No. 52 / Septiembre 2012 |
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Poesía de Washington Benavides: |
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Por Rosario Peyrou En alguna ocasión el músico Eduardo Darnauchans me contó que en el liceo de Tacuarembó, analizando Noches blancas de Dostoievsky, el profesor, Washington Benavídez, hizo escuchar a los alumnos un par de canciones de Simon & Garfunkel que estaban relacionadas con ese texto. Gracias a esa lección, ha dicho Darnauchans, «para mí desde muy temprano se borraron las categorías». Un poco después, a fines de los años 60, un grupo de muchachos se reunía en casa del profesor. Eran músicos y escritores o querían llegar a serlo. En esas veladas de música y literatura intimaban con Chejov y Dostoievsky (al que llamaban familiarmente «el Dosto»), con los trovadores provenzales, con los concretistas brasileños, escuchaban música medieval o renacentista, y a Little Richard, a los Beatles, a Bob Dylan o Atahualpa Yupanqui. Los muchachos eran los poetas Eduardo Milán y Victor Cunha, el narrador Tomás de Mattos, y los músicos Eduardo Darnauchans, Eduardo Larbanois, Carlos Benavídez, Héctor Numa Moraes. El maestro, que siempre se ha negado a considerarse como tal, dice que en esas reuniones nunca hubo jerarquías, que él aprendía junto con sus discípulos. Lo cierto es que de ahí salieron muchas de las canciones que marcarían una época de la música popular de calidad. Y es seguro que también salió de allí más de una vocación literaria consolidada, como es fácil comprobar atendiendo a esos nombres. Pero sobre todo, a la sombra de Benavides -«Bocha» como le decían los muchachos-, se aprendía lo que dice Darnauchans: que no hay arte culto y arte popular, ni nacional o extranjero, que el arte es uno solo porque su función es siempre hacernos más sensibles, más auténticos y más libres. Toda la obra de Benavides es una transgresión de las categorías y las normas consolidadas, una afirmación de libertad en el terreno de la creación. Culto y popular, transparente y complejo, provinciano y cosmopolita, a propósito de Benavides se ha repetido la fórmula que inventara el poeta Elder Silva y que lo define como «una sociedad de poetas vivos». Lo llamativo, lo que vuelve incanjeable su obra, es que a través de esos registros tan disímiles Benavides ha buscado respuestas a las mismas preguntas, ha consolidado una mitología personal, ha dibujado, al fin, su propio rostro sobre la superficie cambiante de su escritura. El poeta y la poesía La pregunta sobre qué es y para qué sirve la poesía recorre como un fuego subterráneo toda la poesía moderna. Expulsado como Adán del paraíso por la sociedad industrial el poeta (que fue «profeta» y tuvo una misión sagrada en la antigüedad clásica) se pregunta sobre su identidad y su misión en la sociedad, sobre la relación entre la palabra y el mundo. Ningún poeta verdadero ha dejado de planteárselo. Desde Rimbaud los poetas quisieron «cambiar la vida» y buscaron distintos caminos para darle un sentido a su tarea. Renovar las palabras de la tribu, viabilizar otra forma de conocimiento, encontrar analogías secretas entre el hombre y el universo, «pensar» de una manera distinta al pensamiento racional, afirmar el juego y la imaginación frente a un mundo utilitario, fueron algunas de las muchas respuestas que los poetas han dado a la pregunta sobre la poesía. Esa inquietud late desde los inicios en la obra de Benavides, y está en el origen de su extraordinaria versatilidad. Ninguna respuesta parece conformarlo y esa búsqueda, como la del pintor japonés Hokusai, es la que lo empuja hacia la experimentación permanente. «Yo no soy de por aquí» Desde sus primeros poemas publicados en la revista Asir, a comienzos de los 50, Benavides se reveló como un poeta genuino: un lirismo refinado, una fuerte imaginación poética, una destreza natural para los ritmos, un oído musical privilegiado. A la vez también mostró desde el inicio un impulso transgresor que lo llevaba a quebrar la retórica, a huir -cuando era necesario- de lo literariamente prestigioso: Tata Vizcacha (1955), fue quemado en la plaza pública en un auto de fe organizado por un grupo neofascista, es un libro áspero, deliberadamente prosaico, compuesto a la manera de la Spoon River Anthology de Edgard Lee Masters. Lo curioso es que a la vez, Benavides estaba escribiendo los textos que luego publicaría en El Poeta, un libro hondo y personal, que contiene los sonetos metafísicos de Los pies clavados y abre una vertiente que también reaparecerá, subterránea, a lo largo de sus quince libros posteriores. Con Las milongas (1965), su libro más célebre, inaugura otra línea que lo acerca a lo popular, a la tradición de sus mayores: «Yo escuchaba a mi padre y su vihuela,/ su son antiguo, su perfecta escuela/ de patriadas, de sierras y bailantas…/ Sabía, desde niño, que aprendiendo/ esos sones, me estaba componiendo/ como cuando de un sueño te levantas» (dice en Inventario personal, de Finisterre un libro publicado veinte años después). Lo que lo diferencia claramente del nativismo es que a través de los octosílabos de las milongas y del paisaje del pago, Benavides hacía una poesía existencial, de diafanidad aparente, que no tiene nada de costumbrista o de ingenua. El motivo simbólico del viaje, el de la búsqueda de un lugar «otro» que le dé sentido a la existencia personal y colectiva ya aparece en ese libro: «Yo no soy de por aquí/ no es este pago mi pago/ que es otro que ya no sé si lo hallo». Ese lugar utópico se confundirá más tarde con los nombres que le dieron otros poetas y que Benavides toma como propios: la Pasárgada de Manuel Bandeira, la Fontefrida del romance, la Sansueña de Luis Cernuda, la Canterbury de Chaucer. También aparecen en este libro los versos que la crítica ha repetido como resumen de su arte poética: «Por eso no se sorprendan/ si contrapuntean aquí/ la guitarra de Gabino y el arpa del rey David». Dos tradiciones: la popular personificada en el payador Gabino Ezeiza, la culta simbolizada en el arpa de David. Y siempre la música, «la música mi madre», como ha escrito. Una poética de la lectura Lector omnívoro y de insaciable curiosidad, Benavides tuvo desde muy joven trato con los clásicos y con la tradición moderna, incluyendo a la poesía inglesa, menos transitada por los poetas uruguayos del momento. El encuentro con la obra de Ezra Pound le dio la libertad necesaria para usar esas lecturas en la construcción de sus propios textos. El trabajo de Pound sobre la tradición, su uso del collage, la paráfrasis y la parodia, alimentó ese «tejido» que Benavides ha hecho con las palabras de otros poetas desde la poesía china a los griegos y latinos, de los trovadores provenzales a la poesía moderna. Libros como Hokusai, Lección de exorcista o La luna negra y el profesor, son claras muestras de esa modalidad, aunque la cita es un recurso constante en casi todos sus títulos. Los experimentos en los límites entre poesía y prosa que hace en Historias, Fotos o Tía Cloniche, también se relacionan con la lección de Pound y su preocupación por devolverle a la poesía su precisión, su «condensación» de sentido, una secreta tensión fuera de la retórica «poética» gastada por el uso. La labor del poeta es entonces también una tarea de recuperación y de sostén de la tradición literaria. Relectura del pasado: resignificación del pasado. La suya es, como en Borges, una poética de la lectura, o una poética antropofágica, para usar la fórmula de los modernistas brasileños. Y en eso, entronca con ese rasgo cosmopolita que para Octavio Paz define la poesía hispanoamericana. En un poema de El Molino y el agua, significativamente titulado Prontuario hace el recuento de algunos nombres: Borges, Macedonio Fernández, John Donne, Berceo, Garcilaso, Bernart de Ventadorn, Pound, Sabines. (Pudo agregar Laforgue, Bandeira o José Juan Tablada). La poesía anula los tiempos y los espacios, hace contemporáneos a hombres que escribieron con siglos de distancia. Porque Benavides sabe que «El poema no empieza/ donde empieza/ ni acaba donde acaba» (…), (Definición de Fragmento en Lección de Exorcista) y dice luego «Pero el poema comenzó antes (cuando entramos, la función ya había comenzado). Y será bueno si podemos dar testimonio del fragmento/ que vimos. Nada más.» Y agrega luego, «Pero recuerda: ese tejido no lo empezaste tú/ y no será tuya la puntada final». La intertextualidad es la puesta en obra de esa convicción. Simultáneas, la alondra de Bernart de Ventadorn y la calandria de Benavides cantan contra la adversidad y la muerte, empujan «ojos y frente oscuros a lo alto» (Hokusai). El poeta se sabe portador de ese fuego que deberá entregar a otros. Es la poesía la que lo saca de su soledad y lo impulsa hacia los otros y hacia el mundo. El poeta en la calle Por qué se escribe, para quién se escribe, cuál es el lugar del poeta -la calle o la torre de marfil- son algunas de las preguntas que se plantearon los poetas de su generación. En Murciélagos (1981) escrito en plena dictadura militar, esa pregunta vertebra el libro. Sintiéndose solo, fracasado, «bandera de remate», «trapo suelto», el poeta lucha por no ser «ni ave de paraíso/ ni sapo de otro pozo». Y concluye que los otros, los prójimos son los que dan sentido a su contienda con las palabras: «Esos grises (los míos)/ me sostienen./ Son mi peto infranqueable/ mi baciyelmo/ puro». En su diccionario personal, la ciudad con sus estridencias es un símbolo del exilio, del destierro de aquel lugar utópico que en la memoria se confunde con el pago y adquiere la significación de la vida verdadera. Pero la ciudad es una metáfora doble: es el exilio, pero también el barco compartido, la responsabilidad hacia los otros; el poeta o «el profesor con su paraguas» es también el hombre entre los hombres. En consecuencia, nada puede quedar excluído de su poesía: expresiones populares conviven con palabras del mundo de la propaganda o del cine y se mezclan con otras prestigiadas por la literatura. Como los exterioristas nicaragüenses, hay un Benavides que cultiva una poesía impura hecha con los elementos de la más vulgar cotidianidad, con cosas de la «costrosa vida» («Area de la belleza» en Poesía). Y un Benavides urgente, que no pretende quedar en la memoria sino cumplir una misión concreta. Afortunadamente esa poesía comprometida no lo limita, como ha sucedido con tantos de sus contemporáneos. Benavides sabe que su obligación última es con la poesía («Ni al César lo que es del César ni a Dios lo que es de Dios», dice en Lección de exorcista). Dudo, luego creo Una inquietud metafísica está detrás de la pasión con que Benavides ha vivido su vocación y sus dudas. De esos «crisantemos de la desesperación» como llama a los versos desechados en la papelera, de esa lucha con las palabras, se desprende una necesidad de trascendencia, una interrogación a ese Dios «turbulento y callado». Desde los sonetos de Los pies clavados al bellísimo El mirlo y la misa (2000), el poeta, como Jonás, huye de un Dios que no deja de acosarlo. El amor erótico, la pasión civil, la tensión hacia una Sansueña siempre esquiva, son también nostalgia de una armonía última que dé sentido a la existencia. Imprecatorio a veces, como un heresiarca que no se conforma con las explicaciones fáciles y tranquilizadoras, ese Benavides que dialoga consigo mismo y con los demás también habla con Dios. Aunque a veces piense que sus «pesados pies/ que solo el polvo asila/ jamás levitarán hacia la luz de arriba» toda su poesía es una afirmación ética y estética que lo lleva (y son sus palabras) a «comprender que el hombre no es una circunstancia,/ no es un azar impuro,/ y que siempre estará por encima del polvo…»
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Selecta de Benavides
Diferencias vamos a escuchar las voces pero vamos a entendemos que lo que quiero decir yo vengo de un fondo viejo pero un puente de guitarra por eso no se sorprendan De Las milongas, 1965
El jugador supo jugar el ajedrez con el Diablo
sin abandonarle jamás ninguna pieza grande. Sir Thomas Browne Necesito saber (Fausto, Sir Thomas) Esta hoja verde, el hueso recubierto ¿Es la Naturaleza el artificio y qué del cátaro, del albigense? De Poesía, 1959-1962
Anda un amigo Anda un amigo en medio de la noche. En medio de la noche o con la aurora De Murciélagos, 1981
Canción de los lentes El poeta envejece. De Finisterre, 1986
Confusa exaltación y representación a Nené
-«Estás igual..» No. -Claro que envejeces; «Si universo y si tiempo nos sobrara…» No temo por la pérdida segura Old Ezra bien lo supo. Rememoro De Poesía, 1959-1962
Cuando se vive al borde Cuando se vive al borde -aún el helado visitante filtra No es fácil ver De Poemas de la ciega, 1968
El viejo loco del dibujo Escrito a la edad de setenta y cinco años Mira después de todo ángulo De Hokusai, 1975
La revelación Deodoro pisó el marco De Tía Cloniche, 1990
Negativo de una canción Esa calle es la misma De Los sueños de la razón, 1962-1965
No es un tigre de papel El tiempo está en los otros. El tiempo está en nosotros. Que nadie pierda tiempo cerrándole las puertas El mundo (tu mundo) se despuebla De Fontefrida, 1979
Soneto dos al borde del milenio ¿Cómo te sientes, entre tantas cosas, mordiendo, líderes o presidentes; Pero ¿están derribados esos muros? las esvásticas vuelven a los muros, De Poesía, 1959-1962
Prontuario 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 De El molino y el agua, 1993
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