No. 52 / Septiembre 2012 |
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Washington Benavides: |
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Por Luis Bravo
Washington Atahualpa Benavides (Tacuarembó, 1930) pisó con personalidad el territorio local desde el inicio, provocando que un grupúsculo fascista de su pueblo quemara ejemplares de su primer Tata Vizcacha (1955; recién reditado por Yaugurú, Montevideo, 2012). Los retratos de personajes pueblerinos de ese libro que “por su iconoclasia removió el ambiente pueblerino”, según Ángel Rama (1972),1 fueron pergeñados por el joven poeta tras inspirarse en los epitafios parlantes que el norteamericano Edgar Lee Master diera a conocer en su polifónica Antología de Spoon River (U.S.A.,1915). Con más humor que exactitud los siguientes libros, el de John Filiberto Garcia (nacido en 1952, San Gregorio de Polanco)5 y el del juglar Xoan Zorro (nacido entre los siglos once y trece en Fironella, Villa de Bajo Berguedá)6 dejan entrever que hay mucho de juego y de laberíntico en estos heterónimos surgidos en la década del cincuenta, cuyos textos recién vieron la luz cincuenta años después
Volviendo al ortónimo Benavides, es posible decir que mientras Juan Cunha aún cantaba desde la pérdida del terruño: “Que extraviado pastor y sin majada/ Sin caballo ni estribo sin ni un perro”(Pastor Perdido, 1966), el tacuaremboense ya tendía a la superación de las dicotomías campo/ciudad, culto/popular: “por eso no se sorprendan/ si contrapuntean aquí/ la guitarra de Gabino/ y el arpa del rey David”. Será justamente a partir de Las Milongas (1965; 1973; 2004) que la crítica y el público reconozcan en el poeta a una de las voces referenciales de esta promoción. La vertiente identitaria por la que adquiere semejante consideración es calibrada por Ricardo Pallares:
En Hokusai (1975), un hito en su trayectoria, reflexiona sobre la difícil misión del artista, introduciendo para ello una fuerte intertextualidad con la figura del pintor japonés, quien a los 89 años humildemente decía: “sólo un poquito más y seré de verás un pintor”. Con referentes que oscilan entre lo moderno, lo antiguo y lo medioeval —desde los poetas provenzales hasta los Cantos de Ezra Pound— el por aquel entonces destituido Profesor de Literatura —por razones de persecución política—, abre con este libro una senda metadiscursiva que se prolongará, convirtiéndolo en maestro de nuevas generaciones. El canto derramado En los 55 textos que sin secciones delimitadas conforman El mirlo y la misa (2000), pueden encontrarse poemas largos de aliento narrativo, nutridos de tipologías varias: crónica, cartas, confesiones, catálogos, oraciones, salmos. Todo en tiradas de versos sin estrofa, a modo de “silva campesina”. Si bien lo autobiográfico (“mi adolescencia agraria”) es un disparador, dos temas destacan en esta obra: la propia poesía y la búsqueda de lo trascendente. Con acierto señala Tomás de Mattos en el prólogo: “captura de un alma inquieta por un Dios que anda suelto y se manifiesta en bellísimas —y efímeras— miniaturas de lo sublime”, como el mirlo que canta desde el título. En un segundo prólogo de su autoría (“Sobre poesía”), Benavides consigna una vez más la imposibilidad de una sola poética: “somos una sociedad -¿anónima?- de poetas vivos y muertos”; mientras, pasa revista a las ajenas y propias definiciones de la escritura que, desde las más disímiles tradiciones, lo han alimentado. Al remitir al pintor Jackson Pollock en un epígrafe (“No controlo el cauce del color. Ni hay comienzo ni fin precisos”), así como en el texto Action Poetry, privilegia definiciones del poema que son claves del modo de escritura del libro: “el poema no debe resolverse jamás, líquido/ que se derrama […]/ con el agua en una aguada espontánea”, o : “el poema continúa como una teletipo demencial marcando en el papel/ los signos arbitrarios mientras no se descubre su doctrina/ —si ella existe—”. No es, por tanto, la exactitud de la palabra lo que aquí se cultiva sino el deslímite de la forma y del poema, cuyos riesgos (las reiteraciones, por ejemplo) son naturalmente absorbidos por el propio discurso. Desde este “escribir derramado” se suceden los asedios (diacrónicos y sincrónicos) de la propia figura del poeta: el joven heresiarca pueblerino y sus luzbélicos afanes (en su inaugural Tata Vizcacha); el objetor de conciencia; el poeta-viejo-vagabundo, el desesperado escriba solitario; el que escribe sabiéndose desdoblado en el “amable corrector de mis sueños”. En suma, un locus poético que se construye y se ve a sí mismo como en esos inquietantes y perfectos laberintos que dibujara Max Escher. De esta índole de identidad móvil del poeta, trasladada al terreno metafísico, se compone el asedio a la figura de un Dios (“Abad del mundo”) al que “no alcanzaría mi vida para nombrarte”. En una especie de deísmo desencantado, se dice: “un Dios sufrido y miserable/ que nada puede hacer por las criaturas/ y el universo que ayudó a construir”. A pesar de esto, un carmelita descalzo (poeta y santo), y un mirlo (cantor furtivo en una misa celebrada para poetas en las Ruinas Jesuíticas de Trinidad, Paraguay), aparecen como firme amarra de fe en lo sublime, entre tanto peregrinaje a lo humano y lo divino. Del primero, dice: “Cómo me hubiera gustado/ cebarle mate a San Juan de la Cruz”, mientras lo imagina “telegrafiándole a la Cruz del Sur” los versos que rezan: “pues fui tan alto, tan alto,/ que le di a la caza alcance”. En ese poema (Desacreditando imposibles) el “heresiarca triste” afirma: “soy sanjuanino”; lo es porque igual que a un hereje la Iglesia le dio “bartolina” a aquel santo, y porque “su obstinación es de este mundo;/ y porque sólo los obstinados por amor/ cambiarán tanta podre”. Todo esto, que rebasa una mera poética, asoma como una declaración humanista de pura cepa cristiana, pero sin intermediarios de doctrina. A esta fe laica cabe sumar la aparición del mirlo paraguayo (que no es guiño a Wallace Stevens sino crónica de un hecho). Esta ave participa de la misa, “a los saltitos, coronó las ruinas de la nave mayor”, junto a las voces de un coro de niños. En tan silvestre “miniatura de lo sublime” coincide la presencia de lo sagrado en clave panteísta: “el mirlo, el javiá, el sinsonte, el espíritu santo/ ordenaba el canon de la Tierra/ con el Cielo./ Precisaba que todo era necesario, que nada era desdeñable”. La obra de W. B. cuenta al presente con más de una veintena de poemarios, y tres libros de narrativa, que componen un universo plural por su ductilidad de formas y métricas, y por la diversidad de tópicos que los atraviesan. No estaría completa su presentación si no se señalase que Benavides es un trovador cuyo copioso cancionero se estima en unas 400 composiciones, interpretadas por los más prestigiosos cantores y ejecutantes del folclore y de la balada popular, entre quienes destaca quien fuera su discípulo en el grupo de Tacuarembó, Eduardo Darnauchans. Esa vertiente letrística lo distingue como un creador insoslayable en la consustanciación de lo poético con ese otro lenguaje que él mismo ha celebrado de manera raigal en la síntesis de este verso: “la música, mi madre”.
* Fragmento del libro Voz y palabra: historia transversal de la poesía uruguaya 1950-1973, de Luis Bravo (Premio Fondos Concursables M.E.C./ Estuario Editora, Montevideo, 2012).
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1 Rama, Ángel, La generación crítica, Arca, Montevideo, 1972. 2 Peyrou, Rosario, “La guitarra y el arpa”, El País Cultural, N.º 316, Montevideo, 1995. 3 Benavides, Washington, contraportada de Amarili y otros poemas, de Pedro Agudo; incluye “Biografía sucinta de Pedro Agudo”, y prólogo “Benavides & Cía.”, de Ricardo Scagliola, ebo, Montevideo, 2007. 5 Benavides, Washington; Filiberto, John; Agudo, Pedro, Sonetos (Del Batoví dorado al Gabinete del Doctor Caligari 1954-2008); incluye: “Biografía sucinta de John Filiberto” y “Prólogo” de Rosario Peyrou, Rumbo Ed., Montevideo, 2008. 6 Xoan Zorro, Doce canciones amorosas, edición bilingüe español-portugués realizada por Washington Benavides y Thiago de Mello; prólogo “El uno y los diversos: heteronimia y dispersión en la poesía benavideana”, de Gerardo Ciancio, Rumbo Ed., Montevideo, 2010. 7 Ciancio, Gerardo, prólogo en Doce canciones amorosas, Rumbo Ed., Montevideo, 2010 pp. 7-16. 8 Pallares, Ricardo, Tres mundos en la lírica uruguaya actual, ebo, Montevideo, 1992. |
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