Dos poemas sobre actores de Eduardo Kent
Ángel Miquel
Más raro fue el elogio de los actores. Los estridentistas y Renato Leduc destacaron la figura de Chaplin, tan celebrado por las vanguardias (y los públicos) de todos los países, pero no parecen haberse publicado en México poemas inspirados por otros actores norteamericanos de los años veinte, como los cómicos Buster Keaton y Harold Lloyd, ni mucho menos los latin lovers Rodolfo Valentino, Ramón Novarro o Antonio Moreno; tampoco se conocen obras de este tipo acerca de astros lanzados por otras cinematografías importantes de esos tiempos (aunque subordinadas comercialmente a la norteamericana), como la francesa, la alemana y la soviética.
El cine sonoro, que trajo consigo grandes transformaciones en la producción y el consumo de las películas, afectó también la manera en la que los poetas se acercaron a sus principales figuras. Por ejemplo, por fin algunos mexicanos se fijaron en estrellas no femeninas de la pantalla. Las primeras no fueron, curiosamente, de carne y hueso: la irrupción del conejo Blas (Bugs Bunny), el ratón Mickey el gato Félix fue celebrada a principios de los años treinta por Francisco Monterde y otros escritores, quienes manifestaron localmente la conmoción que esos dibujos animados sonoros y a color suscitaron en los cinéfilos del mundo. Unos cuantos años después aparecieron en la página cinematográfica del diario El Nacional (el 24 de enero y el 28 de noviembre de 1937), dos poemas acerca de actores, escritos por Eduardo Kent y dedicados a Boris Karloff y Lewis Stone.
A esas alturas del siglo, Karloff —nacido en Londres en 1887, pero con carrera cinematográfica estrictamente hollywoodense— había filmado numerosas películas mudas y diecisiete sonoras, de las cuales las que le dieron mayor proyección fueron Frankenstein (James Whale, 1931) y La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, James Whale, 1935). De hecho, su caracterización e interpretación del monstruo de la historia de Mary Shelley hizo de este personaje uno de los más populares de entre todos los propuestos por la imaginería cinematográfica —solo sobrepasado por el vagabundo chaplinesco, por la rubia boba encarnada por Marilyn Monroe y otros pocos. Como ocurre con alguna frecuencia en el séptimo arte, el actor se convirtió en indisociable de su personaje, lo que permitió escribir a Kent que Karloff había aprovechado al cine “para lograr el don de ubicuidad / y poder asustar a miles de personas / en las infinitas noches artificiales”, y también que esa vocación esencial encontraría una merecida recompensa en el otro mundo, pues ahí “encontrará su alma gemela en Edgar Poe / con quien se paseará, muy feliz, del bracete / charlando por los siglos de los siglos / de cuervos, morgues, crímenes, sepulcros y vampiros”.
con su cara llena de arrugas
y el smocking sin una,
ha conseguido desde la pantalla
lo que no consiguieron durante veinte siglos
millares de máximas morales:
el respeto y la dignificación de la vejez.
Porque, sin duda, es el primer superhombre
que ha nacido en la tierra
y su vejez genial es la primera
ancianidad perfecta que se ha visto:
una vejez sin los achaques
descriptos en los frascos de específicos;
una señorial vejez, que le permite
lucir el frac y la gardenia
con elegancia más añeja y fina
que los galanes jóvenes de 20 o 30 años;
una vejez sin reumatismo,
que le deja bailar a medianoche
un fox-trot con la dama más hermosa
en el Biltmore Bowl;
una cordial vejez sin amargura,
que le permite sonreír amablemente,
y observar, divertido, la farsa de la vida
cual si –lleno de canas y sabiamente irónico–
fuese el abuelo de los cinco continentes.
Y además, sir Lewis Stone
es el único anciano que después de un banquete
El poema no solo resulta singular por enfocarse en un actor; también innova en su tema, el elogio de la vejez, y contrasta con los más conocidos exponentes de la poesía relativa al cine, que tienen que ver (por ejemplo en las muchas obras dedicadas a Marylin Monroe) con el lamento poético tradicional por la muerte o la pérdida de la juventud. Puesto que Stone era norteamericano, es licencia el sir añadido a su nombre, que denota un grado superior de respetabilidad. Y el Morris era un sillón.
¿Quién era Eduardo Kent? No hay en los repositorios mexicanos libros bajo ese nombre, que tampoco aparece más en El Nacional ni en otras publicaciones periódicas de la época. Algunos indicadores me hacen suponer que fue uno de los seudónimos utilizados por Raúl Ortiz Ávila, quien en 1937 se encargaba de organizar la página de cine del diario oficial. Afín a escritores de su generación como Héctor Pérez Martínez, Gustavo Ortiz Hernán y Luis Octavio Madero, el moreliano Ortiz Ávila practicó largamente el periodismo cultural y publicó dos libros de versos: El poeta alucinado (1927, con segunda edición en 1929) y la derivación tabladiana Tres muchachas y un arco. Poemines de haikais (1940). Algunos poemas sobre cine con su firma pueden encontrarse desperdigados en las páginas de El Nacional.