Esta es la cuarta entrega de la serie México 500. Aquí puedes ver las entregas precedentes.
Nicanor Contreras Elizalde (1831-1902) nació en la localidad de Villagarcía, situada en la comarca de Salnés, en Pontevedra, según la temprana antología de Poetas yucatecos y tabasqueños, o bien en San Fernando, en la provincia de Cádiz, según rastreos más recientes. Emigró a Mérida, Yucatán, a los nueve años de edad, para reunirse con sus hermanos Pedro y María del Pilar —ella se casaría en 1842 con Juan Bautista Peón y Cano, unión de la que un año después nacería José Peón Contreras, mientras que él casaría más adelante con Margarita Juárez Maza, lo que le significó una importante ascendencia política.
Contreras Elizalde pasó fugazmente por el seminario conciliar de San Ildefonso y poco después se instaló en la Ciudad de México por formar filas en las Guías de Guardia de Antonio López de Santa-Anna. Derrocada Su Alteza Serenísima, Contreras Elizalde volvió a Yucatán, en donde se integró al grupo de escritores que en 1856 echaron a andar el periódico literario El Pensamiento y a la postre se transformó en una discreta figura pública. Alonso de Regil y Peón y Manuel Sánchez Mármol incluyeron un fragmento de su paráfrasis del Cantar de los cantares en Poetas yucatecos y tabasqueños —paráfrasis incluida en el volumen El arpa bíblica (1873)—. Colaboró en muy diversas publicaciones periódicas, como El Semanario Ilustrado, en cuyas páginas publicó estos “Cantares aztecas” —recogidos ese mismo año en El movimiento literario en México (1868) de Pedro Santacilia, quien vio en ellos el deseo de “mexicanizar la literatura” del país, no obstante sus notorias afinidades con románticos españoles, como José de Espronceda y José Zorrilla.
Cantares aztecas
Introducción
Intento revivir de un pueblo entero
El antiguo esplendor, la fe perdida;
Y en el sepulcro de sus glorias quiero
Un rayo al menos difundir de vida:
Difícil en verdad es el sendero
Que con planta a cruzar voy atrevida,
Mas inflama mi aliento desde ahora
De esa nación la sombra protectora.
Tan noble afán, al agitar mi alma,
El cielo abrió su pabellón de oro,
Y esta promesa en increíble calma
Recorrió de sus ángeles el coro:
“Del pueblo azteca al vindicar la palma
Sin par tu acento vibrará sonoro,
Y cuando al mundo sus secretos abras,
Revestiré de fuego tus palabras”.
Por largo espacio resonó en mi oído
El eco celestial de esa promesa,
Y por todos mis miembros difundido
Sentí el fervor de acometer la empresa:
Fue para mí, por ser el escogido,
La santa insinuación orden expresa,
Y en el nombre de Dios, ya sin zozobra,
Apilé el material para mi obra.
Busqué en la tradición las bellas flores
Que fecunda el raudal de la poesía:
Y a su mágico cielo de colores
Tesoros demandó mi fantasía;
A ella la interrogué por los amores
Que a tan galante raza embellecía,
Y ella tan solo me mostró las palmas
Que el lazo entretejían de sus almas.
Pedí a la historia su bordón de oro,
Su vestido talar, su regio manto,
Su olímpico valor y su decoro,
De su prestigio el poderoso encanto:
Y sintiéndome audaz con tal tesoro
A restaurar sus glorias me levanto,
Al punto penetrando en las mansiones
De la que madre fue de cien naciones.
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De los lagos ondina encantadora,
A toda extraña pretensión rehacia,
Si en tu recinto penetré a deshora,
Solo el amor estimuló mi auacia:
Mansión de toda cuita amparadora,
Hoy te pide un asilo mi desgracia:
Con el caudal amargo de mi llanto
La mezcla a remover voy de tu encanto.
Del celestial vergel trasunto vivo
En donde opuestas zonas se mezclaron,
Cuyo precioso y singular cultivo
Ángeles a los hombres enseñaron,
Donde también el germen más activo
De toda noble producción sembraron:
Para afinar mis lánguidos conciertos
Abre a mi voz tus sonoros huertos.
Regio bajel de misteriosa cuna,
Encallado hasta ahora entre las flores
Que en el fondo animó de la laguna
El genio protector de sus favores:
No ha ilustrado jamás ficción alguna
Otra mansión más rica de primores,
Nave que arrullan los azules lagos,
Deja que te empavesen mis halagos.
Emperatriz a quien el sol corona,
Y un cinturón adorna de montañas,
Y por veste real de su persona
Valles arrastra de flexibles cañas:
Numen guerrero, intrépida amazona,
De encendidos volcanes te acompañas:
Y en el regazo de tu seno brota
En doble mar innumerable flota.
¡Águila que arrancó del cielo mismo
Y entre acuáticos juncos enredada
Fue desecando su salobre abismo
Al activo calor de su mirada!
¡Águila que de eterno magnetismo
De las manos de Dios voló impregnada!
El que a su turno derramó en el suelo
En donde altiva reposó su vuelo.
Tenochtitlan, la de la alcurnia indiana,
La que a la historia con su nombre abruma,
Pon en mi ruda mano castellana
De tus ingenios la inspirada pluma;
Dale a mi voz que por cantar se afana
De tus conceptos la elocuente suma,
Dale la elevación de la grandeza
Hoy que tu vida a poetizar empieza.
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Es un haz de cien pueblos florecientes
El óvalo risueño de su valle;
La rica profusión de sus corrientes
Abre entre flores anchurosa calle;
De su curso los árboles pendientes
Sus linfas al besar doblan el talle;
Del pájaro que anida en cada rama
La inspiración con su belleza inflama.
El cielo, sí, de su inmortal tesoro
Le brindó con tan bello panorama;
Su atmósfera en el día era de oro,
Su atmósfera en la noche era de lama:
De su florida faz por cada poro
Un fuego brota de azulada llama,
Que cuelga en sus bellísimos contornos
Festones de fantásticos adornos.
Iztapalapan la de mil primores,
Como jamás en los ensueños fraguas,
La que inventó ingeniosos surtidores
Para jugar con las bullentes aguas;
Aquella que de frutos y de flores
Cargó de entrambos lagos las piraguas;
La que contaba por flotantes huertos
El número infinito de sus puertos.
Jochimilco gentil la de las flores,
Tetzcuco la de espléndidos jardines,
Cuna inmortal de regios trovadores,
Muellemente gastando en los festines
La eterna juventud de sus amores;
La que escuchando iba sus confines
Más que al duro rigor de sus violencias
Al plácido atractivo de las ciencias.
La que contaba espléndidas mansiones
Incrustadas de estuco y alabastro,
La que del Anahuac en las naciones
Fue del saber tenida como un tro:
A donde concurrían sus varones
Para seguir de su cultura el rastro
Archivando en su espléndido recinto
De las letras el grato laberinto.
La que fue con sin par munificencia
Foco escogido del saber indiano,
Y un culto dio al autor de la existencia
Al entrever su celestial arcano.
La que formó para expresar su ciencia
Un lenguaje el más propio y más galano
Del cielo de Anahuac… por eso ella
Brilló sin competir con otra estrella!
Azcapozalco, tú, la de los bravos,
¡Gaje de la ambición de Moctezuma!
Convertida en bazar de los esclavos
Cuando fuiste más pura que la espuma.
Tú que de la opresión bajo los clavos
Lágrimas de dolor viertes sin suma;
Y aun a pesar de tan crüel martirio
El Instro ostentas del silvestre lirio.
Tenajocan, poblada de canteros,
La bella Cuitlahuac de pescadores,
Cuauhtitlan de los diestros estereros
De las reales casas surtidores,
Tlatelolco, a quien dieron sus plateros
De estimación los títulos mejores:
Do aquel valle, por fin, en todas partes
El esplendor surgía de las artes.
Justo será que hasta la cumbre suba,
Donde irradia la fama meritoria
El magnánimo imperio de Tacuba:
Con el de Acolhuacan ligó su gloria…
El mismo germen de grandeza incuba
Que hizo a Tenochtitlan grande en la historia
Un mismo sol que lanza hacia lo lejos
La triple ilustración de sus reflejos.
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Ya que del valle la extensión recorres,
Vuelve a elevar conmigo la mirada
Do su emporio mayor sobre las torres:
Bájala a lo interior de su morada
Si el casto velo del hogar descorres,
La sentirás de júbilo colmada.
Que irá Tenochtitlan dándole creces…
¡Fénix real que revivió dos veces!
La que se encumbra sobre todas ellas
De su envidia acallando el torpe celo,
Como la luna eclipsa a las estrellas
Y como ofusca el sol el mismo cielo:
¡Tenochtitlan! la bella de las bellas,
A quien ni sombra amenazó de duelo;
La que es de un valle en el hogar fecundo
Sagrada capital de un vasto mundo.
La que mirando a su real decoro
Do un lago entre las ondas se recata,
Y de sus venas precipita el oro
Junto al raudal de refulgente plata;
Un océano salúdala sonoro,
Otro también pacífico la acata;
¡Oh creación inmortal como ninguna!
¡Sueño del sol! ¡Delirio de la luna!
Beldad que de ti misma te enamoras,
Contemplando engreída tus hechizos
Al resplandor de las eternas horas
Del lago en los cristales movedizos:
Para velar tus formas seductoras
Cabelleras te dan de hermosos rizos
Tus elevados bosques de cipreses
Prendidas con el oro de las mieses.
En su oración conciertan fraternales
Los campos y las aguas sus murmullos,
Y la envuelven las noches tropicales
Con velos salpicados de cocuyos;
Las aves de los bosques virginales
La requieren de amor con sus arrullos;
Hasta la tierra misma… sus amores
Depone ante sus pies brotando flores.
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Brillaban construidos sus palacios
De terso jaspe, de tezontli rojo,
Con tal fausto vestidos sus espacios
Que a la pompa oriental dieran sonrojo:
Esmeraldas, turquesas y topacios,
Los corales y perlas en manojo,
Daban al que extasiado las veía
La mágica visión de un claro día.
Eran sus rectas calles anchurosas
Cortadas en mitad de ambas aceras;
De la una en las aguas silenciosas
Sus piraguas cruzaban ligeras:
De la otra en las sendas espaciosas
Transitaban sus gentes placenteras;
Representando aquel duplo sendero
El contraste más vario y hechicero.
Se ostentaban en amplias galerías
Del numen de la guerra los arreos,
Y prodigios y raras fantasías
Daban lustre a la corte en los museos:
De la creación las miles anomalías
Colmaban de sus sabios los deseos:
De las artes inmenso santuario
A expensas levantado del erario.
Guardaban caprichosas pajareras
Ricas y hermosas y variadas aves
Traídas de las múltiples esferas.
Las plumas que cambiando iban suaves
Componían las telas hechiceras
Que hilando estaban sus matronas graves:
El cenzontli canor surtía de plata,
El colibrí de oro y escarlata.
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De admiración mi ser quedó suspenso…
De entusiasmo mi ser quedó embargado
Ante el local de su tianguéz inmenso!
Era, sí, tan insólito mercado
Para otra población de mayor censo;
Pero a la vez tan rico y tan colmado
De los productos que Anáhuac encierra,
Que era una copia exacta de la tierra.
Abierto estaba el general consumo:
Sobre el negro montón de las vainillas
Del maguey fermentando estaba el zumo
De barro de Cholula en escudillas.
Allí también las aves en cardumo
Y el pez de las marítimas orillas;
Y sobre ricas y adobadas pieles
Maravilloso cuento de joyeles.
En mengua de espectáculo tan bello
Sus esclavos, llevaban los señores,
Con el collar de la ignominia al cuello,
Buscando con afán licitadores:
Humildemente se avenían a ello
Criados en la fe de sus mayores;
Amargando, no obstante, su juicio,
La idea de un futuro sacrificio.
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De aquel pueblo inmortal alzó el instinto,
La fe de su creencia religiosa,
De fábricas inmenso laberinto
Que embelleció su industria prodigiosa:
Era el templo mayor, cuyo recinto
Era en verdad otra ciudad hermosa,
Encerrado en sus mágicos espacios,
Bosques, fuentes, liceos y palacios.
De ese Teocalli de gigante altura
Remataba en pirámide la cima,
Donde dos torres de elegante hechura
De su cumbre se alzaba por encima:
De ellas enfrente, inextinguible y pura
La luz ardía de su eterna estima,
Cuya extinción sobre el altar divino
De Anáhuac influyera en el destino.
Rodeando iba sus altivos muros
Exterior y espaciosa gradería,
Por do a incensar sus ídolos impuros
El sacerdote idólatra subía;
Su veste de algodón de hilos oscuros,
La sangre que a su cuerpo enrojecía,
Del acto hacían de su culto estreno
Un simulacro vivo del infierno.
Entre todos tus dioses tutelares
Mexitli el cruel, era el primero;
Égida de los fastos militares,
Monstruo feroz de corazón de acero,
Cuyo enojo calmaba en los altares
De la sangre infeliz solo el reguero,
Aceptando no más, cual dignos dones,
Hecatombes de humanos corazones.
De blanca faz y de cabello undoso
Qutzalcoal, divinidad humana,
La que ostentó con aire majestuoso
Sobre el rostro español la tilma indiana:
Quetzalcoal! el numen generoso,
El que arando la tierra mexicana
Cuidó primero del maíz la espiga,
¡La que es del hombre providente amiga!
Tenían muchos más, aunque inferiores:
Do quier su religión alzaba altares;
Protector era el uno de las flores,
El otro era el amparo de las lares;
Una diosa tenían sus amores,
Otra era el alma de sus dulces mares:
En la extensión del mexicano suelo
¡El hombre puso el mal… Dios el consuelo!
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Pueblo conquistador, nación guerrera,
Su innata profesión fue la milicia,
Y el ejercicio de las lides era
De su sangriento instinto la delicia:
Agitaba a su sangre aventurera
Sed de botín, famélica codicia:
Y sin hacer de su misión misterio
Uncieron cien naciones a su imperio.
Era de ver la bélica apostura
De esa raza de ardientes gladiadores.
El colchado algodón de su armadura,
De su cota de plumas las labores,
Y era más que un prodigio la pintura
Que con ella formaban sus pintores,
Adornando con ellos sus arreos
A la vez que ilustraban sus trofeos.
Signo de distinción y de nobleza
Era su casco al ondear gallardo,
Cada cual figurando la cabeza
Ya del león, del tigre o el leopardo:
Eran el arsenal de su fiereza
La dura lanza y el ligero dardo,
Y de obsidiana transparente hechas
La corta espada y las agudas flechas.
La religión enciende su heroísmo:
El que en la lucha por su patria expira
De sublime deleite en un abismo
El soplo eterno de la glri aspira.
Por eso con ardiente fanatismo
Por morir o vencer sol conspira:
Y escudado en la fe de esta creencia
Menosprecia cien veces la existencia.
Mi corazón su voluntad extrema
Para salir airoso con su intento;
Pero solo hallareis en mi poema
Seguida la unidad del pensamiento;
Mi alma sin orden sus inciensos quema
Ora a las flores que acaricia el viento,
Al sabio rey, al ínclito guerrero,
O a las hijas del valle placentero.
Al sangriento color de la mosqueta
El lánguido mezclad de la aceituna,
Pero que sea en proporción discreta,
Sin que les desliáis sombra ninguna,
Para formar la identidad completa
Del color de esa raza sin fortuna;
Tintas que en la mujer brillan suaves
Más que el terso plumaje de las aves.
No pienso que juzguéis por la de ahora
De la antigua doncella mexicana:
Entonces era de su hogar señora
O de su estirpe misma cortesana.
Era entonces de joya poseedora
La que hoy de ajenos dijes se engalana.
Ayer pisaba del favor la cumbre…
¡Hoy dormita en abyecta servidumbre!
Flotaban sobre aquellos cabellos
Sin la presión de extraña redecilla,
Como colgando están los frutos bellos
Del tronco aromador de la vainilla:
De cisnes eran sus graciosos cuellos,
Sus labios los pintó la cochinilla,
Esmaltando las filas de sus dientes
El nácar de las conchas transparentes.
Negros como la noche eran sus ojos,
Dulce la voz, mediada la estatura;
De acompasados movimientos flojos
El anillo infantil de su cintura:
Radiantes de altivez en sus enojos,
Rayos de amor, torrentes de ternura:
Siempre en la mano la industriosa rueca,
¡No fue más que mujer… la bella azteca!
Mi corazón su voluntad extrema
Y hoy a vosotros os demanda plaza…
Un árbol quiero alzar con mi poema
Que abrigo preste a tan insigne raza.
Mi espíritu a soplar va en su diadema
El polvo que a sus piedras embaraza;
Mi corazón enfrente de su obra
Alentado por Dios, ya no zozobra.
Cima no podré dar a su grandeza
Si a la vez de vosotros no me ayudo;
Para dar nuevo aliento a mi flaqueza
Hoy a vosotros entusiasta acudo:
Falta en mí corazón, falta cabeza,
Y está mi labio de elocuencia mudo:
Para alcanzar sublimes perfecciones
Suplid por mí tan elocuentes dones.
Enseñad al cantor, al bardo errante,
Los escollos que erizan su sendero;
De México al tratar… quiero que encante
El timbre de mi voz al mundo entero:
Para que altiva y digna se levante
Vuestra eficaz cooperación espero;
Iluminad mis cántigas precarias,
Astros de las veladas literarias.
El Semanario Ilustrado, Julio 10, 1868