Esta es la cuarta entrega de la serie México 500. Aquí puedes ver las entregas precedentes.
 

Nicanor Contreras Elizalde (1831-1902) nació en la localidad de Villagarcía, situada en la comarca de Salnés, en Pontevedra, según la temprana antología de Poetas yucatecos y tabasqueños, o bien en San Fernando, en la provincia de Cádiz, según rastreos más recientes. Emigró a Mérida, Yucatán, a los nueve años de edad, para reunirse con sus hermanos Pedro y María del Pilar —ella se casaría en 1842 con Juan Bautista Peón y Cano, unión de la que un año después nacería José Peón Contreras, mientras que él casaría más adelante con Margarita Juárez Maza, lo que le significó una importante ascendencia política.

Contreras Elizalde pasó fugazmente por el seminario conciliar de San Ildefonso y poco después se instaló en la Ciudad de México por formar filas en las Guías de Guardia de Antonio López de Santa-Anna. Derrocada Su Alteza Serenísima, Contreras Elizalde volvió a Yucatán, en donde se integró al grupo de escritores que en 1856 echaron a andar el periódico literario El Pensamiento y a la postre se transformó en una discreta figura pública. Alonso de Regil y Peón y Manuel Sánchez Mármol incluyeron un fragmento de su paráfrasis del Cantar de los cantares en Poetas yucatecos y tabasqueños —paráfrasis incluida en el volumen El arpa bíblica (1873)—. Colaboró en muy diversas publicaciones periódicas, como El Semanario Ilustrado, en cuyas páginas publicó estos “Cantares aztecas” —recogidos ese mismo año en El movimiento literario en México (1868) de Pedro Santacilia, quien vio en ellos el deseo de “mexicanizar la literatura” del país, no obstante sus notorias afinidades con románticos españoles, como José de Espronceda y José Zorrilla.

—Antonio Saborit

 
 

Cantares aztecas

 
                                    Introducción

            Intento revivir de un pueblo entero
El antiguo esplendor, la fe perdida;
Y en el sepulcro de sus glorias quiero
Un rayo al menos difundir de vida:
Difícil en verdad es el sendero
Que con planta a cruzar voy atrevida,
Mas inflama mi aliento desde ahora
De esa nación la sombra protectora.

            Tan noble afán, al agitar mi alma,
El cielo abrió su pabellón de oro,
Y esta promesa en increíble calma
Recorrió de sus ángeles el coro:
“Del pueblo azteca al vindicar la palma
Sin par tu acento vibrará sonoro,
Y cuando al mundo sus secretos abras,
Revestiré de fuego tus palabras”.

            Por largo espacio resonó en mi oído
El eco celestial de esa promesa,
Y por todos mis miembros difundido
Sentí el fervor de acometer la empresa:
Fue para mí, por ser el escogido,
La santa insinuación orden expresa,
Y en el nombre de Dios, ya sin zozobra,
Apilé el material para mi obra.

            Busqué en la tradición las bellas flores
Que fecunda el raudal de la poesía:
Y a su mágico cielo de colores
Tesoros demandó mi fantasía;
A ella la interrogué por los amores
Que a tan galante raza embellecía,
Y ella tan solo me mostró las palmas
Que el lazo entretejían de sus almas.

            Pedí a la historia su bordón de oro,
Su vestido talar, su regio manto,
Su olímpico valor y su decoro,
De su prestigio el poderoso encanto:
Y sintiéndome audaz con tal tesoro
A restaurar sus glorias me levanto,
Al punto penetrando en las mansiones
De la que madre fue de cien naciones.

                                                ___
            De los lagos ondina encantadora,
A toda extraña pretensión rehacia,
Si en tu recinto penetré a deshora,
Solo el amor estimuló mi auacia:
Mansión de toda cuita amparadora,
Hoy te pide un asilo mi desgracia:
Con el caudal amargo de mi llanto
La mezcla a remover voy de tu encanto.
Del celestial vergel trasunto vivo
En donde opuestas zonas se mezclaron,
Cuyo precioso y singular cultivo
Ángeles a los hombres enseñaron,
Donde también el germen más activo
De toda noble producción sembraron:
Para afinar mis lánguidos conciertos
Abre a mi voz tus sonoros huertos.

            Regio bajel de misteriosa cuna,
Encallado hasta ahora entre las flores
Que en el fondo animó de la laguna
El genio protector de sus favores:
No ha ilustrado jamás ficción alguna
Otra mansión más rica de primores,
Nave que arrullan los azules lagos,
Deja que te empavesen mis halagos.

            Emperatriz a quien el sol corona,
Y un cinturón adorna de montañas,
Y por veste real de su persona
Valles arrastra de flexibles cañas:
Numen guerrero, intrépida amazona,
De encendidos volcanes te acompañas:
Y en el regazo de tu seno brota
En doble mar innumerable flota.

            ¡Águila que arrancó del cielo mismo
Y entre acuáticos juncos enredada
Fue desecando su salobre abismo
Al activo calor de su mirada!
¡Águila que de eterno magnetismo
De las manos de Dios voló impregnada!
El que a su turno derramó en el suelo
En donde altiva reposó su vuelo.

Tenochtitlan, la de la alcurnia indiana,
La que a la historia con su nombre abruma,
Pon en mi ruda mano castellana
De tus ingenios la inspirada pluma;
Dale a mi voz que por cantar se afana
De tus conceptos la elocuente suma,
Dale la elevación de la grandeza
Hoy que tu vida a poetizar empieza.

                                                ___
            Es un haz de cien pueblos florecientes
El óvalo risueño de su valle;
La rica profusión de sus corrientes
Abre entre flores anchurosa calle;
De su curso los árboles pendientes
Sus linfas al besar doblan el talle;
Del pájaro que anida en cada rama
La inspiración con su belleza inflama.

            El cielo, sí, de su inmortal tesoro
Le brindó con tan bello panorama;
Su atmósfera en el día era de oro,
Su atmósfera en la noche era de lama:
De su florida faz por cada poro
Un fuego brota de azulada llama,
Que cuelga en sus bellísimos contornos
Festones de fantásticos adornos.

            Iztapalapan la de mil primores,
Como jamás en los ensueños fraguas,
La que inventó ingeniosos surtidores
Para jugar con las bullentes aguas;
Aquella que de frutos y de flores
Cargó de entrambos lagos las piraguas;
La que contaba por flotantes huertos
El número infinito de sus puertos.

            Jochimilco gentil la de las flores,
Tetzcuco la de espléndidos jardines,
Cuna inmortal de regios trovadores,
Muellemente gastando en los festines
La eterna juventud de sus amores;
La que escuchando iba sus confines
Más que al duro rigor de sus violencias
Al plácido atractivo de las ciencias.

            La que contaba espléndidas mansiones
Incrustadas de estuco y alabastro,
La que del Anahuac en las naciones
Fue del saber tenida como un tro:
A donde concurrían sus varones
Para seguir de su cultura el rastro
Archivando en su espléndido recinto
De las letras el grato laberinto.

            La que fue con sin par munificencia
Foco escogido del saber indiano,
Y un culto dio al autor de la existencia
Al entrever su celestial arcano.
La que formó para expresar su ciencia
Un lenguaje el más propio y más galano
Del cielo de Anahuac… por eso ella
Brilló sin competir con otra estrella!

            Azcapozalco, tú, la de los bravos,
¡Gaje de la ambición de Moctezuma!
Convertida en bazar de los esclavos
Cuando fuiste más pura que la espuma.
Tú que de la opresión bajo los clavos
Lágrimas de dolor viertes sin suma;
Y aun a pesar de tan crüel martirio
El Instro ostentas del silvestre lirio.

            Tenajocan, poblada de canteros,
La bella Cuitlahuac de pescadores,
Cuauhtitlan de los diestros estereros
De las reales casas surtidores,
Tlatelolco, a quien dieron sus plateros
De estimación los títulos mejores:
Do aquel valle, por fin, en todas partes
El esplendor surgía de las artes.
Justo será que hasta la cumbre suba,
Donde irradia la fama meritoria
El magnánimo imperio de Tacuba:
Con el de Acolhuacan ligó su gloria…
El mismo germen de grandeza incuba
Que hizo a Tenochtitlan grande en la historia
Un mismo sol que lanza hacia lo lejos
La triple ilustración de sus reflejos.

                                                ___
            Ya que del valle la extensión recorres,
Vuelve a elevar conmigo la mirada
Do su emporio mayor sobre las torres:
Bájala a lo interior de su morada
Si el casto velo del hogar descorres,
La sentirás de júbilo colmada.
Que irá Tenochtitlan dándole creces…
¡Fénix real que revivió dos veces!

            La que se encumbra sobre todas ellas
De su envidia acallando el torpe celo,
Como la luna eclipsa a las estrellas
Y como ofusca el sol el mismo cielo:
¡Tenochtitlan! la bella de las bellas,
A quien ni sombra amenazó de duelo;
La que es de un valle en el hogar fecundo
Sagrada capital de un vasto mundo.

            La que mirando a su real decoro
Do un lago entre las ondas se recata,
Y de sus venas precipita el oro
Junto al raudal de refulgente plata;
Un océano salúdala sonoro,
Otro también pacífico la acata;
¡Oh creación inmortal como ninguna!
¡Sueño del sol! ¡Delirio de la luna!

            Beldad que de ti misma te enamoras,
Contemplando engreída tus hechizos
Al resplandor de las eternas horas
Del lago en los cristales movedizos:
Para velar tus formas seductoras
Cabelleras te dan de hermosos rizos
Tus elevados bosques de cipreses
Prendidas con el oro de las mieses.

            En su oración conciertan fraternales
Los campos y las aguas sus murmullos,
Y la envuelven las noches tropicales
Con velos salpicados de cocuyos;
Las aves de los bosques virginales
La requieren de amor con sus arrullos;
Hasta la tierra misma… sus amores
Depone ante sus pies brotando flores.

                                                ___
            Brillaban construidos sus palacios
De terso jaspe, de tezontli rojo,
Con tal fausto vestidos sus espacios
Que a la pompa oriental dieran sonrojo:
Esmeraldas, turquesas y topacios,
Los corales y perlas en manojo,
Daban al que extasiado las veía
La mágica visión de un claro día.

            Eran sus rectas calles anchurosas
Cortadas en mitad de ambas aceras;
De la una en las aguas silenciosas
Sus piraguas cruzaban ligeras:
De la otra en las sendas espaciosas
Transitaban sus gentes placenteras;
Representando aquel duplo sendero
El contraste más vario y hechicero.

            Se ostentaban en amplias galerías
Del numen de la guerra los arreos,
Y prodigios y raras fantasías
Daban lustre a la corte en los museos:
De la creación las miles anomalías
Colmaban de sus sabios los deseos:
De las artes inmenso santuario
A expensas levantado del erario.

            Guardaban caprichosas pajareras
Ricas y hermosas y variadas aves
Traídas de las múltiples esferas.
Las plumas que cambiando iban suaves
Componían las telas hechiceras
Que hilando estaban sus matronas graves:
El cenzontli canor surtía de plata,
El colibrí de oro y escarlata.

                                                ___
            De admiración mi ser quedó suspenso…
De entusiasmo mi ser quedó embargado
Ante el local de su tianguéz inmenso!
Era, sí, tan insólito mercado
Para otra población de mayor censo;
Pero a la vez tan rico y tan colmado
De los productos que Anáhuac encierra,
Que era una copia exacta de la tierra.

            Abierto estaba el general consumo:
Sobre el negro montón de las vainillas
Del maguey fermentando estaba el zumo
De barro de Cholula en escudillas.
Allí también las aves en cardumo
Y el pez de las marítimas orillas;
Y sobre ricas y adobadas pieles
Maravilloso cuento de joyeles.

            En mengua de espectáculo tan bello
Sus esclavos, llevaban los señores,
Con el collar de la ignominia al cuello,
Buscando con afán licitadores:
Humildemente se avenían a ello
Criados en la fe de sus mayores;
Amargando, no obstante, su juicio,
La idea de un futuro sacrificio.

                                                ___
            De aquel pueblo inmortal alzó el instinto,
La fe de su creencia religiosa,
De fábricas inmenso laberinto
Que embelleció su industria prodigiosa:
Era el templo mayor, cuyo recinto
Era en verdad otra ciudad hermosa,
Encerrado en sus mágicos espacios,
Bosques, fuentes, liceos y palacios.

            De ese Teocalli de gigante altura
Remataba en pirámide la cima,
Donde dos torres de elegante hechura
De su cumbre se alzaba por encima:
De ellas enfrente, inextinguible y pura
La luz ardía de su eterna estima,
Cuya extinción sobre el altar divino
De Anáhuac influyera en el destino.

            Rodeando iba sus altivos muros
Exterior y espaciosa gradería,
Por do a incensar sus ídolos impuros
El sacerdote idólatra subía;
Su veste de algodón de hilos oscuros,
La sangre que a su cuerpo enrojecía,
Del acto hacían de su culto estreno
Un simulacro vivo del infierno.

            Entre todos tus dioses tutelares
Mexitli el cruel, era el primero;
Égida de los fastos militares,
Monstruo feroz de corazón de acero,
Cuyo enojo calmaba en los altares
De la sangre infeliz solo el reguero,
Aceptando no más, cual dignos dones,
Hecatombes de humanos corazones.

            De blanca faz y de cabello undoso
Qutzalcoal, divinidad humana,
La que ostentó con aire majestuoso
Sobre el rostro español la tilma indiana:
Quetzalcoal! el numen generoso,
El que arando la tierra mexicana
Cuidó primero del maíz la espiga,
¡La que es del hombre providente amiga!

            Tenían muchos más, aunque inferiores:
Do quier su religión alzaba altares;
Protector era el uno de las flores,
El otro era el amparo de las lares;
Una diosa tenían sus amores,
Otra era el alma de sus dulces mares:
En la extensión del mexicano suelo                         
¡El hombre puso el mal… Dios el consuelo!

                                                ___
            Pueblo conquistador, nación guerrera,
Su innata profesión fue la milicia,
Y el ejercicio de las lides era
De su sangriento instinto la delicia:
Agitaba a su sangre aventurera
Sed de botín, famélica codicia:
Y sin hacer de su misión misterio
Uncieron cien naciones a su imperio.

            Era de ver la bélica apostura
De esa raza de ardientes gladiadores.
El colchado algodón de su armadura,
De su cota de plumas las labores,
Y era más que un prodigio la pintura
Que con ella formaban sus pintores,
Adornando con ellos sus arreos
A la vez que ilustraban sus trofeos.

            Signo de distinción y de nobleza
Era su casco al ondear gallardo,
Cada cual figurando la cabeza
Ya del león, del tigre o el leopardo:
Eran el arsenal de su fiereza
La dura lanza y el ligero dardo,
Y de obsidiana transparente hechas
La corta espada y las agudas flechas.

            La religión enciende su heroísmo:
El que en la lucha por su patria expira
De sublime deleite en un abismo
El soplo eterno de la glri aspira.
Por eso con ardiente fanatismo
Por morir o vencer sol conspira:
Y escudado en la fe de esta creencia
Menosprecia cien veces la existencia.

            Mi corazón su voluntad extrema
Para salir airoso con su intento;
Pero solo hallareis en mi poema
Seguida la unidad del pensamiento;
Mi alma sin orden sus inciensos quema
Ora a las flores que acaricia el viento,
Al sabio rey, al ínclito guerrero,
O a las hijas del valle placentero.

            Al sangriento color de la mosqueta
El lánguido mezclad de la aceituna,
Pero que sea en proporción discreta,
Sin que les desliáis sombra ninguna,
Para formar la identidad completa
Del color de esa raza sin fortuna;
Tintas que en la mujer brillan suaves
Más que el terso plumaje de las aves.

            No pienso que juzguéis por la de ahora
De la antigua doncella mexicana:
Entonces era de su hogar señora
O de su estirpe misma cortesana.
Era entonces de joya poseedora
La que hoy de ajenos dijes se engalana.
Ayer pisaba del favor la cumbre… 
¡Hoy dormita en abyecta servidumbre!

            Flotaban sobre aquellos cabellos
Sin la presión de extraña redecilla,
Como colgando están los frutos bellos
Del tronco aromador de la vainilla:
De cisnes eran sus graciosos cuellos,
Sus labios los pintó la cochinilla,
Esmaltando las filas de sus dientes
El nácar de las conchas transparentes.

Negros como la noche eran sus ojos,
Dulce la voz, mediada la estatura;
De acompasados movimientos flojos
El anillo infantil de su cintura:
Radiantes de altivez en sus enojos,
Rayos de amor, torrentes de ternura:
Siempre en la mano la industriosa rueca,
¡No fue más que mujer… la bella azteca!

            Mi corazón su voluntad extrema
Y hoy a vosotros os demanda plaza…
Un árbol quiero alzar con mi poema
Que abrigo preste a tan insigne raza.
Mi espíritu a soplar va en su diadema
El polvo que a sus piedras embaraza;
Mi corazón enfrente de su obra
Alentado por Dios, ya no zozobra.

            Cima no podré dar a su grandeza
Si a la vez de vosotros no me ayudo;
Para dar nuevo aliento a mi flaqueza
Hoy a vosotros entusiasta acudo:
Falta en mí corazón, falta cabeza,
Y está mi labio de elocuencia mudo:
Para alcanzar sublimes perfecciones
Suplid por mí tan elocuentes dones.

            Enseñad al cantor, al bardo errante,
Los escollos que erizan su sendero;
De México al tratar… quiero que encante
El timbre de mi voz al mundo entero:
Para que altiva y digna se levante
Vuestra eficaz cooperación espero;
Iluminad mis cántigas precarias,
Astros de las veladas literarias.

El Semanario Ilustrado, Julio 10, 1868

Esta es la tercera entrega de la serie México 500. Aquí puedes ver las entregas precedentes.
 

Los primeros en conocer los cantos de Cuauhtémoc fueron los asistentes a las reuniones del ilustrado Liceo Hidalgo en la ciudad de México, ante quienes los leyó íntegros su autor Eduardo del Valle (1843-1910). Ya para la primera mitad de la década de los ochocientos ochenta no solo circulaban algunos poemas suyos, como Las arras de la boda. Leyenda del siglo XVI y La visión de un monarca, sino un título esencial en la factura de Cuauhtémoc: la epopeya entera de la guerra de Independencia: El romancero nacional de Guillermo Prieto. En 1886, un año después de la salida de este romancero y también con el pie de imprenta de la Tipografía de la Secretaría de Fomento, los endecasílabos y las octavas reales de Cuauhtémoc. Poema en nueve cantos salieron en busca de sus primeros lectores. Ignacio Manuel Altamirano, en su prólogo a los cantos de Eduardo del Valle, se demoró en la “acertada ejecución” del poema y en su objeto: Cuauhtémoc, “el héroe de la conquista de México”, la cual propuso entender “como ocupación de la ciudad de México, y no conquista de todo el territorio, como se ha comprendido hasta hoy”. En 1887 la imprenta de Francisco Díaz de León se encargó de dar forma a otro poema del mismo Del Valle: Coyolicatzin: Leyenda del siglo XV, y la misma tipografía de la Secretaría de Fomento produjo Lupe. Pequeño poema.

—Antonio Saborit

 

Canto quinto
(fragmento inicial)

 

Aspecto de Tenochtitlan por la muerte de Cuitlahuác. — Coronación del Emperador Cuauhtémoc.

 

  Llora, Tenochtitlan; justo es tu duelo:
Honrar debe tu llanto la memoria
Del bizarro caudillo a cuyo anhelo
La amada patria se cubrió de gloria.
Llora, Tenochtitlan: el raudo vuelo
De Cuitlahuác, tu genio de victoria,
Fiera atajó la inexorable muerte,
De faz cambiando tu futura suerte.

  Llora, imperial ciudad de Moctezuma;
Corra a raudales por doquier el llanto:
El dolor infinito que te abruma
Es tan sincero como justo y santo.
¿Quién de hoy en más, con diligencia suma,
Al enemigo llevará el espanto?
¿Quién la victoria de la Noche Triste
Adquirirá si Cuitlahuác no existe?

  Está de luto la ciudad vestida;
Los hombres abandonan su tarea;
Por todas partes el pesar anida
Y en todos nace del temor la idea.
La nación, por las penas abatida,
Para lidiar de nuevo, titubea;
Y es que, perdida ya su confianza,
De vencer abandona la esperanza.

  Mas no, pueblos de Anáhuac aguerridos,
Dad tregua al llanto, abandonad el duelo;
En vuestros pechos nobles y atrevidos
La esperanza ha cifrado el patrio suelo.
A la común defensa apercibidos
Estad, obedeciendo a vuestro anhelo;
Del bravo Cuitlahuác la fortaleza.
Cuauhtémoc logrará con su entereza.

  De Cuauhtémoc el genio poderoso
Os sabrá dirigir en la batalla:
¿Quién como él arrostra valeroso
La lluvia de mortífera metralla?
¿Quién como él acude presuroso
Al peligro, que rápido avasalla?
¿Quién al poder de su atrevido acento
En los demás enciende el ardimiento?

  El renombre de intrépido soldado
Que tiene Cuauhtémoc; su patriotismo;
Su genio militar acreditado
Con múltiples acciones de heroísmo:
Todas sus altas dotes le han ganado
El trono en que con ciego fanatismo
La guerrera nación lo colocara
Cuando por soberano lo aclamara.

  Ya la consagración está dispuesta:
Del dios Huitzilopochtli el santuario
Llena la multitud en son de fiesta
Mostrando regocijo extraordinario.
Llega la comitiva, que compuesta
Está, conforme al regio formulario,
Del clero y la milicia, que presiden
Los reyes de Anáhuac que allí residen.

  Observando silencio y compostura
La procesión dirígese ordenada
Al augusto teocalli, en cuya altura
Se encuentra la deidad idolatrada.
La nación no demuestra su ventura
Haciendo resonar en la sagrada
Mansión los desacordes instrumentos
En tan gratos y plácidos momentos.

  De Texcoco y Tlacopan van delante
Los reyes, ostentando la grandeza
De su rango elevado e importante
Con la régia corona en la cabeza.
Siguen después, con pompa deslumbrante,
Los hombres que componen la nobleza,
Sumisos escoltando a sus señores
Como de sus personas guardadores.

  Cuauhtémoc va en seguida, acompañado
De dos hombres de armas distinguidos,
Sin tener del carácter elevado
De Rey los atributos conocidos.
Es su sencillo traje el del soldado,
Sin arreos de guerra prevenidos:
Así, dando a la ley acatamiento,
Va el monarca a prestar el juramento.1

  Del teocalli la extensa gradería
Suben, y el Rey, hallándose en presencia
Del dios guerrero, que sus actos guía,
Inclínase en señal de reverencia.
Pone en tierra después con ufanía
La diestra mano, y luego, sin violencia,
Yergue el cuerpo gentil, y humildemente
Lleva la mano a la morena frente.

  El sumo sacerdote se presenta
Para ungir con el ulli2 al soberano:
Ramas de cedro y de saúz sustenta
Con airoso ademán su diestra mano.
De ellas se sirve en actitud atenta
Para dar al monarca mexicano,
Después de ungido, el plácido rocío
Que le devuelva su gastado brío.

  Cubren los sacerdotes en seguida
Con fino ayátl3 el cuerpo del monarca:
En la extensión del lienzo, repelida
Como adorno se ve fúnebre marca.
En el cuello le ponen, como égida
Cuyo poder aun lo imposible abarca,
Piedras finas y objetos delicados
En oro ricamente trabajados.

  Entrega al rey un sacerdote luego
El copal aromático y sagrado,
Que el joven Cuauhtémoc echa en el fuego
Ya en pebetero rico preparado.
Con él a la deidad le rinde, ciego
Por la fe, el homenaje señalado
Para tal ceremonia, y reverente
De nuevo humilla la altanera frente.

  El sumo sacerdote se adelanta
Al nuevo Rey, que cobra su grandeza
En tal instante y rápido levanta
Con ademán solemne la cabeza.
Luego, con voz que llena aquella santa
Mansión, el sacerdote a hablar empieza
Al bravo Cuauhtémoc que le oye atento,
Y así le dice su sonoro acento:

  El pueblo te aclamó su soberano:
Vas a regir de México el destino:
¿Juras reinar con justiciera mano
Y ser apoyo del poder divino?
¿Juras mostrar al pueblo mexicano
De la victoria el inmortal camino
En la lucha cruel y asoladora
A que lo reta la invasión traidora?”

 "¡Sí juro,” dice el héroe colocando
En el pecho la diestra. “Sí, lo juro:
Sin descanso ni tregua trabajando
Estaré por la patria; lo aseguro.
En tanto del poder tenga yo el mando,
Mi labio no será infiel ni perjuro:
A los dioses honrar será mi anhelo
Y defender el mexicano suelo.”

(…)

 
 


1 En la ceremonia de la consagración, el monarca que iba a ser coronado se presentaba sin las insignias reales, las que le ponían después que prestaba el juramento.

2 Sustancia sagrada con que el gran sacerdote ungía al monarca en el acto de la consagración.

3 Tela construida con la fibra de maguey.

Este texto es la segunda entrega de la serie “México 500”.

*

La idea de historiar la caída de Tenochtitlan y el proceso de la conquista, acariciada por una parte de las comunidades letradas de México, la cimbró la publicación de History of the Conquest of Mexico, de W. H. Prescott, en 1843. Y la reacción fue inmediata. En menos de un año Vicente García Torres imprimió la traducción de José María González de la Vega, anotada por Lucas Alamán, y el impresor Ignacio Cumplido sacó el primero de tres tomos con la traducción de Joaquín Navarro. Joaquín García Icazbalceta, entre los estudiosos más jóvenes, optó por acercarse a Prescott. El poeta José María Rodríguez y Cos (1823-1899), casi tan joven como este último, se propuso ensayar en verso a partir del tema de la Conquista de México.

El sentido de esta empresa de Rodríguez y Cos, según él mismo, lo confió a la Poética (1843) de Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862). Además, según sus propias notas, estudió a Prescott, desde luego, y también obras como la Historia de la conquista de México de Antonio de Solís (1610-1686), las páginas del abate Raynal (1713-1796), los tomos de la Historia de América de William Robertson (1721-1793), la Historia antigua de México de Francisco Javier Clavijero (1731-1787), la Historia universal de Louis Phillippe Segur (1753-1830), la Historia de México de Phillippe Françoise de la Renaudière (1781-1845), así como las cartas de Hernán Cortés, la relación del Conquistador Anónimo y la Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo. Tras consultar al filólogo Faustino Galicia Chimalpopoca, el último religioso que ocupó la cátedra de mexicano en la Universidad de México, Rodríguez y Cos se atrevió a confiar a la imprenta el extenso manuscrito titulado El Anáhuac: Ensayo épico en trece cantos en romance heroico.

El Anáhuac empezó a circular en forma de libro en 1853, diez años después de la Historia de la conquista de México de Prescott, con crédito para el establecimiento de M. Murguía, y tal parece que ninguno de sus contemporáneos reparó en el ingenio anacrónico de Rodríguez y Cos, ni en la clave neoclásica que ayuda a entender las quinientas páginas de extensión de este su primer ensayo histórico.

—Antonio Saborit

 

El Anáhuac
José María Rodríguez y Cos

 

Canto IV (fragmento)

Por diez veces la perla de los cielos,
Astro de paz, cuyo fulgor platea
Los seculares cedros de los bosques,
De los abismos las lejanas quiebras:

Por diez veces su disco, que apacible
La faz amabilísima semeja,
De un ángel, que vigila por él triste,
Desde el cenit de la cerúlea esfera:

Por diez veces, repito, se mostrara
A presidir las fúlgidas estrellas,
Tras dilatadas, misteriosas noches
Que tienden espantables sus tinieblas;

Y aquel astro divino, por diez veces,
Volvió a mirar de Anáhuac las praderas
Sembradas de cadáveres sangrientos
Que enrojecían la inocente yerba.

¡Víctimas desgraciadas! ¿qué se hicieron
Vuestro porte gentil, vuestra grandeza,
Y aquel brillar de vuestros negros ojos,
La javelina al esgrimir tremenda?
¿En dónde están las ricas armaduras,
Chapas de oro y prefulgentes piedras,
Que los colores del nitente iris
Entre plumas finísimas mintieran?

¡Ah, que estos viles, pérfidos objetos,
Pábulo han sido de la injusta guerra!
¡Ellos armaron del puñal la mano
Que desgarró vuestras entrañas tiernas!

¡Ellos, allende dilatados mares,
Alzaron de exterminio la bandera,
Que do quier tremolara la avaricia,
Llevando en pos la abrasadora tea!

Y vosotras, campiñas deliciosas,
Donde en el sauce se enredó la hiedra,
Do el chupa-rosa susurró bebiendo
Del cáliz de la flor el dulce néctar;

Do, enamorado, salpicó el rocío
De aljófares la cándida azucena;
Do alegre el cervatillo cosquilloso
Triscaba huyendo a la cercana vega:

¿Qué se hicieron tan mágicos encantos?
¿Qué se hicieron delicias tan risueñas?
¿En dónde están las pompas de natura?
¿En dónde están sus galas, su opulencia?

¡Ah, todo huyó des que asentó su planta
Sobre la virgen, venturosa tierra,
El hijo corrompido de la Europa
Matrona impura, cortesana infecta!

(…)

¡He aquí, mirad: del insaciable tigre
Doquier se ve la ensangrentada huella!
¡De Yucatán a Zempoala, un rastro
Todo de sangre que, aun caliente, humea!

¡Todo es desolación! ¡Todo las llamas
Lo devoraron, de arrasar sedientas!
¡Enemigo el país, u hospitalario.
Muerte y perfidia encontraréis doquiera!

¡Otra faja de sangre se dilata
De los postreros muros totonacas,
A Tlaxcallam, la corte populosa
De la joven república, altanera!

¡Allí, escalada la trinchera altiva,
Tal vez inaccesible con defensa,
Cuántas víctimas, cuántas, derramaron
De su sangre la gota postrimera!

¡Mas, ay, que al lado de heroísmo tanto
Se deslizaba la traición rastrera…
Y pérfido el senado les vendía,
Mientras la clava esgrime Xicoténcatl!

¡Ah, Xicoténcatl, joven animoso,
Tú eres, tú, la excepción más bella
De la traidora, envilecida patria
Do viste, por tu mal, la luz primera!

¡Tu nombre brilla en la imparcial Historia,
Sobre el borrón infame de la afrenta,
Cual brilla, solo, en la enlutada noche
El reverbero limpio de una estrella!

¡Sí; que luchaste cual león invicto
En desigual, mortífera pelea;
Y en la tribuna resoné tu acento.
Del alma patria, siempre en la defensa!

¡Mas en la pugna sucumbieron, tristes,
Los que sus fuertes brazos te ofrecieran!
Y en el senado, tu heroísmo, en vano
Su llama alzara en medio de la vileza!

¡Y de esta patria infiel, que tanto amaste,
Dejó también cabe sus viles puertas,
En vano, el invasor la odiosa marca
Siempre de sangre y de brutal fiereza!

En vano, sí: porque tornóse indigna
En cómplice servil de sus empresas…
¡Y fratricida, su puñal sepulta
En el sencillo corazón azteca!

Así, tal vez al ímprobo leopardo
Suele asociarse a dividir la presa,
Traidor el zorro, y a mansalvo hiere,
Mientras la postra la implacable fiera!

¡Ah, tu patria! ¡Tu patria, del Anáhuac,
Raza menguada, maldecida tierra!
¡Ella engrosó las impotentes filas
De un enemigo colosal sin fuerzas!

(…)

¡Y, tú, débil monarca, Moteuczoma!
¿En dónde está tu majestad inmensa?
¿Do el poderío del invicto cetro
Que empuña aun tu formidable diestra?

¿Cómo al influjo mágico que tiene
De un polo al otro, de las altas sierras
No se desprenden raudas tus falanges…
Aquellas huestes ínclitas, guerreras?

¿Y envuelven en su curso a los traidores
Y a los viles ingratos, que las prendas
Acogen de amistad, que les envías,
Mientra en tus pueblos su furor se ceba?

¡Que sedientos de sangre, la una mano
Mata, destroza y sin piedad incendia,
Mientras la otra del regalo regio
Valúa el oro y las hermosas perlas!

¡Ah, y tus humildes súplicas desoyen…
Y alterarán la paz, que dulce reina
En la infantil Tenochtitlan, que arrulla
La clara linfa, como madre tierna!

(…)

Pero helos allí… Del Iztacíhuatl
Y el Popocatepétl, que allá descuellan
Entre las nubes sus gigantes frentes
Coronadas de blancas cabelleras,

Osan pisar las faldas misteriosas.
Ya en sus bosques horrísonos se internan.
El Popocatepétl brama, y su suelo
Treme al sentir las plantas extranjeras.

Mas el Señor, que de lo alto empuña
El fuerte rayo, cuya saña enfrena
Al leve pestañar de su pupila,
Miró al volcán, y el terremoto cesa:

Aunque allá en sus entrañas cavernosas
Hierve la lava comprimida, humea,
Y produce un rugido sufocado
Al revolver sus encendidas piedras.

¡E incólumes trasponen las montañas!
¡El Dios de las naciones lo quisiera!
Escrito estaba, y el Señor no borra
Lo que su mente divinal decreta.

Con esta entrega, inauguramos una serie de rescates coordinados y presentados por Antonio Saborit a propósito de “México 500”, las celebraciones por los 500 años de la caída de Tenochtitlan que la UNAM realizará a lo largo de todo 2021.

—La redacción

*

Este poema apareció en la séptima entrega del Semanario Ilustrado, fechada el 12 de junio de 1868 en la ciudad de México, una publicación periódica que circuló viernes tras viernes hasta noviembre del referido año, y en la que colaboraron Alfredo Chavero, Luis Gonzaga Ortiz, Nicolás Pizarro y Rafael de Zayas Enríquez, entre otros. Dos presencias fueron constantes en ella: Ignacio Ramírez y Guillermo Prieto. ¿Se debe a Fidel (seudónimo de Prieto) el interés en este poema de Plácido? A saber.

El poema “Jicoténcal” interesa por diversos motivos. Su autor, nacido en la ciudad de Matanzas en 1809, fue uno de los poetas populares mejor conocidos en Cuba bajo el seudónimo Plácido; murió fusilado en La Habana el 29 de junio de 1844 por la administración provisional del general Leopoldo O’Donell, por suponerlo asociado a un proyecto de conspiración contra la dominación española. El inclín histórico de Plácido es casi tan raro como sus anacreónticas, como se puede ver en el volumen que en 1856 reunió las Poesías completas de Plácido. Así como la Historia de la conquista de México de Antonio de Solís en cierto modo inspiró la novela anónima Jicoténcal (1826), publicada en español en la ciudad de Filadelfia y atribuida en nuestro tiempo a dos cubanos: Félix Varela y a José María Heredia, este temprano romance de Plácido se debe a esta novela. Es factible que, así como bajo el cielo habanero todo mundo sabía que detrás de Plácido estaba un tal Gabriel de la Concepción Valdés, “hijo de una mujer blanca y de un pardo”, fuera un secreto a voces que Heredia era el autor de la novela Jicoténcal. Sin embargo, y al margen de lo anterior, alguna explicación merece el interés que en el siglo XIX despertó la conquista de México en la lírica cubana.

Antonio Saborit

 

   Dispersas van por los campos
Las tropas de Moctezuma,
Lamentando de sus dioses
El poco favor y ayuda.
Mientras ceñida la frente                
De azules y blancas plumas,
Sobre un palanquín de oro
Que finas perlas dibujan,
Tan brillantes que la vista,
Heridas de sol, deslumbran,
Entra glorioso en Tlaxcala,
El joven que de ellas triunfa;
Himnos le dan de victoria
Y de aromas le perfuman
Guerreros que le rodean,
Y el pueblo que lo circunda,
A que contestan alegres
Trescientas vírgenes puras:
“Baldón y afrenta al vencido,
Loor y gloria al que triunfa”.
Hasta la espaciosa plaza
Llega, donde le saludan
Los ancianos senadores,
Y gracias mil le tributan.
Mas ¿por qué veloz el héroe,
Atropellando la turba,
Del palanquín salta y vuela,
Cual rayo que el éter surca?
Es que ya del caracol,
Que por los valles retumba,
A los prisioneros muerte
El eco sonante anuncia.
Suspende a lo lejos hórrida
La hoguera su llama fúlgida,
De hermanas víctimas ávida
Que bajan sus frentes mustias.
Llega; los suyos al verlo
Cambian en placer la furia,
Y de las enhiestas picas
Vuelven a suelo las puntas.
¡Perdón!, exclama, y arroja
Su collar, los brazos cruzan
Aquellos míseros séres
Que vida por él disfrutan.
“Tornad a México, esclavos;
Nadie vuestra marcha turba,
Y decid a vuestro amo,
Vencido ya veces muchas,
Que el joven Jicoténcal
Crueldades como él no usa,
Ni con sangre de cautivos,
Asesino, el suelo inunda;
Que el cacique de Tlaxcala
Ni batir ni quemar gusta
Tropas dispersas e inermes,
Sino con armas y juntas.
Que arme flecheros más bravos,
Y no encontrará en la lucha,
Con sola una pica mía
Por cada trescientas suyas;
Que tema el día funesto
Que mi enojo al punto suba;
Entonces, ni sobre el trono
Su vida estará segura.
Y que si los puentes corta
Porque no vaya en su busca,
Con cráneos de sus guerreros
Calzada haré en la laguna”.
Dijo, y marchóse al banquete
Do está la nobleza junta,
Y el néctar de las palmeras
Entre victores se apura.
Siempre vencedor después,
Vivió lleno de fortuna;
Mas como sobre la tierra
No hay dicha estable y segura,
Vinieron atrás los tiempos
Que eclipsaron su ventura,
Y fue tan triste su muerte,
Que aun hoy se ignora la tumba
De aquel ante cuya clava,
Barreada de áureas puntas,
Huyeron despavoridas
Las tropas de Moctezuma.

 

* “Este precioso romance, uno de los mejores que se han escrito en castellano, según la opinión autorizada del certero crítico don Juan Miguel Hartzenbusch, es obra del malogrado poeta cubano Gabriel de la Concepción Valdés, conocido generalmente por el nombre de Plácido, que reverenciaron numerosos lectores. Fue fusilado durante la administración provisional del general O’Donell, por suponerlo asociado a un proyecto de conspiración contra la dominación española de la Isla de Cuba. Tenemos otras varias poesías de Plácido, que iremos sacando en las páginas de nuestro Semanario, seguros de que serán del agrado de todos nuestros lectores.” (N. del E., El Semanario Ilustrado, 12 de junio de 1868).