Versión al español de Aurelio Major

Portadilla de la primera edición del Zohar, Mantua, 1558.
El 12 de diciembre de 1665, sábado por la mañana, un rabino maniacodepresivo de Esmirna, de cuarenta años y con cara de lechuza, llamado Sabetai Sebí —el cual había estado en el meollo de una grave agitación religiosa en varias comunidades judías otomanas el decenio precedente—, se dirigió a la sinagoga portuguesa de su ciudad natal con una turba de unos quinientos seguidores. El rabino estaba furioso, pues sus órdenes de expulsar a uno de los miembros más estimados de la sinagoga habían sido desacatadas por los ancianos de la comunidad. Temerosa de la multitud, la congregación atrancó las puertas de la sinagoga, por lo que Sabetai Sebí mandó traer un hacha para entrar por la fuerza.
Sebí, que no se distinguía por su intelecto, pero sí por su mala fama, procedió a leer de una versión impresa de la Escritura —una transgresión grave, ya que la ley judía sólo permitía leer de un rollo durante el oficio— y entonces, en un gesto concebido “para confundir a Satanás” y dispersar los poderes malignos a su alrededor, “se ahuecó las manos, se las llevó a la boca y trompeteó en la dirección de los cuatro vientos”. Era, anunció, “el momento de trabajar para el Señor”. El derribo de la puerta, explicó, constituía —en “su profundo misterio”— el aplastamiento de las kelipot y comenzó a injuriar a varios rabinos antagónicos, comparando a sus predecesores y a ellos con determinados animales: éste era un camello y ése un cerdo; aquel otro era un conejo, etcétera; y todos debían comer la carne de los animales que personificaban. Terminado su descabellado sermón, se acercó al Arca de la Ley, tomó en sus brazos el rollo de la Torá y comenzó a cantar —para los que lo conocieron con una voz encantadora— una vieja balada en ladino sobre una joven llamada Meliselda. Tomada de un contexto secular español y otomano, la canción era muy popular entre los judíos ibéricos exiliados en Turquía; y, así como Yisrael Najara había trasplantado las canciones de amor seculares turcas a la tierra del verso devocional, para Sabetai Sebí la balada adoptaba inferencias místicas. La versión abreviada del poema que Sabetai parece haber cantado cuenta cómo el hablante se encontró con la hermosa hija del emperador en una ribera. En versiones más largas del poema queda claro que el amante yace con la hija en la ribera donde se encuentran. Para Sebí, señala Gershom Scholem, el poema era “una alegoría mística de sí mismo”. Meliselda era la Torá —la enseñanza, “la dama más encantadora”, como dijo una vez explícitamente— y él era el prometido que salía de sus aposentos para participar en las nupcias sagradas y consumar su matrimonio con la Shejiná y el libro de instrucciones sacras.
Aquél no fue para Sabetai Sebí su primer abrazo excéntrico. Unos diez años antes, tras haber sido expulsado de las comunidades judías de Jerusalén y Esmirna por diversos delitos de blasfemia, entre ellos el haber pronunciado el Inefable Nombre de Dios y abolir los días de ayuno, se trasladó a Salónica y otras ciudades otomanas. Allí despertó tanto la ira como el interés con sus “extrañas acciones”. En una ocasión invitó a los principales dignatarios judíos de un pueblo a un banquete en el que ofició una ceremonia nupcial íntegra entre él y un rollo de la Torá. En otra ocasión se presentó en público con un gran pescado que había envuelto como a un niño y puso en una cuna (indicando con ello que la redención de Israel llegaría a su debido tiempo bajo el signo de Piscis). Y más de una vez reconfiguró arbitrariamente el calendario judío, al trasladar las festividades de otoño, primavera y verano de los peregrinos (Sucot, Pascua y Shavuot) a una sola semana y cambiar el shabat a un lunes. Por las más flagrantes transgresiones fue azotado reiteradamente.
Mientras tanto, de vuelta en Esmirna, tras entonar y explicar al estilo cabalístico (con referencia al Cantar de los Cantares) la canción de Meliselda, el propio Sebí se reveló entonces “en términos claros e inequívocos como el Ungido del Dios de Jacob y el Redentor de Israel”. Es decir, era el Mesías, al menos en su opinión, y dividió entonces los reinos del mundo entre sus seguidores, nombró virreyes en Roma y Constantinopla y confirió a todos ellos peculiares títulos reales a menudo basados en la Biblia.
Tampoco era reciente su convicción de ser él mismo el ungido. Tuvo una vívida conciencia mesiánica de su vocación desde 1648, cuando se proclamó redentor. (Se dio la circunstancia de que ese año el Zohar prometía la resurrección de los muertos). Sin embargo, poca atención se prestó a Sebí a sus veintidós años de edad, y la declaración sólo se tuvo (como el episodio del pescado) por otra prueba evidente de su enajenamiento. Parece que repitió la reivindicación mesiánica en 1658.
Hacia 1662 Sebí ya se había establecido en Jerusalén y fue entonces cuando llamó la atención de un joven estudiante talmúdico de talento y muy creativo llamado Abraham Natán Ashkenazi (el cual pronto fue llamado simplemente Natán de Gaza). Transcurridos algunos años, mientras Sebí estaba de misión en Egipto, Natán estaba en pleno ayuno prolongado —ya de vuelta a Gaza e inmerso en el solitario estudio de la Cábala luriánica— y se había aislado “en una habitación apartada, en santidad y pureza”, cuando, según cuenta, el espíritu se apoderó de él, se le pusieron los pelos de punta, le temblaron las rodillas y “contempló la Merkabá [el carro divino] […] y le fue concedida la verdadera profecía”, cuya esencia era que Sabetai Sebí era el Redentor de Israel y que un día se proclamaría a sí mismo el Mesías. La visión duró veinticuatro horas y se dijo que había conferido a Natán poderes sagrados y curativos —entre ellos la capacidad de diagnóstico clarividente— del tipo que había desplegado Luria. Al parecer la noticia de la iluminación de Natán (si bien no el contenido de su visión) llegaron a oídos de Sebí, quien viajó a Gaza “para encontrar la paz de su alma”, es decir, para librarse del círculo vicioso de la psicosis. Natán, a quien Scholem en su magistral biografía de Sabetai Sebí compara con Juan el Bautista y con Pablo (los paralelismos entre Sebí y Jesús también son relevantes en esta historia), intentó durante varios meses convencer a un escéptico o al menos reacio Sabetai sobre la verdad de su vocación mesiánica. Finalmente, durante la vigilia de medianoche de Shavuot en 1665, Natán —en un trance y de nuevo tras haberse recuperado— hizo pública su convicción de que Sabetai Sebí era “digno de ser rey de Israel”.
A estas alturas, la idea al parecer arraigó en el propio Sebí y comenzó a descubrir las confirmaciones místicas de su unción en las lecturas numerológicas de las Escrituras, al interpretar, por ejemplo, “el espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas” del Génesis como “el espíritu de Sabetai Sebí” se movía sobre las aguas, puesto que las referidas palabras eran numerológicamente equivalentes. También hizo hincapié en el hecho —grabándolo en el anillo que llevaba— de que la ortografía íntegra de “Shadday” (como en El Shadday, o Dios Todopoderoso) y “Sabetai Sebí” eran, en la gematría, intercambiables. Es decir, Sabetai Sebí sustituyó su propio nombre por el de Dios. Asimismo, añadió a su firma el signo de una serpiente torcida (es decir, subversiva), pues el valor numerológico de la “serpiente” sagrada y del “Mesías” es el mismo. Fue una digna insignia para el hombre que llegaría a ser tenido por un “santo pecador”. En una de las muchas crueles réplicas —entre ellas toda una colección de poesía compuesta para burlarse de sus seguidores— los opositores de Sebí señalaron que “Sabetai Sebí” y ruaj sheker (el espíritu del fraude) también son numerológicamente idénticos.
Sabetai Sebí viajó luego a Jerusalén y a la capital de los cabalistas, Safed, y de allí a Alepo para regresar a su ciudad natal de Esmirna. Las frenéticas multitudes judías se apresuraban a saludar al nuevo y, sin duda, temperamental Mesías.
Al alentar el espíritu de Sabetai y producir sin tregua tratados que interpretaban sus extravagancias en clave mística, el propio Natán se transformó al cabo en el profeta y empresario esotérico de este nuevo movimiento herético. (Sabetai, por otra parte, no escribió casi nada y no legó, afirma Scholem, ni una sola frase memorable, salvo quizás la inolvidable interpretación de “Meliselda” y una o dos cartas ocasionales; asimismo dictó o contó algunas experiencias visionarias que fueron luego refundidas por escrito).
Hasta aquí los antecedentes: transcurridas las semanas y meses de su proclamación decembrina en la sinagoga, Sabetai amplió el alcance de sus acciones antinómicas (y patentemente reformistas): abolía los ayunos adicionales, convocaba a las mujeres a la Torá, permitía que ellas y los hombres bailaran juntos, ofrendaba un sacrificio y luego comía —como lo había hecho antes— la grasa prohibida y ya muy (sexualmente) simbólica del cordero inmolado. Este último acto iba acompañado, como muchos de los otros, por la bendición “Bendito seas tú, oh Dios, que permites lo prohibido [matir isurim]”, una variación de la tradicional oración matutina matir asurim (que libera al cautivo). Como Mesías, había venido a remover el pecado de Adán y para ello tenía que descender a las kelipot, al reino del mal y la transgresión.
Por raro que parezca, esta última permutación de la posibilidad cabalística era absolutamente real para los implicados, estuvieran a favor o en contra del nuevo Mesías, y la unción de Sabetai satisfizo una necesidad profundamente arraigada en las comunidades política y espiritualmente sitiadas en todo el orbe judío. El movimiento se dirigió en primer lugar, y con singular intensidad, a lo que Scholem caracterizó como “el infeliz dualismo de la mente marrana”, es decir, a los muchos súbditos judíos otomanos que descendían de conversos y habían vivido durante mucho tiempo con una profunda y lúgubre conciencia de la dualidad. (Idel llama a Sabetai “el mesías melancólico”). La historia del rápido desarrollo y la definitiva disolución de lo que acabó siendo el mayor movimiento mesiánico del judaísmo desde los tiempos de Jesús y la “primera revuelta grave en el judaísmo desde la Edad Media” es, por supuesto, larga y compleja. Baste decir que el poder del movimiento fue de tal magnitud que un tercio de los judíos del mundo se rindió al frenesí de la creencia en el magnetismo místico del Sabetai Sebí, un individuo para el cual la nueva Ley era la de su propia personalidad. A medida que las leyendas y los milagros comenzaron a acompañar a Sabetai (los pilares de fuego, la aparición de Elías, el cruce de muros, etcétera), el evangelio rebelde se viralizó y prorrumpió en las redes comunales del judaísmo exiliado hasta las comunidades de Asia Menor y Grecia, entre ellas las del Peloponeso y las islas del Egeo; luego, asombrosamente, se extendió a Holanda, Inglaterra e incluso a las Indias Occidentales; y finalmente se diseminó por toda Italia, Alemania, Austria, Polonia, Ucrania, Marruecos, Egipto, Yemen y Persia. Al cabo de dos años culminó con la conversión de Sabetai (bajo amenaza de ejecución) al islam, lo cual a su vez dio lugar a lo que Scholem definió como “la doctrina fundamental del sabetaísmo, a saber, que la apostasía del Sabetai Sebí era un misterio sagrado”.
El corazón de ese misterio es la supremacía de la fe pura como valor religioso último, en lugar de la observancia de la Ley. Además, la transgresión deliberada y cada vez más flagrante de esa Ley —“caminos torcidos” en los que, en ocasiones, cabía el incesto y otros comportamientos muy discutibles— se convirtió en marca de esa fe y en un medio para propiciar la unificación de los mundos superiores. Todo ello, por supuesto, se consumaba, según los sabeteos y Natán, sobre sólidas bases teológicas y a la manera de los nobles predecesores bíblicos de la transgresión, los que establecieron la línea davídica (es decir, mesiánica): Judá y Tamar, Booz y Rut, David y Betsabé. Al margen de ese legado, el ardid al descender con el fin de ascender era conocido por las historias de Moisés en Egipto y Ester en la foránea corte persa.
Entre los sabeteos, la dualidad marrana devino una consciente duplicidad aún más complicada y nos legó la imagen de Sabetai Mehemed Sebí, como llegó a llamarse tras su apostasía, tributando sus rezos musulmanes mientras lleva filacterias o sentado con la Torá en una mano y el Corán en la otra. Así lo cuenta un testigo contemporáneo: “A veces rezaba y se comportaba como un judío y, a veces, como un musulmán, y hacía cosas raras”. Y así un erudito resume la situación: “Los últimos diez años de su vida pueden ser entendidos como un prolongado esfuerzo […] para demostrarse a sí mismo y al mundo que las dos identidades de judío y musulmán pueden fusionarse en un solo ser humano”. Sea como fuere, se amplió el círculo de apóstatas de su entorno. Amirah —como lo llamaban sus seguidores, un acrónimo de las palabras hebreas que significan “Nuestro Señor y Rey, que su majestad sea exaltada” y un nombre que recuerda la palabra árabe amir (“emir”)— gozó de la protección e incluso de lo que pareció el afecto del sultán turco. Tras su conversión ante la corte del sultán en Adrianópolis, recibió visitantes de todos los confines, predicó en las sinagogas (a menudo alentaba la conversión y, al menos en una ocasión, leyó del Corán) y en general disfrutaba de libertad de movimiento. “Podemos imaginarlo fácilmente —escribe Scholem sobre el misticismo erótico de Sebí en sus últimos años— vestido con filacterias, cantando salmos y rodeado de mujeres y vino”.
En 1672, sin embargo, la situación cambió. Oficiales turcos, (al parecer) sobornados por los poderes rabínicos, detuvieron a Sabetai por blasfemia, fue encarcelado y al cabo exiliado a Albania, donde continuó en comunicación con sus creyentes y sujeto a períodos de iluminación. Sabetai Sebí murió (o, como sostuvieron sus creyentes, se ocultó) el Día de la Expiación de 1676, a los diez años de su apostasía y unos meses después de su quincuagésimo cumpleaños. Natán vivió en Sofía otros cuatro años y luego, al parecer de camino a Turquía, fiel hasta el final, murió en Macedonia.
Aunque en el movimiento muchos “creyentes” —como los seguidores de Sabetai se llamaban entre ellos, a diferencia de los “infieles”— volvieron al judaísmo normativo tras la apostasía y otros siguieron siendo firmemente judíos que habían depositado su fe en Sebí el Mesías, una pequeña proporción se convirtió al ambiguo tipo de islam que Sabetai profesó tras su conversión. Los creyentes se refirieron a esta adopción del islam como un tikún cabalístico (a la luz de Isaías 28:21: “Para hacer su obra, su extraña obra: y para hacer su operación, su extraña operación”). A la larga, y no mucho después de la conversión en masa de entre doscientas y trescientas familias en Salónica en 1683 —grupos más pequeños siguieron su ejemplo en Adrianópolis, Constantinopla y otras ciudades—, estos nuevos conversos, o dönmeh (apóstatas), como los llamaron los turcos, comenzaron a adoptar las características de una secta. Surgieron varias ramas de dönmeh y los miembros de la secta desarrollaron una compleja doble vida de “marranos voluntarios”, que vivían “en la intersección de la Cábala con el sufismo”. Rendían culto en las mezquitas como musulmanes practicantes, a veces peregrinaban a La Meca, parecían mantener vínculos estrechos con determinados movimientos sufíes y hablaban en turco mientras adoptaban nombres turcos en todos sus tratos con el mundo exterior. Al mismo tiempo, con sus compañeros dönmeh hablaban judeoespañol (ladino), empleaban nombres hebreos secretos, prohibían los matrimonios mixtos con musulmanes, mantenían sinagogas en casas de aspecto ordinario en los barrios de la secta y observaban sus propias fiestas sabeteas, aunque sólo en vísperas de un festival, a fin de no perturbar el horario de actividad “normal” y llamar la atención.
En medio de toda esta disimulación también se ocultó ansiosamente la literatura de los dönmeh. Conscientes de la amarga experiencia de sus predecesores con el judaísmo normativo y con las autoridades turcas, e inducidos por una conciencia influida por el sufismo de la importancia teológica de su dualidad, la secta, a un tiempo fanática y tolerante, insular y abierta, logró que su literatura no llegara a nadie fuera de su círculo durante casi doscientos cincuenta años. Sin embargo, en la primera mitad del siglo XX, cada vez más miembros de la secta comenzaron a asimilarse a la sociedad secular turca y, sobre todo, después del intercambio de población entre Grecia y Turquía en 1923 (que trasladó a los criptojudíos de Salónica a Esmirna al año siguiente) algunos dönmeh comenzaron a legar artículos religiosos de sus familias a amigos judíos de esas dos ciudades. Algunos de ellos, a su vez, acabaron en manos de eruditos. Así es como en la década de 1940 salieron a la luz dos manuscritos de himnos dönmeh en judeoespañol (el mayor de los cuales fue publicado en 1948, anotado por Gershom Scholem y con excelentes traducciones al hebreo de Moshe Attias). En los ochenta se identificó un manuscrito que contenía aún más himnos en una colección de la Universidad de Harvard y, desde entonces, han aparecido otros dos. Como resultado de todos estos descubrimientos, actualmente se tienen a mano más de mil doscientos himnos dönmeh, plasmaciones literarias cabales de “una teología del judaísmo sin precedentes”.
Los himnarios mismos son compactos (por lo que podían ocultarse fácilmente) y sorprende cuánto se asemejan a los manuscritos turcos otomanos, con caracteres hebreos sueltos que parecen letras árabes caligrafiadas. Aunque en general los himnos están escritos en ladino, el componente hebreo es tan llamativo que los eruditos afirman que han sido redactados en una mezcla de hebreo y judeoespañol. Las extrañas ortografías fonéticas de las palabras y frases hebreas indican que, cuando se copiaron los manuscritos (en la segunda mitad del siglo XVIII, transcurridos cincuenta años de la composición de los primeros del conjunto), la comunidad ya se había distanciado del hebreo y en realidad ya no conocía el idioma. En las colecciones, que probablemente eran himnarios familiares, se emplean dos formas en general: cuartetos rimados con un estribillo o coplas en versículos que emplean la repetición: estrategias ambas que facilitan la memorización y la recitación. El contenido de los himnos suele ser muy abstruso (en parte por la codificación del lenguaje, así como por la dificultad en el desciframiento de la ortografía y la terminología extrañas). De hecho, un especialista en el material los califica como los poemas acaso más esotéricos de la historia de la literatura judía. Sea como fuere, estaban sin duda destinados a transmitir el legado sabeteísta —su contenido, sus creencias y su pasión— y no eran, señala Attias, “poesía popular”, sino la expresión literaria de los “pastores espirituales” del movimiento.
Son especialmente fascinantes e incluso inquietantes los poemas que traman las tradiciones judías y musulmanas en el tejido mismo del verso. La influencia sufí en el movimiento sabeteo parece haber sido directa. Hay indicios de que, mientras visitaba Constantinopla, el propio Sabetai Sebí se alojó en el monasterio de uno de los principales poetas sufíes de la época, Mehmed an-Niyazi; y los dönmeh de Salónica, en particular, parecen haber mantenido contacto regular con sus pares sufíes (sobre todo con la orden bektashi, que engendró al mayor poeta medieval de Turquía, Yunus Emre, y la cual asimiló sin reparos elementos preislámicos, heréticos y cristianos). Como es sabido, la práctica sufí de la disimulación (takiye: la presentación de un exterior “normativo” para ocultar la práctica radical y la vida privada) era fundamental en la comunidad dönmeh. Es muy probable que, como resultado de los diversos y abundantes contactos, aspectos específicos del rito sufí se abrieran paso a los himnos dönmeh. Por ejemplo, los aspectos musicales y conceptuales de los vespertinos conciertos espirituales sufíes de los viernes (samá), así como la ceremonia del dhikr, corazón de la práctica ritual sufí, hallan su eco evidente en algunos de los himnos (véase, por ejemplo, el estribillo de “El gazal de bien”, más abajo: “No hay más Dios sino Él”). También se presentan gazales místicos, al estilo de Hafez, y poemas que adrede parecen confundir sentidos religiosos (como en Abenarabi), así como el deseo profano y el sagrado (como en “Meliselda”). Toda la cuestión del erotismo dönmeh ha despertado un profundo interés a medida que se difundieron rumores sobre las costumbres libertinas y los rituales de intercambio de esposas en la secta. Scholem comenta que con toda probabilidad las acusaciones se basen en la verdad, y algunos de los poemas a continuación parecen aludir de un modo algo codificado a esta práctica, a la que se denominaba “el apagado de las luces”, la cual tenía lugar en la Fiesta de los Corderos, un festival que marca el comienzo de la primavera.
A pesar de todo su sincretismo y subversión, el sabetaísmo, escribe Scholem, siguió siendo “un fenómeno específicamente judío hasta el final […] [Y], bajo la superficie de la anarquía, el antinomismo y la negación catastrófica —continúa—, estaban en juego poderosos impulsos constructivos”. Impulsos de esta especie fluyen por estos poemas de tranquila potencia, los cuales constituyen uno de los frutos más sorprendentes de este movimiento rematadamente extravagante que, desde su herejía, encerraba las semillas de la vida judía moderna.
Meliselda
Ascendí hasta la montaña
y bajando llegué al río
y me fijé en Meliselda,
la hija del Imperante.
Miré a esa hermosa doncella
emergiendo de las aguas:
sus cejas, arcos de noche,
su faz, un sable de luz,
sus labios, rojos corales,
su piel cual la leche, blanca.
He encontrado la dicha
Ya la hora es buena
cuando la luz se anida,
entre la oscuridad
he encontrado la dicha.
Y aquí es donde cayó
la letra de la vida,
y con esa fortuna
he encontrado la dicha.
Sin duda en el amor
y el temor he tomado,
como dijo el maestro:
he encontrado la dicha.
Para el alma en su anhelo
un indicio es bastante
—la paz esté con él—,
he encontrado la dicha.
La compasión se erige
nos dice nuestra fe,
y el Rey la reconstruye.
he encontrado la dicha.
He probado la fruta
hallada en su jardín:
mi alma quedó saciada,
he encontrado la dicha.
El Amor ha llegado
a consentir el Bien,
en las loas al Rey
he encontrado la dicha.
Sobre la extinción de las luces
1
Aquí la mesa está puesta
y se abre como una rosa.
Come todo lo que es puro
y se exultará en la fe,
alegrando con el canto.
Su pan es de las alturas
y la vianda fina es santa.
Todos son uno con él,
mientras se exulta en la fe,
alegrando con el canto.
Al hacer ella se muestra:
sé generoso cada hora.
El Rey, el señor, accede
y se exultará en la fe:
alegrando con el canto.
Nuestras almas se han colmado:
Él cambia la luz en lo alto.
El bien comió y sirvió
mientras se exultó en la fe
alegrando con el canto.
2
El maestro del nuestro anuncia
el misterio de lo santo.
Y se abre como una rosa.
El misterio de lo santo.
Y se aventura a salir,
sin atender lo anodino.
Es raíz del señor nuestro:
El misterio de lo santo.
Se introduce donde quiere,
no descansa ni se rompe.
El tiempo está designado:
El misterio de lo santo.
Anuló la ley, rompió
las cáscaras por completo,
restauró todos los mundos.
El misterio de lo santo.
Él es luz que ase la Nada.
Él tiene de Esther la llave:
Es el Bien, y hete aquí:
El misterio de lo santo.
* Introducción y poemas pertenecientes a Poesía de la Cábala. Poemas místicos de la tradición judía, de Peter Cole, versiones y traducción de Aurelio Major (Vaso Roto Ediciones, 2024).
