20 marzo, 2023

Lo que no se puede enterrar

de Fanny Enrigue | Inéditos

 
Lamia

En la gruta, encerrada
se ha pegado tierra a mi falta de miembros
monstruo
más de quinientas horas sin dormir
los ojos (siempre) abiertos con que en una era
Hera me suplició.

Los ojos
en todas las horas con la muerte del último hijo, fija:
su alargada agonía y los balbuceos
antes de siniestrarme
antes de esta cola de reptil
fui una madre que imploré: no te lo lleves
el último, no.
La de blancos brazos dilató el dolor.
¿Cuántas eras tarda?
¿Era necesario
verlo perder absolutamente toda la sangre? ¿Era necesario
verlo mirarme así, Hera?

Dame amapola
narcotízame.

Antes de mis silbidos caminantes.
Hera: herida
incurable
para mi penúltimo bebé. De un día
a otro día
la diosa vaca lo hizo enflaquecer
hasta quedarlo como una aparición.
Sorbida hasta su médula: en mis ojos
en mis senos la leche que nunca amamantó
quemadura de la diosa
calcinada por los celos, pétrea.

Dame, dame amapolita.
Hazme dormir
ciégame.

El antepenúltimo, que era el primero
de los tres hijos
de Zeus que concebí antes de mi cueva
antes de mi rostro
de fiera líbica. Un traqueteo un golpe contundente
desde el cielo murmuró el fin
el inicio de las tajantes catástrofes
por Hera venidas.

La primera de las cicatrices para el pupilar:
cada hora insomne
cada estación insomne, la vista
en la muerte de cada uno de mis hijos. Huérfana
hueca hasta en mi propio óbito.
La mía estirpe desgarró
desviscerada.

Narcotízame. Dame aunque sea un poco
un poco damapola
damapolita
dame.

 

II

La primera coyuntura era chirriar
en el reflejo de un charco en la linde en el borde:
mirar en el agua
en mis ojos vistos en el agua el homicidio de mis niños
su gesto imparlante, aterrado.
Suficientes sacrificios, suficiente paga: otórgame el don
de la ceguera. Y esperé todas las horas
velando
lo que nunca podría enterrarse.

Palpé
mi deformidad fugada por la tristeza a esa guarida.
La condena de no cerrar los ojos
ver las últimas respiraciones de los críos
mientras ellos me miraban
ma ma ma
palpé mi monstruo. En esa cueva
nadie
podría verme.

Zeus no cambiaría mi sino, Zeus no me cegó.
Quítatelos
me rumoró en secreto (casi inaudible)
una noche y los otros días
mis ojos
con pena madre
miraban perpetuamente los crímenes
dentro de una vasija.

Mientras, yo velaba sin ellos lo que no se puede enterrar.

 

III

Tantos días había preguntado
hacia dónde va la sangre de los niños
que mueren.
Quién acompaña en la subterránea morada
a cada uno de ellos
quién les dice: no tengas miedo y los acaricia.

Dónde está la sangre de las madres cuyos hijos matan.
¿Se es todavía una madre
cuando ellos han partido?

Los crímenes se sucedían en la mirada diurna
una y mil veces dentro de aquella vasija.
Infinitas veces dentro
de la memoria.
Los crímenes iban rompiendo la membrana
que me guardaba el juicio.

Nocturna: sacaba mis ojos del cuenco
y una vez en el rostro, salía de la caverna a espiar
como los búhos como los gatos.
Nadie
podía
verme
mientras miraba yo.

 

IV

Iba creciendo un gran tiburón en mi esófago
en ese hueco
de mis hijos. Iba volviéndose deforme
mi rostro en las horas
de noche que recuperaba mis ojos de aquella vasija.

Debí dejarlos ahí
al cuidado del barro y no de mi apetito.
Debí quitarme los colmillos, no salir
a silbar a los caminantes
no hablar con dulzura a los niños ajenos.

Pero no había carne tan tierna
como la intacta.

¿Se es todavía una madre
cuando se arrebata
a otras madres a sus críos?

 

Odiseo [fragmento]

Aró la tierra para sembrar sal como haría un loco
porque los locos no van a las batallas.
Tampoco alistan bueyes y asnos
pero eso no lo pensó
no lo pensó él ni quienes miraban la sal cayendo.

Qué puede crecer de la sal
además de la demencia.
Qué puede ser más estéril que permanecer atado a una cama
a una mujer.

Él miraba caer la sal, como si fueran semillas
o una vulva. Penélope, quizá.
Conducía a los animales
aunque parecía que tenía los ojos
en otro lado. Quién sabe, de verdad,
dónde tienen los ojos los enajenados.

Tú no estás loco, hijo de puta
(o como eso pueda decirse en griego antiguo).
Deja de hacerte pendejo.
Tú no estás loco, juzgó Palamedes
y puso al bebé en medio de los surcos
y el polimetis detuvo la yunta. Y fue a la estúpida guerra
e ideó un caballo. Un gigante rocín de madera
que perdió a miles de hombres. Y cada héroe muerto
por su espada semejaba tanto, tantísimo, a aquellos granos de sal
sembrados en la simulación de la locura.
Cada grano de sal lleno de sangre
como su propio hijo en medio de la tierra.
Los locos, entonces ciegos. Los locos, los sin visión.

Detuvo a las desgraciadas bestias.
Que se pudra todo el arado.
Telémaco, le dijo, aunque él no tenía palabra. Telémaco.
Luego lloró y fue por sus armas. Telémaco, hijo,
le habló y se embarró de su tierra. El mar
y todas las batallas. La memoria
cada maldita cabeza que partió
con la espada era un grano de sal, el torso de su descendencia.
No existe el olvido, Palamedes, ¿y la cordura sí?

 

Áyax [fragmento]

Fui su más dulce presa.

Artiodáctilo, ungulado, rumiaba con el resto de las reses
los rebaños y los guardianes del majadal. Pacíamos como botín
sin pensar en futuros sacrificios. Nuestra lana
no era de oro, tampoco podíamos volar. Pacíamos.

Lúgubre, sorpresivamente llegó el del gran escudo
atados (unos a otros): pastores, toros
perros, dos carneros fuimos llevados a su tienda. Con un hacha
desmembró  degolló
maltrató animales y hombres.
Partió espinazos, creyendo que grandes jefes
se desangraban a sus pies: la fuerza no debe verse
domesticada.

Escuché el extremo de la lengua
cortada, caer. Escuché el sonido de la cabeza rodar lejos
de la tienda.
Las patas blancas de aquel carnero, oscurecerse con la sangre.

Mis dos pares de cuernos, los casi ciento cuarenta kilos
y mi hermosa lana marrón, me hacían el mejor de los ovinos. Por eso
pensaba, no me ha matado a mí. Mis treinta y dos dientes
triturando la devastación.
Solo el lustre del hacha en lo oscuro, su filosa voz.

Por eso no me ha matado.
Mis pupilas en forma de ranura me traicionaban:
sin girar la cabeza podía ver su arma, su furor.
¿Quién se atreve a mirar el rostro de un hombre enloquecido?

Luego paró: dos o tres vueltas alrededor de ese cementerio
animal. Entonces comenzó a atarme al poste. Me llamaba
iracundo
con un nombre que no era el mío, porque yo no tenía ninguno.
Me insultó con palabras
que solo un dios pudo haberle enseñado.

Maldice a los argivos. Me azota.
Odiseo, cerdo: tú no mereces las armas, grita.
Y mis pupilas horizontales
miran el látigo doble con que me enrojece. La fuerza
no debe verse humillada.

Yo soy su más dulce presa.

 


Fanny Enrigue / Guadalajara, Jalisco, 1976. Estudió Filosofía en la Universidad de Guadalajara. Autora de Sucesión de la sombra (2007), Prácticas de crueldad para el verano (2012), Sordina (2017) y la plaquette Pinzas. Nuestro método es ciencia (2018). Ha sido becaria del PECDA-Jalisco durante los periodos 2004-2005 y 2022-2023.