No. 59 / Mayo 2013 |
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4. Concreción de la poesía
(Entrega 10) Atanor. Notas sobre poesía Por Francisco Segovia
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Es probable que no haya divisiones tajantes entre los distintos tipos de comunicación sino un continuo que avanza gradualmente desde la mera reacción química, pasando por el código genético, hasta la palabra humana. Pero una visión evolucionista de la lengua no puede dejar de definir estaciones precisas en su recorrido (la reacción físico-química, la respuesta condicionada, el grito de peligro, la imitación, la señalación, la abstracción, el habla). Con todo, este encadenamiento de sucesos importantes (estas perlas en la sarta evolutiva) corre el riesgo de caer en la misma confusión en que ha caído el evolucionismo biológico; a saber, el de suponer un quiebre donde empieza lo humano y, al ir a buscarlo, no encontrar sino su falta: un eslabón perdido, un sitio donde la evolución deja de ser gradual y de pronto salta (este eslabón es todavía humanoide, pero el siguiente es ya plenamente humano). Entre ambos eslabones siempre puede insertarse una nueva definición, que precise más finamente qué entendemos por humano, pero a estas precisiones les ocurre lo que a la distancia en la paradoja de la liebre y la tortuga: siempre aceptan en su seno una nueva precisión. Como ocurre a menudo en las ciencias, los eslabones son una construcción de la teoría, no del fenómeno, que no hace paradas intermedias y nunca llega a término. A la evolución misma le tiene sin cuidado eso que nosotros definimos vagamente como “el ser humano” y que, sin acabar nunca de precisarlo, vemos sin embargo como su último extremo, como su coronación. Si hay en efecto un eslabón perdido es porque mezclamos en una misma idea nuestra definición y nuestra valoración de lo humano, de donde resulta una estación borrosa e imprecisa que el maquinista no alcanza nunca a ver y en la que el tren nunca se detiene. Esta confusión es principalmente obra de la vulgarización de la teoría, pues, estrictamente hablando, la idea del eslabón perdido no pertenece a la teoría evolutiva. Pero, más allá del problema de la definición de los eslabones al que esto apunta, es innegable que la andadura social de la teoría no ha logrado desprenderse de la valoración de lo humano como coronación de la evolución, ni del hecho de que a menudo sean los mismos evolucionistas quienes la promuevan. Contribuyen así a la formación de una categoría espuria, sin ver que es la misma que esgrimen los creacionistas contra ellos. (El reproche creacionista no se equivoca porque valore al hombre; se equivoca porque quiere introducir esa valoración en el cuerpo de una ciencia objetiva… Pero no voy a discutir aquí ese asunto). En cualquier caso, la experiencia de mi identidad con la mona no me cierra los ojos ante los principios que debe respetar una teoría que pretenda ser justamente eso: una teoría, una teoría científica. Ver mentir a la changa suscitó en mí una extrañeza como la que pinta un famoso poema de Tablada (“El pequeño mono me mira… / ¡Quisiera decirme / algo que se le olvida!”), pero no es eso lo que ahora me interesa sino lo que el acto de la mona tiene que decirle a la teoría lingüística. Dicho de otro modo, la experiencia no me lleva a mí a proclamar la unidad de todo lo viviente y a convertirme a alguno de los misticismos a la moda; me lleva en cambio a poner en crisis (a criticar) unos principios que creía bien fundados. La ciencia moderna (y por una vez no me refiero a la física sino a la etología) ha puesto en crisis ya varios de los rasgos con que pretendíamos caracterizar y distinguir lo humano, aunque a veces sea sólo relativizándolos o matizando su definición (es decir, acotando un poco más el sitio donde esperamos que aparezca el eslabón perdido). Así, el hombre ya no es el único animal que produce herramientas, ni el único animal social, ni el único capaz de mentir… (Y de esta crisis no me cura esa suerte de reduplicación de los mismos rasgos: insistir ahora, por ejemplo, en que el hombre es el único animal que hace herramientas para hacer herramientas. No creo que eso sirva más que para prorrogar el plazo de la siguiente crisis). Con todo esto no quiero decir que la pretensión humana de distinguirse del resto de la naturaleza sea inútil o ilegítima. Lo que digo es que la ciencia moderna ha puesto en entredicho algunos de los argumentos que se han dado para hacerlo, y que es probable que nunca deje de hacerlo. A la caída del Homo Faber le sigue quizá la del Homo Symbolicus. No sé si ésta será total o relativa, pero sé que de ella deberá hacerse cargo en algún momento, ya no sólo la psicología, sino también la lingüística. |