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Las salvajes secas Todo en una sola cucharada. Pero su efecto no termina ahí. Esa experiencia, inexistente antes de la lectura del poema e imposible de borrar después de ella, no sólo extiende su ominosidad hacia los atardeceres que vendrán, sino que se alarga también hacia todos los que podamos recordar, es decir ocupa para siempre ese espacio preciso de nuestra imaginación. Jorge Cuesta, en su Canto a un dios mineral, describe su efecto magníficamente, y pareciera incluso que está hablando del poema de Dickinson, o de la lectura de Vendler de esa imagen de Dickinson, cuando dice que “la vista en el espacio difundida es el espacio mismo”, pero que “cuando se evapora está en las ondas preso”. Ésa es precisamente la actividad que hace en nosotros una obra de arte, a la que llamaré mejor una “hecha”, para recuperar una palabra antigua que nombraría lo que, en lenguaje de Borges, construye o elabora un “hacedor”. “Hecha” sirve además para obviar el calificativo “de arte” y juega con “deshecha”, en su sentido de despedida, de cancioncilla al final de un poema, como si ambas cosas la figuración y su abstracción, hecha y deshecha, hicieran al poema. No otra cosa es el “Anda putilla del rubor helado, anda, vámonos al diablo” con que José Gorostiza termina su Muerte sin fin, y a lo que sor Juana le responde desde el final de su soneto: “sabe que estás haciendo la deshecha”. Una hecha, una rehecha, que en principio, reconozco, suenan horrible, pero quizás nos podamos acostumbrar, que podrían expresar el carácter performativo de toda obra de arte, su ir y venir de imagen a abstracción, y servir para abarcar por ejemplo lo que sucede en un poema de Dickinson en parte gracias a los guiones, pero también lo que pasa en un sutilísimo quiebre corporal de una coreografía de Merce Cunningham, o en el dibujo de una hoja hecho por von Carolsfeld: su acción abstracta. La relación entre abstracción y puntuación en los poemas de Dickinson permite entender las distintas maneras que el lenguaje emocional tiene para desfigurarse y mejor configurar sentidos, apuntes, direcciones. Esas aballadas, para recuperar otro término indispensable, están ahí, son parte del lenguaje, y a la vez son su ocultamiento. El esfuerzo por mostrar, o mejor dicho por desencadenar la abstracción, empieza a despuntar de modo inobjetable durante el siglo diecinueve, como si una necesidad nueva, siempre presente pero siempre latente, necesitara ahora salir a la superficie, ponérsenos por delante, como el coche al caballo, para entender qué significa. Claro que luego hay que regresar las cosas a su lugar, supongo, para seguir andando, y no otra cosa sucede con la poesía que sigue o en la que desemboca la tensión moderna. Este cambio está en las raíces del romanticismo, detrás de sus vehementes personalizaciones, y aparece ya de manera indudable en las impersonalizaciones con las que la modernidad se afirma y disfraza. El llamado a la abstracción está así en el incipiente puntillismo que aparece en la sonoridad de los poemas de Rubén Darío, por ejemplo en “¡Oh, quién fuera hipsipila que dejó la crisálida!”, aunque en realidad está desde el principio de toda actividad artística, en el origen de la conformación de cualquier hecha, sea en la imagen que aparece en la pantalla de un videopoema recién terminado, o en el trazo certero de un león prehistórico en las rugosas paredes de las cuevas de Lascaux. Lo que sucede es que a partir del siglo veinte se deja ver de manera cada vez más indudable, como si fuera no una opción sino una necesidad del arte, pero también una nueva afirmación de la especie, una manera necesaria ahora de tocar la muerte, y también de afirmar la vida. Quizás por eso los seres humanos hemos sabido acomodar o sustituir, de una manera extraña, los restos enterrados por las volátiles cenizas. La abstracción, que en la poesía del reciente siglo llega a ser muchas veces casi diamante puro y duro, como en la “escritura de piedras, sombras” de Paul Celan, incomprensible más allá de sí mismo y desde sí mismo hacia el mundo, ya estaba presente y activísima en la roca natal de Góngora, y como el mar que entra en el arroyo breve de sus Soledades, se precipita desde ahí en todas las expresiones poéticas que tengan fuerza para perdurar, macerada a sus últimas en la poesía de la modernidad, desdoblada de nuevo en mucha de la que ahora se hace. Pero antes, y por eso, si bien ya venía latiendo en el balbuceo de San Juan, también se da, desde siempre, en la niña que empieza a hacer ruidos guturales, inundando el mundo desde el principio. Helen Vendler expone esta sinestreza, o mágica actividad abstracta de la obra de arte o hecha, al explicar cómo funcionan los poemas de Mansfield: “Entre más leemos a esta poeta, más llena ella nuestra atmósfera —natural, intelectual, moral— con sus abstracciones cruzadas con sus imágenes, con sus inesperados tonos conversacionales, de lo grave a lo festivo. Después de ser persuadidos por un poema, nos comenzamos a preguntar cómo es que el poeta lo ha hecho inolvidable, y nuestra curiosidad nos lanza a un análisis que nos persuade una vez más, esta vez de una manera estética, de los sentimientos que gobiernan al poema. Al entrar en los poemas de Dickinson a través tanto de sus sentimientos como de sus estrategias, nos volvemos ‘portadores de su inclinación de la luz’, de esa ‘diferencia interna – / En donde los sentidos, están -’.” Lo que hace Dickinson con sus poemas en los lectores, esa fuerza abstracta reconducida a punta de emoción y voluntad a la objetivación y plasmación, es lo mismo que lograron los dibujos de hojas de von Carolsfeld, o los de su amigo Friederich Olivier, en el invierno de 1816-1817, o el necesario diálogo intenso y personal que tuvieron de Coleridge y Worsworth para alcanzar sus baladas líricas en los albores del romanticismo, para hablar de dos casos de colaboración, no de proyecto o proceso individual. La abstracción está presente en todo poema cierto, y es el elemento ingobernable que lo habita, aquello que a la vez fija el poema y desperdiga el sentido. Vale la pena tratar de entender por qué esta necesidad de abstracción empieza a desprenderse de su realidad integrada en toda obra de arte a partir del siglo diecinueve. Hace un momento apunté que tiene que ver con nuestra relación con la muerte, que es y no es la misma que la Góngora, o sor Juana, pero lo fascinante, independientemente de eso, es que ese vertido de abstracciones y consistencias no se dé sólo entre una obra y un receptor, sino en un trasvase de obras y tiempos abisal, es decir inconmensurable, como pasa en cada uno de nosotros, si nos detenemos para caminar a ver. ![]()
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Ilustración:
Retrato de Emily Dickinson tomado de http://mybanyantree.files.wordpress.com/2007/09/author-project-emily-dickinson-poster-c12396664.jpeg Friedrich Olivier, Feuilles d’érable mortes, 1817, KSK Berlin http://doudou.gheerbrant.com/?cat=34 |
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