Eduardo Langagne (Ciudad de México, 1952) ha publicado Infinito día después de ocho años de silencio, tras Verdad posible (2014); ha tenido tiempo para meditar y rediseñar su pensamiento poético. Infinito día es un poemario dividido en dos partes, más una suerte de intersticio titulado “Noticias”, que marca la inflexión de algunos temas, aunque existe una continuidad temática en todo el volumen.
La primera parte se abre con el poema “El ingenioso Hidalgo” (pp. 13-14), tomando como comparación el octosílabo “En un lugar de la Mancha”, y convirtiéndolo en patrón de la lírica popular, de la que nuestro autor efectúa un alegato. Más bien se trata de una elusión del barroquismo o del artificio, de la poesía oscura y hermética. Ahora bien, en otros poemas, como en “Conversación” (p. 62), se alude directamente al misterio de la poesía, cualidad intrínseca para que un poema sea poema, o como en “Apuntes”: “Está científicamente comprobado:/ la poesía no tiene ciencia./ Es el arte de expresar con palabras/ lo que no tiene explicación científica” (p. 74).
Este ir y venir alrededor de la poesía, con la metapoesía como centro, se observará en otros textos, tanto en la primera como en la segunda parte; aunque en cierto modo en la primera parte del libro destacan los poemas que hablan del pasado y, en concreto, de los amigos. Fe de vida. Una relectura del tiempo ido que es, a su vez, una invitación a gozar el presente, ese infinito día que da título al libro, y que es el último poema del poemario (“Convicción”, p. 97). Leer el pasado como método de impulso hacia el futuro, como en “Cuando niño el futuro era este” (p. 42), donde se cumple el futuro del pasado en este momento actual: el niño de entonces piensa al adulto de ahora.
Los amigos desaparecidos (“Amigos que perdimos”, p. 16) son, de la misma manera, testimonio de ese tempus irreparabile fugit, y de la tristeza de haberles sobrevivido, de quedarnos solos con nuestro recuerdo. Llega una edad en que el tiempo que queda por vivir es menor que el tiempo vivido, y eso puede crear una pesadumbre o melancolía que, en el caso de Langagne, es suave y no demasiado obsesiva. Posee sus puntos de inflexión, no obstante, cuando el poema nos habla de los sueños, de los monstruos de los sueños, escapan a través de ellos todas las frustraciones de la vida cotidiana, como en “Mal sueño” (p. 31), que dialoga en la segunda parte con “Sueño” (p. 96); ambos, sin proponérselo, pueden ser cara y cruz de una misma inquietud. Una melancolía optimista, resumiendo, atraviesa los poemas de este Infinito día, en consonancia tal vez con la saudade lusófila. “Marin Sorescu” (pp. 18-19), “A Rumen Stoyanov, en Bulgaria” (p. 20) y “Una fotografía” (p. 22) exploran a fondo la amistad, la nostalgia del tiempo ido o la añoranza por su pérdida. De ahí también esos “Espacios del recuerdo” (p. 30): “si antes la memoria era mi mayor tesoro,/ confundo ahora sus elásticos pasos/ en el sonido que me lleva arrastrando/ por los días que pasaron y ya tengo borrados o difusos” (ibíd.).
Como decía, en ambas partes de este volumen emergen con nitidez las reflexiones metapoéticas y se equilibran temáticamente. De hecho, hay textos y fragmentos que abordan este asunto en ambas secciones, incluso en el interludio “Noticias”. “Duermevela” (p. 32) y “Escritura” (p. 33) conformarían una dupla que se sumerge en los problemas de la creación poética, cercana al silencio. Por un lado, en “Duermevela” la poesía rompe el silencio: “A la mitad del sueño hay desesperación/ de nuevas realidades que brotan en silencio» (p. 32), pero necesita a éste para surgir, a pesar de que la palabra es todo lo contrario al silencio (su opuesto). Por otro lado, en “Escritura” se toma conciencia de los límites rilkeanos del lenguaje y de nuestra imposibilidad de decir aquello que sentimos, la distancia entre los sentimientos y las palabras: “¿Cómo encuentro la palabra que me falta / para expresarla en estas páginas inciertas?” (p. 33). En cualquier caso, tenemos que agradecer a Langagne que, contra todo eso, la poesía sigue erigiéndose como el mejor antídoto contra el silencio, y que aquello que no puede ser dicho no merece la pena intentar expresarlo, ni preocuparse por ello. Por eso se responde a sí mismo: “Empezaría diciéndole al poema/ que si quiere ir lejos le conviene/ seleccionar el viento más propicio,/ abrir las alas/ y celebrar su momento” (ibíd.). La poesía no debe cerrarse, enclaustrarse en una sola idea. La poesía debe estar preparada en cualquier momento para emprender el vuelo de la imaginación, para discurrir libre. “Palabras que se deslizan” (p. 66) es una buena muestra de ello, ya en la segunda parte, y quizás uno de los mejores poemas del conjunto.
En “Confirmado” (p. 68), Langagne dialoga con un poema de Fabio Morábito que comienza “Siempre me piden poemas inéditos”, de Delante de un prado una vaca (2011), para afirmar que la poesía no es sólo inédita, sino con el neologismo ilecta (p. 68). Ciertamente, un poema que se precie siempre posee un novum lingüístico que lo convierte en algo que se regenera en cada lectura que realizamos de él. Esa tradición cercana, además, se refuerza por la larga tradición de lecturas, gustos y preferencias que nos muestra nuestro autor desde el inicio, desde Antonio Machado, en la cita inicial que abre el libro y “En un puente de piedra” (p. 93), Ramón López Velarde y Fernando Pessoa (también por partida doble), las “Décimas lezámicas”, que jalonan estructuralmente ambas secciones, Carlos Drummond de Andrade, Federico García Lorca, Luis de Góngora, Francisco de Quevedo, José Asunción Silva, Edgar Lee Masters, John Keats, Edgar Allan Poe, Rubén Darío y Enrique González Martínez, sin pretender ser exhaustivos. Como vemos, el repertorio es amplio, lo cual nos indica la tradición en la que se engasta la propia voz de Langagne, de la que él se hace heredero. Ése es un pasado que también se actualiza en el presente, a través de su relectura, puesto que fue proyectado por sus autores hacia el futuro. Dejemos, sin embargo, la idea de posteridad al margen para no entrar en honduras que nos llevarían muy lejos…
Otros nombres anónimos, casi anónimos o menos conocidos, pululan por Infinito día. Por ejemplo, Diego Saúl Reyna y Alfonso Ramos, dos obreros que trabajan en el edificio Trump International Hotel & Tower en Vancouver, y que colocaron una bandera mexicana para reivindicar el valor de los “Migrantes” (p. 82), su honradez y buen hacer (conste que este texto podría ser otra de las “Noticias”). Sirva de paso este poema y otros fragmentos de Infinito día como un punto y aparte que marca un tono social en el que se denuncian las fronteras, las banderas y las injusticias de los mapas, “—aunque el viento del mundo no requiere documentos—” (ibíd.), como en “Geografías” (p. 85), cumpliendo un canto en contra de la propiedad privada de la tierra, «falsos propietarios, pues las islas son del mundo” (ibíd.), ya que el planeta Tierra no pertenece a nadie o, dicho de otro modo, pertenece a la humanidad, y en nombre de su explotación se han cometido las peores atrocidades. Por eso en “Ciudadanos” (p. 24) se dice «Estamos en la tierra. Somos sus habitantes” (ibíd.), y en “Buen deseo” (p. 79), el poeta, o la voz verbal del poema, no desea riquezas ni dinero. La puesta nos habla de un citoyen du monde.
El trasunto de los migrantes espolea la otra gran matriz temática de Infinito día, que es el camino (de estirpe machadiana también). El camino en el sentido del peregrinar (no en vano leemos “Peregrino”, p. 95), el iter medieval como territorio vital y la vida como una realidad in via, que se realiza en la medida que la vamos viviendo, es decir, transitando. En “Trayecto” (p. 38), por ejemplo, se aúnan tradición y camino vital, pues “Venimos de otros poemas” (ibíd.): excelente verso que resumiría buena parte de este poemario. Y son muchas las composiciones que hacen referencia semántica al camino, al recorrido: “Una ruta” (p. 44), “Horizonte y abismo” (p. 46), o “Caminante nocturno”, entre otros. Esto daría sin duda para mucho más, pero baste dejar este apunte aquí para incitar al lector a acercarse al poemario. Somos conscientes de que hemos dejado otras interesantes y estimulantes tramas por desgranar, pero este acercamiento pretende ser una viva invitación para bucear en estas magníficas páginas.
Alejandro Aura, Sección Aura. Antología poética (prólogo y selección de Eduardo Vázquez Martín), Ciudad de México, UNAM, 2024, 176 pp.
En 2008 Alejandro Aura (Ciudad de México, 1944-Madrid, España, 2008), narrador, poeta y dramaturgo, fue conocido sobre todo por su carrera de actor. Como escritor entró en ese limbo del olvido al que la mayoría de los escritores están condenados, y del cual pocos vuelven a salir relegados a una ficha biográfica en la enciclopedia o una referencia al vuelo en una historia literaria. Pero yo —llevo agua a mi molino— creo que fue ante todo poeta. Hay otra manera de sobrevivir: la memoria de los que lo conocieron y fueron sus amigos. Uno de ellos, Eduardo Vázquez Martín — colaborador muy cercano—, acaba de publicar Sección Aura, ceñida antología de una obra lírica muy extensa, en la colección Poemas y Ensayos de la UNAM, que puede —y debe— traerlo otra vez a la lectura en presente como uno de los más brillantes poetas de la generación del 68. No es un azar que sea Vázquez, poeta 20 años menor, quien asuma el trabajo de antólogo con una visión juguetona y festiva, en cierta manera sin pretensiones, manifiesta desde el título: Sección Aura. Recuerdo la gracia que le hacia a Aura su libro Fuentes en guiño paródico a la famosa novela breve de Carlos Fuentes.
Alejandro Aura escribió, actuó y dirigió Salón Calavera, un clásico del teatro mexicano. Hace unos años, cuando se acercaba el décimo aniversario de su muerte, el Fondo de Cultura Económica hizo un tímido intento de publicar su poesía reunida. El proyecto se quedó en el tintero y es una tarea pendiente. Se trata de un extenso corpus de muchos libros publicados en ediciones hoy inencontrables. En su momento pensé que el título para ella debía ser ese: Salón Calavera, tomado prestado de su dramaturgia, porque el papel que él interpretaba en la obra —ese crooner transformado en diablo de la noche, venido de la muerte— lo representaba idealmente en mi memoria como el poeta que, ante todo, fue como escritor. El conjunto de su poesía nos revelaría, además, un autor que va del humor a la seriedad y vuelve de ella con renovada carga lúdica en una celebración de la vida en la que, como muestra su antólogo en Sección Aura, es también una paradójica celebración de la muerte, como el personaje de su obra de teatro vio venir paso a paso.
La manera en que Eduardo organiza la selección es propositiva y afortunada, no cronológica y dividida en tres apartados: “La fiesta de la ciudad”, “Vida súbita” y “Canto al cáncer”. Empezaré por esta última porque en mis diversas lecturas de su poesía cada vez me parece más evidente que es así como hay que leerla, y que así se limpia la mirada de muchos prejuicios acumulados en su lectura. Y no tanto por el efecto dramático que ello provoca, cuando el autor, herido por el fatal cangrejo, dio una valiente lucha por lo que siempre le importó: la vida. La sombra de la enfermedad le dio una nueva luz a su escritura. No perdió, sin embargo, el desenfado con el que la asumía, aunque sí sumó una búsqueda formal llamativa a través de una forma fija —en cierta manera la reina de las formas— que fue el soneto. El velado pesimismo que siempre se adivinaba bajo el sonriente histrionismo de sus poemas, presto al elogio de la vida y la existencia, se transforma y se asume como un proceso de, llamémoslo así, desencarnamiento en busca de la/el calavera/rostro del maestro de ceremonias. Él, que gustaba de cocinar para sus amigos, sabía que la carne da sabor al caldo. En Aura el desencanto se resuelve en canto.
Una señal evidente: el uso del soneto. En un poeta tan desparpajado, el recurrir a una forma tan estricta podemos verlo como un desafío personal y un alarde de oficio que nos debería llevar a reconsiderar lo que hace con el verso libre en sus inicios. Vázquez Martín señala la importancia que tuvieron para él dos maestros en apariencia antitéticos: Juan José Arreola —con quien se inició literariamente en la década de 1960 en torno a la revista Mester y la Casa del Lago— y Efraín Huerta —de quien fue gran amigo y cuya amistad ayudó al autor de “El Tajín” a renovarse líricamente en su madurez con el condimento del humor en los poemínimos—. Dos figuras algo antitéticas: el juglar en busca de la página perfecta que termina por no escribir, sino sólo hablar, y el poeta urbano poseído por cierta amargura que acaba por perder la voz por una traqueotomía, el taumaturgo exhibicionista y el reconcentrado melancólico que en Aura encuentran, si no una síntesis, sí un cruce de caminos. Hagamos un juego de palabras: el narrador que habla por la extraña (el otro, sobre todo la otra) y el poeta que habla por la entraña. El histrión conocedor de su oficio sabía el encanto que daba a su poesía escucharla dicha por él.
Pocas formas hay tan difíciles de leer en voz alta como el soneto, adaptarse a su fraseo, evitar que la rima se oiga como ripio, transmitir su arquitectura interna. A veces es más fácil cantarlos. Aura era un gran lector y conocía mucha poesía tanto clásica como contemporánea; a la vez que sabía mucho de cultura popular, sabía muchos boleros de memoria —bromeaba, por el parecido físico, que podía ser hijo de Julio Jaramillo— y le gustaba cantarlos. Por otro lado, en su prólogo, Vázquez Martín cuenta muy sucintamente cómo la escritura de sonetos surge de una conversación-desafío-sugerencia de hacer sonetos con el también poeta Julio Trujillo que incluye en el apartado “Canto al cáncer”. Esta forma le atrajo por su condición de forma introspectiva y ceñida a los 14 versos, que le aporta una verbalidad/sonoridad notable y que tal vez le viene de la lectura de los Sonetos votivos de Tomás Segovia, con quien, como señala Eduardo, tuvo una estrecha amistad en los años españoles de Alejandro.
Borges señalaba que a los modernos —se refería al siglo XX— la fortuna del soneto les estaba vedada, que ella pertenecía a los Siglos de Oro. Creo que, con su consabida malicia y coquetería, sabía que se equivocaba. No sólo él escribió sonetos muy buenos, sino que su práctica es abundante y notable en ese siglo, practicado en abundancia por las vanguardias, que no le eran simpáticas al argentino. Pero los de Aura pertenecen a más al siglo XXI: tienen una modernidad diferente, son de alguna manera naturales. Nos enseña en ellos a diferenciar entre verbosidad y verbalidad. El matiz es muy importante en su poesía. Lo verbal es lo opuesto de la verbosidad, y si Aura no es —no puede ser— barroco, no lo es ni en sus poemas más complejos. Y la poesía más “escrita” se cumple mejor en su lectura en voz alta. Y el primero en saberlos es, justamente, el de la voz (otro título posible para su poesía completa). En ese sentido, la ceñida antología —más de 1 500 páginas dejan, acaso, 200— nos ofrece un Aura diferente al que la crítica —yo mismo incluido— ha ofrecido en las pocas veces que se ha ocupado de él y hay que agradecerlo.
Pongo un ejemplo personal: al escribir mi ensayo “Una poesía del desparpajo”, incluido en Para una política del texto —pensado como un posible prólogo a su poesía completa—, realicé una lectura más o menos cronológica, aunque no se me escapaba que había que leerla iluminada por los poemas de su última década. Vázquez Martín cambia con tino la perspectiva, abandona en parte la cronología y propone tonos y temáticas. El recurso al humor y a la ironía no es ya una manera de seducir al lector/escucha, sino de evitar las certezas y, sobre todo, las verdades absolutas a las que la poesía mexicana se había vuelto tan afecta. No hay en él un escepticismo gritón, sino más bien amable. Basta comparar su libro Volver a casa con La zorra enferma de Eduardo Lizalde (ambos Premios Aguascalientes de forma sucesiva en 1973 y 1974), este último mucho más ácido. Prolonguemos el juego del antólogo: la zona Aura no es áurea, sino más bien sombría. La luz de El poeta en la mañana es aquella que viene de la sombra, que de ella emerge en el milagro del día.
¿Paradoja? No necesariamente: una luz matizada en la experiencia vivida, con sutilezas de poeta visual y a la vez también de establecer una narrativa —romance o relato— en conversación con los vivos (y no sólo con los difuntos). Lo que sí resulta paradójico es que el poeta en la mañana sea un poeta tardío, consecuencia de esa conversación. Pero desde esta conversación hay que replantear la etiqueta, ya lugar común, de poeta conversacional que se le suele aplicar; mejor “poeta conversador”. El perfil de Aura como actor le proporciona, además, otro elemento, no tan frecuente entre los poetas: la memoria. Hay en sus versos un gusto en evocar —hacer oír— los versos de otros poetas —el mismo Huerta, Carlos Pellicer, Ramón López Velarde e incluso Amado Nervo—, evitando así la banalidad de lo original y reafirmando que la poesía la hacemos entre todos. En especial: la leemos entre todos. La manera en que el actor memoriza es lo que le otorga libertad en el escenario y, también, en el caso de Aura, en la página. Quedará para otra ocasión un par de temas: ahondar en su actitud ante la muerte y, en contraparte, su actitud ante el amor. Hay que agradecer a Eduardo Vázquez Martín y al sello editor —la UNAM— esta oportunidad de leer a un Alejandro Aura absolutamente nuevo.
Crayón rojo
En 1950, cuando el poeta Jaime Torres Bodet era director general de la UNESCO, esta organización comisionó a Octavio Paz una antología de poesía mexicana para ser traducida al inglés y al francés. Al inicio, Paz listó a 35 poetas mexicanos y eligió a un dramaturgo hibérnico para la traducción al inglés: Samuel Beckett. El resultado final sería la Anthology of Mexican Poetry, un volumen publicado no por la UNESCO, como se había planteado inicialmente, sino por la Indiana University Press en 1958.
Para fortuna mía, gran parte del archivo de Samuel Beckett está en el Harry Ransom Center en la Universidad de Texas en Austin. Un fólder con 183 páginas sueltas, numeradas a mano con crayón azul, contiene el manuscrito mecanografiado por Paz en español sobre el cual Beckett trabajó unos tres o cuatro meses. Al inicio del manuscrito, una especie de índice cronológico enumera los poetas que formarían parte de la antología, empezando por Francisco de Terrazas (¿1525?-¿1600?) y culminando con Ramón López Velarde (1888-1921), con presencias estelares entre ellos, como la de Juana de Asbaje, José Juan Tablada, Salvador Díaz Mirón y Amado Nervo.
En este índice, escrito a máquina, hay algunas anotaciones en crayón rojo en mano de Beckett, mayoritariamente guiones y taches que escoltan los títulos de ciertos poemas. Una clave para interpretar el significado de estas marcas está en una carta a Georges Duthuit donde Beckett escribió lo siguiente: “And then the Mexicans. I am going green over them. A third of the way down the great river, Señor Paz changed his mind, cutting twenty or so poems (a dozen of which I had already translated) and adding on as many” [“Y luego los mexicanos. Me están sacando canas verdes. A un tercio del camino, el señor Paz cambió de opinión y quitó una veintena de poemas (una docena de los cuales ya había traducido) y añadió otros tantos”]. Dado que el número de poemas que Beckett tachó en crayón rojo en el índice coincide con el número de poemas que menciona en su carta a Duthuit, podemos suponer que las marcas en crayón rojo fueron una petición directa de Paz. Quizá el intercambio fue una llamada telefónica o una reunión en un café; ambos vivían en París en 1950.
En esta carta, Beckett le da a entender a Duthuit que Paz añadió otros 20 poemas, cosa que es decididamente falsa. ¿Por qué Beckett exageró esta situación? Más adelante, escribiría que traducir a los poetas mexicanos había sido su “peor experiencia literaria”. ¿Cuáles y cuántos son los poemas que realmente añadió Paz, a un tercio del trayecto por el río? La respuesta la tenemos escrita en mayúsculas y con el mismo crayón rojo al final del índice: bajo el nombre de Ramón López Velarde, Beckett añadió una sola palabra, entera y ominosa, REYES. Sin precisar títulos de poemas ni nombres de pila, Beckett inscribió esta leyenda carmín a manera de colofón, quizá, un final rojo en los créditos de una película en blanco y negro.
Entre los muertos
Mi hipótesis es que corregir la omisión de Alfonso Reyes en la antología pudo haber sido nada más y nada menos que el motivo del encuentro (auditivo o presencial) entre Beckett y Paz. Es posible que Paz haya querido eliminar otros poemas sólo para permitirle la entrada a Reyes, y por lo tanto las tachaduras en crayón rojo sean sólo una manera de abrir espacio para el regiomontano. Esto explicaría el desencanto de Beckett, que ya había traducido algunos de los poemas eliminados, y que ahora se tendría que encargar de traducir al nuevo integrante de la antología, por cierto, sin ayuda de un amigo hispanoparlante que le había prometido revisar la traducción: “Result: I have to get through the new ones on my own” [“Resultado: tengo que encargarme de los nuevos por mi cuenta”]. Paz escogió seis poemas de Alfonso Reyes para la antología: “La amenaza de la flor”, “Yerbas del Tarahumara”, “Río del olvido”, “El vaivén de Santa Teresa”, “Apenas…” y su célebre “Sol de Monterrey”.
Varios autores señalan que el único criterio que impuso la UNESCO a Paz era que no podía incluir a autores vivos en la antología. Hasta antes del crayón rojo, todos los autores incluídos habitaban el mundo de los muertos. López Velarde, el último en la lista, había fallecido prematuramente de pleuresía en 1921 a los 33 años. López Velarde y Reyes fueron absolutamente contemporáneos, con una diferencia de edad de 11 meses entre sus fechas de nacimiento. Sin embargo, Reyes vivió hasta los 70. Cuando la antología fue comisionada, Reyes tenía 61, y ésta fue publicada un año antes de su muerte.
Si es cierto que la UNESCO excluyó a los poetas vivos de la antología, Paz debió haber tenido muy buenas razones para incluir a Reyes. Por un lado, era un reconocimiento muy grande: evidenciaba que para Paz el único poeta vivo que merecía formar parte de esta recopilación histórica era Reyes. Con Reyes culminaba una manera de escribir poesía. Estaba en la cúspide del presente poético. Al mismo tiempo, al incluir a Reyes, Paz estaba fechándolo, incluyéndolo entre los rangos de la historia y de los muertos. Consagrándolo, sí, pero también tallando la lápida de su poética. La inclusión tardía de Alfonso Reyes marca el término de un ciclo.
Alfonso Reyes habitó un espacio liminal en la literatura mexicana. A partir de su inclusión en la Anthology of Mexican Poetry, podemos pensar en su obra poética como la bisagra que articula el pasado literario con la poesía contemporánea. De la misma manera en que no reparamos en los goznes de una puerta al abrirla y cerrarla (los goznes habitan lo oculto), son estas pequeñas mariposas metálicas las que articulan el mecanismo lúbrico del umbral. Sin Reyes no podemos comprender a los Contemporáneos. Tampoco podemos dar cuenta de Octavio Paz como ensayista. Entre 1949 y 1959, Reyes fue nominado al Nobel cinco veces. De manera importante, fue nominado por primera vez el año previo a que la UNESCO comisionara la antología a Octavio Paz. En los años que tomó terminar la Anthology of Mexican Poetry (1950-1958), Reyes no sólo era un candidato muy fuerte para el premio, sino que su reconocimiento, para muchos, parecía inminente. Sin embargo, Reyes nunca alcanzó el Nobel. Años más tarde, tanto el editor como el traductor de esta antología serían galardonados en Suecia.
En tinta rosa
En el archivo del Harry Ransom Center, además de los originales en español mecanografiados por Paz y las traducciones mecanografiadas por el traductor, hay dos páginas de notas escritas a mano en tinta rosa y azul. Se trata de una lista de palabras que Beckett no comprendía del todo y que probablemente consultó con Paz. En un esclarecedor ensayo, María José Carrera cuenta 59 palabras en estas listas. No conozco el criterio de Carrera, pero sé que agrupa frases como una sola instancia, dado que si contáramos palabra por palabra exceden por mucho las 60. Por ejemplo, “conoce la o por lo redondo” es una sola “duda” que Beckett le presentó a Paz. Siguiendo este criterio, yo logré contar 54 palabras o dudas. Lo importante para los fines de este ensayo es que de esas 54 palabras desconocidas, unas 15 pertenecen a los poemas de Alfonso Reyes. Es decir, en una traducción que incluía a 36 poetas, la mayoría del siglo XIX, con un mínimo de 140 poemas, del 25 al 30% de las dudas de vocabulario que tuvo Beckett provenían de los seis poemas de Alfonso Reyes. Es una cifra impresionante y muy reveladora.
Las palabras que Beckett anotó son principalmente nombres de plantas y brebajes y la mayoría corresponden al poema “Yerbas del Tarahumara”: tesgüino, peyote, yerbaniz, limoncillo, orejuela, chuchupaste, pasto de ocotillo, entre otras. En estas dos páginas, flechas y signos de igualdad entrelazan palabras como yerbaniz con yerbabuena o limoncillo con plante amère. Después de varios meses de tratar de descifrar la caligrafía, puedo concluir que Beckett equivale tesgüino con eau de vie de maïs, un garabato rosa que hasta ahora había permanecido como un misterio para la crítica. Estas definiciones no formaron parte de la traducción final, eran solamente guías para Beckett. Es interesante que la mayoría de las anotaciones en rosa están en francés. Para orejuela hay un genérico plante y para chuchupaste, pasto de ocotillo y grado (sangre de grado) un anticlimático herbes.
Me pregunto si es posible, siquiera, traducir el limoncillo, la contrayerba, la orejuela.1 Son especies que no existen más que en la región donde son endémicas. Algunas veces, quienes traducimos nos enfrentamos a la dificultad de que no exista un nombre común en la lengua meta para las especies en peligro de traducción. Alfonso Reyes había puesto la mirada en las palabras más humildes, las más pegadas a la tierra, las que brotaban de ella y era imposible traducir sin desenraizar y matar. Quizá por eso los poemas que Beckett tradujo de Alfonso Reyes fueron sus menos favoritos de una antología que de por sí consideró “execrable”. Quiero pensar que la dificultad de traducir “Yerbas del Tarahumara”, en específico, atizó su desdén. Sin embargo, Beckett no se rindió. Trabajó arduamente en estos poemas.
Al final, el verso “yerbaniz, limoncillo, simonillo” quedó traducido de manera imprecisa como “mint and cuscus and birthroot”; “la yerba del venado, el chuchupaste y la yerba del indio” fueron transmutados a “sumac, chuchupaste and hellebore”. Ésta última, el eléboro, es una de mis plantas favoritas, pero sin duda no la yerba del indio. Quiero pensar que, por lo menos, Beckett buscó especies alternativas que también fueran medicinales. De manera interesante, el chuchupaste no encontró equivalencia y pasó a la publicación final íntegro, con sus sílabas africadas, como un heraldo que no puede transformarse o una hierba salvaje que cruza una frontera de contrabando.
Tinta mojada
No podemos saber qué opinó Alfonso Reyes de la traducción que hizo Beckett de sus poemas. No sabemos si leyó la antología, siquiera, aunque es probable. Pero sí conocemos las opiniones de Reyes sobre la traducción en general, plasmadas en el capítulo “De la traducción” en La experiencia literaria, que abre con una cita de George Moore:
Ciertos sustantivos, por difíciles que sean, deben conservarse exactamente como en el original; no hay que transformar las verstas en kilómetros, ni los rublos en chelines o en francos. Yo no sé lo que es una versta ni lo que es un rublo, pero cuando leo estas palabras me siento en Rusia.
Al inicio del ensayo, Reyes se muestra un poco escéptico ante esta postura, pero termina por aceptarla. “El objeto del traductor debe ser el no quitar a la obra su sabor extranjero”, escribe Moore. En cuanto a la traducción de Beckett, Reyes habría abogado por una traducción que refrescara la extranjería del texto. Con Moore, comparte que no hay que cambiar las verstas por kilómetros ni los urogallos por gallinas, pero no considera el hecho de que por lo menos existen las palabras versta y urogallo en español. Beckett se enfrentó a los sustantivos botánicos, etnológicamente relevantes para los pobladores de la sierra Tarahumara con la misma ignorancia del europeo que le pregunta al conquistador si en América hay muchos árboles.
Las implicaciones políticas, históricas y culturales de una traducción de este tipo son considerables. ¿Cuál es el propósito de traducir y trasladar los nombres de estas especies a una cultura en la cual no existen? Sin duda alguna, Reyes creía que la vegetación del Valle de México se podía trasladar de manera prístina al lenguaje y acercar a quienes no la conocían como la palma de su mano. En ese sentido, Reyes suscribe la lógica enciclopédica de los relatos de conquista que tanto informaron su obra más popular, Visión de Anáhuac.
Los lectores contemporáneos se asoman a estos problemas de traducción y transculturación con mayor escepticismo. Es el mismo escepticismo y reticencia que tiene Antony en la obra egipcia de Shakespeare, cuando vuelve a casa y se enfrenta al problema de narrar/traducir qué es exactamente un cocodrilo. Ácido, Antony recurre a la tautología. El cocodrilo “tiene la forma de sí mismo”, “se mueve con sus órganos”, “vive de lo que lo alimenta”, y es del color del cocodrilo. Sus lágrimas son “lágrimas mojadas”. La visión de mundo de Antony sostiene que no hay posible traducción: lo único que podemos hacer para trasladar la idea completa del cocodrilo es sostener un espejo donde A=A, un cocodrilo es un cocodrilo. A veces, hay espejos tan limpios que no permiten ver nada. Frente a esta enigmática descripción, los interlocutores de Antony responden con un decepcionante: “‘tis a strange serpent”. Es decir, vuelven a quebrar la esencia del cocodrilo, reduciéndolo a una especie conocida, lo hacen sólo una “serpiente extraña”.
Asimismo, Beckett hizo del tesgüino una bebida extraña de maíz, y de la yerba del indio, una especie de eléboro. Qué revelador es que la traducción de Beckett optó por domesticar la flora y la fauna y la cultura de las “Yerbas del Tarahumara” de Alfonso Reyes. A fin de cuentas, la traducción había sido comisionada por un organismo internacional cuyo fundamento ideológico es la absoluta traducibilidad cultural.
Tinta de espejo
Si suscribimos la idea de Robert Frost de que aquello que se pierde en una traducción es la poesía, cuanto más difícil es una traducción ¿más poético es el texto fuente? ¿Es Alfonso Reyes el más poético de la Anthology of Mexican Poetry? O bien, ¿debemos pensar que Reyes no debió de haber formado parte de la antología, que algo verdaderamente distinto lo separaba de los poetas anteriores y que añadirlo interrumpió el ritmo de traducción que Beckett ya había amaestrado?
En su ensayo sobre la traducción, Reyes hace referencia a una de las metáforas más bellas que hay sobre la misma. Cervantes veía esta labor humana como el envés de un tapiz donde todos los hilos están sueltos. Es una imagen muy bella que no obstante demerita la labor del traductor. A mi parecer, lo más bello que se ha escrito sobre la traducción aparece de manera fugaz en un poema que escribió Nabókov sobre su traducción de Eugenio Oneguin de Alexandr Pushkin. Nabókov escribe: “Las palabras reflejadas solo pueden temblar, / como luces alargadas que se tuercen/ en el espejo negro de un río”. Pienso en eso, pienso en Beckett escribiendo los poemas de Alfonso Reyes con tinta reflejante y pulso tembloroso. La traducción de Beckett de las “Yerbas del Tarahumara” es sólo un ejemplo del nivel de arraigo que Reyes sentía por nuestro territorio y de la dificultad de trasladar de manera limpia todo un sistema ecocultural. Si el cocodrilo es el cocodrilo, el chuchupaste es el chuchupaste, y la teoría de la traducción, en los rincones más íntimos del lenguaje, es sólo un reguero de espejos.
Como a Paz, muchas veces la poesía de Reyes me parece más cercana al mundo de los muertos que al de los vivos, quizá por su compromiso con la rima. Si bien la rima en un poema funciona como un elemento de familiaridad, algo que predecimos levemente o intuimos, a veces puede hacer demasiado eco. Quizá sea la rima insistente la que hizo a Paz incluir a Reyes en esa antología que tenía la acústica monumental y marmórea de los mausoleos. Pero para Beckett, la ignorancia y el hastío lo hicieron llegar a la traducción del último poeta con mucha menos reverencia. El recinto ya no era mausoleo, los poemas eran habitaciones simples, llenas de muebles estorbosos. Por eso, a pesar de las imprecisiones botánicas, las traducciones de Beckett consiguen refrescar los poemas de Reyes de una manera alucinante. En “La amenaza de la flor” que se “pinta ojeras”, Beckett transforma un sustantivo en verbo: “flower who kohl your lids” (sic). Los dos últimos versos de “Sol de Monterrey”, “Yo no conocí en mi infancia/ sombra, sino resolana”, se convirtieron en “No shadow in my childhood/ but was red with sun”, una visión que deja su herraje en la memoria. Si bien la inclusión de Reyes por parte de Paz lo embalsamaba, la traducción enrarecida de Beckett lo revivía de nuevo, una y otra vez. En esta antología —y quizá en la historia de la literatura mexicana—, Reyes es la mariposa y la bisagra, es el eslabón perdido, un eco que viaja entre los vivos y los muertos.
En esa habitación sencilla a la que llegó Beckett, traducir era cambiar los muebles de lugar, cambiar la acústica del poema. Traducir un poema con rima es enfrentarse a los espejos de una habitación. Cuando Beckett decidió traducir sin rima los poemas rimados de Reyes, movió todos los espejos de lugar. Al cambiar el sitio de un espejo, la costumbre se queda rota ahí, desnuda, sin el consuelo del ser. Sólo hay una fría nada blanca. Un memento mori. Vale la pena leer estos seis poemas. Y contemplar en ellos ese abismo.
* Ensayo perteneciente al libro colectivo Bosque de pólvora. Lecturas explosivas sobre Alfonso Reyes (ed. de Fabián Espejel), de próxima aparición bajo el sello editorial de la UANL.
1 En su ensayo sobre la traducción de Valery Larbaud de “Yerbas del Tarahumara”, Adolfo Castañón rescata una carta de quien fuera el primer traductor de este poema al francés, donde le expresa a Reyes la misma dificultad a la que se enfrentó Beckett: “Desde ahora puedo decirle que tengo la intención de traducir por equivalentes calcados sobre ellos mismos todos los términos que ni el Diccionario de la Academia Española, ni Vicente Salvá me pueden proporcionar. Por ejemplo sugiero ‘petite-oreille-derat’ (orejuela de ratón), ‘Simonille, ocotille’… Pero si existen términos franceses correspondientes que no sean científicos ni del linaje de Linneo, los preferiré a ‘simonille’ u ‘ocotille’”.
1
En 1912 (Hart Crane sería un adolescente que
comenzaba a entrever su canteo por los chicos),
el empresario Clarence Arthur Crane, de Cleveland,
inventó los caramelos Life Savers, futura
metonimia sublime del pop americano.
[¿Es un espóiler
parodiar en un poema
lo sublime?]
Según cierta leyenda, la
(inexistente) hija de Clarence se atragantó una vez
con un dulce. Esto habría inspirado el orificio
de las pastillas. La realidad es más vitriólica,
como el olor a pudrición de los mercados: 1912
es el año del hundimiento del Titanic. Los salvavidas
habrán estado en el anhelo de cualquiera
que amase la tragedia o los barcos
transatlánticos. Si lo miras desde ahí,
no hay un salto demencial (la diferencia
es de τέχνη) entre el invento de Clarence
y los poemas de su vástago,
cultor de los oscuros calendarios de los reyes muertos
y de la ingeniería civil: puentes y grúas pastoreando nubes.
No quiero demorarme demasiado
en la icónica ironía que traza el hijo
del inventor del caramelo Salvavidas
arrojándose al mar para morir:
Hart Crane, pontífice, homosexual, alcohólico,
neoyorquino del midwest, rival de Eliot, heredero
de Emerson y Whitman, órfico clown
que saltó a las aguas del Golfo de México
desde el buque Orizaba tras recibir una paliza
el 27 de abril de 1932: veinte años y doce días
después del hundimiento del Titanic.
Hart Crane es el Titanic, Váruna abotargado
por su propio talento. Pienso en él,
fríos los pies al salir del infierno,
en esta noche helada
y las estrellas cintilan como náufragos.
2
Los primeros Life Savers eran blancos, de menta.
No dudo imaginarlos como una quemadura
subliminal en el pietaje del Titanic.
Las cosas que perdimos en el mar:
manos cortadas sobre la mesa de Monopoly
un parpadeo entre dos gaviotas
una mujer con una invocación en griego tatuada en la cadera
jardines japoneses de arsénico de cuarzo
los ojos sin alfanje del ahogado /
El pietaje que existe del Titanic:
la muralla cubista que zarpó de Belfast
durante un minuto justo
el capitán Smith en un puente de mando que
—dicen los enterados— es más bien el del Olympic
un panning de icebergs y un letrero de help!
que sólo pueden ser un reciclaje: docuficción avant la lettre
y los barcos de rescate llenos de periodistas / todo
trucado o alusivo: caída angélica en estado de remake /
Hart Crane es el Titanic.
Recuerdo sus últimas palabras,
no las que dijo a Peggy Cowley
antes de abandonar el camarote (I´m not going to make it, dear,I´m utterly disgraced), sino su dístico elegíaco
imaginario tras el salto,
a pie enjuto un segundo encima de las olas:
“La oscuridad empuña todo el Golfo de México.
“Yo soy ese caballo al final de la rienda.”
O, como observó Blackadder, capitán del SS Orizaba:
“Si las propelas no lo hicieron picadillo,
los tiburones no habrán tardado tanto.”
El pop es un espectro de la épica.
Intermedio
[Las Bodas del Cielo y el Puente de Brooklyn]
América, tú eres el continente sumergido,
Te Deum Laudamus,
eres la Atlántida, la Montaña de Hielo y el Titanic
(la cajita musical que continúa sonando partida en dos),
Suave Patria que se fractura el peroné en calles como espejos,
Erzulie que cambió su primogenitura por un plato de reguetón,
América, ésta es tu canción, I bring you back Cathay,
te lo he dado todo:
el poema concreto de la interrogación en un cuello de cisne,
la insurrección solitaria,
el establo y los veneros de petróleo,
el primer animal visible de lo invisible,
la mejilla en el cielo estrellado, la maestra rural,
la mar en su ola de salmuera, la tahona estuosa,
la vidriera irrespetuosa de los cambalaches,
la cadenita que quitaste de mi cuello,
el gato volador.
Joven abuela América,
Laudamus te, I bring you back Cathay,
te traigo el aullido en clave Morse de la decolonización
en escuelas de paga a donde van becadas
por una vieja Estatua hordas ilesas.
Qué solo voy a estar en este cementerio.
5
Te encontré en un burlesque vestida de Quetzalcóatl,
cantabas Did but a snake bisect the brake My life had forfit been.
Te encontré en un burlesque vestida de Pocahontas,
clamabas “Baila, Macquokeeta, taxista salvaje del Bronx,
que los estudios culturales son sólo pop con culpa.”
Te encontré en un burlesque vestida de marinero borracho,
Los ojos VERDES, la testosterona volcada
en un estigma hipernasal, un espiráculo espumeante de rayas blancas.
Te encontré en un burlesque sin camisa, posabas
como el gigante de Certain-teed en los afiches de Herbert Paus y
empujabas el Titanic contra la quilla del Puente de Brooklyn y
bajo tu clara sombra queer la llama al aire
del acero transformaba en luz de plata
los rayos dorados del sol.
Te encontré en un burlesque vestida de Dios: eras voz de motor en una nube,
y tomabas a Walt Whitman de la mano,
y caminabas por la playa recitando: “Ah, Love, let us be true / To one another!”,
y la portada de The Velvet Underground & Nico cintilaba en tus ojos de anime.
Te encontré en un burlesque vestida
con mi uniforme de sexto de primaria:
apedreabas el muro de adobe
de la fábrica de harina donde vive
un alicante colorado/
Te encontré en un burlesque.
Oh tu Mano de Fuego, un baile de serpientes
bajo la luz artificial del National Winter Garden.
6
En “Cape Hatteras”, Hart Crane llama
a la energía de una planta eléctrica harnessed jelly of the stars. Ahí abajo
se asoma Jules Laforgue: Ríe el viento en los pinos con que harán ataúdes.
Cinco estrofas más tarde,
se invoca la mirada de un piloto aviador: Thine eyes bicarbonated white by speed.
Una década antes, Ramón López Velarde había escrito ojos inusitados de sulfato de cobre.
Más allá de las efigies están las herramientas.
La desinencia.
La covalencia:
mefistofélica amistad
de los poetas
que conversan sonámbulos
entre los pliegues de las cosas.
7
Hart Crane es el Titanic, arcano que se abre
al tañer su relámpago en praderas acuáticas
de hierro y tiburón: aspas, torre excavada
en la idea salvavidas: terso infierno de piel en fosas congeladas.
Como si todo lo que pudiera suceder
sucediera en otro mundo: “Coronados de fauces,
Los-Que-Entran-Huyendo; casi todos beben sólo
agua de animal mimado.”1
El usuario escucha a los vecinos cantar toda la noche.
Ni dormido
ni en llamas.
Porque el pop es para siempre.
La experiencia de la muerte del ojo del tigre.
La idea de que la oscuridad posee un rostro, pero la luz no.
* Poemas pertenecientes al libro La parte quemada, Universidad Autónoma de Zacatecas, 2023.
1Walter Benjamin.
Resulta llamativo el que una palabra errónea, situada en uno de los lugares más visibles de la obra de Ramón López Velarde, haya sobrevivido durante cien años sin que nadie reparara como es debido en ella. Brilla, suficientemente anómala, nada menos que en la primera página de El minutero, al principio de uno de los poemas más leídos, citados y comentados del zacatecano. En el cuarto párrafo de “Obra maestra”, leemos: “Con un hijo, yo perdería la paz para siempre. No es que yo quiera dirimir esta cuestión con orgullos o necias pretenciones”. Para cualquiera que lea con el interés de entender todas las palabras, puesto que cree en la integridad de la obra artística, y porque cada una de ellas, en consecuencia, es crucial para el cumplimiento del poema del cual forma parte, la que hemos subrayado parece no tener sentido y por ello exige nuestra atención.
Lo primero es su rareza: no es que no esté consignada en el diccionario, sino que, al menos en México, no se usa (y no vuelve a aparecer en la obra de nuestro poeta). Una posibilidad es que se trate de una falta ortográfica. ¿Será más bien, como parece indicar el sentido común, “pretensiones”? No somos los únicos que nos lo hemos preguntado, aunque no lo haya hecho así José Luis Martínez, su editor más importante, en cuyas ediciones nunca leímos otra cosa que “pretenciones”. En 1944, el responsable anónimo de la editorial Nueva España, que preparó unas prematuras Obras completas de López Velarde, cambió a “pretensiones”, como si el problema fuera, en efecto, ortográfico. También así procedió, en su respectiva edición, Antonio Castro Leal, y lo mismo hizo en años recientes Alfonso García Morales en la suya.
Como no ignoran los lectores, sólo en unos cuantos casos, todos invaluables para nosotros, contamos con el manuscrito de puño y letra del poeta. Por fortuna, éste es uno de ellos. ¿Qué leemos en él? No “pretenciones”, tampoco “pretensiones”. Con claridad meridiana, Ramón dejó escrito: “presunciones”. ¿No es válido preguntarse cómo es que hasta ahora nadie, picado por una duda nada fuera de lo común, digamos de rutina, hubiera recorrido el pequeño camino que va de una lección extraña a un manuscrito existente y consultable? Vicios, miopías, inercias, usos reprobables de nuestras costumbres críticas.
Con la estrofa reparada, leemos, por vez primera en letra impresa: “Con un hijo, yo perdería la paz para siempre. No es que yo quiera dirimir esta cuestión con orgullos o necias presunciones”. Aunque haya tenido que pasar un largo siglo, hacemos por fin justicia, al menos en ese detalle, a uno de los más singulares y hermosos poemas de López Velarde.
Es una lástima, pero se ha vuelto imposible celebrar la obra de nuestro poeta sin dar cuenta de la situación que guarda la mayoría de sus ediciones. Pero pongamos a un lado la piedra que hemos encontrado en el camino y pasemos adelante. Y es que una nueva y algo más que justificada y feliz conmemoración emprendemos ahora, la de los cien años que cumple en 2023 precisamente ese libro extraordinario, El minutero. Uno de los números que incluye el programa celebratorio que propone este libro, como saben quienes ya lo han hojeado, es la reproducción fotográfica de su primera edición, aparecida en 1923, dos años después de la muerte de López Velarde (edición particularmente valiosa que muy pocos han visto). Un segundo número tiene algo asimismo de reparación, en este caso de naturaleza no filológica sino histórica.
Cerca del final de su vida, en la segunda mitad de la década de 1940, Xavier Villaurrutia, cuyo nombre permanece ligado al de Ramón entre otras razones por haber sido el primero en entender la verdadera profundidad de su obra, escribió un prólogo para un proyecto de edición de El minutero. Aquel prólogo se publicó en una revista pocos meses después de la muerte de su autor y fue recogido más tarde, en una versión diferente, en el volumen de sus Obras, pero nunca hasta ahora había sido usado para presentar la colección de poemas en prosa de López Velarde, es decir, jamás hasta el día de hoy había cumplido la función para la cual fue concebido. La ocasión de una nueva edición del libro centenario se presenta como inmejorable para hacer que las dos piezas notables, uno de los máximos clásicos de nuestra poesía y el agudo comentario que sobre él redactó el primero de sus grandes lectores, se encuentren finalmente en las mismas páginas.
Libro heterogéneo, armado por Enrique Fernández Ledesma a partir de un proyecto del propio poeta, El minutero es sin duda muy diferente al que pudo haber concluido su autor, en el caso de que hubiera tenido la oportunidad de hacerlo. La lista de los escritos que reúne, pero también los que pudieron ser parte de él y quedaron fuera, la definición misma de su naturaleza y la secuencia que les dio su primer editor, todo ello, diez décadas más tarde, bien puede presentarse a nuestros ojos como materia discutible. Lo que está más allá de la discusión es la homogeneidad que resulta de la escritura del poeta y su lenguaje originalísimo, su vívida imaginación y su belleza insólita, todo lo cual se nota aquí y allá en los textos que lo conforman, virtudes que cien años más tarde se mantienen intactas, si no es que magnificadas por la admiración y los argumentos de sus mejores lectores.
Para acompañar apropiadamente esta edición que coloca el prólogo de Villaurrutia donde debe ir y reproduce de manera facsimilar la primera edición de El minutero, hemos acudido a dos de los principales estudiosos de López Velarde de los años actuales. A Carlos Ulises Mata, uno de los más talentosos investigadores literarios del país, autor de unas imprescindibles Observaciones a las Obras de Ramón López Velarde (edición de autor, 2021), le hemos solicitado un estudio sobre los materiales que aparecieron reunidos por vez primera en ese libro centenario. Sirviéndose de diversas fuentes, algunas conocidas, como el esencial trabajo sobre el tema de Alfonso García Morales, y de otras jamás usadas, como una nota expuesta tras la vitrina de un museo, Mata intenta penetrar en el plan que pudo haber tenido en mente López Velarde y que la muerte le impidió llevar a buen término.
Explica en su ensayo el crítico guanajuatense el origen del prólogo de Villaurrutia y prepara la mejor versión de ese texto, del que tenemos las dos, por cierto ligeramente divergentes, a que hemos aludido, para este volumen; de paso, aventura un par de hipótesis sobre quién o quiénes pudieron haberlo solicitado y el momento de la vida del poeta de Contemporáneos en que eso ocurrió, cuando lo movían los esfuerzos crecientes por dar a la poesía en prosa de López Velarde el lugar que había ya conquistado, entre otras razones por sus propios esfuerzos personales, su poesía en verso.
A Luis Vicente de Aguinaga, por su lado, brillante poeta y uno de los principales críticos de nuestra poesía, autor de El ruiseñor de Alfeo. Catorce asuntos lopezvelardeanos (Instituto Cultural de Aguascalientes, 2021), hemos encargado una lectura libre y puesta al día del libro centenario, en sus palabras una obra de plenitud, de índole jerezana, a la que describe como “un mirador con vistas complementarias hacia el placer y hacia la muerte”. Entre otras cosas, el crítico tapatío nos hace apreciar que el tiempo interno de los poemas (y el tiempo es uno de los temas fundamentales de la obra, como sabemos desde el título) está en conflicto con el orden que les dio su editor original. Aguinaga se pregunta si la relectura del libro podría permitir otra secuencia, e incluso convertirlo en otro distinto, partiendo del contenido de los poemas y las relaciones entre ellos, algunas secretas o poco evidentes, enriqueciendo así nuestra interpretación de El minutero.
La lectura de ambos ensayos, y la del prólogo de Villaurrutia en su contexto idóneo, y especialmente la relectura del volumen centenario, nos hacen sentir que el tiempo no ha pasado en balde. Por una parte, porque podemos constatar el modo en que El minutero se ha mantenido como el primer día, a pesar de su azarosa y tropezada historia, lleno de pasajes sugerentes y perfectos; por la otra, porque confirma que solicita y aun exige nuevos lectores, los que estaban agazapados en el futuro esperando su turno para posar la mirada sobre él, en aquel lugar en donde se halla siempre novedoso y a salvo de las intermitencias temporales. Estamos convencidos de que esta edición de aniversario, además de mostrar la primera edición del libro de López Velarde y de volver a lanzar el prólogo de Villaurrutia, sabrá ofrecer suficientes pistas para que puedan apreciarse algunas de las maravillas que atesora.
Mis colegas y yo deseamos subrayar y agradecer al poeta Marco Antonio Campos, decano de los estudiosos de López Velarde y director de la colección donde se publica este libro, la confianza que ha puesto en nosotros y la libertad que nos ha dado para llevar a puerto, lo mejor que hemos podido, uno de sus más apetecidos proyectos editoriales.
* Texto de presentación del libro El minutero, de Ramón López Velarde (Fernando Fernández, presentación; Xavier Villaurrutia, prólogo; Carlos Ulises Mata y Luis Vicente de Aguinaga, epílogos). UNAM, Colección Poemas y Ensayos, México, 2023, 243 pp.
Jorge Esquinca, Rimbaud A/Z, Bonobos, Ciudad de México, 2023, 122 pp.
En 1991, fecha en que el mundo entero recordaba el centenario de la muerte de Jean-Arthur Rimbaud (1854-1891), emprendimos un viaje al corazón de Francia y nos incorporamos a los festejos organizados para tal efecto en la Grande Halle de la Villette. No nos acompañaba Jorge Esquinca (Ciudad de México, 1957) porque estaba a punto de nacer Alonso, su segundo hijo.
Esquinca no formaba parte de la caravana, pero 32 años más tarde, su fervor por la figura del poeta francés, ascendente con el paso del tiempo, se sintetiza en este volumen donde aparecen el amor y la cólera del más triste de los tristes, para utilizar la frase de Ramón López Velarde sobre Jesucristo. Conocí aquella vez la tumba de Rimbaud y dejé como testimonio de admiración el número de la revista que nuestra Universidad de México le dedicó en su centenario de entrada en la inmortalidad. Al revisar sus páginas, me doy cuenta de que prácticamente todos los poetas entonces jóvenes participaron en ella. Esquinca, quien aparece fotografiado discreta, jocosamente, detrás de la lápida mortuoria de Rimbaud, publicó el poema “Pájaro de cuenta”, que tuvo el buen gusto de no incluir en este volumen, pero que es el germen de una obsesión que lo ha perseguido toda su vida, tal y como encima de nosotros se encuentra la luminosa sombra del emperador de los malditos. Éstos y otros actos protocolarios hubieran disgustado a Rimbaud, pero en el fondo le hubieran devuelto por un instante la confianza en su intento por convertirse en ladrón de otro fuego.
Porque lo que distingue de manera inmediata a esta obra es que es un libro para iniciados y profanos. Lo segundo porque entramos poco a poco en el enigma Rimbaud; lo primero porque Esquinca ha logrado una escritura donde el hallazgo es hermano de la iluminación. En otras palabras, el autor se explica y nos explica las vidas y los caminos de Rimbaud. El poeta que es Esquinca escribe un texto objetivo, pero aquí y allá asoman los fogonazos y las intuiciones que sólo corresponden al profesional de las palabras. Al examinar una carta dirigida al otro Rimbaud, cuando ya era un comerciante al que los naturales de Etiopía llamaban Abdu Rimbo, Esquinca se interroga continuamente y no busca respuestas sino generar con nosotros nuevas dudas sobre esa criatura de creación que transformó nuestra manera de concebir la escritura y la vida. Por eso el manifiesto surrealista firmado por André Breton daba inicio con la expresión, que cito de memoria: “Cambiar el mundo, dijo Marx; cambiar la vida, dijo Rimbaud. Para nosotros esas dos frases significan una sola”.
Éstas son las instrucciones para leer un libro inimitable pero digno de ser imitado. Se trata de un diccionario arbitrario, de un ensayo sobre Rimbaud el africano y el que nos enseñó con su ejemplo la verdad de la frase Yo es otro, y que modificó para siempre el arte de juntar las palabras. Imposible no admirar la decisión final de ambos; imposible no sentirse atraído por la figura icónica del adolescente rebelde —lo cual es un pleonasmo— que, además de clavar un cuchillo en la mano de Paul Verlaine, escribía algunos de los versos más memorables de la escritura de todos los tiempos y lugares. La virtud inmediata de este libro reside en que no se limita a una admiración ciega y natural sino que emprende con nosotros la aventura de leer y comprender la poesía de Rimbaud. Se hallan en su libro las palabras que el poeta formuló para sorpresa de quienes sólo querían ver al joven perdulario y atrabancado, piedra de escándalo de la poesía francesa.
Esquinca tiene la sabiduría de no inundarnos con palabras francesas sino de verter a nuestra lengua el ejemplo irrepetible del poeta. Una de las entradas a las que regreso con singular entusiasmo es la titulada “Nombres”, donde Jorge ha tenido la paciencia de recoger los de aquellos que conocieron al poeta y lo nombraron, de acuerdo con su aparición en la vida de quienes tuvieron la fortuna o la desgracia de conocerlo. Fortuna y desgracia son una sola cosa en el caso de Rimbaud, y Jorge se afana en demostrar lo que descubrió en su biografía Enid Starkie: nadie quiso tanto; nadie obtuvo tan poco. Rescato algunos de ellos: el hombre de las suelas de viento, Rimbaud el marino, místico en estado salvaje, Rimbaud de Arabia, poeta maldito, rebelde encarnado, criatura de desastre, el más bello de los ángeles malos, esposo infernal, el vagabundo de la carretera, ángel en exilio.
Desde el célebre Coin de table de Henri Fantin-Latour, donde Rimbaud aparece como el ángel endemoniado que escandalizó París, hasta la serigrafías que Ernest Pignon ha impreso, pegado y fotografiado por los muros de Francia, el rostro de ese ángel caído ha sido una irresistible fascinación en los artistas plásticos. Picasso, Giacometti y Fernand Léger han intentado, según la expresión de Pignon, leer en el rostro de Rimbaud. Con ciencia y paciencia, varios artistas mexicanos prepararon especialmente para el número ya mencionado de la Revista de la Universidad de México sus versiones, a partir de dos de las más difundidas fotografías del poeta. La primera fue realizada en París, en 1871, por Étienne Carjat, nos recuerda Jorge. Rimbaud aparece de 17 años y, según escribió Paul Verlaine: “con su auténtica cabeza de niño, rojiza y fresca sobre un gran cuerpo huesudo y como torpe de adolescente aún en crecimiento”. La segunda fotografía fue tomada en Etiopía en 1887 con la cámara del poeta ya convertido en comerciante; su exasperante indefinición nos sirve para establecer un contrapunto con el otro Rimbaud, estático y expectante.
El tiempo no ha bastado para descifrar el enigma más desconcertante de la cultura contemporánea; sí para que al traducir la vida a las palabras, las palabras a la vida, sus sobrevivientes lo hayamos asediado desde todos los ángulos y con todas las armas para quedarnos frente a la majestuosa desolación de su incendio helado. Espejo de respuestas despiadadas, Rimbaud obliga a mirarnos en su existencia irrepetible, peligrosamente tentadora. Nos vemos en él y acaso apenas comenzamos a entenderlo. Esquinca no pretende agotarlo en ninguno de los dos sentidos. Aspirar a entenderlo es dejarlo ser en nosotros; acompañarlo, transformar el mundo con la amorosa violencia con la cual lo incendiaron sus 37 años. Nos consuela pensar que esas buenas intenciones pueden servir para mirar de frente el sol más negro y luminoso engendrado por la poesía.
Inútil ya a estas alturas seguir hablando del misterio de Rimbaud. Sus actos son tan claros, que preferimos disfrazarlos de misterio. Así como no hubo un explorador más tenaz en Etiopía, no existió explorador más entregado a los vaivenes de la conducta humana. Ahora nosotros nos asomamos a este principio de siglo que él vislumbró como nadie: He aquí el tiempo de los asesinos. Henry Miller afirma que uno de los riesgos de leerse en Rimbaud es que volvió peligrosa la literatura. Escribir no es difícil, lo duro es vivir. Admiramos a Rimbaud; nos quema, nos irrita, nos cimbra, nos conmueve. Terminamos queriéndolo como respetamos lo que nos causa temor. Mayor en edad en el instante de su muerte que Chatterton, Lautréamont y Keats; gemelo de Mozart por precocidad, intensidad y destino, Rimbaud rompe todos los símiles en cuanto intentamos establecerlos de manera precisa. Rimbaud se llama James Dean, Jim Morrison, Janis Joplin o Yukio Mishima. Dejemos de reprocharle su abandono de la literatura. Su silencio va más allá del portazo romántico de quienes ponen la vida delante de la obra o de quien rechaza exteriormente los honores del triunfo, pero tiene en su interior asegurada la victoria y a buen recaudo sus originales. Rimbaud fue el peor aliado de su obra escrita, pero su obra vivida es una demostración monstruosa y sublime de la condición humana. Por eso no sintamos miedo de asaltar sus intimidades, de asistir a su lecho de enfermo, de leer en los actos más simples de su vida. Rimbaud cambió la vida y eso le costó todo, incluso el sacrificio del Narciso que todos secretamente pulimos y conservamos en la renuncia. No nos enseñó a curar esta larga enfermedad, la vida, pero sí a interrogarla, a pedirle cuentas. Lo que le debemos es imperdonable e impagable porque nuestros pequeños logros, nuestras mínimas victorias, palidecen ante su talento escritural y el genio maligno de su vida. A partir de él, escribir y vivir son aventuras más difíciles y su meta cada vez más postergada. Impagable, porque nos lleva al callejón sin salida adonde nos conducen sus vidas inagotables, sus numerosas desdichas. No podemos corresponderle diciéndole que a cambio de ellas es inmortal.
Como escribió Pablo Neruda al recibir el Premio Nobel, cuando invitó y citó en esa formalísima ceremonia al poeta astroso y desarrapado, al más atroz de los desesperados: “A la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades.”
Eugenio Montale afirma que la obra de todo poeta debe leerse como una hermosa biografía. En efecto: nacer y morir acá o allá son simples fatalidades que muy poco nos dicen, comparadas con el retrato esencial que nos entregan sus poemas, acerca de Villon, Dante, Marvell, Hölderlin —o bien sobre los fundadores de la poesía moderna: Rimbaud, Baudelaire, Rilke, Valéry, Vallejo, por no hablar de Pessoa, el poeta más dotado de los últimos siglos, en cualquier lengua.
Montale, por cierto, se propuso en su juventud, como yo en la mía, dedicarse al canto. Estudié ópera en mis años mozos. Aunque muy pronto me asumí como un cantante fallido, nunca traicioné mi pasión por la música y me convertí en un melómano irreductible. Otras vocaciones me animaron desde temprano: la pintura y, claro está, la poesía. A los doce, me juzgaba dueño del talento necesario para ser, de manera simultánea, un Titta Ruffo, un Miguel Ángel y un Góngora.
En cuanto a mis pretensiones de poeta, bastante descaminado andaba a mis quince años, a la deriva en los mares de un romanticismo trasnochado y del más rancio modernismo. De aquella época sobrevive un conjunto de sonetos que en mala hora atesoró mi madre. Aquellos versos primerizos dan fe de un repulsivo candor y del empeño con el que mi padre me inculcó los principios de la más elemental artesanía: “¿Por qué, placer, si pareciste un siglo,/ te volviste de pronto raudo instante,/ y tú, dolor efímero y punzante,/ dejaste vivo el colosal vestiglo?”
De esta simpleza aldeana me rescataron la lectura del mejor López Velarde y mi primera inmersión en las obras de los Contemporáneos: Novo, Villaurrutia, Pellicer, Gorostiza. En poco tiempo mi formación se enriqueció con aproximaciones a los poetas españoles del ’27: Cernuda, Lorca, Salinas, Alberti. Ellos me revelaron la importancia cardinal de Góngora. El fervor aplicado en explorar el formidable universo lingüístico y metafórico del genio cordobés está en la raíz de mis propios hallazgos.
Hacia 1948, Enrique González Rojo y el que esto escribe con la exigua contribución de un testarudo amanuense, diseñamos una especie de fenomenología que bautizamos con un nombre previsiblemente vanguardista: poeticismo. Mucho más tarde, yo mismo me encargué de hacer la crítica de aquella desatinada empresa, cuya borrosa existencia, para beneficio de la especie humana y de la historia del arte, fue muy breve. Irracionalmente extensas fueron, en cambio, las obras pergeñadas con apego a su farragosa preceptiva. Tan sólo la exposición de sus enredados principios ocupó, en la versión de mi querido Enrique, un imponente número de páginas. Descomedidos y mayormente infumables fueron también los poemas redactados por los tres o cuatro militantes de aquella prescindible escuela.
Nunca me atreví a publicar mis libros estrictamente poeticistas, verdaderos aluviones de versos confeccionados a partir de una teoría que, según los presupuestos debatidos en las abrumadoras reuniones de nuestra minúscula cofradía, buscaba formular y sistematizar los recursos expresivos que permitirían la creación de imágenes inéditas. Debo admitir, sin embargo, que aquellos títulos rigurosamente inéditos eran tan deplorables como el primero de mi autoría que conoció la imprenta, La mala hora (1956), contrahecha criatura nacida de la aberrante cópula de un poeticismo jactancioso y un marxismo escolar.
Mucho más tarde, con fines más bien admonitorios, incluí unas cuantas muestras de los adefesios que es posible engendrar cuando se ejerce la escritura como una labor subsidiaria de cualquier ideología, política o religiosa. Adviértanse, si no, la grandilocuencia y el didactismo edificante de estos versos: “Para los pobres ya el pan era tortuga/ que mucho tiempo tardaba en caminar/ del mostrador a la boca.// Pero el pan subió de precio/ y con ello fue mayor su lentitud./ Era el pan de los hambrientos:/ para llegar, tortuga/ y liebre para irse”.
Al final, ¿qué saldo positivo dejó en mí el episodio poeticista? Algún crítico perspicaz consignó un inventario de presuntas ganancias, entre ellas la lectura concienzuda y exhaustiva de los grandes poetas de nuestra lengua, junto con la determinación de enfrentar el lenguaje como quien examina un organismo vivo, en cuyo cuerpo late la inagotable posibilidad de articular los nombres de otro modo. En lo personal, de aquella experiencia creo haber sacado en claro que es un error confundir el amor a las palabras con la tentación de ponerlas al servicio de un estilo pulcro, o simplemente dotado de elocuencia. La relación con el lenguaje suele cobrar la forma de una querella entre seducción y rechazo, fascinación y desencanto.
Para el poeta es obligado reflexionar sobre un asunto tan antiguo como arduo: el de la relación entre las palabras y las cosas, los nombres y lo nombrado. A principios de los años sesenta el tema me llevó a sostener intrincados debates con González Rojo. Él solía desmenuzarlo desde una perspectiva filosófica, que yo enfrentaba con un montón de teorías entresacadas de la nueva lingüística. Aquellas disputas fueron el caldo de cultivo de Cada cosa es Babel (1966), un largo poema en el que, por primera vez en mi biografía de escritor, pude reconocer un rango, el del decoro, que me permitió absolverlo de mis tentaciones revisionistas. La proliferación de imágenes de signo apocalíptico que pueblan las páginas de aquel babélico poema, bien puede leerse como un vislumbre de la violencia exacerbada, el misántropo encono que destila buena parte de mi obra a partir de El tigre en la casa. Yo no existí a los ojos de lectores y críticos antes de la circulación de ese delgado volumen, publicado en 1970 y que en breve tiempo se ganó la aprobación casi unánime de esa congregación exigua pero persistente capaz de entusiasmarse con la aparición de un buen libro de poemas. Desde luego, el recibimiento de una obra literaria responde a diversas circunstancias. El tigre en la casa, el título más emblemático de todos los salidos mi pluma, encontró terreno fértil en el ánimo desencantado que pesaba sobre distintos sectores de la aldea global, secuela del colapso de ideales y utopías nacidos al amparo de los candorosos años sesentas.
Aunque el ciclo de incertidumbres se había iniciado varias décadas atrás, el annus horribilis de 1968 representó un punto de quiebre que, según sostuve en su momento y hoy podría refrendar desde el plano inmaterial que ocupo, habrá de concluir con la extinción de la especie. En su momento, Vallejo escribió sobre la urgencia de reinventar el lenguaje incubado en las aulas, los hogares y los centros financieros, envilecido hasta la raíz por el uso degradante que le han dado nuestras culturas, despiadadamente inhumanas. En Los heraldos negros (1918), Trilce (1922) y los Poemas humanos (1939), el gran poeta peruano se dispuso subvertir las palabras y la gramática que han sostenido la injusticia, la explotación, el mal. “Las perras palabras”, como las llamó Cortázar, guardan ese oscuro poder. El ejemplo de Vallejo fue para mí un punto de referencia ineludible.
Frente al giro que en mi poesía representó la aparición de El tigre…, la crítica se dio a la tarea de consignar las variaciones formales y conceptuales que explicarían la aparición de esa “otra voz” que no era fácil entrever siquiera en mis tentativas preliminares. En mi opinión, el factor que favoreció ese cambio se finca en el uso, exhaustivo y con un sello muy personal, de la ironía, elemento de antigua data que jugó un rol central en la lírica moderna, en especial desde la publicación de Las flores del mal (1857). Sin ese elemento, la vallejiana operación de desmontaje que registra cada página de mis libros a partir de El tigre en la casa y La zorra enferma hubiera desembocado en la inadmisible puesta en escena de una vivisección. El sesgo irónico me ha permitido también construir una especie de estética de lo grotesco, que a los lectores les permite asimilar, en el sentido boxístico de la palabra, mis frecuentes ataques a ideales y principios consagrados por la costumbre.
Se ha hablado con razón del uso reiterado en mis poemas de paráfrasis, recreaciones y parodias creadas a partir de fragmentos y citas que, a lo largo de mi biografía de lector, tomé prestados de diversas tradiciones literarias. Desde muy temprano, me apasionó este intrincado intercambio escritural que me permitió afirmarme en y contra las muy distintas voces que pueblan el bosque fascinante de la literatura. De esas voces me he servido para expresar mis puntos de vista sobre algunos asuntos que me obsesionan: el amor, el sexo, la violencia y la ternura, la moral, la vida ciudadana, la política. Mi intención fue asomarme a las maneras en que otros han explorado estos temas ecuménicos, retomarlos con un talante crítico, indagar su envés, acosarlos, trazar su caricatura. Ejercí esta especie de hostigamiento con la misma disposición con la que un felino acecha su presa.
A propósito de posiciones cuestionadoras, quisiera retomar, desde este vago plano en el que las consideraciones de espacio y tiempo no tienen ya sentido, cierto tema que hace mucho abordé en notas y entrevistas olvidadas. Comentaba en ellas que mi obra forma parte de las vertientes rupturistas que a partir de los años sesenta propusieron otras maneras de escribir poesía. “Otras maneras” no es más que un eufemismo que alude a la poética dominante del momento, encabezada por Octavio Paz. Entre mis colegas nacidos hacia el final de los veinte y en la primera mitad de los treinta del siglo pasado, algunos emprendieron, sin manifiestos de por medio, esta búsqueda indispensable. Entre ellos destacan dos autores con los que comparto un carácter descreído y mordaz: Gabriel Zaid y Gerardo Deniz. Paz, con quien conversé franca y abiertamente sobre el tema, supo entender que nuestro gesto no implicaba la desaprobación de su obra. En el mundo del arte, lo planteó él mismo mejor que nadie, las rupturas no ocurren como negación de los hallazgos del pasado, sino como natural consecuencia de la necesidad que todo verdadero creador tiene de construir su peculiar visión de esa cosa mudable que llamamos realidad. La determinación de aplicarle a esa cosa el ácido de la duda, de vivir la poesía como insurrección y disidencia, le otorga a mi poesía un sello distintivo.
Se ha dicho y reiterado que en mis poemas prepondera la voz de un moralista escéptico, a la manera de Emil Cioran. No lo sé. En todo caso, mi escepticismo echa raíces en la idea de que la desdicha humana es el más grave síntoma de un mal incurable: la inteligencia, esa pifia evolutiva que ha corroído nuestra condición de animales sensibles. Para Cioran la lucidez, como la falta de ilusión, es resultado de una mengua de vitalidad. No puedo estar más de acuerdo. Y agregaría que la razón, reverenciada como la herramienta más eficaz de conocimiento y apropiación del mundo, es el instrumento con el que la especie ha dispuesto su autodestrucción.
Muchos de mis poemas asumen la idea, fácilmente verificable para quien se dé a la lectura de la historia universal, de que la humanidad ha fracasado de manera irremisible. Desde la aparición de las primeras civilizaciones hasta la actualidad, esta pobre criatura que somos ha practicado el odio al prójimo; se ha adherido a las ideologías religiosas y políticas más idiotas; ha dado muestras de un egoísmo impúdico y un afán compulsivo de riqueza. “El hombre será siempre/ lobo artero del hombre”, escribí en La zorra enferma.
Nunca renegué de la belleza, aunque muchas veces cuestioné la noción maniquea de lo bello como antítesis de la fealdad. Y lamenté la suplantación, en nuestras sociedades, de los valores estéticos por los valores del mercado. “Es una verdadera lástima/ que toda esta belleza, que todo esto/ no tenga el menor sentido./ Es lástima de veras./ Es verdaderamente lamentable./ No se encuentran palabras/ —ni existen, es lo más seguro—/ para lamentarlo a fondo./ […] Qué lástima. Qué lástima. Qué lástima.” Pero desmenuzar ciertas ideas ramplonas sobre la belleza no significa renunciar a ella. Artistas de todos los tiempos se han internado en esa zona del arte donde el horror engendra belleza. Dante, Shakespeare, Quevedo, Blake, Sade, Baudelaire o Lautréamont, nos han legado obras que justifican esa especie de aforismo que alguien trajo a colación a propósito de mi poesía: “Sin la belleza no existiría el infierno”. Reconsiderar nuestras opiniones estéticas desde un punto vista así, abriría la posibilidad de conjurar algunos de nuestros automatismos más nocivos.
No sólo de la belleza me hice cargo sobre la mesa de disecciones de la poesía. También me di a la tarea de aplicarle el bisturí al cuerpo maltrecho del amor, uno de los valores más venerados de la lírica universal. Muchos han criticado la forma especialmente acerva en que me ocupé de tan ilustre sentimiento, sin detenerse a observar que mi interés a la hora de someterlo a examen no era otro que echar luz sobre las pasiones más oscuras que son parte de su naturaleza: los celos, el odio, la pulsión criminal. Y ocurre que una lectura literal de mis textos dio pie a que se me endilgara el deshonroso epíteto de misógino. Error flagrante. Leer “literalmente” un poema es signo de estulticia. Cuando pongo en palabras de un hombre los más brutales insultos encaminados contra una mujer, no hago sino darle voz a la furia, la reacción animal que desencadena el desengaño amoroso, la más lacerante de las tragedias humanas. Griegos y romanos lo recrearon sin concesiones en cantos y epigramas de una violencia inédita. La literatura contemporánea se ha ocupado de retomarlo desde una perspectiva que se alimenta de las más recientes aportaciones de la sicología, la filosofía y la semántica.
Mis poemas de desamor no pueden leerse, salvo forzando las cosas, como un llamado al rencor universal contra las mujeres. No fue esa mi intención, como no fue la de Nabokov en Lolita, Flaubert en Madame Bovary, Arreola en los Cantos de Maldolor, o Bonifaz Nuño en su extraordinario Albur de amor. Todos ellos han recibido, en su momento o a toro pasado, la desaprobación de muchos lectores y críticos. Al final del día, sus obras siguen ahí para quienes se dispongan a leerlas sin prejuicios extraliterarios.
Más allá de las experiencias personales implicadas en estos poemas míos sobre el desamor, mi objetivo al escribirlos fue delinear una especie de espectro de la desdicha humana. Escribí sobre sobre la infelicidad en el amor, esa “blanda furia”, sin establecer diferencias de género, tal y como lo hice al arremeter contra los cimientos de una cultura que ha hecho de los grandes ideales y las buenas intenciones un arma de dominio. Mis malignidades son incluyentes. Mi decepción es del ser humano. Siempre me asumí como un misántropo, nunca como un misógino.
Dicho lo cual, señores, dado que el tiempo es suyo y nunca sobra, debo llevar a término este recuento. Lo haré con un breve comentario, sin el cual esta semblanza quedaría trunca. Fui, lo digo por si no quedara claro, un escéptico y un agnóstico incurable. Y no fue fácil. Para poder vivir, elegí ser leal a unos cuantos hábitos que aquí refiero: bebí cantidades considerables de excelentes vinos, sin que esto entorpeciera mi dedicación a la lectura y el trabajo; procuré tener siempre en la despensa los mejores quesos (en primer término, naturalmente, un buen rocheblond); cultivé la conversación, sobre todo con amigos inteligentes, cultos y dispuestos a no ser dueños de la verdad; escuché música todos los días, durante horas, como bien lo saben todos aquellos que alguna vez visitaron mi casa, en el número 64 de la calle Moras, en la colonia Del Valle.
En las primeras décadas del siglo XX aparecen importantes estudios de Marcelino Menéndez y Pelayo, Amado Nervo, Manuel Toussaint, Pedro Henríquez Ureña y Ermilo Abreu Gómez, los cuales condujeron a una relectura de la obra de Sor Juana Inés de la Cruz a partir del descubrimiento de su voz personal en su “Respuesta a sor Filotea”. En esta relectura, muchos se encontraban a sí mismos en la figura solitaria de la monja. Alfonso Reyes, en su “medallón” dedicado a Sor Juana, señala que, en dicha respuesta a sor Filotea,
la monja logra concentrarse con esfuerzo, conquista nitidez y precisión mental extraordinarias, se objetiva, se desprende de sí misma y, como Montaigne, se convierte en tema de su física y su metafísica. Plantea, sincera, la conducta del escritor en relación con su ambiente, sin disimular un instante el derecho que concede a su independencia.
Entre los atributos múltiples que Alfonso Reyes elogia de Sor Juana está, sobre todo, su actividad intelectual autónoma movida por su gran curiosidad y por mero deleite de su espíritu, en un mundo que le es totalmente adverso, donde la mayoría de las veces tiene que ocultar y sacrificar su gran inteligencia, sus amplios horizontes de conocimiento, como confiesa ella misma en la carta, para acompañar a sus hermanas en el convento. El énfasis de Reyes en estos atributos de la monja refleja muy bien su valoración de la independencia intelectual, en medio del nacionalismo mexicano y las ideologías de la época, que él trato de mantener en su vida en México. Xavier Villaurrutia valora, en cambio, la curiosidad por pasión de la poeta, un deseo de aventurarse existencial y espiritualmente con las palabras, cosas que a él le eran muy caras en lo particular. En su texto sobre sor Juana define esta curiosidad por pasión de la siguiente manera:
…es una especie de avidez del espíritu y de los sentidos que deteriora el gusto del presente en provecho de la aventura; es una especie de riesgo que se hace más agudo a medida que el confort en el que se vive es más largo. Este tipo de curiosidad ¿por quién está representado? Como ejemplo puedo dar a ustedes un personaje. La fábula, la novela, la poesía que encarnará esta belleza del espíritu que deja la comodidad del espíritu para lanzarse a la aventura, para interesarse en ella, nos da Simbad el Marino. Simbad el Marino, dueño de riquezas no se conforma con su comodidad, con su holgura.
La comodidad y la holgura engendran el tedio, el aburrimiento. Ya Voltaire decía que el tedio es el fruto de la triste falta de curiosidad. Una persona curiosa, con esa curiosidad masculina, no se aburrirá jamás, porque la curiosidad es uno de los grandes motores que ha tenido el mundo.
Simbad el Marino, rico y pobre en su riqueza, en cuanto el tedio lo amenaza abandona riquezas y bienes y se lanza a la aventura. Naufraga, porque Simbad es un náufrago incorregible. Pero este naufragio no le impide, una vez que ha vuelto a sentirse holgado y rico, lanzarse a un segundo, a un tercero hasta un séptimo viaje.
Esta noción de viaje por pasión de curiosidad la compartirá Villaurrutia con Gilberto Owen, quien tomará a Simbad como alter ego en uno de sus poemas más conocidos; pero volviendo a Sor Juana y a su poesía, Villaurrutia no solo hará notar este ánimo en Sor Juana expresado en uno de sus sonetos más conocidos, “Yo no estimo tesoros ni riquezas…”, sino, también, la gran sutileza que alcanza su poesía cuando combina la razón y el sentimiento. Distingue en sor Juana tres tipos de composiciones poéticas: las cortesanas de circunstancias, las de ingenio y las líricas. Considera que estas últimas son grandes sobrevivientes del esplendor de la lírica española de los Siglos de Oro, que en tiempos de sor Juana ya había pasado. Valora en los poemas de sor Juana, sobre todo en sus liras, las selecciones de las cosas íntimas de mujer que se expresan en ellas en toda su amplitud y reconditez. En esta apreciación de la poesía de sor Juana hay mucho de cómo este poeta concibe la poesía: la razón y las emociones se combinan de una manera sutil a partir de la inteligencia profunda y el dominio que el escritor tiene del lenguaje. El poeta es, ante todo, la inteligencia del lenguaje que se eleva sobre el espíritu de la lírica popular; no importa que el escritor siga utilizando las mismas formas métricas porque, en el caso muy particular de Villaurrutia, estas llevan el pasado al presente del poema.
Villaurrutia, Cuesta y Owen se sentían solos como individuos dentro de su sociedad, igual que como debió sentirse sor Juana en el claustro pero de una manera distinta. La lírica refinada de Villaurrutia retoma las formas de la poesía popular —la décima, por ejemplo— para abordar temas íntimos como la soledad, el amor erótico y la muerte, para reflexionar y no para cantar. Y en el caso de este poeta, la soledad moderna de la poesía no es un escape místico, no es abandono; es búsqueda consciente en el lenguaje de otras esferas, de otro mundo posible y al que solo puede accederse por la literatura: el mundo del sueño o de la ensoñación.
El espíritu poético y literario de Villaurrutia no era, a diferencia del de Jorge Cuesta, una propuesta que el primero también pretendiese desarrollar teóricamente. No obstante, su poesía implicaba una nueva y gran reflexión sobre el lenguaje como herramienta de una búsqueda transformadora y reveladora de una verdad personal y universal, aterradora y luminosa a la vez. Dice Cuesta de la poesía de Villaurrutia:
Es la suya una poesía que no se entrega directamente, reservada y tortuosa; pero porque no prescinde de la conciencia de que la belleza no está en lo que complace, sino en lo que fascina y se hace perseguir más allá de los sentidos, más allá de la satisfacción, adonde solo la fantasía puede probar el alcance y la precisión de su poder.
Los actos y los objetos que contempla esta poesía son los más próximos y más familiares. Pero ¡cómo desaparecen, de repente, su tacto y su figura habitual! Se abre un abismo en ellos y su sólida apariencia se disuelve, como el carácter de las personas en quienes se descubre un insospechado doblez. Los sentidos traicionan, se vuelven desleales. El oído es “el laberinto de la oreja”; el tacto es unas “manos de hielo”; los ojos se abren “donde la sombra es más dura”. Cada impresión engaña, se convierte en la contraria, y el sentido de realidad se pierde, pues todo es una pura fugacidad. Solo el demonio, solo la fantasía se encuentran en este medio a sus anchas, en donde cada ruido no es el que se oye, sino otro ruido diferente en donde la sombra es la luz; en donde la voz “es como un recuerdo en la garganta”; en donde se está después de “haber dejado pies y brazos en la orilla”. Para penetrar a este ambiente diabólico es preciso desprenderse de toda realidad, de todo afecto, de toda seguridad; es preciso confiarse a la aventura imprevisible de la inteligencia; es preciso no temer a los abismos que a cada paso se abren, los peligros que cada contacto significa, las muertes porque cada instante se cambia, para nacer y perecer otra vez. Lo único que no tiene cabida allí es la costumbre, y, exactamente por el sentido que posee en la realidad.
En su ensayo sobre Gérard de Nerval, uno de sus escritores favoritos, dice Villaurrutia: “Partir es madurar un poco. No madura quien no viaja. Dentro o fuera de la alcoba, lo que importa es trasladarse, perderse, encontrarse: viajar”. Cuando dice dentro y fuera de la alcoba, en realidad señala al sueño como una parte inseparable de nosotros mismos, el sueño que es la muerte diaria de nuestro yo, que resurge de nuevo con ella cada día. Señala también en este ensayo: “Los modernos cultivamos la vanidad de creer que los antiguos no sabían soñar. El sueño era para ellos una ‘imagen de la muerte’, cuando no una muerte cotidiana de la que cada despertar era una resurrección o, mejor aún, un nuevo nacimiento sin memoria.” Y cita las siguientes reflexiones de Albert Béguin en El alma romántica y el sueño, sobre literatura y psicoanálisis:
El romanticismo, indiferente a esta forma de salud, buscará, aun en las imágenes mórbidas, el camino que conduce a las regiones ignoradas del alma; no por curiosidad, no para limpiarlas y hacerlas más fecundas para la vida terrena, sino para encontrar en ellas el secreto de todo aquello que, en el tiempo y en el espacio, nos prolonga más allá de nosotros mismos y hace de nuestra existencia actual un simple punto en la línea de un destino infinito (A. Béguin, El alma romántica y el sueño, Mario Monteforte Toledo (trad.). México: FCE, 1954, p. 21).
Dice Villaurrutia en “Nocturno”:
Porque la noche es siempre el mar de un sueño antiguo,
de un sueño hueco y frío en el que ya no queda
del mar sino los restos de un naufragio de olvidos.
Porque la noche arrastra en su baja marea
memorias angustiosas, temores congelados,
la sed de algo que trémulos, apuramos un día,
y la amargura de lo que ya no recordamos.
¡Al fin llegó la noche a inundar mis oídos
con una silenciosa marea inesperada,
a poner en mis ojos unos párpados muertos,
a dejar en mis manos un mensaje vacío!
Es esa muerte en vida o diaria muerte del sueño la que este poeta invoca en muchos momentos al escribir. En ese extraño diario-relato, “Damas de corazón”, escrito de 1925 a 1926 donde sus amigos, sus experiencias y su entorno se transfiguran, dice:
Morir es estar incomunicado felizmente de las personas y las cosas, y mirarlas como la lente de la cámara debe mirar, con exactitud y frialdad. Morir no es otra cosa que convertirse en un ojo perfecto que mira sin emocionarse.
Quizás para Villaurrutia escribir era, en muchos sentidos, la posibilidad de declararse muerto diariamente y seguir rehaciéndose en las palabras. Dice en la primera estrofa de “Décima muerte”:
¡Qué prueba de la existencia
habrá mayor que la suerte
de estar viviendo sin verte
y muriendo en tu presencia!
Esta lúcida conciencia
de amar a lo nunca visto
y de esperar lo imprevisto;
este caer sin llegar
en la angustia de pensar
que puesto que muero existo.
Y a la luz de esta muerte constante, invisible y prolongada que lleva siempre consigo, el amor también será en su poema “Amor condusse noi ad una morte” una forma de morir, de morir muchas veces:
Amar es provocar el dulce instante
en que tu piel busca mi piel despierta;
saciar a un tiempo la avidez nocturna
y morir otra vez la misma muerte
provisional, desgarradora, oscura.
Y la unión amorosa terminará siendo para el poeta la unión de las muertes de quienes se aman. Dice en esta décima de las “Décimas de nuestro amor”:
Por el temor de quererme
tanto como yo te quiero,
has preferido, primero,
para salvarte, perderme.
Pero está mudo e inerme
tu corazón de tal suerte
que si no me dejas verte
es por no ver en la mía
la imagen de tu agonía;
porque mi muerte es tu muerte.
Y en el segundo epitafio que le escribió a Cuesta, dice:
Duerme aquí, silencioso e ignorado,
el que en vida vivió mil y una muertes.
Nada quieras saber de mi pasado.
Despertar es morir… ¡No me despiertes!
La voz y la sombra son los rastros que quedan en ciertos poemas de las noches de sueño y ensoñación, para ese muerto renacido con el pecho vacío y sin corazón que el poeta es cada día:
Tengo miedo de mi voz
y busco mi sombra en vano.
¿Será mía aquella sombra
sin cuerpo que va pasando?
¿Y mía la voz perdida
que va la calle incendiando?
¿Qué voz, qué sombra, qué sueño
despierto que no he soñado
serán la voz y la sombra
y el sueño que me han robado?
Para oír brotar la sangre
de mi corazón cerrado,
¿pondré la oreja en mi pecho
como en el pulso la mano?
Mi pecho estará vacío
y yo descorazonado
y serán mis manos duros
pulsos de mármol helado.
Dice Octavio Paz de Villaurrutia en su libro Xavier Villaurrutia en persona y en obra:
No era un hombre de ideas: era un hombre extraordinariamente inteligente que, por escepticismo, había decidido poner su inteligencia al servicio de su sensibilidad. No quiso pensar ni juzgar sino ahondar con lucidez en sus sensaciones y sentimientos. Voluntaria limitación que le dio, ya que no la verdadera riqueza espiritual, sí algo esencial que no es fácil de condensar en una frase. Al inclinarse sobre la complejidad de las sensaciones y las pasiones, descubrió que hay corredores secretos entre el sueño y la vigilia, el amor y el odio, la ausencia y la presencia. Lo mejor de su obra es una exploración de esos corredores.
Quizá la adopción en la madurez de su poesía de esta idea compleja —el poeta como un ser que muere diariamente para resurgir— se deba, precisamente, al hecho de que Villaurrutia vivió al principio la misma zozobra que él advertía en su admirado Ramón López Velarde, entre la religiosidad y el erotismo. Hay un poema de los que escribió al comienzo, “Ni la leve zozobra”, en el que parece hacer una declaración de principios al respecto:
Mi corazón, Señor, que contiene el sollozo,
que palidece y deja sin rumbo su latir,
mi corazón huraño y misericordioso
se te da como un fruto maduro de sufrir.
Mi corazón, Señor, hermética granada
de un resignado huerto donde no llega el
luminar de cielo de la casta mirada,
ni la antorcha perenne de la palabra fiel.
Se abandona al saber que tu milagro quedo
enterrará el afán, el presagio y el miedo
y el más íntimo engaño ahogará desde hoy.
Porque el dolor tenaz sustituirá un aroma
y desde la oblación que a tu quietud se asoma
ni la leve zozobra temblará en lo que soy.
Según Villaurrutia, López Velarde vivió en la zozobra de dos vidas: la del León y la Virgen de su zodiaco, y decidió, al contrario de Nervo, asumir ambas y eso lo hace grande como poeta. En su ensayo sobre López Velarde lo compara con Charles Baudelaire y nos hace ver sus caminos inversos: en el segundo, un erotismo que conduce finalmente a la plegaria (“Ah! Seignieur! donnez-moi la force et le courage/ de contempler mon coeur et mon corps sans degout”) y, en el primero, el del tormento culposo de la búsqueda de los placeres sensoriales (“y que del vino fausto no quedando en la mesa/ ni la hez de una hez, se derrumbe en la huesa/ el burlesco legado de una estéril pavesa”). Según Paz, Villaurrutia era una persona que, al contrario que su amigo Salvador Novo, mantenía una moral católica de decoro con respecto a la exhibición de su intimidad y que, al igual que López Velarde, asumía la conciencia del pecado. En Décima muerte hallaremos una solución poética propia de Villaurrutia a su zozobra lopezvelardeana:
La aguja del instantero
recorrerá su cuadrante,
todo cabrá en un instante
del espacio verdadero
que, ancho profundo y señero,
será elástico a tu paso
de modo que al tiempo cierto
prolongará nuestro abrazo
y será posible, acaso,
vivir después de haber muerto.
La prolongación del abrazo y de cualquier experiencia se da en el espacio de la poesía, donde el poeta permanece como un muerto vivo. Porque para este las experiencias, especialmente las gozosas, no se prolongan en la vida: se vislumbran en la juventud como eternas pero no duran sino en el lenguaje. No quisiera aquí recurrir a la biografía de Villaurrutia para explicar el por qué de esta concepción poética; quisiera, más bien, recurrir a uno de sus grandes poemas: “Canto a la primavera” —que inspiró otro de los mejores poemas en nuestra lengua, “Primavera en obras” de Tomás Segovia—, cuya estrofa final encierra para mí una clave:
Porque la primavera
es ante todo la verdad primera,
la verdad que se asoma
sin ruido en un momento,
la que al fin nos parece
que va a durar, eterna,
la que desaparece
sin dejar otra huella
que la que deja el ala
de un pájaro en el viento.
Por eso, en los juegos poéticos del poeta, hay implícito el intento de captar lo que huye, lo que se ha ido, lo que nunca más se nos va a entregar de la misma manera en la que se entregó al principio, o lo que es y va dejar de ser en un instante. Dice la primera estrofa de “Domingo”:
Me fugaría al pueblo
para que el domingo
fuera detrás del tren
persiguiéndome.
O en “Pueblo”:
Se le fue la gente
con todo y ganado.
Se le fue la luna novia,
¡la noche le dice
que allá en la ciudad
se ha casado!
Le dejaron, vacías, las casas
¡a el que no sabe jugar
a los dados!
Y en uno de sus primeros poemas, “Le pregunté al poeta”, está precisamente la frase que le respondió el poeta: “Interroga a la estatua de sal”, que habla también de esta posibilidad de desintegrarse mirando al pasado, mirando cómo todo se va.
En el ensayo sobre el poeta jerezano, Villaurrutia hace notar el contrapunto que él ve entre la vida y la muerte en su poesía:
…Y más aún cuando sobrepone las imágenes de la vida plena y de la muerte inevitable. Así en el final del poema en que ha cantado con sensual arrobamiento los dientes de una mujer, acomodados a la perfección en el acueducto infinitesimal de la encía, se detiene y, de pronto, pasando sin transición del madrigal erótico a la visión macabra dice: “Porque la tierra traga todo pulcro amuleto/ y tus dientes de ídolo han de quedarse mondos/ en la mueca erizada del hostil esqueleto.
En Villaurrutia hay un contrapunto muy similar entre la vida, que es miedo a la muerte y deseo erótico, y ese sueño que nos integra y desintegra cada día, convirtiéndonos en muertos en vida; la estrofa final de su poema “Paradoja del miedo” dice:
Si la sustancia durable del hombre
no es otra cosa sino el miedo;
y si la vida es un inaplazable
mortal miedo a la muerte,
puesto que ya no puede sentir miedo,
puesto que ya no puede morir,
solo un muerto, profunda y valerosamente,
puede disponerse a vivir.
Este escritor, que se concibe como muerto en vida en la poesía, se explayará a través de los personajes de sus obras de teatro que hablan con una libertad impensable en la sociedad mexicana de su momento; y se explayará también a través de Soledad, personaje de su libreto de ópera que transcurre en la Veracruz virreinal, La Mulata de Córdoba, a quien la Inquisición castiga por adorar a su padre y no a Dios, pidiéndole escribir el nombre del padre para romper el conjuro:
Que si a tu padre un juramento
has hecho que ahora te exalta
y que te prohíbe, violento,
pronunciar su nombre en voz alta,
escribirlo no te prohíbe.
Para acabar con el conjuro
toma esta tiza, hermana, escribe…
¡escribe su nombre en el muro!
Al final de la ópera ella parece obedecer, pero en lugar de escribir algo, dibuja una embarcación cuyo trazo se vuelve incandescente, y mientras los inquisidores y el coro contemplan la obra de arte inesperada, la Mulata sube al bajel y, navegando, desaparece. Esta evanescencia de Soledad, que vive apegada a la imagen de su padre y dice en cierto momento:
—No debo casarme nunca.
No estoy sola, vivo junto
de una imagen —¡de un recuerdo!—
y la guardo y la conservo
como si fuera a extinguirse
como si fuera a dejarme
sola, para siempre, sola.
No permito que la toque
ni la distancia ni el tiempo;
la llevo por los caminos
contra la lluvia y el cierzo.
Cuando debo detenerme
para no verter su aliento,
si hay sol, la cubre mi sombra;
cuando hay luna la contemplo.
Para conservar la imagen,
sustentarla, venerarla:
no debo casarme nunca.
es, a mi parecer, la misma que Villaurrutia tiene de sí a lo largo de su obra poética. En ella, él es solo una voz que aparece ya en los poemas de madurez muy depurada, pero que en un principio oscilaba entre la influencia de José Juan Tablada ─por ejemplo, en su poema “Tinta china”:
Es una inmensa hoja de biombo el cielo
y no hay una luna en el parque, se ha borrado
el tenaz colorido de mi prado
que hermana su negror al desconsuelo.
En esta noche el musgo es terciopelo
y es tan grande el silencio y tan helado
que los búhos su canto han olvidado
y tienen miedo de lanzarse al vuelo.
El insomnio perdura entre la fiebre
y quiero que la seda se deshebre
y que del biombo salga la oportuna
claridad, la ilusión del mármol blanco…
Alzo el rostro hacia el cielo y veo en su flanco
dibujarse la coma de la luna.
y la influencia de López Velarde y Baudelaire en el poema herético “Ya mi súplica es llanto”, de Villaurrutia:
Yo soy solo un deseo, Señor,
Ya lo diga mi voz, ya mi concreto
Silencio, ya mi supremo llanto
en el supremo dolor,
no soy sino un deseo,
Señor.
Yo que en el paso incierto de mi niñez
vi deshojarse las rosas de ofrenda,
y no sacié la inicial avidez
ni señalé mi huella en la senda;
ahora siento un sufrido desconsuelo
por el día que no espera
y pienso, los ojos al cielo,
en la primavera.
Si todo lo vano merece mi orgullo
déjame el recuerdo, y dame siquiera
el don de mirarlos mío como tuyo.
Dame la memoria de todas las caras
que amé, y de los aromas
y de los matices, y dame fe,
para que una gota de tu vino calme
la sed de mi sed.
Ya mi súplica es llanto… Renace
en el pecho el anhelo en agraz,
y en mis labios se pierde esta frase:
—¡Señor, dame más…!
En los versos “Dame la memoria de todas las caras/ que amé, y de los aromas/ y de los matices…” hay un resabio proustiano. Ya en su poesía de madurez, en sus nocturnos, hallaremos voces lejanas de su experiencia inmediata, lanzadas a la literatura y abandonadas por un cuerpo que en los poemas muere, se ahueca y transfigura. Las palabras invaden los terrenos que le están vedados al cuerpo real: el pasado, el olvido, las sombras y la muerte. Esta etapa de su poesía, a mi parecer, se encuentra muy influida por el cine. En su ensayo “Teatro y cinematógrafo” hace una cuidadosa comparación del teatro y el cine, concluyendo que no hay tantas diferencias entre ambos, salvo la presencia real de los actores que alteran la puesta en escena cada vez; la posibilidad que da el cine de ver muchos aspectos del escenario y los personajes a través de la cámara y la edición real del espacio y el tiempo que hace el cine. Pero él mismo dice que el cine ha influido en la poesía. En su obra tardía Villaurrutia edita los momentos, los vuelve cercanos y palpables, los convierte en secuencias donde afloran imágenes y sentimientos.
Dice Paz en su libro ya citado sobre la zozobra de Villaurrutia:
Su escepticismo no solo era hijo de la reflexión sino de su temperamento. Huía de los extremos y estaba fascinado por ellos. Continua oscilación entre estados de ánimo intensos y eléctricos, rozando en la exasperación, y otros de postración, inercia e indiferencia. Irritabilidad y melancolía, breves estallidos y letargos prolongados. Desasosiego, no sentirse firme en ninguna parte, pegar un salto e instalarse en una paradoja, habitar una afirmación suspendida sobre el vacío: no la duda intelectual sino la zozobra vital.
No en vano el personaje principal de la mulata de Córdoba es la negra Soledad, quien siempre lo acompañó.
* Ensayo perteneciente a La lucha con la zozobra. La libertad bajo palabra en los poetas Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Jorge Cuesta y Octavio Paz, publicado en 2022 por la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL).
para Luis Vicente de Aguinaga
EN 2012 se publicó un libro con el título inofensivo de The Emily Dickinson Reader. Podría haber sido una selección más, impulsada por el interés siempre creciente que despierta esta autora de vida recoleta. A dicha publicación la siguió, más tarde, Cámara nupcial (2015), un libro de poemas que en sus mejores momentos crea una dicción que comparte aspectos tanto de Dickinson como de Jorge Esquinca, su autor; en 2016 se proyectó A Quiet Passion, una buena película biográfica; aun más recientes son las versiones de Hernán Bravo Varela de algunos de sus poemas, como estos.
Sin embargo, lo que propone el libro del 2012 de Paul Legault no es una selección sino “una traducción inglés-inglés de su poesía completa”. Resume los poemas en frases contundentes, en ese tono neutro que en inglés se llama deadpan. Dice, por ejemplo: “Light is a communist” [«La luz es comunista»] (el 506, que comienza “Light is sufficient to itself” / «La luz es suficiente para sí») o “I like hearing stuff” [«Me gusta oír cosas»] (el 1300: “Silence is all we dread” / «Todo lo que tememos es silencio»). Todo lo más se extiende a un par de oraciones: “I live in constant fear. At least it distracts me from my constant state of depression” [«Vivo en constante temor. Al menos me distrae de mi constante estado depresivo»] (498: “I lived on Dread” / «Vivo atemorizada»).
Naturalmente, se trata de una broma. Una broma que, por cierto, le debe mucho a las reseñas de Borges y al Polifemo sin lágrimas de Alfonso Reyes. Pero el hecho de que la broma se prolongue hasta abarcar los 1789 poemas de Dickinson, permite que en el libro, de poco más de 200 páginas, se vayan creando ritmos, regresen ciertos temas y, entre risas, acaben revelándose aspectos interesantes de una obra que, incluso para los hablantes cultos del inglés, resulta siempre hermética. Usando una fórmula que se ha normalizado en las artes plásticas, se trata de crítica brut.
Durante algún tiempo me tentó la idea de que el libro de Legault se tradujera. Pero me pareció al final que no es suficientemente amplio ni hondo nuestro conocimiento de Dickinson como para que la empresa tuviera sentido. En cambio, en homenaje a él y de forma natural a Ramón López Velarde, ofrezco estas “traducciones” de algunos de sus poemas, que son parte del proyecto más amplio de “traducir” El león y la virgen: la selección original y aún muy valiosa que hizo Xavier Villaurrutia de los poemas del jerezano. Si además esto revela el hilo invisible de una afinidad entre estos dos poetas, mejor que mejor.
[De La sangre devota]
“La prima Águeda”:
Mi prima venía a mi casa. Y yo pensaba cosas malas que no sabía precisar. Pero ahora sí las sé. Quería cogérmela en el armario.
“Hermana, hazme llorar”:
Tuve una novia y se murió. Antes de morirse ella sí conoció el mar.
[De Zozobra]
“El viejo pozo”:
En el pozo hubo besos y luego pesos. Ahora hay un fantasma.
“La mancha de púrpura”
Me gusta no verte para luego verte. Aunque a veces me gusta más no verte.
“Tus dientes”
Me gustan tus dientes. Me hacen imaginar el mar que no conozco. Pero también tu futura calavera, que va a ser muy bonita.
“El retorno maléfico”
Si regreso al pueblo lo encontraré en ruinas. Pero también veré el deseo retoñando entre las grietas. Habrá novios y novias. Sobraré yo.
“Hormigas”.
Por mis venas siento que corren hormigas. Son letras. Cuando me muera quiero que digas mis poemas. Pero mientras dame unos besos.
“El candil”
Soy un candil. El candil es un barco. El barco tiene una gran verga, pero no puede llevarla a ninguna parte porque es un candil en una iglesia.
[De la obra póstuma]
“El son del corazón”
Me gusta la rima consonante. Incluso dentro del verso. Hace una musiquita alegre. Incluso cuando pienso en la muerte.
“La saltapared”:
Soy un pájaro. Me gusta visitar ruinas. Porque ahí encuentro los bichitos que como. Y muchos fantasmas.
“El sueño de los guantes negros”:
Tuve una novia y se murió. Me vino a ver. Como en la Ciudad de México hace frío, se puso guantes.
“Suave patria”:
La patria son los lugares donde ya solo paseo como fantasma. A veces me encuentro por ahí a Cuauhtémoc. Que también es un fantasma.
Ramón López Velarde (1888-1921) no solo es uno de los poetas fundamentales de nuestra modernidad, sino un abrecaminos vigente. A un siglo de su fallecimiento, Maricela Guerrero (1977), Valeria List (1990), Juana Gabriela Nieves (2001) y Manuel de J. Jiménez (1986) realizaron, a solicitud de este periódico, cuatro reescrituras de algunos de los poemas más conocidos del poeta jerezano. En ellas, la «novedad de la patria» deja de ser un concepto para una sola obra y un solo autor, y se transforma en una estafeta audaz y urgente.
—La redacción
MARICELA GUERRERO
Soñaras, López Velarde: agua
Soñar en agua Ramón la fuente la laguna: agua en
lágrima llanto que anegara Tierra Adentro
una plaza tu pueblo: soñaras corazón
en próspera provincia: en agua: río:
la navegación de hojas anchas y
barquitos de papel de infancia: de navegantes ojos: virgen señora:
rojo ramón rojo
en luz
:sangre candor astrágalos nerviosos:
—vibrantes—
mariposas en vigilia: en luz: mujeres en devota compenetración: laguna inundación: candor y cielo:
agua: utopías celestes: comisuras: rojos labios rojos:
hechos de agua
sueño ahora a ti —carmín ramón carmín—al centro de una profunda celeste vastedad:
agua.
VALERIA LIST
No me condenes
Yo tuve en la capital un novio clasemedia
que tenía ojeras desde el día en que nació.
Su nombre era Rodrigo, vivía en la Magdalena
y los primeros meses, me quiso más que yo.
Rompimos varias veces: la juventud apenas empezaba
y yo quería más, aunque en abstracto,
¿quién aprecia un noviazgo a los dieciocho
cuando acaba de llegar a una ciudad?
Había pintado su cuarto de morado
bajo sus pintas punks, teníamos sexo
las tardes que no estaban sus papás.
Yo entonces no tenía muchas amigas
con quiénes chismear sobre los novios.
La primera ruptura, Rodrigo renegó:
sin que me diera cuenta, se había enamorado.
¿Sería que me había vuelto insolente
por ser una joven de provincia
que ya se sabía mover en metrobús?
Su insistencia me hizo ratificarlo
pero siempre terminábamos de nuevo
por esos perros tontos de la insatisfacción.
¡Perdón, Rodrigo! Novio punk, no me condenes
cuando escuches a La Polla Records
cuando te reclines en tu silla Acapulco,
cuando salgas por la Roma a pedalear,
recuérdame como la poblana que te quiso
a pesar de sus prejuicios y recatos.
JUANA GABRIELA NIEVES
Transmútase mi alma… (Un fantasma)
Hay un fantasma en el ropero de mi cuarto.
Se escondió detrás de los abrigos de invierno,
los uniformes usados
y los vestidos de gala que solo usé en una fiesta.
El fantasma de mi casa se sienta conmigo a comer,
tiene una cara triste
y mide un metro ochenta de pies a cabeza;
me espera afuera del baño mientras me lavo el cabello
y cuando salgo hace soplar una brisa fría.
No le gusta estar solo,
cree que si pienso mucho en él volverá a la vida,
el pobre aún no se acostumbra a estar muerto.
Me ve con ojos de cachorro
y me pide abrazos cuando llego a casa;
lo arropo como a alguien a quien amé mucho
y le hago un espacio en la cama.
No tengo memoria de su rostro despejado
o cómo se movía y hablaba cuando aún no era fantasma.
MANUEL DE J. JIMÉNEZ
Ave libertaria
Proemio
Yo que canté con otros corazones
en fuga de vida, cada poemática;
alzo hoy la voz a la mitad del viaje,
vibrando luz, con mis labios partidos,
alzando la cara tiznada al cielo
para rasgarle el velo a la justicia.
Andaré por las estepas civiles
con ojos ligeros, pies tarahumaras,
sin la grácil devoción de aquel poeta
que amaba el rayo glauco y tridentino.
Diré que la nación brota o retumba
en craneal Patria y Matria serpentina.
Ave afilada en el silbido claro
que alcanza los cuchillos matinales
con que Dios cortó la arena que puntea
los mares. Un remo para escribir
en medio de la hoja en blanco: resisten
cuentas del rosario desvencijado.
Primer acto
Patria, tierra arrasada, el maizal humea
y en las minas manos rumian pedruscos,
pero en los cielos el ave avizora
cada coto, los coágulos, la lumbre.
Nadie escrituró con el licenciado
el ejido y el diablo chupó sus errores.
En la Ciudad, el aire se gusanea
cálido y rancio, mientras que los sueños
tibios de las secres caen en el Metro.
Arriba el Sidral, tacos de cabeza,
y morralla de una noche pandeada.
Patria: tu mutilado territorio
quedó en un gráfico de asustaniños.
Bebe, Patria, bidón de gasolina,
donde se apilaron llantas ponchadas:
pasamontañas, pasaporte, nortes.
Cada péndulo, envoltorio en el puente,
tensa la soga y las curvadas lenguas
en la inmensidad limpia y dentellada.
¿Quién no miró las luces de bengala?
Ellos golpearon la puerta esa noche
y centenares de zapatos mudos
sin par se extraviaron en la neblina.
Patria, hay tanto más por contarte, cuando
cada clamor hirvió los corazones
siendo reducidos, anestesiados,
tras las coladeras y los desagües.
Jóvenes con miedo o coraje, astrosos
con pelambres y barbas pelirrojas,
durmieron en la espesura de la hierba.
El barro seco en las botas, tabaco
y cigarras calmaron las miserias.
¿Dónde limpiaron y cargaron rifles?
En aquella loma hay una cruz de palos
vacía en ardores de la canícula.
Cuando ellos renacieron, fueron libres,
según lo dispuso la eternal flor.
Llagas y ámpulas cedieron al fuego
blanco de un jardín seminal, sin centros.
Al pobre y al ladrón dijeron que sí,
pues en la lengua del amor el sol
se apaga con el sonido de la o.
Bajo el cielo otros se quedaron solos
y guiaron camiones para seguir
al trueno que revienta las antenas.
Otra noche: llegaron y abollaron
los caparazones hasta los huesos.
Trueno del temporal: oigo en los gritos
el crujir de las costillas y dedos,
oigo lo que se fue, lo que aún no miro
ante la hora de verdad y justicia.
Intermedio
NIGROMANTE
Joven rétor: te escucho en el estanque,
único héroe que perforó el silencio.
Atemporalmente, monstruosamente,
dinamitaste en Letrán una logia,
dejando el idioma blanco, arenoso,
sin nada que asir en el ancho mundo:
el derrumbe estrepitoso del techo,
perdido en la historia del auditorio.
Reclama las vísceras de los muertos.
Examina la lenta inmolación
de la noche patria, un ojo lunar,
una moneda abierta y giratoria.
Moneda que al final respira y cae,
un círculo negro, adivinación
con alas pardas de la codorniz.
No creaste ninguna mitología
ni oíste el murmullo de los ídolos;
sí besaste la frente de los reos
y enseñaste las voces “dolo” e “inicuo”.