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Escrito a ciegas
Hojarasca y naipes Por Jorge Aguilar Mora |
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Escrito a ciegas
Hojarasca y naipes
Por Jorge Aguilar Mora
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A principios de la década de los sesentas, una investigadora argentina, Celia Paschero, se dirigió a Martín Adán con preguntas biográficas y de su obra. El poeta peruano le respondió con un poema, Escrito a ciegas, que se publicó en 1961. No le daba ningún dato, ni guía alguna sobre su labor de poeta; le confesaba simplemente que era un hombre desgarrado por ser y por estar, por vivir y por morir. Para entonces, Martín Adán, en medio de una turbulencia crítica en su vida, escribía una más de sus obras maestras en servilletas de cafés y cantinas, y en los envoltorios laminados de las cajetillas de cigarros: La mano desasida. De esta última se publicó una primera versión en 1961; una primera versión de una obra en proceso que terminaría siendo uno de los poemas más largos de la literatura latinoamericana, y de los más desgarradores por su historia anecdótica, pues Martín Adán nunca ordenó, ni corrigió, los papelitos que iba escribiendo y entregando a su editor; y por el contenido mismo de los versos: la historia paradójica y contradictoria del sentido de una vida. En el largo diálogo consigo mismo, con Machu Picchu y con todo lo que lo rodeaba, Adán incluyó una prolongación de su respuesta a Celia Paschero, como si en Escrito a ciegas no hubiera acabado de agotar la reacción de las preguntas de la investigadora. En realidad, Martín Adán podía haber escogido a cualquier intelocutor. La lección de Martín Adán es mostrar el desgarramiento de una sensibilidad extrema ante la simple constatación de que “El mundo es” y de que ese mundo sólo se puede comenzar a entender porque “El mundo es mío”. Es lo único que se sabe; lo demás, vitalmente, es ignorancia. Allá aquellos que “sólo saben sabiduría”. Toda la obra de Adán es una constante indagación, interminable y trágica, de la condición humana en todos sus contactos con el mundo: los sentidos, el pensamiento, la magnificente artificialidad de la poesía… Antes y después de La mano desasida, Adán se enfrentó, también de manera singular, a la tarea casi inhumana de llevar los metros clásicos hasta los límites de su expresividad. El octosílabo, el endecasílabo y el alejandrino encontraron en él a uno de sus mejores practicantes y a uno de sus más rigurosos experimentadores. En Mi Darío y en Diario de poeta, el alejandrino encuentra una flexibilidad y una sutileza comparables sólo al ejercicio de Rubén Darío. En Travesía de extramares (Sonetos a Chopin), el endecasílabo llega a la frontera de su autodestrucción en una paradójica estancia dentro de la música de Chopin. Nadie le ha dado tanta coherencia a la disolución de la forma estrófica (cuartetos y tercetos de un soneto) y del ritmo métrico del endecasílabo como Martín Adán en este libro:
¿Qué son si no lo otro? ¿Qué son si no son yo? ¿Y qué sé de lo que soy yo y de lo que no soy? Si para subir tengo que subir al abismo… ¿qué sé si no sé mi destino? Esa es mi tragedia, la de todos, la que está en Machu Picchu, alma de piedra. Ni Dios ni mi dios hicieron el mundo: ése es el error y ésa es la belleza. No se trata de una equivocación, no se trata de no saber sumar, ni de ignorar los cálculos astronómicos: todo eso no es sino sabiduría. Aquí, no saber es un simple producto o de la pereza o del descuido. Pero en la vida no hay pereza, ni descuido: hay error, hay el no saber cómo saber… y conformarse con la belleza de esa ignorancia en la que siempre cometemos el mismo error: creer que sabemos algo, creer que hay algo que saber. Y nada hay, sólo la simetría hermosa de no conocer nuestro destino y de encontrarlo en la piedra impenetrable, en el mocetón que pide a gritos su café con leche, en la puta desgreñada que pide el dólar al yanqui imberbe, en la mendiga que está llorando. Martín Adán no supo su destino, sólo fue fiel a él, hasta el último verso que escribió.
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