo en lo que Alcántara escribe)
es otra cosa.
Y es esto.
Alcántara vierte la vieja historia moral
apenas en cuatro versos.
Son estos:
por estar viendo las estrellas
SI TE CAES EN UN AGUJERO LLENO DE AGUA
que nadie te diga nada y
PONTE AL SOL SUBIDO EN UNA ROCA
En la lectura de Alcántara, Alejandro desaparece.
Alcántara dice: “Que nadie te diga nada.”
Alejandro se convierte en uno más, en cualquiera, en nadie.
“Que nadie te diga nada”…
y si te dicen algo,
lo que debes hacer es alzarte en contra de ese lenguaje,
de esa frivolidad,
de esa maravillosa ignorancia,
ante la cual no hay, no debe haber, tolerancia posible.
Lo que debes hacer es alzarte en contra de ese lenguaje,
es decir, subirte a una roca.
Pero eso no es todo lo que dice la lectura de Alcántara.
Dice además:
que nadie te diga nada
si te encuentran viendo las estrellas.
Ver las estrellas está en el origen
de nuestra palabra “considerar”:
sider es la raíz latina de “astro”.
“con + siderar” es por lo tanto
ver juntos las estrellas, examinarlas juntos.
Nosotros diríamos ahora que considerar es, entonces, leer las estrellas
Por lo tanto, la apretada lectura de Alcántara
da sus frutos:
si estás leyendo las estrellas,
si estás considerando,
que nadie te diga nada
es decir,
que nadie te diga
qué es lo que debes leer en las estrellas.
Y continúa:
si por leer las estrellas
te caes a un pozo lleno de agua
PONTE AL SOL SUBIDO EN UNA ROCA
Es decir: sécate. Sécate y no pidas nada.
No pidas ningún favor del poderoso patán,
así el poderoso venga acompañado de un séquito de caballeros
o de una manada de congresistas
o de una delegación de la Confiep
o de una mesa de diálogo.
“Que nadie te diga nada” es
que nadie te diga lo que debes entender,
lo que debes leer,
lo que debes considerar:
Hazlo por ti mismo.
Y decide.
En este punto
cada quién puede continuar su propia lectura.
Pero ese es el tipo de lectura que hace Alcántara
y que hace de Cuaderno Nielo un libro intrigante.
Aquí hay otro ejemplo de El Novelino,
el número 35,
que relata la historia de Tadeo, maestro de medicina,
que encontró escrito en un libro
que quien comiera berenjenas durante nueve días seguidos
se volvería loco.
[Recuerden que en italiano “berenjena” se dice “melanzane”
que proviene de mela = manzana e insane = enferma.
En efecto, las berenjenas tenían mala reputación.]
Entonces, luego de escuchar la lección
uno de sus alumnos quiso comprobarlo
y luego de nueve días de comer berenjenas
se presentó ante el maestro Tadeo y le dijo:
—“Maestro, lo que leíste no es verdad
porque yo lo he experimentado y no estoy loco”.
Y acto seguido, el alumno se puso de pie y le enseñó el culo.
—“Anotad, dijo el maestro, que se ha comprobado
que esto es efecto de las berenjenas”.
Aquí nos interesa la lectura
que hace el maestro Tadeo del gesto del alumno.
Tadeo ya sabe,
porque está escrito en los libros,
que si alguien come berenjenas por nueve días seguidos
se vuelve loco.
Esa verdad, Tadeo no la cuestiona
“porque está escrita en los libros”.
Es decir, Tadeo no lee lo que está escrito.
Simplemente lo repite.
Eso no es leer.
Nuestras cabezas, como la de Tadeo,
están llenas de cosas que repetimos sin leer.
Tenemos innumerables casos de eso.
Por ejemplo,
Todos hemos leído (o escuchado)
la famosa frase de Marx que dice
“La religión es el opio del pueblo”.
Y muy pocos han leído la frase
como el propio Marx la leyó al escribirla.
La gran mayoría sigue suponiendo
como lo supuso Lenin al no-leerla
que (cito a Lenin en “Socialismo y religión”)
“La religión es una especie de alcohol espiritual
en el que los esclavos del capital
ahogan sus propias imágenes de dignidad
y sus reivindicaciones de una existencia digna…”
Pero eso no fue lo que escribió Marx.
La frase precedente de Marx nos da la clave para leerla
de otra forma, de su forma.
Dice Marx: “La religión es el alma de un mundo sin corazón,
es el espíritu de una época sin espíritu”.
Es decir, prácticamente todo lo contrario
de lo que expresan nuestras incansables repeticiones
sin lectura.
Y lo mismo ocurre cuando repetimos
otra de Marx (“el fetichismo de la mercancía”)
o una de Matos Mar (“desborde popular”)
o una de Derrida (“deconstrucción”).
Repetimos sin leer lo que creemos haber leído.
Alcántara se da cuenta de todo esto
y su lectura, su versión, es la siguiente (p.42):

¿Qué lee Alcántara y qué deviene su poema?
Anotad, anotad,…
escribid, escribid,…
repetid, repetid,…
porque así
“se habrá comprobado que es hecho cierto”.
Poner por escrito equivale a “hecho cierto”.
Pero, después del periodismo,
ya sabemos que eso no es verdad.
“Poner por escrito” da una falsa seguridad,
es un ansiolítico que atonta.
Que atonta si no se lee.
Lo que pasamos por alto del relato del maestro Tadeo,
lo que no se lee,
es el gesto vulgar del alumno
de enseñarle el culo al maestro.
Sin duda, se trata de un gesto vulgar
pero finalmente edificante.
Con ese gesto, el alumno le indica al maestro
que no hace sino repetir lo que lee
sin leerlo propiamente.
Enseñarle el culo no es un gesto de locura
sino de sanidad —y de burla.
En sus glosas a El Novelino, Isabel de Riquer
recuerda el caso de un tal Alberico
que habiendo perdido su halcón favorito
“se quitó los calzones y le enseñó el culo a Dios
en señal de burla”.
Alcántara, con más elegancia, sin duda,
hace un gesto similar
al repetir, anotar, repetir, anotar
la ceguera estúpida del maestro
que solamente repite lo que está escrito
sin detenerse a pensar, a leer,
sin detenerse, por lo tanto, a reescribir
lo que leemos.
Una vez más:
“Que nadie te diga nada”.
No puedo dejar de mencionar aquí
a Maimónides, el gran teólogo judío cordobés
que escribió a finales del siglo XII
un gran tratado llamado Guía para perplejos
(uno de los grandes títulos de la literatura universal).
Los perplejos, para Maimónides,
son los que no distinguen el lenguaje literal del figurado,
los que no entienden.
En definitiva,
los que no saben leer.
Cuaderno Nielo, el libro de Juan Alcántara
es un precioso homenaje a la lectura
como acto verdaderamente creativo.
He mencionado solamente dos instancias
del poema como acto de leer.
No he mencionado, sin embargo,
que Alcántara juega además con otras herramientas
que las de su ingenio lector.
La puesta en página de sus poemas es decisiva.
Los poemas aparecen con diferentes fuentes de diferentes tamaños,
con cursivas y versalitas,
verticales y apaisados,
libres y justificados,
tanto que no hay dos poemas
que hayan sido puestos en página de la misma manera.
Todo esto es parte constitutiva de Cuaderno Nielo.
Si quieren un ejemplo admirable,
busquen en la página 34 del libro
un comentario muy sofisticado del relato
Nº 11 de El Novelino.
El relato original se trata de un médico
desprestigiado por un discípulo rencoroso.
En ojos de Alcántara se trata, al mismo tiempo,
de un ejercicio de fonética en la que los sonidos
se neutralizan entre sí gracias a reglas
que parecen emanar
de la arbitrariedad y el abuso de poder.
Imposible repetir para ustedes el deleite combinatorio
del que hace alarde Alcántara
pero es una de sus lecturas más brillantes.
Termino aquí, entonces,
y regreso al inicio
que fue el final.
En contra de lo que nos dicen
y que repetimos sin cesar,
escribir raramente es un acto político
pero leer siempre lo es.
Verónica Jaffé, De la metáfora, fluida, Visor / Fundación para la Cultura Urbana, 2019, 171 pp.
Hay algo de lo intolerablemente real en De la metáfora, fluida, último poemario de Verónica Jaffé (Caracas, Venezuela, 1957). Algo que no deja salida porque no la hay. Esto real sin esperanza, “ausencia de esperanza/ para todos, ellos y nosotros”, está sólidamente amasado con el largo Orinoco durante su travesía titánica, con roca y montaña, con barro y discurso de una penetrante y ofensiva burla. Ofensa y desesperación se padecen en De la metáfora, fluida. Y transcurren los años sin solución de continuidad; desde el 2009 al 2014, incluso, “viajan los poemas/ con sus años” y el pasaje de infancia surge en la bienvenida memoria, transido de pena como una sonrisa de intenso rojo oscuro.
Se bordea aquí el mundo intransmisible, rugiente, donde el poeta inversamente heroico ya no soporta su propio cripticismo: Paul Celan hunde para siempre sus traducciones en el Sena; Osip Mandelstam, en su invulnerable libertad, tan frágil e incorpóreo —según la memoria de su esposa Nadiezhda—, o Ruth Klüger, que ilumina la pura libertad de la bondad. Acción pura: estamos frente al poema y Jaffé lo traduce.
Traducir implica muchas cosas para Jaffé, sobre todo después de su magnífica versión de Friedrich Hölderlin y sus Cantos hespéricos. Pero incluso descubre que en la lengua propia se impone traducir, acercar, recordar con la palabra un antiguo acento, oler la patria en la palabra elidida: tarea compasiva que tiende y tantea lo epifánico de la comprensión. Quien traduce busca en otro —y es en sí— el acorde que calma su soledad, la pérdida.
Hay en estos poemas una sabiduría del exilio y su extraña temperatura (el no poder ya estar): esa vida en suspenso y repartida a destiempo y al unísono, como en el poema “De manos”: la sencilla unión de las palmas (los padres, los poemas) devuelve lo familiar y lo parecido, lo balsámico de cierta cordura. Y en ese hueco mínimo, íntimo, Verónica Jaffé traduce.
Este libro tiene algo inabarcable. Cada página sugiere medidas para protegerse contra el odio y propone cautela, desde la certeza de que “la poesía siempre/ estará […] en la plenitud/ de la otra parte”.
La invocación a la cordura es, aquí, frecuente. El padre y la madre forman una ecuación constitutiva y, a la vez, una fuerza política. Un trayecto a las fuentes y la urgencia inmediata por traducir el magma de la lengua madre a una intensa pacificación histórica; un trayecto de la metáfora recurrente, a esa diferencia que hace poeta a Jaffé. Se desarrolla, así, una lenta y hasta peligrosa paciencia para hacer de lo inextricable, una traducción.
Jordi Doce, We Were Not There, traducción al inglés de Lawrence Schimel, Shearsman Books, Bristol, 2019, 132 pp.

El lugar de la ausencia. El lector siente, en los poemas de Jordi Doce (España, 1967), que algo importante de lo que allí acontece, tal vez lo decisivo, no se nos dice y, sin embargo, de una manera intensa y concreta, está presente. La lectura apunta siempre a otro lugar; hay un continuo desplazamiento, la sensación de habitar un terreno indeciso, una tierra de nadie. José Luis Gómez Toré ha hablado de “una ética de la desaparición”; estamos en un lugar donde habita el misterio, algo apenas entrevisto, un recuerdo fragmentario, y lo que podría ser la figura que de ellos naciera tendría un sentido, explicaría o, tal vez, nos explicaría. Como si fueran cristales de un caleidoscopio que permanecen inmóviles, pero intuimos que, si pudiéramos girarlo, nos revelarían una imagen, un sentido. El poeta no lo hace, y es una opción tanto ética (de la desaparición) como estética: una poética del desplazamiento. Pues si la realidad es fragmentaria; si “Perseguimos respuestas/ pero vivimos sin porqué” en una ciudad ingrávida llena de fantasmas y ruinas; si “todo gira una vez más/ en la rueda de las apariciones”; el poema, de ser fiel a sí mismo, solo puede acoger esta ausencia: no hay respuestas sino el misterio de lo real.
En esta poética del desplazamiento lo primero que se disuelve es la frágil identidad del yo. En el poema “Suceso” se nos dice: “No estábamos allí cuando ocurrió./ Íbamos de camino a otra ciudad,/ otra vida”, “algo ocurrió,/ aunque nunca lo viéramos”. Algo importante ha sucedido, aunque no sabemos el qué, tampoco a quién acoge esta segunda persona del plural: quiénes somos nosotros. El poema “Incógnita” comienza así: “La voz que corría por el bosque/ ¿era la tuya? ¿Eras tú quien hablaba/ en la zanja contigua/ a solas con su miedo?” Y la utilización de la segunda persona apunta a este desdoblamiento del yo poético —distancia, juego de espejos donde la identidad se fracciona—. En “Una ciudad en el norte” esta segunda persona se nos aparece, al inicio del poema: “Minucioso, se arregla ante el espejo/ y no sabe, de pronto,/ por qué ha viajado tan al norte/ qué hace aquí redimido del tiempo del reloj”. El poema se desarrolla en dos planos: ante el espejo y paseando solitario. Cuando volvemos al interior de la habitación los objetos más cotidianos: el abrigo, la bufanda, los guantes, “son síntomas de ajenidad, y fuera/ todo es como en el sueño que tuvo una vez”. Y, ante esta extrañeza radical, este extranjero de sí mismo se pregunta: “¿De verdad está aquí? Y, sin embargo,/ todo es real, lo ve, puede tocarlo/ y el espejo le apremia”. El poema termina con una nueva salida al exterior y, antes de abrir la puerta, “él recoge y apila sus propios fragmentos”. Aquel yo fragmentado avanza por un mundo en el que “nada es nunca como lo concebimos”.
Reiteradamente se nos habla de la imposibilidad de conocer. Pero ¿quién es ese yo que se interroga? ¿Qué entidad tiene, cuál la densidad de alguien que duda ante el espejo, que ni siquiera sabe si está en la habitación de un hotel cualquiera o está “Aquí, ahora, en ningún sitio”? El campo semántico de las palabras que aluden a la negación o la indeterminación son constantes, casi aparecen en cada poema: “Nada, ninguno, no estábamos, algo, nunca, no sé, no sabes, quizá, ninguna parte, no hay…” Alcanzando a los mismos títulos de los poemas: “Sin título”, “Incógnita”, “Aquí, ahora, en ningún sitio”. Una visión de la existencia que adopta un tono escéptico, como si se estableciera una distancia con la angustia que pudiese generar. Un nuevo desplazamiento. Así, en “Una ciudad en el norte”, tras esa visión exacta de la alienación, se nos dice “Pero también: la vida/ sabe ganar la espalda a sus peores augurios”.
Visión desengañada donde se resume “Una vida”, poema en prosa formado por 22 pequeños epígrafes, que se cierra, circularmente, en la desesperanza y la negación. En el 1 se nos dice: “Aquí y ahora. Sin remedio. Ciegos embates”; en el 21: “Ciegos embates. Sin remedio. Aquí y ahora. Al fin”, y en el 22: “Nada ocurrió. Nada dejó nunca de ocurrir”. Entre ellos el resto del poema que, si hacemos caso al título, es una vida —¿de quién?, ¿quién es esta tercera persona que comparece? ¿Seremos acaso cada uno de los lectores? Lo está también en ese prodigioso diálogo que constituye el poema “Primer acto”, donde se ve la huella de Samuel Beckett:
–Aquí estás, con las ruinas.
–Es mi sitio.
–Siempre lejos, siempre volviendo a casa.
Pero hay una ausencia de patetismo, una distancia entre el que contempla y el contemplado, una aceptación de lo que sobrevive y lo que fue aniquilado por el paso del tiempo, como sucede en “Elegía” a pesar de la “galería de espejos/ donde vida y sueños se replican eternamente”. Una aceptación de la luz, un descansar y secarse al sol “como uno que se salva del agua”; así se nos ha dicho en la hermosa cita de Goethe que abre el libro. Lo cual se formula en el poema “De vita beata”: conformarse con “el crepitar del cielo,/ el hondo gris de los cañaverales”.
Puede que nuestro estar en el mundo no sea un relato, un texto que despliega un sentido. Aquí y ahora —es decir, en ningún sitio—, nos quedan unas “Notas a pie de vida”; notas que carecen de página, como 33 notas en busca de un texto. Autónomas, inconexas, sin aparente razón ni fundamento, tal como la vida. Y como en ella (o, al menos, en la elegante y distanciada mirada de Doce), la ironía, el humor, el pastiche de un texto académico del que sólo leyéramos las notas —no es casual que el texto esté dedicado al heterodoxo poeta español Juan Carlos Mestre.
Cierra el libro ese portentoso “Monósticos”; es decir, poemas de un solo verso. Cada parte numerada va creciendo desde la 1, formada por un solo verso, hasta la 11 formada por 11 versos; a partir de aquí estos empiezan a decrecer hasta llegar al último fragmento, formado de nuevo por un solo verso. Tal circularidad del poema viene reforzada por repeticiones, una estructura especular en que determinados versos se repiten o aparecen casi idénticos. Lo sorprendente es que esta estructura tan artificiosa, tan rígida, se convierta en un poema donde alienta la profunda emoción, lo que se adivina en el desván de la memoria, de tantos poemas de Doce. Hay un misterio, “Alguien llega por un pasillo a oscuras”; un niño perdido de vuelta a casa, piezas que no encajan, un estar aquí y en ninguna parte, preguntas sin respuesta. Hay destellos, iluminaciones, fragmentos de una vida. Como si al fin algo del rompecabezas se hubiera juntado y pudiéramos atisbar un sentido, aunque este sea el de las misteriosas correspondencias de los cuentos infantiles: “Así empiezan los cuentos: un viajero regresa a casa”.
Como esa evocación de la infancia del poema “Ficción” —título que remite de nuevo a la distancia—, incluido en la reciente edición inglesa que ahora celebramos. Como en un cuento infantil (Alicia tras el espejo), “me bastó el ojo de la cerradura/ para pasar al otro lado/ y ver la casa donde el tiempo/ era un zumbido en la cocina”. Tras esa puerta, esa infancia, esa “vida ficticia”, se nos dice: “tras ella escribo, he muerto, sigo viviendo”. Un “Huésped”, un extranjero, un extraño, nos dice: “Hace mucho que las palabras dejaron de ayudarme,/ pero a veces las llamo siguiendo un viejo hábito”. Esperemos que Jordi Doce siga llamándolas y que nosotros, los que no estábamos allí, sigamos escuchándolas.
Adalber Salas, Palabras sin dueño. Variaciones sobre la traducción literaria, Dirección de Literatura/UNAM, México, 2019, 210 pp.
¿Cómo surgió el lenguaje? ¿Qué lengua universal y versátil, única, hay en el fondo de todas las demás? ¿En dónde se encuentran las cavidades sonoras, las enredaderas del sonido y del sentido? ¿Cómo se tejen las palabras para formar un cuerpo íntimo que otorga significados? ¿Y cómo se destejen para migrar a otras lenguas?
Estas son las incógnitas que atraviesan el libro Palabras sin dueño. Variaciones sobre la traducción literaria, de Adalber Salas. Preguntas y respuestas que el autor va dando a la par que cuenta sus experiencias; su vida se desprende de su trabajo como traductor y sus traducciones se suceden luego de las vivencias, los encuentros, las cavilaciones y los viajes.
Palabras sin dueño constituye una geografía por la que el autor nos lleva al interior de su propia historia, concatenada a la vida de su lenguaje —concebido este como un cuerpo con la nervadura vital que conecta esos vocablos a la constitución de la realidad, a una cierta y muy puntal representación de las cosas.
Como George Steiner en Gramáticas de la creación, el autor busca el sentido profundo de los lenguajes y las relaciones posibles e imposibles —imaginarias— entre ellos: ambos proponen la traducción como el único camino para abrir los horizontes de la significación. Siguiendo esta línea, Salas se acerca al concepto que Steiner propone como gramática: “la organización articulada de la percepción, la reflexión y la experiencia; la estructura nerviosa de la consciencia cuando se comunica consigo misma y con otros”.
En un mundo inconexo, en un tiempo veloz y superficial como el que vivimos, Salas propone escuchar de cerca el latido de cada palabra, buscar su justo sonido y sus ecos, su espectro de sentidos y sus límites. En esa frontera, en esa línea es donde se instala el venezolano; en el puente entre una lengua y la otra, en el vacío donde no hay significación y el idioma queda huérfano, mutilado, inconexo. Ahí, entonces, crecen los tentáculos del poder del lenguaje que se transmuta para lograr ser de otra manera, conseguir el salto a otra lengua y comportarse diferente. Ser otro para significar lo mismo.
Palabras sin dueño es un libro escrito a caballo entre el ensayo y el relato; por ello, los conceptos que Salas va desplegando, al tiempo que narra partes de su vida —partes ficcionadas, desdobladas de su vida—, se encarnan en el lector a manera de experiencia. En ese periplo como traductor encontramos un cuerpo que se bate con las palabras, las palabras encarnadas, con inesperadas dimensiones y poderes brutales. De ahí que el autor se proponga realizar una “Lectura irrespetuosa, que se apropia de las palabras del otro. Lectura hambrienta, caníbal, que devora las palabras del otro” (p. 16).
Traducir, entonces —además de lanzarse al vacío del lenguaje—, es destruir el lenguaje del otro para desvanecerlo en una “soledad sonora, repleta de voces, voces que llenan la mía con una riqueza difícil, que no aturde ni ensordece”. Así es como el traductor cruza el puente entre las lenguas y logra fundar un sitio común. Sin embargo, no por eso deja de ser un lugar inasible: en él “se cruzan la soledad del libro y la soledad del traductor, pasando de una lengua a otra” (p. 16).
Para Salas, la condición del traductor es errante. Y en este paso las lenguas se desarticulan, se tergiversan: se traducen. A la manera de Chaplin, que disloca la vida cotidiana y logra su parodia, el traductor altera la sintaxis y halla en esta nueva escritura un circuito renovado de sentido que cobra una original, y a veces insólita, significación.
Así como para Steiner el mito de Babel se revierte, y no es castigo sino milagro, Salas se inserta en los pasadizos de las lenguas y queda pasmado ante la incertidumbre de las palabras: “Ese momento bisagra en el que las palabras de una lengua no han cuajado todavía en las de otra” (p. 19). Ello significa un horizonte de vacilación semántica, como lo concibe Walter Benjamin, quien sostenía que la traducción es, ante todo, una forma e implica una relación íntima con el original. Una relación vital.
Salas descubre que ningún vocablo tiene un verdadero homólogo en otra lengua, lo que da lugar a la indeterminación, que “no es el lugar de la carencia, sino del juego. La región donde una cosa termina volviéndose otra con un guiño. El traductor es el homo ludens por excelencia, el artesano de la indeterminación” (p. 19).
Otro fenómeno que surge de la traducción es el recurso de la ficción traductora, que presenta los textos como provenientes de un pasado remoto y una lengua extranjera. Varios son los casos que enumera Salas, empezando por Don Quijote de la Mancha. Se trata de una especie de performance que borra al autor y deja en su lugar al traductor. “Hay ciertas obras que llevan esta lógica a su conclusión inevitable, no solamente traduciendo un autor ficcional, sino además tomándose el trabajo de inventarlo, de presentar sus textos en ambas lenguas” (p. 25).
Nos encontramos entonces frente al problema de la voz del autor. ¿Qué hacer con ese rasgo profundo, inconfundible, indeleble? Para Salas, “la masa de palabras que llamamos yo es imposible sin un otro, un indispensable tú, un interlocutor. Al traducir, nos topamos con ello: la voz que construimos se deriva de la voz del otro y debe conservar su independencia” (p. 26).
La escritura literaria es extrañamiento: “un espacio intersticial, un suelo móvil en el habla, una red de pasillos a medio iluminar que van y vienen entre las lenguas que conozco. Por allí pasa materia sonora contrabandeada” (p. 30). Y esto lleva a una pregunta inevitable: ¿Dónde está la lengua propia, dónde empieza la ajena? “Se trata de un proceso que suspende, por un momento, la peculiaridad exclusiva de cada lengua para permitir que entre ellas ocurra un encuentro, para que se contagien mutuamente. Ese encuentro con lo ajeno, con lo incomparable, desarticula la tendencia hacia lo monolingüe que hay en la trama de nuestro día a día” (p. 34).
Traducir significa interpretar, según lo define el autor. “Enfrentado a estos pasajes, el traductor no puede sino prestar su voz a lo que no comprende del todo, ofreciendo apenas una aproximación. Una interpretación. Se puede, e incluso a veces se debe, traducir lo que uno no ha conseguido entender. El traductor se vuelve, así, no un artífice de lo translúcido, sino un traficante de oscuridades. Aprende a recrear en una lengua lo que en otra se rehúsa a la lectura lineal, al sentido monolítico. Su tarea le enseña a diseñar obstáculos, a familiarizarse con la relojería delicada de la ambigüedad. A distribuir opacidades” (pp. 53-54). Hay una conclusión que mvale la pena destacar: el lenguaje nos vuelve visibles, afirma Salas. Nos da corporeidad, densidad y masa, y nos orienta espacialmente.
Otro punto importante en Palabras sin dueño es la exposición del problema de la escisión entre lo simbólico y lo real. Un punto de quiebre en el que el lenguaje se topa con la paradoja de sí mismo para expresar sus fracasos y fracturas. Su imposibilidad de compresión, en el punto en que se vuelve un lenguaje ininteligible, cerrado para sí. Nos dice Salas: “Sus crisis ponen en crisis la lengua misma —y conviene recordar que crisis y crítica comparten la misma raíz etimológica” (p. 78). Penetrar en esas escisiones del lenguaje es adentrarse en sus profundidades hasta llegar al sinsentido.
Salas opera en y desde el lenguaje como un cirujano. Y considera que traducir es llevar a cabo una intervención, realizar un gesto quirúrgico: “La traducción es un escalpelo; corta para revelar y sanar. Se realiza una incisión en el texto de origen no para agredirlo, sino para penetrar su epidermis, su sentido superficial, y comprender así su funcionamiento interno, el frágil orden que lo sostiene. Y también sana: el nuevo texto sutura, oración tras oración, el corte. Restaña la herida. Impide que se infecte” (p. 87).
Recuerdo que un día escuché a Nélida Piñón decir, en una conferencia, que el lenguaje tiene cavidades sonoras y que, por esa razón, las palabras poseen respiración y ritmos. Adalber Salas Hernández concuerda con esta idea y declara que para traducir hay que dejarse moldear por la música, aceptar el imperio de lo sonoro. El cometido del traductor —afirma— es verter en otra lengua la poética del autor sin falsearla ni reducirla. Traducir es reconciliar las lenguas y disolver la maldición de la torre de Babel.