junio 2007 / Reseñas

No.001_Migaja México

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 Migaja México
Víctor Hugo Piña Williams
Ediciones Sin Nombre
México, 2005

 

 

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MIGAJA MÉXICO 

 

Por Fátima Rodríguez

La literatura de Víctor Hugo Piña Williams es –ha sido- anómala desde que empezó a
escribir hace ya unos veinte años, hecha más con el oído que con la
pluma, más con la inteligencia de la lengua que con el sentimiento de
la palabra. Pero no por ello ignora esos mundos visuales o
sentimentales, que no le son ajenos, sino que le son colindantes. No
son frecuentes este tipo de autores en español –menciono, por ejemplo,
a Cabrera Infante, Julián Rios o a Juan Carvajal– pero lo son en
cambio  mucho más frecuentes entre los ingleses y los franceses. Debo
decir que esto no resulta natural, ya que el español es una lengua que
se presta para ese sentido del oído que se oye en sus raspaduras, en
sus crujires, en sus articulaciones no siempre bien conservadas.

Si me pidieran describir la actitud ante la página de Víctor Hugo yo
diría que está a la espera, que de pronto algo le brinca en una
conversación, en una lectura, en una frase oída de casualidad y fuera
de su contexto, y entonces viene el llamado del idioma, se garrapatea
–uso la palabra expresamente– algo sobre la página, parece ser una
letra que se desdobla en una palabra y después en una frase, no perdón,
en un verso. Y en otro, y en otro, y de pronto es un poema, pero un
poema que recupera su intención de ser garabato, pero ya no convertido
en grafía sino en sonido, es un garabato fónico. Y ese garabato toma la
forma, muy prosaica, de una oreja, o bien, más poéticamente cursi, de
un caracol, y en su laberinto crea y convoca –escucha- nuevos sonidos,
letras, frases –perdón, versos– y regresa a ese origen casi convulsivo
del garabato.

Ahora, ustedes, como yo en algunas ocasiones, no podemos imaginar el
garabato sino como barroquismo, exceso de volutas, de rizos, de bucles,
pero hay garabatos conceptistas, los de Víctor Hugo pertenecen, sobre
todo en el libro que hoy se comenta, a esta segunda vertiente. Tienen
algo de abstracción zen, no tanto a la manera de Rothko sino a la
manera de Jaspers Johns, con un  lejano eco del action painting. Pero
nada tiene que ver con lo espontáneo, o sí, sólo que de regreso, es la
espontaneidad la consecuencia de la inteligencia y no al revés. Sólo
que su inteligencia es ante todo lingüística, deja que las palabras se
magneticen y creen nuevas intenciones en el nombrar.

Cuando se dice que un poeta tiene buen oído casi siempre se piensa
en que escucha la melodía en el ruido. No es el caso, aquí lo que se
busca es el ruido, su significado, incluso su sentido. Pues si el
silencio significa también lo hace el ruido. Sólo que no tenemos
dispositivos verbales para convocarlo a la página. Una manera tan
extraña de escribir poesía pide que nuestra disposición a escuchar
varíe, se ponga en duda la cualificación de lo bello, que define el
lugar común de lo poético, y se esté dispuesto a  derivar lo poético
hacia la verdad o hacia lo indecible.

No se trata, desde luego, de una verdad verificable, sino de una
dimensión de lo vivido. Ciertos escritores vuelven a sacar a flote la
potencia expresiva de una lengua, por saturación, pero también por
exclusión, por una especie de excavación antropológica en el mismo
sentido. Nada que ver con las melopeas tan al uso de un declamador sin
maestro pero tampoco con los alardes de un neo barroco excesivamente
cargado de polvos y maquillaje. Se trata de una poesía que aspira al
decir y no al museo clasicista, depositario de una idea del arte,
tampoco al florilegio modernista. Comparte, sí, quien que se precie no,
ciertos rasgos de la vanguardia, pero no como un momento histórico, una
etapa, sino como una vocación, una actitud de vida, que nos acompaña
–por lo menos debería hacerlo- siempre.

La filiación con las vanguardias históricas tiene, por lo tanto, más
que ver con la actitud ante el texto que con el texto mismo. Esta
poesía nunca ganará concursos, sus virtudes están más escondidas y
requieren un tiempo de lectura distinto al de los jurados, tampoco
tendrá, aunque como editora no pierdo la esperanza, un gran número de
lectores, pero siempre, miles o uno sólo, tendrá siempre la cifra
exacta para hacer roncha en el cuerpo de una lírica que prescinda de
los lirios y los cisnes, y tal vez también de los espantapájaros, para
recuperar su confianza en la lengua como instrumento expresivo. Quien
piense que esta poesía no quiere comunicar está muy equivocado. Pero
desconfía de otras maneras, tiene un acendrado escepticismo que no
quiere desperdiciar.

Se ha dicho también que esta es una poesía para poetas, una especie
de laboratorio del decir en verso. No estoy tan segura. Es cierto que
su condición experimental la vuelve muy atractiva, pero ninguna poesía
que se precie tiene comprada una patente de efectividad, sus raíces
echan fruto en la zozobra.  Por otro lado son poemas que dicen cosas
sorprendentes, que no vuelven a hilar sobre el lugar común y que, por
lo tanto, exigen un cambio de óptica en la lectura, un cambio de
disposición. Por eso hay que defender este tipo de escritura desde la
posición del lector, hacerla posible al frecuentarla.

No deja de ser llamativo que en esa vocación experimental tenga una
vena civil. Migaja México es un libro cuya mirada crítica no se
restringe a los territorios comunes de la lírica, excede sus marcos
sentimentales y conceptuales, propone no tanto una antipoesía sino una
poesía al margen de lo poético, reformula la belleza del haiku, del
discurrir fricativo de las vocales o del susurrar de las sonámbulas
consonantes. Cuando se sitúa en lo relativo aspira al absoluto, pero
apenas lo vislumbra se confiesa cambiante. Libros como estos son los
que dan la temperatura

 


 


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junio 2007