No. 45 / Diciembre 2011-enero 2012 |
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“En el jeroglífico había un ave”
Mística y poesía Por María Auxiliadora Álvarez
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A pesar de los siglos que distancian las facturas (formas), si comparamos el ave en el vacío del poema de Valente con el pájaro solitario de San Juan de la Cruz, no encontramos diferencias de sentido hasta el final (cuando se desvanece el último tramo sanjuanista: “del vacío a la plenitud”). La proposición simbólica del poema místico difiere del poema secular por las cargas semánticas inferidas en ambos. Podemos también comparar poemas elaborados dentro del mismo siglo XVI por poetas diferentes (Garcilaso de la Vega y San Juan de la Cruz). Escogemos otra vez un ejemplo en el que ambos autores utilizan el mismo objeto-símbolo como tema central. Tanto la Égloga I (de Salicio y Nemoroso) de Garcilaso, como la canción 11 del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, seleccionan el símbolo de la “fuente” pero lo trabajan de distinta manera. ¿Puede la fuente remitir por sí misma a la realidad material y a la realidad divina al mismo tiempo? Sí, por su valor simbólico. Un sentido muy distinto a la alegoría del espejo espiritual de San Juan, Ruybroeck y Kempis, se encuentra en un verso de Garcilaso de figuración similar: “Corrientes aguas, puras, cristalinas/ árboles que os estáis mirando en ellas” (60), donde el objetivo no cumple otra función que celebrar la pureza reflectora de las aguas y el fundamento estético de la capacidad especular de la fuente. La autonomía semántica del símbolo lo desprende de la circunstancia que inicialmente le dio vida: “un símbolo deja de serlo desde el momento en que se le descompone en tal o cual alegoría anecdótica (…) Prescindir del esfuerzo creador del símbolo es pretender que el meteoro desintegrado, ido, pueda recuperarse con la palabra” (Lucinio Ruano). La lectura conceptual del símbolo intenta expresar entonces, y quizá inútilmente, una continuidad relativa, puesto que el símbolo está situado en un punto invisible entre lo sensible y lo misterioso, “la medida del valor del símbolo depende de la distancia entre la cosa-signo y la realidad-misterio, del hiato que se da entre ambos, y que impone como un salto de la cosa material visible a cierta profunda intensidad que provocará la transferencia a la realidad velada, a la ascensión entusiasta” (Vilanova). Un símbolo se convierte en fundamental por la capacidad polisémica de su valor, por la fuerza de la atomización que produce entre el significante y el significado: a mayores o más disímiles resonancias, más alto será su potencia transferencial, “no a manera de salto, abandonando el primer factor, sino a modo de perforación luminosa” (Ruíz Salvador). El símbolo marca el nivel de la potencia creadora. No posee correspondencia exacta con la realidad, no necesita justificación, se mantiene por su propia lógica, y se mueve con su propio peso. |
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