Ubicua, reacia a ser marcada desde las convenciones críticas excesivamente formales, carente de representación objetiva, la emoción, el affectus donde hace raíz, conforma, sin embargo, en el poema una línea de fuerza invisible que lo impulsa, lo sostiene y alimenta su sentido.

Situar la emoción implica ir más allá de los procedimientos lingüísticos y de la referencia objetiva que el poema pone en escena, incluso más allá de las ideas, para ver de qué modo aquello que constituye su materia se halla permeado y magnetizado desde una subjetividad. Ir a ese punto ciego e irreductible del poema. Deleuze decía, al retomar las ideas de Spinoza, que el affectus, el afecto, “no tiene representación”. Una esperanza, una angustia, un amor, una volición o un deseo no tienen representación como la tiene una idea objetiva, pero impulsan el aumento o la disminución de la potencia de actuar en el acontecer vital. El affectus, dice Deleuze, traza una “línea melódica de variación continua” que asciende o desciende según la predisposición vital y tiene la misma fuerza que el existir. Ubicar esas líneas de fuerza, esos vectores dentro del proceso de escritura poética que lo orientan y lo intensifican, que dan espesor a las imágenes y a sus asociaciones, así como también hacerlos visibles en la lectura del poema, implica repensar ciertos temas que hacen a la poesía.

La revalorización y el reconocimiento dado a la emoción provocó cambios radicales en la idea del arte y, en particular, en la poesía. A partir de la emoción, los románticos del siglo XIX​ transgredieron y ensancharon los límites preceptivos que hasta entonces regían la producción artística. Si en la búsqueda de la renovación de las formas los poetas románticos invocaron la “espontaneidad” del lenguaje y la verdad del “sentimiento” como principios para enfrentarse al “decoro” y a la “artificiosidad” de la poesía clásica, en el mismo sentido situaron la defensa de la emoción en la raíz del proceso creador. William Wordsworth proponía escribir no en el momento de la vivencia, de la conmoción frente a un acontecimiento, sino desde “la emoción revivida en tranquilidad”,1 es decir, en un segundo momento de la emoción, el de la evocación, de la recuperación más calma de los sucesos que la provocaron. De una manera velada, ese segundo momento, esa mediatización en calma implica la intervención de un objetivo estético, una cierta racionalidad, que en general no se le reconoce al romanticismo, sólo se insiste, quizás para su descrédito, con la idea de “desborde de sentimientos”.

Ya instalada la modernidad, la reflexión sobre la poesía incluyó la emoción anudada al pensamiento. Cuando Ezra Pound define la imagen poética como un complejo intelectual y emotivo en un instante temporal, señala de manera indisoluble los dos componentes: pensamiento y emoción. Del mismo modo, cuando Denise Levertov se refiere a la composición del poema, habla del proceso de pensar-sentir, sentir-pensar que moviliza a quien escribe y que se mantiene como un pulso de dos dimensiones durante la escritura. Pensamiento y emoción, logos y affectus, más allá del énfasis de cada poética en uno u otro sentido, ambos hacen al poema, aparecen dentro del diálogo que quien enuncia establece con el mundo a través del lenguaje.

Sin embargo, se habla poco de la manera en que interviene la emoción en el poema, aunque las zonas que suele habitar la poesía son movilizadas por el eros que percibe el mundo, por la memoria más primaria, por la necesidad de los vínculos; zonas que se dejan de lado cuando se confunde emoción con incapacidad lógica, sensibilidad con sensiblería edulcorada, cuando se ve la emoción como obstáculo o impedimento para crear sentido, cuando el binarismo patriarcal adjudica valor a la fortaleza de la racionalidad, al cauce lógico discursivo que se asocia con lo masculino, en detrimento de la debilidad emocional, el “mero” instinto adjudicado a lo femenino. Pero la emoción, algo tan constitutivo de los seres humanos, no se agota en ninguna idea reduccionista.

El cineasta Andréi Tarkovski decía que la captación emocional del mundo trasciende el pensamiento del artista. “Cuando un artista crea su imagen, está superando su pensamiento, que es una nada en comparación con la imagen del mundo captada emocionalmente”.2 Una afirmación válida también para la construcción de la imagen poética. La captación emocional del afuera es capaz de cuestionar la frontera establecida por una verdad o por un sistema de verdades que rige nuestros movimientos en determinadas circunstancias históricas. La imagen poética, siguiendo la idea de Tarkovski, tendrá un plus, un excedente por sobre aquello que quien escribe sabe del mundo, de sí mismo y del arte. Una imagen puede provocar el ensanchamiento de cualquier a priori conceptual por su capacidad sensorial y aglutinante. En esa apertura de la visión que constituye la imagen, reside el primer movimiento de aquello que puede superarnos, dejarnos desprovistos de las seguridades del saber.

Hablar de captación emocional del mundo o de percepción pone en tela de juicio la idea de un sujeto observador puramente racional en la escritura poética. Dice Merleau-Ponty que el sujeto de la percepción no puede ser considerado un espectador desafectado; no es un sujeto cartesiano, completamente racional, alejado de su objeto, sino un sujeto situado, inmerso en el mundo. Él mismo “carne del mundo”, afirma. No se trata de un sujeto separado de ese mundo que retacea cuerpo, sensibilidad, y que es casi sólo y únicamente conciencia. La experiencia sensible cuestiona el cogito cartesiano que, encerrado en su racionalidad, permanece ajeno al “estremecimiento perceptivo”, tal como afirma Merleau-Ponty. Se puede inferir así que, sin sujeto situado, sin la conmoción de lo inmediato, sin compromiso emocional del sujeto, el objeto dentro del poema puede ser solo un concepto, materia muerta, carente de las aristas rugosas de lo real. La percepción poética provoca desde su conexión sensible una revitalización del mundo, su compromiso emocional puede desestabilizar lo que parecía quieto o demasiado estable en el saber aceptado, en ese statu quo sin interrogantes.

En uno de sus poemas, Marosa di Giorgio se sitúa frente a un jardín y lo observa:

Las margaritas abarcaron todo el jardín, primero fueron como un arroz dorado, luego se abrían de verdad, eran como pájaros deformes, circulares, de muchas alas en torno de una sola cabeza de oro o de plata. Las margaritas doradas y plateadas quemaron todo el jardín. Su penetrante perfume a uva nos inundó, el penetrante perfume a uva, a higo, a miel de las margaritas quemó toda la casa.

Por ellas nos volvíamos audaces, como locos, como ebrios e íbamos a través de la noche, del alba, de la mañana, por el día cometiendo el más hermoso de los pecados, sin cesar.3

En este poema, el erotismo atraviesa los objetos, los transforma, les da un movimiento deseante que los metamorfosea. Atravesado por la ebriedad producida en el contacto con las margaritas, el sujeto lírico se transforma, y en su respuesta se produce la transgresión, aquello que el poema alude como “pecado”, como el más hermoso de todos los pecados. El objeto —las margaritas— no permanece inmóvil cuando entra en la vivencia del sujeto poético; allí abandona su literalidad, aunque nunca del todo. Las margaritas son un arroz dorado, pájaros deformes, fuego, huelen a uvas y a miel; se crea de este modo una cadena comparativa de asociaciones metonímicas que las va metamorfoseando, sin hacerlas desaparecer de su referencia objetiva. En este poema puede verse cómo el affectus, la fuerza del erotismo, actúa como enlace de los objetos que convoca para mostrar ese ascenso en la fuerza del existir en la línea melódica que marca Deleuze. Desde esa emoción la palabra “pecado” cambia su valencia negativa a una positiva y desde esa transformación una creencia social de origen religioso se cuestiona.

A partir del poema de Di Giorgio, es posible observar cómo cualquier objeto material o situación accidental, cualquier breve escena que con pocos trazos se individualice, puede entrar al poema; pero ese objeto, al incorporarse a partir del vínculo que establece el sujeto de la percepción, se desplaza de su estar ahí, de su pura materia inerte.

Es esta también una manera de crear un “correlativo objetivo”, una zona paralela correlacionada con una emoción o con una serie de emociones, el plano objetivo mediante el cual la emoción se exterioriza y queda por debajo. No se habla de manera directa de la emoción. Podría decirse que el correlativo objetivo de Eliot convoca un segundo término ausente, la emoción. La poética de Eliot intentaba liberarse de la emoción, alejarla a través de esa selección de objetos evocadores. De ese modo, la emoción encuentra diques de contención, compuertas que regulan su apertura, su exceso. Eliot le da un lugar más acotado a la emoción, aunque ella permanece en ese término ausente, de aristas fluctuantes, poco predecibles. La idea del correlativo objetivo de Eliot fue más allá de la referencia inicial que este hacía a Shakespeare y más allá también de la propia poesía de Eliot. Reaparece de distintas maneras cuando se intenta lograr que la emoción permanezca, aunque mediatizada, en un segundo plano.

En “Elogio del refrenamiento”, un artículo fechado en 1999, José Watanabe se refiere, de un modo diferente al de Eliot, a esa contención del aspecto emocional en el hacer del poema. Watanabe, nacido en Perú, rescata aquí sus raíces orientales, más precisamente japonesas; en ellas abreva cierto hieratismo frente a la emoción que él retoma con el objetivo de evitar que su poesía caiga en el patetismo o el dramatismo.

En la imagen poética realista, que predomina en la poesía contemporánea, la emoción aparece de manera oblicua, indirecta, se impregna con las cualidades del objeto y allí adquiere peso, volumen, texturas, aroma. Pero, aunque permanezca elidida en un sobrevuelo, en una zona invisible sin explícita representación, la emoción magnetiza ese campo puesto en foco. Cuando la imagen no está orientada por un affectus, permanece en lo literal sin desplazarse; es inmóvil, seca, mera descripción desconectada.

Pero hay muchas maneras de componer una imagen poética. En la imagen onírica, se crea una combinatoria de elementos que nunca estuvieron juntos, que pueden aparecer en una situación distorsionada, la cual carece de realidad material, de referentes precisos; una mezcla solo ubicable en la cadena deseante del mundo onírico. En esa imagen poética, lo fantasmático puede crear un referente fuera de la justificación mimética. Es una condensación o una asociación más cercana a las imágenes recurrentes en los sueños, una visión ensoñada o fantaseada. Desplazamiento y condensación, metáfora y metonimia del discurso poético puestos a jugar.

Dice Francisco Madariaga en un conocido poema: “…el gato montés orinaba verdes tecitos sobre mi alma”,4 donde se distinguen como elementos reconocibles el gato montés y los tecitos, pero dentro de una condensación que crea otra realidad. Podría decirse que desde esta imagen el sujeto poético crea para sí una causalidad de lo salvaje y la muestra a través de una imagen inexistente, si se la busca únicamente entre las cosas visibles. La imagen onírica se relaciona con un contenido psíquico y es más cercana a un sentir, a una subjetivad situada en el tironeo de los afectos. El surrealismo de Madariaga a menudo genera estas imágenes, aquí también asociada a una visión romántica del poeta en su cercanía con lo salvaje. Decía Keats sobre la figura del poeta: “A él el grito del tigre/ le llega articulado y se abre paso/ como lengua materna en su oído”. Para Keats el poeta tiene ese oído tan agudo, tan aguzado, que puede encontrar caminos por su instinto, saber metafóricamente lo que un león articula con su rugido.

La pregunta sería cómo componer con la emoción sin que el lenguaje traicione, sin que la búsqueda formal se deshaga en buenas ideas o en efectos de laboratorio y sin que la confesión catártica se convierta per se en valor poético. Seamus Heaney, en un ensayo titulado “De la emoción a las palabras”, se pregunta cómo desatar el nudo en la garganta para llegar al poema. Heaney habla de los propios lugares ocultos, a los que define como escondrijos que a primera vista parecen abiertos, claros, pero que, ni bien uno se acerca, se cierran. A pesar de la dificultad, hay que acercarse a esos escondrijos y dar cuenta de ellos. Se trata de lugares enterrados y quien escribe tiene que moverse como un arqueólogo de sí mismo para poder encontrarlos y encontrarse. “Cavar” es la palabra que utiliza para ir a ese encuentro, para posibilitar el hallazgo y que el poema sea “revelación del yo a uno mismo”. Cavar se relaciona también con la idea de encontrar una voz, esa “especie de huella dactilar poseedora de una rúbrica constante y singular que, como las huellas dactilares, puede ser grabada y empleada para nuestra identificación”.5 Se pregunta Heaney cómo hallar imágenes, ritmos, sonidos, palabras que contengan la energía necesaria del poema. Emociones convirtiéndose en palabras y palabras convirtiéndose en emociones, en ese “horizonte de la mente” constituido por lugares y realidades que permanecen distantes, grabadas como una escritura indeleble en el sistema nervioso. El paisaje del campo irlandés donde pasó su infancia formó parte de las respuestas en su poesía, así como el acento del inglés hablado por los irlandeses que moldeó su tono poético. La búsqueda de la forma no se hace en un laboratorio esterilizado, sino desde ese terreno de la subjetividad lleno de vivencias, de vestigios ancestrales, interceptado por lo contemporáneo. Quien escribe, recibe el desafío de dejarse envolver en su propia zona recóndita, el desafío de aprender a no saber y acercarse cautelosamente a ella; “no saber, sabiendo”, parafraseando a san Juan de la Cruz. La emoción adquiere otro valor al asociarse con ese lanzamiento del sí mismo hacia el afuera que adquiere en el poema significación simbólica a través del lenguaje.

Desde el plano compositivo, si quien escribe parte de una emoción: una perturbación, un desacomodamiento, un relampaguear de dicha o dolor, de celebración o despedida, el poema, todavía imperfecto en el primer garabateo, habiendo encontrado objetos quizás aún provisorios, puede hacer que esa emoción se convierta en apoyatura, en la remisión necesaria cuando, en la continuidad de la escritura, haya pérdida de sentido o dispersión. Ese primer enunciado aún precario, porque no sabe qué es ni hacia dónde va, puede ir conformando un sentido. Es como si en esa primera fluencia de un yo invadido por el mundo, por lo otro, ya sea en su atracción o en su desapego, se formaran los primeros anillos de una columna vertebral fantasmática que todavía debe revelarse, encontrar sus objetos, y donde la escritura pulsionada se mueve en zonas de avance o de retorno. Si quien escribe puede continuar deslizándose por el túnel que le cava esa primera emisión de voz, asociando otros sentidos, otras significaciones azarosas, pero, apegado al impulso primero que se reconoce como válido, la estructura del poema se va deslizando autojustificada. Es capaz de regularse a sí misma si necesitara en la revisión podar o sembrar, desprenderse de elementos o agregar otros. Podrá hacerlo, ya tiene el gran aglutinante de su propio impulso. El logos, el saber hacer con el lenguaje, permanece activo durante todo este proceso; extiende rieles, crea la vía para el deslizamiento de la emoción para que no pierda potencia, ni se desvanezca en un mero juego formal o en un temor a decir. Pensar dentro del poema también es una erótica. Así como el pensamiento puede dar valor a una emoción, una emoción puede validar la lucidez del poema.
 
 
 
* Fragmento de Abrir el mundo desde el ojo del poema, publicado por el Fondo de Cultura Económica (Argentina) en 2023.  Agradecemos a la autora y al sello editor su autorización para reproducir estas líneas.
 
 

1 William Wordsworth (1989), “Preface to Lyrical Ballads”, en The Critical Tradition. Classic Texts and Contemporary Trends, Nueva York: St. Martin’s Press, p. 295.
2 Andréi Tarkovski (2002), Esculpir en el tiempo. Reflexiones sobre el arte, la estética y la poética del cine, (Enrique Banús Irusta, trad.) Madrid: Ediciones Rialp, p. 64.
3 Marosa di Giorgio (2000), Historial de las violetas, en Los papeles salvajes I, Buenos Aires: Adriana Hidalgo, p. 101.
4 Francisco Madariaga (1980), Llegada de un jaguar a la tranquera. Buenos Aires: Botella al Mar, 61 pp.
5 Seamus Heaney (1996), De la emoción a las palabras. Ensayos literarios (Francesc Parcerisas, trad.) Barcelona: Anagrama, p. 42.