La mujer contestataria. Un cierto rostro de la mujer pastún en la poesía popular de la lengua pastún (2)
| Ensayos, TraduccionesSegunda parte de dos. Puedes leer aquí la primera parte de este ensayo.
Presentación, selección y traducción de César Alvarado. Revisión de la traducción y asesoría editorial de Camilo Rodríguez.
II) El honor
Tal expresión de amor, que recurre al sentimiento de honor y caballerosidad, constituye en sí misma una forma de protesta contra cierto estado de cosas y una negación de algunos valores admitidos. Ella introduce un elemento problemático y de malestar en la tranquilidad de la conciencia masculina, segura de sus derechos y superioridad, puesto que la vida social de la tribu pastún no se rige ni por el código de amor ni por la verdadera ley religiosa. Está regulada, antes que nada y esencialmente, por el código de honor. Y el amor y el honor están en una relación conflictiva, a menudo contradictoria. El código de honor está hecho por los hombres, para los hombres, y uno de sus objetos esenciales es la mujer.
Para el hombre, sin embargo, uno de los aspectos negativos del código de honor es la “vergüenza” de la deshonra. Y la causa de dicho estado es, a menudo, la mujer. El escándalo llega siempre por ella. Por ejemplo, el hombre cuya esposa, hermana o hija se escapa con un amante —y eso ocurre— cae en el estado social del deshonor; de un día a otro se convierte en un hombre venido a menos, expulsado al margen de la vida social. Para él las relaciones de igualdad, intercambio y cooperación se interrumpieron de un solo golpe. Si es lo bastante perspicaz y se da cuenta a tiempo del secreto de la mujer enamorada, tendrá en ese caso la oportunidad de salvar su honor —y es algo en lo que raramente falla—. Él mata a los amantes. Pero sucede a menudo que solo la mujer es asesinada, mientras que el hombre escapa. Entonces este es denunciado públicamente por el esposo engañado y perseguido toda su vida para ser ejecutado. El hombre que mata pone a la familia del difunto en la obligación, basada igualmente en el honor, de vengarse. Así se pone en marcha el engranaje de una vendetta que se perpetúa a través de generaciones.
La pregunta más interesante que se puede plantear, a mi parecer, es la siguiente: ¿cuál es, a través de los landays, la actitud de la mujer respecto al código de honor de esta sociedad varonil? Bueno, cuando yo leo y releo los landays femeninos de dicho tema, creo escuchar una gran carcajada —una carcajada metálica, sonora, sin piedad ni ternura—. Estos hombres duros y severos aparecen ante ella como niños y ella parece decir a esos pequeños barbudos: “Puesto que ustedes están tan orgullosos de su masculinidad y les gusta tanto jugar el juego del honor, pues bien, yo voy a entrar a su juego y voy a empujarlos hasta las últimas consecuencias de sus propios principios”.
En efecto, las cosas suceden como si esta mujer esclava, un objeto más entre otros, objeto de intercambios sociales y, sobre todo, objeto privilegiado del código de honor, se volviera, por una ironía de la dialéctica, en un sujeto, una voluntad que pretende dominar la situación. Si hay un conflicto armado, el hombre se encuentra obligado a partir, no puede quedarse atrás porque las chicas del pueblo se burlarían de él. Si regresa de una batalla, de un largo viaje o de una hazaña cualquiera, él se preguntará siempre: “¿Qué dirán las mujeres del pueblo?”. Si vuelve humillado, por ejemplo, derrotado de la guerra, sin haber acabado con su enemigo, o sin haber traído suficientes riquezas materiales para comprar su antigua tierra o conseguir un nuevo prestigio, y con ello recobrar su posición social perdida, le será imposible vivir honorablemente en su casa, bajo la mirada implacable, elocuente e irónica de esta “mujer” silenciosa, de apariencia sumisa y obediente pero dura, sin ternura ni piedad. Ahora es la opinión de la mujer, la mirada de la mujer, la que decide cómo debe comportarse el hombre de acuerdo con su propio código de honor.
Esta mujer parece ir hasta las últimas consecuencias de su actitud, respecto al código de honor, cuando se trata de sus propios hijos. Es ella quien envía a su hijo a la guerra de vendetta, le aconseja que se comporte como un héroe, que no regrese con vida —y si vuelve, debe tener heridas graves, no en la espalda, sino en el pecho—. Creo poder afirmar que efectivamente ella no experimenta ese sentimiento común que se ha denominado “amor maternal”. En todo caso, ella no parece amar con “amor maternal” a ese joven que llama hijo.
Para una actitud tan poco “maternal”, en el sentido corriente del término, quizás podemos aducirla a tres tipos de razones:
1. Entre los trabajos de esclava que ella cumple, la tarea más difícil y pesada tal vez la constituya el número considerable de niños que alimenta y cría, de los cuales ve morir a más de la mitad en diferentes edades. Sin mencionar el trabajo deshumanizante, este espectáculo tan repetido de niños que mueren endurece su corazón. Por eso en esta vida cruel, llena de violencia, los sentimientos de “ternura” y “amor maternal” pertenecen al ámbito del lujo.
2. Apenas el hijo se vuelve adolescente comienza a golpear a su propia madre. Esos ataques de violencia y crueldad hacia su madre constituyen una suerte de iniciación a la vida adulta, una afirmación de la masculinidad. Y el padre asiste a esas escenas de afirmación masculina de su hijo con una suerte de complaciente indiferencia.
3. Finalmente, los hijos suelen ser el fruto de un matrimonio forzado, la descendencia de un esposo detestable, que se comporta como un amo absoluto y tiránico.
En general, su sometimiento físico y moral, su estado de inferioridad en una sociedad masculinizada al extremo —que la desprecia desde su nacimiento—; pero particularmente, sus numerosas maternidades y la alta mortalidad infantil, la violencia de los hijos hacia sus madres y el matrimonio forzado, me parecen los factores determinantes de la estructura psíquica particular de la mujer pastún.
Ahora bien, a propósito del honor, veamos algunos ejemplos de landays en los cuales la mujer lleva al hombre a la trampa de sus propios valores:
Entonces serás digno de acurrucarte en mi pecho.
¡Que perezcas en el campo de honor, mi amado!
Para que las chicas canten tu gloria
cada que vayan a sacar agua de la fuente.
¡Oh, amor! Si tiemblas tanto ahora en mis brazos
¿Qué harás cuando de las espadas cruzadas
broten mil relámpagos?
En la batalla de hoy, mi amado le dio
la espalda al enemigo.
Me siento humillada por haberlo besado anoche.
¿Por qué mi amado no traerá la victoria?
Puesto que yo, su amada, lo acompaño
a medio camino de las trincheras.
Que te traigan cortado en pedazos
por las filosas espadas,
pero que la noticia de tu deshonor
nunca llegue a mí.
Vuelve perforado por las balas de fusil sombrío.
Yo coseré tus heridas y te entregaré mi boca.
¡Mi amado! Si tú le das la espalda al enemigo
no vuelvas más, tu lugar no está en la casa.
Ve a buscar refugio en un país lejano.
¡Mi amor! Date prisa y alcanza las trincheras,
que aposté tu cabeza con las chicas del pueblo.
III) La muerte
A menudo, esta mujer extraordinaria también piensa en la muerte pero de una manera particular. Ella no parece concebir una entidad como un alma, separada y separable del cuerpo, sino que canta a ese cuerpo y, por medio de este canto del cuerpo, revela otro aspecto esencial pero inseparable de la realidad física: el corazón. Él es el sitio de las emociones, de la felicidad y la tristeza, de las esperanzas pasajeras y las desesperanzas profundas. El término “corazón” es utilizado a menudo como una forma de hablar.
Pero es sobre todo con su cuerpo que se siente más a gusto. Habla de su frágil juventud como la flor salvaje de las altas montañas; de la embriaguez de sus ojos lánguidos; del néctar de sus labios, recompensa de los héroes; de sus lunares como estrellas en el firmamento de su rostro sereno; de su cabellera color de la noche; de sus senos duros como granadas de Kandahar; de sus muslos de terciopelo…
Sin embargo, mientras más piensa en su cuerpo y deseo de amor, más sensible se vuelve al paso de la vida, al carácter efímero de la existencia.
Esta es su reacción frente a una epidemia en el pueblo:
porque la muerte ronda el pueblo
y pronto podría llevarme.
Y el tiempo que vuela:
La vida es el crepúsculo de una tarde de invierno
que pasa tan rápido.
Y finalmente, he aquí lo que queda del amante muerto ante sus ojos:
Mi amado se ha reducido a polvo
y el viento de la llanura se lo lleva lejos de mí.
Esta mujer es la verdadera hija de la tierra, que parece creer que la muerte es un simple regreso a la tierra y a sus elementos, como el viento, el polvo, la hierba, el agua y el fuego. Y nada más. El más allá no parece preocuparla en lo más mínimo. No hay un solo landay femenino que exprese la esperanza o el temor por otro mundo. En cambio, lo que hace profunda su desesperación es no haber vivido lo suficiente, no haber sentido bastante su belleza y su juventud, las alegrías del amor, no haber gozado bastante de los frutos de la tierra. Lo que la hace sufrir, sobre todo y esencialmente, frente a la muerte, no es en absoluto la angustia de una suerte desconocida, ni los remordimientos por las faltas cometidas, sino el arrepentimiento por expirar con un hambre enorme, nunca saciada de alimentos terrestres, una gran sed nunca satisfecha de felicidad humana aquí abajo.
Estos particulares rasgos del rostro de la mujer pastún —pues tiene muchos otros que merecen ser estudiados—, los cuales hemos presentado a través de los landays, la colocan, en mi opinión, en el rango de una heroína de tragedia. En efecto, ella es un ser profundamente desesperado, y esto de dos maneras: en primer lugar, porque su amor en este mundo es un irremediable callejón sin salida, ineluctablemente destinado al fracaso y a la muerte; y luego, porque no tiene esperanza en un más allá que parece no existir, o que si existe también está hecho para los hombres.
Ella no se otorga un alma separada del cuerpo, no conoce la ternura ni la piedad; no sabe más que de su corazón y sus sentimientos de felicidad y tristeza, de esperanzas pasajeras y desesperanza profunda. Sobre todo, ella no conoce más que su cuerpo, sus placeres momentáneos y sus dolores duraderos.
Esa mujer es la verdadera hija de esta tierra a la cual se parece: ella es simple y sin complejidad, como el paisaje de esas planicies desnudas; es pura, límpida e impetuosa, como los ríos de esos valles rocosos; es bella, imponente y dura, como las montañas azuladas del Hindukush.
Sayd B. Majrouh / Kabul, Afganistán, 1928 – Peshawar, Pakistán, 1988. Fue un escritor, poeta, folclorista y político afgano. Doctor en filosofía por la Universidad de Montpellier y decano del Departamento de Literatura en Kabul, Afganistán. Tras la invasión soviética, se exilió en Peshawar (Pakistán), donde fundó el Centro de Información Afgana. Además de su trabajo como folclorista y recopilador de poesía popular de mujeres pastún, publicó Ego-monstruo, una obra monumental en la que, a través de la filosofía, el cuento y la poesía, deplora la tiranía en todas sus formas. Fue asesinado el 11 de febrero de 1988 en Peshawar.
César Alvarado / Ciudad de México, 1990. Estudió la licenciatura de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es poeta y editor.