desconocido y feliz, alrededor del siglo XIV d.C.
Eduardo Chirinos, “Homenaje al poeta desconocido”.
En la obra de Eduardo Chirinos (Lima, Perú, 1960-Missoula, Estados Unidos, 2016) destaca su evocación de una gran diversidad de tiempos y referencias, recurso con el que el poeta conforma una muy personal miscelánea del universo. A lo largo de más de una veintena de libros, su palabra celebra indistintamente los dones que ofrecen la naturaleza y la cultura: de ahí la constante invocación a poetas de distintas geografías, idiomas y tradiciones, unidos por un impulso —activo a la vez que receptivo— que funde en un solo acto a la lectura con la escritura.
Este inusual impulso creativo, que lo llevó a ser uno de los poetas más prolíficos de su generación, no obstante, queda atenuado por la propia palabra, en ocasiones modesta pero siempre plena, cabal en sus resonancias íntimas. En cierto sentido, el anhelo que sostiene toda la escritura de Chirinos es construir una identidad personal a través de la literatura, pese a la posibilidad de que dicha identidad también sea ficticia. De este modo, sobreponiéndose a la duda, Chirinos expresa su confianza en la poesía concebida como un lenguaje autónomo, individual y a la vez colectivo, por el cual se desarrolla pacientemente una mitología privada (sin otras pretensiones fuera de las estrictamente artísticas).
En consecuencia, para el poeta que interpreta su vocación como designio, la lectura se impone como un destino. La tradición, entonces, se hace parte indisoluble del proceso creativo: un conjunto, a veces azaroso o inconsciente, de afinidades e influencias. Dicha libertad conduce a descubrir el placer de la escritura: el poema se puede hallar en cualquier estímulo (un acontecimiento, un libro o un recuerdo) que permita transformar las mil caras de la realidad a través de la palabra. Podría afirmarse que un poeta de esta estirpe asume con todas sus consecuencias el desorden propio de la vida, por lo que las emociones y el aburrimiento son tratados con idéntica dignidad. Pareciera que, ante el caos y la confusión imperantes, la poesía permitiera un refugio para la amabilidad y el sentido común. De ahí se reconoce en Eduardo Chirinos una inusual propensión, casi natural, a literaturizar la experiencia.
Mas, en primera instancia, es la lectura la que permite acceder al ritual de las palabras. A través de ella, Chirinos despersonaliza su experiencia para así universalizarla. No puede sorprender, entonces, que uno de sus maestros sea Fernando Pessoa (homenajeado en El fingidor, una deliciosa revista apócrifa), a quien continua desde una creciente pluralidad de voces y máscaras. Escribir constantemente sería, entonces, una forma de aprender y honrar un oficio que también tiene algo de fatalidad, de acto noble y vano por su escasa trascendencia social.
Los ocho libros que se recogen en Obra completa. Cuaderno rojo: Poemas, 1978-1998 (Pre-Textos, 2024) dan buena cuenta de la inusual mezcla de factores que marcan la obra de Eduardo Chirinos. Solvencia y versatilidad van otorgando coherencia a tonos en ocasiones abiertamente opuestos y, en otras, complementarios. Como rasgo general, podría mencionarse que el poeta es neoclásico en cuanto a temperamento y sincrético por la modernidad de su lenguaje. Un aspecto relacionado con el mestizaje cultural peruano, con su tendencia a absorber y reformular tradiciones. Mas aquello responde a una falta de pudor propia de la periferia de Occidente, esa práctica literaria consolidada a partir de una relevante lección de Jorge Luis Borges: concebir la lectura simultáneamente como una pesquisa y un tejido. Dichas certezas acompañarán al joven poeta en su práctica constante de la glosa y el homenaje.
Precisamente esa versatilidad del lenguaje pretende encontrar respuesta a una encrucijada: Lima, en la década de 1980, era una ciudad asediada entre la sofisticación y el caos. Cuando el joven Eduardo Chirinos empieza a escribir, en Lima estaban en activo al menos 15 poetas de primer orden —entre ellos Martín Adán, Carlos Germán Belli, Francisco Bendezú, Blanca Varela, Antonio Cisneros, José Watanabe y Enrique Verástegui, con exiliados notables como Jorge Eduardo Eielson y Rodolfo Hinostroza—, pero también se salía de una dictadura militar y empezaba a gestarse Sendero Luminoso (un conflicto armado que dejaría cerca de 70 000 muertos y más de un millón de emigrantes). La consolidación del neoliberalismo con Fujimori en la siguiente década produjo una profunda descomposición en la sociedad peruana, una hecatombe moral que destruyó cualquier incipiente institucionalidad e incrementó la violencia estructural. El Estado y la nación peruanos estaban en crisis; Lima debía renunciar a sus pretensiones de capital equiparable a las del primer mundo. La gran poesía del siglo XX escrita en lengua española, pese al apostolado de César Vallejo, nunca pudo integrar adecuadamente la cultura y la experiencia andinas. Fueron tiempos convulsos que necesariamente afectaron al poeta, quien exorcizó en sus textos temores, conflictos y dubitaciones juveniles en torno al futuro y a su vocación (un texto clave en este sentido sería “Un viento cálido sopla en las dunas del desierto”). Así, su actitud, su férrea alternativa por crear un mundo que unifique la vida y la literatura, corresponde no a una despolitización, sino al desprecio y la indiferencia que le suscita la búsqueda del poder, el mismo que decididamente subvierte desde lo privado y lo lúdico.
En consecuencia, el primer tramo de la poesía de Eduardo Chirinos expone una identidad en conflicto, que recoge presiones sociales y familiares, pero que también descubre las propias de su entorno poético, en aquel entonces altamente politizado. La profunda crisis lo obliga a dejar el país, haciéndose parte de un exilio académico que es también otro rostro de la globalización. En 1993 el poeta inicia un periplo por diversas universidades estadounidenses. Luego de obtener un doctorado en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Rutgers, en 1998 se instaló en Missoula, Montana, una pequeña ciudad universitaria, alejada de los grandes centros culturales. Aquí se percibe la fidelidad a un temperamento, esa mesura, el aurea mediocritas de su admirado Horacio: quien vive oculto, vive bien.
Eduardo Chirinos es un poeta limeño representativo de un momento en que el proyecto que regía a la ciudad letrada peruana aún era occidentalizado, pero ya había dejado de ser criollo. La conciencia de este impasse hizo que su escritura trabajara la cotidianidad desde un confesionalismo comedido, que anhela un interlocutor perteneciente a una clase media culta, urbanita y sofisticada: aquella que, de acuerdo con una sensibilidad propia de la modernidad internacional, confía en un lector ideal que pueda conciliar la alta y la baja cultura (de allí tanto el empleo de la ironía como la alternancia entre los tonos elevados y medios, según la retórica de Cicerón). En esa apelación a un lector ilustrado se percibe la continuidad de un proyecto que, desde mediados de 1940, llevaron a cabo Emilio Adolfo Westphalen, Blanca Varela y Javier Sologuren.
Debe tenerse en cuenta, por lo tanto, que la propuesta de Chirinos surge en un momento en el que se había consolidado ya una reconfiguración del canon poético peruano (la cual respondía a aspectos políticos, sociales y retóricos). Fueron años en los que, de algún modo, la geopolítica regional propia de la Guerra Fría actualizó en Latinoamérica un debate en torno a la vigencia de una poesía pura o social, el mismo que fuera central a mediados de siglo (con polémicas que oponían a Eielson y Alejandro Romualdo, en las que participó el propio Mario Vargas Llosa).
Dicho clima cultural se apreció claramente en el protagonismo juvenil que desde la década de 1970 favoreció el surgimiento de grupos poéticos como Hora Zero y Kloaka, marcados por la militancia política, la rebeldía social, el experimentalismo y la estética del rock. Mas la irrupción de Chirinos representa precisamente una alternativa ante el influjo de Hora Zero (el desborde popular de la inmigración provinciana que transformaría Lima) y el Grupo Kloaka (la efervescencia y crisis de los partidos de izquierda); dándose en simultáneo también a la eclosión de una poesía femenina (Giovanna Pollarolo, Patricia Alba y Ana María Gazzolo, entre otras). Para el poeta de Crónicas de un ocioso, esta respuesta fue paulatina, pues debe recordarse que Chirinos vivió a su manera la experiencia generacional, formando parte brevemente del grupo poético los Tres Tristes Tigres, junto con José Antonio Mazzotti y Raúl Mendizábal.
No obstante, el cambio de sensibilidad se había iniciado en la década mencionada, cuando Lima pierde el influjo hispánico y francés, durante un periodo en el que se impone internacionalmente la cultura de masas, cuyo emblema en la obra de Chirinos serían Los Beatles, a quienes homenajea en esta colección con el título de Cuaderno rojo. El paralelo de este fenómeno en el ámbito de la poesía estaría en la asimilación de un supuesto “británico modo” (ciertos aspectos del modernismo anglosajón de Pound y Eliot o de Robert Lowell y la poesía beat). Una innovación retórica cuya flexibilidad versificadora condujo a la búsqueda de otro lirismo, con un registro ampliado en el que confluyen la épica y la lírica, el contar y el cantar. Chirinos, al igual que otros de sus contemporáneos, asumió el proyecto de escribir una poesía que lo abarque todo.
De este modo, en sus primeras entregas, el joven poeta continúa la adaptación del modernismo anglosajón que iniciaron Cisneros e Hinostroza, articulando una amalgama de recursos como el culturalismo, el conversacionalismo y la búsqueda de correlatos objetivos, lo que le confiere gran densidad a los textos. Mas, gracias a una inusual destreza, rápidamente la propuesta se desliza hacia una nota más personal e imprevista, que logra conciliar el tono menor y lúdico de Luis Hernández con la visión órfica y desencantada de Juan Ojeda. Fiel a su versatilidad, se destaca asimismo la búsqueda de cierto didactismo moral, como en las parábolas de José Watanabe.
Esta excepcional ductilidad representa una depuración con respecto a sus inmediatos predecesores. La poesía de Chirinos se desenvuelve así con gran libertad, sin hipotecarse a la historia o a la sociología ni asumir abiertamente la intelectualidad o el experimentalismo. Su tono apela a lo íntimo y a lo universal, aunque reconociendo y asimilando las aportaciones formales (como el ritmo prosódico que permite la máquina de escribir). De este modo, Chirinos asume con paciencia y laboriosidad el influjo innovador al adaptar para sus fines también la dicción y la contención de ciertos maestros de los cincuenta (Juan Gonzalo Rose, Washington Delgado y Javier Sologuren), aceptando paulatinamente que la tradición hispánica le concede versatilidad y virtuosismo (de allí su marcada elocuencia, su siempre renovada fe en el lenguaje). Éste sería el rasgo de un buen lector que identifica lo mejor de su tradición antes de integrarse a otras. En dicho sentido, la vuelta al orden de su propuesta coincide con la reivindicación de la gentility (refinamiento o finura) que sucediera en la poesía británica de la década de 1960 frente al quiebre modernista (la crítica de Robert Conquest en respuesta a Al Álvarez).
Esta amalgama de agudeza y sensibilidad es la que hace de Eduardo Chirinos uno de los poetas más versátiles, prolíficos y variados de la poesía hispanoamericana reciente. El recorrido de sus primeros libros va desde el ludismo a lo oracular (como conciencia de la crisis finisecular) y de lo oracular a lo comunicacional. La alteración y hasta la refutación histórica del proyecto cultural que marcó a sus contemporáneos responden a su voluntad de superar una negatividad que lo asedia, lo que logra a partir de su definitivo exilio. Obsérvese asimismo su singularidad con respecto a sus pares continentales, pues la opción por un interlocutor y un ágora está también en las antípodas del experimentalismo vanguardista del neobarroso rioplatense. En otros términos, una fe irrenunciable en la palabra es la que hace que toda la poesía de Chirinos apele al lector antes que a la historiografía literaria.
De este modo, desde sus primeros años, la escritura de Eduardo Chirinos oscila entre el descreimiento, el juego y la esperanza, asumiendo las paradojas del anhelo de una improbable trascendencia. Un aspecto que puede rastrearse en el desprejuiciado empleo de formas y modelos clásicos como el epigrama, la fábula y el himno (incluso con cierta facilidad para el versículo, que le permite la articulación de un tono elevado, de resonancias proféticas o bíblicas). Su constancia e infatigable imaginación lo convirtieron pronto en un poeta prolífico, un modelo poco común en la tradición poética peruana, caracterizada hasta entonces por obras intensas y breves. Desde aquel momento, siguiendo un peculiar afán por subvertir la realidad, sus versos consiguen fusionar la identidad personal con una subjetividad poética ficcional, altamente literaturizada. La riqueza de la experiencia artística le permitiría entonces reparar las fisuras y las paradojas de una sociedad en inevitable descomposición, superando cierta culpabilidad inherente a una vocación atípica. Tal necesidad lo conduciría precisamente a urdir su primera máscara en Cuadernos de Horacio Morell: un poeta apócrifo y suicida, plenamente consciente de su condición marginal, enfrentado al poder con discreta rebeldía. Con aparente ingenuidad y gran convicción, Chirinos busca una hondura y una cultura totalizadoras, ambición desmedida que matiza con un peculiar sentido del humor, como una seña de vitalidad y optimismo, a pesar de cualquier circunstancia adversa. Así deja temprana constancia su “Poema para Groucho, el de los bigotes”:
Compañero Groucho:
Tú no tienes carnet del Partido
y dudo francamente que seas militante
pero mi hermana (la mayor)
no vio ninguna de tus películas
porque creía que eran de socialismo
y a ella no le gusta el socialismo
(ni nada donde aparezca el nefasto apellido de tu primo)
[…]
Así que me dediqué a la risa
y a coleccionar boletos de Ópera
de Circo
de Carreras
pensando que tal vez encontraría
la clave del poder.
En aquellos versos iniciales, el poeta opta por un culturalismo lúdico y ornamental que paulatinamente se iría atenuando hasta hacerse menos exteriorista y más profundo, como pronto demostraría en Archivo de huellas digitales. Sea en poemas en prosa o en verso, de breve o largo aliento, desde sus primeras entregas ya resalta la tendencia a actualizar mitos y recrearlos, buscando generar otros nuevos a través de la imaginación. De este modo convierte datos que extrae entre sus lecturas o a seres que observa en la cotidianidad indistintamente en personajes, con la misma naturalidad con la que transforma en lección moral la consulta de un diccionario etimológico. Mediante tales variados y disímiles recursos el poeta establece un tejido de retratos, citas y monólogos que evocan voces poliédricas. Así se manifiesta una inusual alternancia entre la poesía dramática y el lirismo, entre el tono elevado y el humor.
No obstante, los temas omnipresentes y recurrentes serán aquellos más definitivos en la experiencia humana: la identidad, la memoria y la literatura, a la par que el ensueño, los afectos y el deseo. Dicho repertorio temático ratifica el temperamento neoclásico de quien no pretende innovar o sorprender a toda costa. La escritura de Chirinos se aleja del lugar común, pero tiene asimismo la humildad de buscar el sentido común, y consigue de este modo rehumanizar la experiencia poética. Sus poemas ansían sostenerse emotivamente, apelando al culturalismo y al encanto. Su propósito último sería la manifestación de una experiencia específica rescatada entre el devenir temporal. De ahí la constante reivindicación de la imaginación e incluso de cierta ingenuidad que, a menudo, quisiera ser bondadosa.
Aquel rasgo se impone gradualmente a la duda y al escepticismo como una tenaz resistencia a perder la infancia. En consecuencia, muchos de sus poemas de madurez se resuelven a través de sabias dosis de fantasía, inocencia y ludismo. Pese a la diversidad de lenguajes, podría señalarse que toda la escritura de Chirinos comparte un propósito común: la expresión de una sincera amabilidad. De ahí el sistemático empleo del recuerdo para encontrar una anécdota o una palabra memorable. La poesía se manifiesta en consecuencia como una amalgama de orfebrería y sabiduría, apelando a la singularidad desde la sensibilidad, en el privilegio de ser simplemente poeta: un individuo que dedica su vida a recoger los frutos de la ensoñación y la cultura.
Asumido su exilio, Chirinos se convierte paulatinamente en un poeta en busca de nuevos lectores. Para esto resultó decisivo su contacto con España, en cuyo primer viaje en los ochenta había coincidido con la recuperación internacional de Cavafis, Pessoa y Pavese, maestros modernos dentro de un lenguaje figurativo o realista. Dicha afinidad permite al poeta peruano persistir en su búsqueda de un lector culto contemporáneo, al que nunca pretende seducir con el intelectualismo o el prestigio de una actualización vanguardista.
Mediante la señalada ambivalencia y alternancia de tonos, Chirinos logra superar la crisis de la sociedad civil peruana y logra finalmente redefinirse desde otro tipo de identidad, más ficticia o fabulada, como corresponde a la actividad literaria. Si el universalismo y la trascendencia parecen ciertamente otra entelequia, ese ajuste con la realidad le permitiría perfilar su sensibilidad no hacia lo latinoamericano, sino hacia lo posnacional: la poesía del idioma, la de la comunidad de lectores del español en sus distintas entonaciones. Asunto que representaba un reto estimulante para un poeta que, circunscrito a la crisis de su tradición más inmediata, empezaba a ceder ante el escepticismo y lo fragmentario. En este sentido, una afortunada intuición en su obra propone un giro hacia una lírica sin límites en cuanto a identidad idiomática. Por consiguiente, no es una casualidad que la poesía de Chirinos empiece a internacionalizarse —de lo que dan buena cuenta publicaciones en Estados Unidos, Italia, México, Ecuador y Colombia— en el momento en el que las editoriales españolas incrementan su presencia en Hispanoamérica.
Una de las aportaciones de Chirinos estaría vinculada entonces a su predilección por un lenguaje comunicativo, siempre equilibrado, que evita caer tanto en el intelectualismo y la abstracción como en el populismo sentimental. Consecuentemente, sin renunciar a la inteligencia, el poeta nunca alardea de ella, transitando las lecciones de la tradición clásica (la grecolatina y la del Siglo de Oro). Una frecuentación que se aprecia en el eficaz desarrollo de temas y motivos, y en su dicción parsimoniosa, serena. Solvencia y dignidad que resultan cruciales para la verosimilitud de sus referencias culturalistas y monólogos dramáticos.
Con tal propósito la lectura se ofrece como una fuente infinita de anécdotas que constituirán la materia prima del poema. De este modo, para Chirinos, la vida puede vivirse a plenitud vicariamente a través de la imaginación, en un juego infinito que asumiría incluso los beneficios de una mala lectura (misreading). Mediante aquella sabia ligereza se potencia el cruce de la historia con lo mítico, y de lo mítico con lo personal. Lectura hedonista y lúdica que, a su debido tiempo, será continuada por la escritura como un regreso a los cuentos de la infancia; pero, también, a la manera de un asedio oblicuo e implacable a la memoria y a lo onírico, en una introspección cercana a lo psicoanalítico.
Tras la saturación de referentes culturales, Chirinos desarrolla otras estrategias que le permiten integrar finalmente la experiencia personal a su literatura, en un recorrido inverso al de sus orígenes. Gradualmente, al entregarle sus secretos, la palabra también le enseñaría a vivir. La voz del poeta se fue haciendo desde aquel momento más clara y definida, hasta alcanzar una suficiencia de recursos con la que logra superar cierta negatividad que lo había obsesionado y que amenazaba con limitarlo a través del vacío, la inutilidad y el sin sentido. Un momento que, no obstante, dejó poemas emblemáticos como “Retorno de los profetas”:
Los profetas han muerto.
Cuernos de guerra anuncian la pronta llegada de la peste,
nuevos tiempos de miseria y escasez.
El campo de batalla está desierto, el cielo se oscurece, la infinita
rueda se ha quebrado.
Dicen que ángeles bellos y monstruosos nos vigilan
pero ya no tenemos ojos para verlos.
Los profetas han muerto.
[…]
Nadie ahora nos engaña, nadie nos confunde, nadie
nos dice la verdad, y estamos solos.
Estamos solos esperando la señal que nos indique
dónde hemos de ir para honrar con dolor a los profetas.
El anhelado giro hacia la aceptación y el equilibrio se insinúa en El libro de los encuentros, donde lo histórico se mezcla armónicamente con lo personal, brindando una mirada distinta sobre lo cotidiano (como en el poema “Templo del Debod”, que constata una primera aproximación a España). Este proceso supone la superación de aquella voz órfica que fuera la sombra de sus temores y sus dudas, tan elocuentemente manifiesta antes en la tensión agonista de libros como Rituales del conocimiento y del sueño y Recuerda, cuerpo…
Chirinos es entonces un poeta del lenguaje, del dominio del lenguaje, no de su incertidumbre hábilmente publicitada. En toda su obra prima el cuidado a la palabra en su transformación artística, manipulada con destreza para atesorar un sentido rescatado entre lo cotidiano, reconociendo la belleza del paisaje, de la vida doméstica y de las lecturas como manifestaciones plurales del privilegio de estar vivos.
Como se aprecia, aquella peculiar vitalidad imaginativa es un aspecto crucial para suscitar el aprecio y la fidelidad de los lectores. Libro a libro, Chirinos fue plasmando una voz cada vez más honda y entrañable, entregándose a escuchar la música de las esferas, sin pretender imponerse, sabiendo también darle la razón al otro. Un proceso que se resuelve finalmente en El equilibrista de Bayard Street, cuando el exilio le brinda una nueva realidad que, coincidiendo con su madurez expresiva, también convertirá en literatura mediante una mirada empática: así sus versos se abren a la vida en pareja, descubriendo la belleza de nuevos paisajes y situaciones, siempre iluminados por las lecturas, como en “Junto a la tumba de Salinas”:
Un pequeño saurio atraviesa la tumba de Salinas,
husmea el óxido que mancha la blancura del mármol
y se oculta rápidamente entre la hierba.
Entonces lo contemplo.
Qué de besos perdidos frente al mar,
qué de labios bebiendo sus gotas azules,
qué de cielos nunca hollados, fortalezas
donde el amor se rindió a los abrazos de nadie.
Nadie, Salinas, buscando entre sombras un cuerpo desnudo,
nadie en las palabras que alguna vez ardieron por nosotros.
Yo también me enamoré con tus poemas.
Ellos sabían lo que habría de ocurrirme, me leía en ellos,
pero tú plagiaste mi vida, la dignificaste, la hiciste del revés.
¿Mereces entonces el perdón?
Ahora que estás bajo un cielo verdadero,
devorado por los insectos de la tierra, pronombre
encadenado a la carne de unos besos que yo di por ti,
te ofrezco estas flores.
Acéptalas, Salinas, como un homenaje de quien quiso creer
y vivió feliz en el fecundo engaño.
Un tono más sosegado, personal y sabio, próximo a un sermo cotidianus: una elección que corresponde a una depuración de motivos, a una decantación de influencias, reconociéndose en el deseo de hablar a un lector concreto, alguien a quien dirigirse horizontalmente en el presente. Sin pretensiones explícitas de trascendencia histórica, pero tampoco con la condescendencia que exige un público al que se pretende entretener o aleccionar.
* Prólogo a Eduardo Chirinos, Obra completa. Cuaderno rojo: Poemas, 1978-1998 (Pre-Textos, 2024; Jannine Montauban, edición).
