No. 77 / Marzo 2015
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El Lustro Ilustre: Doce poetas de palabra
Enrique Héctor González, Tex.
No forman “generación” ni querrían configurarla: el término está ya muy despellejado y conviene poco a la crítica proceder a partir de generalizaciones que ni siquiera pueden establecer desde cuándo y hasta dónde se pertenece o no a tal o cual promoción; no cobran sueldo en el mismo instituto ni han publicado en las mismas editoriales ni han procurado poéticas parecidas ni se han beneficiado de los mismos estímulos a la creación (perdón por el eufemismo) ni residen en la misma ciudad; no destacan sino por la solidez de su palabra y el prestigio bien merecido de haberla adobado durante cuatro decenios con libros que, en su momento, fueron saludados satisfactoriamente y no han defraudado las expectativas. Son doce poetas que, por su número, constituyen apenas una alineación de equipo de futbol, con su entrenador al calce, pero por su obra devienen una suerte de sucinto Siglo de Oro de la poesía mexicana reciente. II El veracruzano Francisco Hernández (1946) encarna variados registros en su obra, acaso cohesionados por un neorromanticismo obtuso, despiadado, cuya nota promisoria, paradójicamente, es la falta de esperanza. Con frecuencia hace de la écfrasis, traslación de lo visual a lo verbal, un ejercicio menos decorativo que corpóreo, pues se trata de un poeta abrumado por decirlo todo, por encarnar en una voz heterónima, la del jaranero Mardonio Sinta. Menos “sitiado en su epidermis” que los demás poetas lustrales, ha recibido los mismos y acaso algunos premios más que la mayoría de ellos. Pero la poesía no se mide contra un cronómetro ni se premia con medallas. Y si “el caracol aprende sus palabras”, como atina a decir en carismático endecasílabo, Hernández ha recuperado la naturaleza huidiza y enigmática del ser a partir de una obra puntualmente pródiga y distinta hasta de sí misma. En el envés de Deltoro está “La Tora”, poema de Jaime Reyes (1947-1999), el único de estos poetas que ya fue, el único que, antes de cumplir treinta años, ya había obtenido el Premio Villaurrutia por Isla de raíz amarga, insomne raíz. Fabricante de “hoyos negros verbales”, a decir de Adolfo Castañón, se parece al haz del autor precedente en que su centro de atención lírica, por así decirlo, es la calle, la gente, la angustia cotidiana; pero en su pentagrama la rudeza confirma el envés de la trama: se trata de un ermitaño “refractario a toda retórica”, observa Eduardo Hurtado solo con alguna razón, pues la antirretórica de un buen poeta también sienta precedente formal. Para Ricardo Yánez (1948) la poesía no ha sido nada fácil en la medida en que la apuesta es fundirla en la voz popular y dignificarla, rescatarla del asendereado territorio de lo vernáculo hechizo, de la convención que apacigua la canción en modelos descascarados y torpes donde melodrama y comercialidad siguen procreando bastardías. Yáñez persigue además, desde Ni lo que digo, su primer poemario de mérito, antes que una forma que no encuentra su estilo, como Darío, un estiramiento de la escritura que dé por resultado alcanzar a cantarlo y, sobre todo, sentirlo todo. Como producto y consecuencia natural de tal resiliencia, se ha hecho experto en la concreción, en la imagen precisa de lo que queda cuando la lengua regresa a sí misma luego de someterla a todo tipo de amancebamientos. Las tareas culturales en las que se afana no han distraído a Marco Antonio Campos (1949) del oficio per se que lo define: el de poeta, poeta y traductor de amplios vuelos con una obra reconocida y reconocible en un timbre: el de volver siempre al mismo sitio (aunque este no exista), el de descifrar una y otra vez la imagen ya explorada, pues el matiz espacial, un nuevo contexto pueden darle a un aforismo sentencioso las virtudes de la ocurrencia, un alarde de risueña precisión: “El ajedrez de la muerte/ se quedó de una pieza”. El tono apesadumbrado de su obra es persistente, consecuente con su amor a la poesía grecolatina en clave elegíaca, que aprendió a degustar con fruición. Efraín Bartolmé (1950) escribió pródigamente durante el siglo pasado y de su obra, sensorial y llena de los bosques de su Chiapas natal, puede construirse un árbol lleno de llamas y fosforescencias y follajes donde se arraciman caballos y sueños, inundaciones y la más pura desnudez de su incendio interior. Su Ojo de jaguar, sus Cantos para una joven concubina, cercan y acercan un espacio donde el ritmo es fundamental y cada frase es un instante petrificado, y sin embargo perfectamente móvil y ensamblable, que se robustece con frecuencia en alaridos llenos de selva. La poesía de Eduardo Hurtado (1950) es de difícil definición: revela una gran precisión acentual y sin embargo incorpora fácilmente el prosaísmo; puede coquetear con la métrica barroca y con la denuncia social sin reparos; en ese sentido, Las diez mil cosas, título representativo de la feraz fertilidad de su obra, conmueve más por sus intenciones que por su aplomo, por su inquietud antes que por su unidad, pues lo mismo hace un retrato de su padre campechano a la hora de comer que de Pessoa. Si un poeta confiesa que lo que escribe “se configura según la propia respiración”, como José Luis Rivas (1950), es sin duda alguien que ha liquidado el mundo, esto es, lo ha vuelto estuario, mar, vaivén de sus aguas más profundas. Porque el río Tuxpan junto al que nació no es el tema central de su poesía sino su íntima plataforma de despegue, la manera como fluyen sus versos: alebrestados o calmosos, sedientos, sedimentados. Raz de marea y Ante un cálido norte recogen la mayor parte de una obra náutica que se desplaza como un barco que dijera: “no hay mayor contento que reconocer los muelles por el olor”, como se lee en su libro Por mor del mar. En Alberto Blanco (1951), por último, la osadía es una diaria profanación interior del mundo cotidiano: cede al orientalismo, como Cross; es prolífico, como el primer Bartolomé; es ecfrásico, como Hernández; es oracular, como Jaime Reyes. Pero, sobre todo, es blanco de variados intereses temáticos, desde el beisbol hasta la música contemporánea, alguien que puede pasar del “Mago” Septién a John Cage con meritoria versatilidad, como quien conoce “la voz de las ciudades enfermas sin remedio” y no se arredra y aun disfruta de su griterío perdulario. III Que se sepa, no había ocurrido nunca en nuestra poesía una reunión más nutrida de tan buenos poetas en tan limitado lapso. Es cierto que Estridentistas y Contemporáneos, los autores de Taller y los de la Espiga Amotinada, formaron grupos de notables creadores cuya obra seguimos leyendo con placer; es innegable asimismo que, a la luz de la poesía más reciente, se puede presumir de la buena salud del género en nuestro país. Pero, si no me equivoco, no se ha dado jamás un período tan ilustre, una concentración de tan espléndidos poetas nacidos en un solo lustro. Al día de hoy son todos ellos sesentones (que no sesenteros), algunos aún miembros del Sistema Nacional de Creadores (apoyo que no ha embalsamado su rigurosidad); otros en su momento han sido becarios de fundaciones extranjeras y casi todos han recibido algunos de los premios literarios más reconocidos en México (el Villaurrutia, el Aguascalientes, el Pellicer, el López Velarde). Pero además de ello, en su conjunto representan la carta mayor, el perfil más sólido de la poesía mexicana del último cuarto de siglo.
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