Un año más, «M’illumino d’immenso – Premio Internacional de Traducción del italiano al español y viceversa» ha resultado ser una iniciativa de gran éxito, tanto por el número de concursantes y de países de los que hemos recibido propuestas de traducción, como por la calidad de las traducciones premiadas.

En la 2ª edición del premio de español a italiano participaron 292 concursantes, de edades comprendidas entre los 15 y los 85 años, procedentes de 25 países diferentes (Alemania, Argentina, Bolivia, Brasil, Camerún, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, España, Estados Unidos, Finlandia, Francia, Guatemala, Honduras, Italia, México, Paraguay, Perú, Portugal, Reino Unido, Suiza, Uruguay y Venezuela).

Las traducciones ganadoras serán publicadas por 8 prestigiosos medios de tres países: Biblit – Idee e risorse per traduttori letterari (Italia), Diacritica (Italia), Fili d’aquilone (Italia), Le parole e le cose (Italia), L’Ulisse (Italia), Poesia del Nostro Tempo (Italia), Revista Internacional de Culturas y Literaturas (España) y Specimen. Revista Babel de traducciones (Suiza).

A la 7ª edición del premio de italiano a español han concurrido 127 concursantes, de edades comprendidas entre los 19 y los 81 años, procedentes de 18 países diferentes (Alemania, Argentina, Bolivia, Brasil, Camerún, Colombia, Cuba, Ecuador, España, Estados Unidos, Francia, Guatemala, Italia, México, Perú, Reino Unido, Uruguay y Venezuela).

Las traducciones premiadas serán publicadas por 10 prestigiosos medios de 7 países: Altazor (Chile), Biblit – Idee e risorse per traduttori letterari (Italia), el malpensante (Colombia), La otra (México), Luvina (México), Op. cit. (Argentina), Periódico de Poesía (México), Revista Internacional de Culturas y Literaturas (España), Specimen. The Babel Review of Translations (Suiza) y Vasos Comunicantes (España).

Ganadora:

Helena Aguilà Ruzola (Barcelona, España)
Es traductora literaria y editorial del italiano al español y al catalán y cuenta con más de 300 títulos publicados. Es miembro de la Junta directiva y responsable de Comunicación de la Asociación Española de Lengua Italiana y Traducción y fue vicepresidenta de la Sección Autónoma de Traductores de Libros de la Asociación Colegial de Escritores española. Es profesora e investigadora de Filología Italiana en la Universitat Autònoma de Barcelona y miembro del Nuevo Proyecto Boscán-Catálogo histórico y crítico de traducciones españolas de obras italianas (MICIU), del Proyecto WINK-Women Invisible Ink (European Research Council) y de los grupos Cuerpo y textualidad (UAB) y Translatio: La traducción de los clásicos y las letras españolas en la Edad moderna (École des hautes études hispaniques et ibériques). Es codirectora de las Jornadas Internacionales sobre Traducción Literaria.

Mención honorífica:

Marco Perilli (Trento, Italia)
Es escritor y editor. Sus libros más recientes son Dante (2019, Premio Amado Alonso), Vesuvio (2021) y Blanca (2022). Imparte cursos en la Fundación para las Letras Mexicanas. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores.

Descarga aquí las traducciones y los originales en PDF

Fotografía en la mesa redonda en el Instituto Italiano de Cultura el lunes 14 de octubre en la que participaron Fabio Morábito, Hernán Bravo y Juan Carlos Calvillo

 
La poesía sobre los héroes de la Independencia de México es una de las manifestaciones literarias que los poetas del siglo XIX realizaron para dejar testimonio de la veneración y respeto por los hombres y mujeres que lucharon por la libertad. En sus poemas quedaron plasmados la admiración, el culto y el homenaje a los héroes que combatieron por la Independencia.

Francisco Manuel Sánchez de Tagle es un ejemplo donde héroe, patria y poesía se engarzan para dejar constancia del significado de la gesta revolucionaria:

¡Salve mil veces, noche venturosa,
que al héroe diste saludable abrigo!
Gózate ¡oh patria! de los héroes cuna.
Viendo ya salvos a los más queridos:
hoy tu sien orna su mayor hazaña.
En su loor suenen inmortales himnos.

Pero a la voz de Sánchez de Tagle se unen en una polifonía las voces de poetas románticos y modernistas del siglo XIX, para crear un cuadro vivo del acontecimiento más importante de México: la lucha por la Independencia. A través de la poesía seleccionada en este libro, vemos cómo la historia y la poesía se fusionaron para dejarnos un legado de riqueza literaria donde el hecho histórico y el lenguaje poético se dieron cita en el poema. En esta polifonía nos encontramos la veneración por Miguel Hidalgo y Costilla, y José María Morelos y Pavón; tampoco escapan a las plumas de los poetas: la descripción de la Batalla del Maguey, de 1811; el Sitio de Cuautla de 1812; la ejecución de Mariano Matamoros, Pedro Moreno y Hermenegildo Galeana; la campaña del español Xavier Mina en San Luis Potosí; la historia de amor de Leona Vicario y Andrés Quintana Roo; la celebración a Josefa Ortiz de Domínguez; y el homenaje a Agustín de Iturbide. Pero no todo es muerte y batallas; Vicente Riva Palacio muestra, en plena guerra, la alegría sencilla del pueblo en todo su colorido:

Por donde quiera enramadas,
en las que vendiendo están
aguas frescas y sandías,
y al son de un arpa tenaz
nativos y forasteros
bailan con dulce igualdad;
se oye la voz estentórea
del que tiene el carcamán,
y de otro, que lotería
llama a todos a jugar.
En grupos la muchedumbre
se agita, en constante afán,
ávida de divertirse
anhelando por gozar.

Los poetas, que en sus versos rindieron tributo a los héroes de la Independencia, utilizaron las formas poéticas imperantes. Cultivaron, entre otros, el verso de arte mayor y el octosílabo; se practicó con esmero la versificación silábica y estructuras estróficas diversas. El poema de largo aliento se hizo presente en Sánchez de Tagle, Quintana Roo, Francisco Ortega, Riva Palacio, Guillermo Prieto, Díaz Mirón y Amado Nervo, mientras que se rendían al soneto Fernando Calderón, Juan Valle, Rosas Moreno, Manuel Acuña y Rafael López. Por su parte, Guillermo Prieto eligió el romance para narrar los hechos y hazañas de los héroes. En estos trece grandes poetas encontramos la tradición poética decimonónica: neoclasicismo, romanticismo y modernismo.

El objetivo de esta antología fue reunir en un solo libro la poesía escrita sobre los héroes de la Independencia de México a lo largo del siglo XIX. Para este proceso se recurrió a una bibliografía en la que se encontraban los poemas dispersos tanto en antologías como en los libros de los autores antologados. La investigación fue lo más exhaustiva posible; se pretendía encontrar poemas dedicados a todos los considerados héroes de la patria. Pero los poetas solamente versificaron sobre trece de ellos, incluyendo a Agustín de Iturbide, consumador de la Independencia. Otro propósito fue ver cómo en esta poesía se fijaron los atributos, casi míticos, de quienes participaron en la gesta insurgente y que ayudaron a la construcción de la identidad de la nación mexicana. Durante el largo proceso nos encontramos con poetas consagrados y otros en el completo olvido. Para la elaboración de las semblanzas de los poetas nos servimos de los textos de críticos y estudiosos cuyas palabras permitían ver con claridad y agudeza las características de su poesía. Como resultado, a través del estudio-prólogo y de la poesía reunida, el lector puede ver cómo la Independencia de México y sus héroes quedaron inscritos en la historia y en el poema.

De esta forma, el libro cumple una deuda con la poesía escrita sobre nuestros héroes a lo largo del siglo XIX, la que no ha tenido difusión y tampoco ha sido estudiada; y que reviste una gran importancia histórica y literaria. También es rescatar del olvido a poetas que fueron artífices de la poesía mexicana que ayudó a la construcción de la literatura y la identidad nacional. En los poemas aquí reunidos, poesía e historia se unen en un mismo ánimo: enaltecer a quienes dieron a los mexicanos patria y libertad.*

—León Guillermo Gutiérrez

 

José Rosas Moreno (1838-1883)

Guerrero

En los montes del Sur, Guerrero, un día,
alzando al cielo la serena frente,
animaba al ejército insurgente
y al combate otra vez lo conducía.

Su padre en tanto, con tenaz porfía,
lo estrechaba en sus brazos tiernamente,
y en el delirio de su amor ardiente
sollozando a sus plantas le decía:

“Ten piedad de mi vida desgraciada;
vengo en nombre del rey, tu dicha quiero;
poderoso te hará, dame tu espada.”

“¡Jamás!” llorando respondió Guerrero;
“¡tu voz es, padre, para mí sagrada;
mas la voz de mi patria es lo primero!”

 

Manuel Acuña (1849-1873)

Hidalgo

Sonaron las campanas de Dolores,
voz de alarma que el cielo estremecía,
y en medio de la noche surgió el día
de augusta Libertad con los fulgores.

Temblaron de pavor los opresores,
e Hidalgo audaz al porvenir veía,
y la patria, la patria que gemía,
vio sus espinas convertirse en flores.

¡Benditos los recuerdos venerados
de aquellos que cifraron sus desvelos
en morir por sellar la independencia;

aquellos que vencidos, no humillados,
encontraron el paso hasta los cielos
teniendo por camino su conciencia!

 

* Fragmento de la presentación a La poesía de la Independencia de México (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2024), editado por León Guillermo Gutiérrez.

 

En 1968, año paradigmático en la historia política y social de muchos países, entre ellos Francia, Paul Celan (1920-1970) se unió al comité de redacción de la revista de poesía L’Éphémère, fundada un año antes por un grupo de poetas entre los que se encontraba Yves Bonnefoy (1923-2016). Así, los caminos de dos de las voces poéticas más representativas del siglo XX se cruzaron —la primera, principalmente en alemán; la segunda, en francés—. Nacidos en la década de los años veinte, ambos empezaron a ganar reconocimiento después de la Segunda Guerra Mundial. Ambos traductores hicieron de la palabra un espacio de crítica a la palabra misma, en tanto construcción que fragmenta el mundo y cuestiona nociones fundamentales como la vida y la muerte o la guerra y la paz, que son, al final, confrontaciones del yo con el otro. La palabra, como categorización de las realidades del mundo, crea pertenencias que construyen identidad, que atraviesan la individualidad. De hecho, Bonnefoy dirá de su amigo Celan, después de la muerte de éste en 1970, que a Paul siempre se le recordó que era un judío sin patria, un rumano que escribía en alemán, un francés por naturalización, un germano francoparlante, un exiliado en París, etcétera. Esta “no pertenencia” —que es al mismo tiempo pertenencia—, también puede ser atribuida a Bonnefoy, pero desde un contexto menos violento, si podemos decirlo así. Su obra como cuestionamiento del concepto rompía, aún más, una realidad que se mostraba en los años cincuenta: un cementerio de ideas y de cuerpos, un monumento derruido de algo que ya no se sabía qué era, contemplado durante el instante en que caía hecho cenizas. Así, un diálogo poético entre esos autores es posible a partir de la materialidad del mundo, expresada mediante la performatividad de la palabra y el instante de su enunciación, que es también el de su desaparición.

Para Michel van Schendel, la poesía de Bonnefoy está vinculada al drama, a la crisis desencadenada por el acto de comprender, que hace evidentes los límites y las ausencias, y pone en marcha el movimiento de renovación de la realidad, la creación desde la contemplación, la cual se expresa mediante la inmediatez de la palabra, en el rito de murmurar el verso. Lo nombrado es; adquiere cuerpo, forma; se define y se disuelve inmediatamente al ser enunciado porque la palabra ocurre en el devenir del tiempo. Esta acción instantánea: ser y no ser, vivir y morir, puede apreciarse en versos como los siguientes, pertenecientes a Del movimiento y de la inmovilidad de Douve (1953):

Tu rostro esta noche iluminado por la tierra
Pero yo veo tus ojos corromperse
Y la palabra rostro ya no tiene sentido.

La tierra ilumina porque revela los límites de las formas, pero el rostro comienza inmediatamente a descomponerse. Y entonces, ¿qué es un rostro? Cuando mencionamos que Bonnefoy cuestiona el concepto, nos referimos a las nociones que configuran lo más elemental de la realidad humana, como, por ejemplo, la palabra cuerpo, que crea una experiencia espacio-temporal que posibilita la existencia de la materia-cuerpo. Así, la poética de Bonnefoy es aquélla de la ausencia y presencia de las formas, de la ausencia y presencia de la muerte, cuya enunciación paradójica obliga al lector a hacerse la pregunta fundamental y fundadora de toda visión del mundo: ¿Qué es?

La famosa “imposibilidad del lenguaje para expresar el mundo”, como afirma Van Schendel —digo famosa por inherente a la historia de la literatura—, se convierte en “austeridad del lenguaje”, en un desnudamiento de la palabra cuya necesaria exactitud revela su carácter polisémico. Volviendo al ejemplo del “rostro”, ¿cuántos sentidos son contenidos en esa palabra? ¿Cuántos significantes? ¿De quién es el rostro del que se habla?

Paul Celan, en tanto que poeta judío que hizo suya “la lengua de los asesinos”, consideraba que el poema era el lugar donde el poeta daba testimonio de su experiencia del mundo, es decir, de la unicidad irremplazable. Estar dividido entre la afirmación y la negación de una identidad profundamente vinculada al uso de la lengua, lo llevó a concebir el poema como un espacio utópico para abrir —en palabras de Hugo Echagüe— “el tiempo y la posibilidad de construir un lugar humano más allá de lo humano”, donde las formas, lo material, la lengua misma, están estrechamente vinculadas, como en Bonnefoy, al movimiento y a la nostalgia de la pérdida, como puede apreciarse en estos versos de Amapola y memoria (1952):

También tu cabello vuela sobre el mar con el enebro dorado.
Con él se vuelve blanco, entonces lo tiño de azul-piedra:
el color de la ciudad donde al final fui arrastrado hacia el sur…

En estos versos leemos dos materialidades: la corporal, natural, humana, y aquella de la ciudad como lugar de exilio, lugar no buscado. Lo inasible del cabello al viento, las olas y los colores de la ciudad mientras el sol realiza su viaje diurno son trayectos que ocurren una sola vez, a pesar de su carácter cíclico. Todas las mañanas del mundo son únicas, dirá Pascal Quignard, quien también coincidió con Celan y Bonnefoy gracias a L’Éphémère y comparte con ambos la necesidad de una verdad terrenal que otorgue sentido a la cotidianidad y a las metamorfosis de la realidad humana y de la individual, que obedecen a fuerzas que no siempre pueden controlarse, a decisiones que parten de la existencia de la alteridad. En Celan, es el pronombre por excelencia: es lo que se pierde, lo que se recupera, lo que se recuerda, lo que se dice. es el mundo en tránsito, y aquí se encuentra uno de sus vínculos con Bonnefoy. Al intentar explicar las transformaciones de un , la voz poética de Celan comprende que el yo también está en movimiento continuo.

Los años de ti a mí

De nuevo se ondula tu cabello cuando lloro. Con el azul de tus ojos
cubres la mesa de nuestro amor: un lecho entre verano y otoño.
Bebemos lo criado por alguien que no era yo, ni tú, ni un tercero:
saboreamos algo vacío y último.
Nos vemos en los espejos del mar profundo y nos pasamos más deprisa las viandas:
la noche es la noche, comienza con la mañana,
me tiende junto a ti.

En ambos poetas observamos una configuración seguida de una disolución de las formas, que acontece en muy diversos ámbitos de la realidad. En Bonnefoy este devenir refiere los cambios de la materia, que ocurren en la contemplación del tránsito estacional y en fenómenos como la podredumbre de la muerte, lo que a su vez constituye un guiño a Baudelaire. Asistimos, en muchos sentidos, a un drama que acaece naturalmente, a pesar del hombre. Para Celan, dicha metamorfosis habla también de un exilio que es políticamente problemático, en tanto que choque entre dos realidades que no pueden reducirse a una de ellas; ello significaría negar la alteridad y, por consiguiente, simplificar el mundo y simplificarse a sí mismo. En Reja de lenguaje (1959), los pozos son las tumbas de los desaparecidos, y el trauma de la muerte del otro nos habla de nuestra propia muerte.

(Cuenta de los pozos, cuenta
de la corona de los pozos, de la carrucha de los pozos,
los cenotes de los pozos – cuenta.
Cuenta y recuenta, el reloj,
también éste, se va a parar.
Agua: qué
palabra. Te comprendemos, vida.)

La poesía permite contemplar cara a cara las contradicciones de la realidad, sus aspectos nefastos, que se comprenden en retrospectiva y desanudan el concepto. Esta inestabilidad conduce muchas veces al silencio, al asombro frente a una realidad que se impone frente al lenguaje y los intentos humanos por decirla, en un momento de la historia occidental en el que todos los discursos, incluido el del arte, habían participado en el horror de la guerra y la desolación de la reconstrucción. “Agua, qué palabra”, exclama Celan, invitándonos a sorprendernos por la existencia no sólo del elemento y de las sensaciones que su contacto nos provoca, sino por la palabra misma, por la elección de cierto vocablo para denominar cierta realidad, que, al final, escapa a toda denominación y conlleva un enmudecer maravillado, un estallido del concepto. Por su parte, Bonnefoy hace del silencio el momento en que inicia el trabajo poético y nace una nueva escritura, una nueva oportunidad para decir.

Y yo grabaré en piedra
En recuerdo que brilló
Un círculo, ese fuego desierto.

La poesía deviene así reconstrucción de la memoria, una memoria intangible excepto en los lenguajes humanos. El recuerdo es, ante todo, la facultad de recrear. No es gratuito entonces que en Bonnefoy y Celan exista un esfuerzo por revelar usos de la palabra que hagan consciente la dimensión proteica de la poesía. No se trata únicamente de fundar mundos poéticos, sino de sostenerlos desde lo humano. La palabra, mermada por la Historia, debe volverse receptáculo de todo tipo de discursos para dar cuenta del drama occidental.

Paul Celan, en la revista El Meridiano [Obras completas], escribió: “¿Y qué serían entonces las imágenes? Lo que se ha percibido y lo que se ha de percibir sólo una vez, siempre una vez y sólo ahora y sólo aquí. El poema sería así el lugar donde todos los tropos y metáforas nos invitan a reducirles al absurdo”. La escritura de Celan, desde una reflexión de la muerte ligada a la experiencia del Holocausto, concibe el tiempo como una cadena de instantes cuyo carácter irrepetible sólo puede recuperarse mediante la escritura y la lectura, siendo el lector el receptor de un mensaje lanzado al mar. Al mismo tiempo, el poeta pone de manifiesto que la empresa poética, su terquedad al querer decir, al necesitar decir, conduce también al silencio maravillado al que hemos aludido, a un cortocircuito en el que se comprendió algo y nada al mismo tiempo, pero ese algo deja su huella. “Te comprendemos, vida”, dice el poeta: te comprendemos en este momento. El instante es posible en tanto que la alteridad existe y alienta no sólo el diálogo, sino el recuerdo. Hemos dicho que el poema es la representación de una memoria, pero añadimos el resto de la idea: la lectura constituye la revelación de dicha memoria, una segunda recreación de la experiencia de la alteridad.

Para Bonnefoy, la escritura poética está vinculada a la tierra, a lo mineral. No refiere a realidades trascendentales, sino a una suerte de alquimia del verbo que permite vislumbrar su carácter proteico, al que ya hemos aludido, así como su honesta desnudez, su funcionamiento primordial, su materialidad preciosa que se trabaja con las manos, con el intelecto, y que no necesita más que mostrarse. No en vano, y en esta misma línea de pensamiento, Celan afirmó que “sólo verdaderas manos pueden escribir verdaderos poemas. No veo ninguna diferencia entre un apretón de manos y un poema”. En otras palabras, la honestidad del poema está relacionada con su ser materia, es un don que se ofrece mirando de frente. En Celan, los ojos son motivos poéticos centrales. En tanto que refugio siempre abierto, son símbolo de hospitalidad, como se puede apreciar en estos versos de “Elogio de la lejanía:

En la fuente de tus ojos
viven las redes de los pescadores de la mar del extravío.
En la fuente de tus ojos
el mar cumple su promesa.
Aquí arrojo yo,
un corazón que se detuvo entre los hombres.

Estos versos revelan la herencia judía de Celan, y aluden a los versículos de los evangelios que narran el pasaje en el que Jesús indica a los pescadores que vuelvan a echar las redes porque encontrarán alimento. El mar es la fuente de sustento primordial como los ojos de la mujer amada son germen de vida. Asimismo, el instante en el que se contemplan los ojos de la amada rompe el horizonte e interrumpe el tiempo: el corazón que se detuvo entre los hombres, en diálogo con los ojos, logra reunir en un solo momento el pasado (el pasaje de los pescadores), el futuro (la promesa) y el presente (el acto de contemplar). Así, el instante se extiende y se llena de sentido. Por su parte, Bonnefoy enfatiza el carácter dialógico del instante en que se nombra, la simbiosis entre el individuo y aquello que contempla: “Douve, yo hablo en ti; y te encierro/ en el acto de conocer y de nombrar”. Estos versos son sugestivos, pues a lo largo del poemario Del movimiento y de la inmovilidad de Douve, Bonnefoy intenta decir todas las facetas y metamorfosis de esta figura femenina, de esta fuerza de la naturaleza contenida, precisamente, en el apelativo Douve. ¿Qué es Douve y qué es el conocimiento? Un instante en el que una palabra sintetiza una experiencia y luego la deja ir. El conocimiento es, probablemente, abrir los brazos para recibir a la Otredad. En lo que respecta a Celan, el poeta recurre al motivo del encuentro en el espacio para expresar estas imágenes fugaces, en poemas como “Colonia, Am Hof”:

Tiempo de corazón, las figuras
del sueño responden por
la cifra de medianoche.
Algo habló en el silencio, algo calló,
algo se fue por su camino.
Proscrito y Perdido
estaban en casa. Vosotras, catedrales.
Vosotras, catedrales no vistas,
vosotros, ríos no escuchados,
vosotros, relojes en lo hondo de nosotros.

Lo no dicho en el poema, lo nombrado y, al mismo tiempo, lo carente de nombre propio, enfatiza el acto ético de nombrar a aquellos seres anónimos que se difuminaron en el devenir histórico, como señala Walter Benjamin. El nombre, dicho y no dicho, da sentido y, como consecuencia, reconstruye la relación con el Otro/ lo Otro, en la que se revela la propia extrañeza, como lo anuncian estos versos de Bonnefoy:

¿Qué palabra surgió cerca de mí?
¿Qué grito se hizo en una boca ausente?
Apenas escucho gritar contra mí,
Apenas siento ese aliento que me nombra.
Sin embargo, ese grito encima de mí viene de mí,
Estoy amurallado en mi extravagancia.
¿Qué divinidad o qué extraña voz
Consintió habitar mi silencio?

George Steiner señala que el lenguaje no puede mostrarse indiferente frente a los hechos históricos, que el acto de nombrar conlleva una herencia de la que el poeta, en tanto artífice del lenguaje, debería ser responsable. En este sentido, ¿qué hacen Yves Bonnefoy y Paul Celan con el lenguaje que heredaron y que van a legar? ¿Cómo se hacen cargo de sus ruinas? Celan y Bonnefoy, cada uno desde su poética, escriben, como señala el poeta italiano Andrea Zanzotto, “dentro de las cenizas, llega[n] a otra poesía venciendo ese aniquilamiento absoluto, y no obstante, en cierto modo, permaneciendo en ese aniquilamiento”. Aniquilar el concepto, reconstruir el concepto, como lo señala Jean-Pierre Lemaire, con el objetivo de evidenciar no sólo la presencia, sino la experiencia sensible de la presencia, es decir, el detonante material del poema y su elaboración a través de la palabra. Como ocurre con las cenizas, estamos frente a una destrucción y reconstrucción de la realidad cuyo resto es lo efímero y también la poesía, que viene del , que viene del otro.

Obra consultada

Benjamin, W. (1940). “Tesis de filosofía de la historia” en  Angelus Novus. Barcelona : Edhasa, pp. 77-89.

Bonnefoy, Y. (1982). Poèmes. Paris : Gallimard.

Celan, P. (1999). Obras completas. Madrid : Trotta.

Echagüe, H. Una aproximación a la lírica de Paul Celan. TÓPICOS. Revista de Filosofía de Santa Fe (Rep. Argentina) N° 15, 2007, pp 77-86.

Jerade Dana, M. Memoria y Voces: Paul Celan. Acta poética 27 (2) OTOÑO 2006.

Lemaire, J.P. Yves Bonnefoy l’exil et la présence. Revue Etudes 2016-12, pp.73-80.

Marques Rambourg, M. La métamorphose de l’image chez Yves Bonnefoy : Le mouvement du poème. Carnets Revue électronique d’études françaises de l’APEF. Première Série – 5 | 2013. (Consultado el 9 de abril de 2023).

Polanco, J. Heridas de realidad. Poesía, testimonio y silencio. Universidad Viña del Mar – Universidad Técnica Federico Santa María, pp. 17-30.

Steiner, G. (2003). Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano. Barcelona: Gedisa.

Van Schendel, M. Yves Bonnefoy ou la mort vivante. Liberté : art et politique. Volume 3, numéro 3-4 (15-16), mai–avril 1961 URI : https://id.erudit.org/iderudit/59756a (Consultado el 9 de abril de 2023).

 

 
Traducción de José María Micó
 
 
Presento en las siguientes estampas un avance de mi versión de La Jerusalén liberada de Torquato Tasso, que será publicada por la editorial Acantilado a lo largo de 2024.

—El traductor

 
 
1. Olindo y Sofronia
(II, 33-36)

Los rodea la pira, ya dispuesta,
y el fuelle empieza a producir su efecto,
cuando el joven, con férvidos lamentos
de infinito dolor, le dice a ella:
—¿Es este el lazo con el que esperaba
estar atado a ti toda la vida?
¿Es este el fuego en el que yo creía
que nuestros corazones arderían?

Amor prometió un fuego y unos lazos
distintos de los de esta inicua suerte.
¡Ella nos alejó y ahora ella
nos reúne por medio de la muerte!
Ya que morir debemos de tal guisa,
al menos soy tu cónyuge en el fuego,
si no en el lecho. Tu final lamento
y el mío no, porque a tu lado muero.

¡Qué feliz y completa es mi fortuna!
¡Qué alegres mis dulcísimos martirios,
si ocurre que, reunidos nuestros pechos,
yo exhale el alma dentro de tu boca,
y al tiempo tú, mientras desfallecemos,
viertas en mí tus últimos suspiros!—
Así dice él llorando. Y ella intenta
consolarlo con dulce reprimenda:

—Otros lamentos, otros pensamientos,
son los que pide la ocasión, amigo.
¿No piensas en tus culpas? ¿No recuerdas
el premio que a los buenos Dios promete?
Sufre en su nombre estos tormentos dulces,
y aspira alegre a la más alta sede.
Mira qué hermosos son el sol y el cielo:
parecen ofrecernos su consuelo.—

 

2. La belleza de Armida
(IV, 29-32)

No conocieron Argos, Chipre o Delo
formas tan bellas ni de tal prestancia:
su melena dorada asoma un poco,
y otra parte la oculta un blanco velo,
igual que cuando el cielo se serena
y el sol asoma tras la blanca nube
y comienza a expandir todos sus rayos
y el día resplandece aún más claro.

El viento crea con su soplo nuevos
tirabuzones en el crespo pelo;
avaramente esconde la mirada
y las otras riquezas que atesora.
El color de las rosas en su rostro
con el marfil se mezcla y se confunde,
pero en su boca ardiente y amorosa
sólo está el rojo de la simple rosa.

El torso muestra su desnuda nieve,
en que el fuego de Amor se nutre y crece.
Enseña un trozo de sus pechos jóvenes
y otro lo cubre la celosa tela:
celosa cierra a la mirada el paso,
no a la imaginación, que, insatisfecha
con la belleza que se ve, se interna
en las carnalidades más secretas.

Del mismo modo que atraviesa el rayo,
sin romperlos, el agua o el cristal,
así penetra la cerrada tela
el pensamiento hasta lo prohibido.
Allí se regodea contemplando
todas las maravillas con detalle,
para luego contarlas al deseo,
y aumenta todavía más su fuego.

 

3. Primer duelo de Tancredo y Argante
(VI, 40-49)

Pusieron en el ristre y levantaron
los dos guerreros las nudosas astas;
jamás hubo carrera, salto o vuelo,
jamás un frenesí como el mostrado
por Tancredo y Argante al atacarse.
En los dos yelmos dieron las dos lanzas,
y al instante volaron por el aire
astillas y centellas a millares.

Los golpes retumbaron por los montes
y lograron mover la inmóvil tierra,
pero la fuerza de las sacudidas
no les quitó ni pizca de soberbia.
Los caballos chocaron con tal ímpetu,
que les costó bastante levantarse.
Los héroes desmontaron, aferraron
las espadas y a pie continuaron.

Los dos con gran cautela van moviendo
manos, ojos y pies al golpearse,
con quiebros y defensas nunca vistos:
ora gira, ora avanza, ora recula,
ora amaga un fendiente y da de tajo,
ora hiere en lugar inesperado,
se cubre y se descubre con mil fintas
y a la pericia engaña con pericia.

Provocador, Tancredo muestra el flanco
desprotegido y el maltrecho escudo;
el pagano lo ataca, y al hacerlo
deja sin protección su lado izquierdo.
Tancredo para el golpe con su espada
y logra herir con ella al enemigo;
después, para evitar la retirada,
se reafirma en posición de guardia.

El fiero Argante, al verse malherido,
sucio y bañado por su propia sangre,
con insólito horror tiembla y suspira,
enloquecido de dolor y rabia;
y siguiendo el impulso de la ira,
alza la voz al tiempo que la espada
y recibe otra herida inesperada
donde el brazo se junta con la espalda.

Como la osa en las agrestes selvas
al sentir el venablo se enrabieta,
y abalanzándose contra las armas
afronta los peligros y la muerte,
así reacciona el circasiano indómito:
se suman las heridas, los agravios,
y de tal modo la venganza ansía,
que no piensa en el riesgo y se descuida.

Y sumando a su arrojo temerario
fuerza bruta y vigor infatigable,
vuelve a blandir la espada impetuoso.
La tierra tiembla y centellea el cielo.
No hay tiempo ya para parar su golpe,
para cubrirse ni tomar aliento:
no hay protección que pueda ya librarle
de la potencia y rapidez de Argante.

Tancredo, agazapado, espera en vano
que acabe la tormenta de mandobles.
Ora procura detener el golpe,
ora lo evita con veloces quiebros;
pero el fiero pagano no se cansa
y el único remedio es reaccionar,
y con gran violencia y mayor rabia
empuñar y agitar también la espada.

La ira vence a la razón y al arte
y es el furor quien manda en el combate.
No hay golpe vano, pues la espada siempre
hiende o parte la malla o la coraza.
Caen por tierra pedazos de armadura
llenos de sangre y de sudor mezclados.
Son las espadas llamas al lucir,
truenos al chocar, rayos al herir.

Cristianos y paganos ven con pasmo
el terrible e insólito espectáculo,
barajando el temor y la esperanza
e intentando entender quién pierde o gana;
y entre la multitud no se percibe
ni una voz ni aun el más pequeño gesto;
todos están callados y en silencio:
sólo su corazón sigue batiendo.

 

4. Herminia entre los pastores
(VII, 5-13)

No despertó hasta oír el trino alegre
con que al albor los pájaros saludan,
y el murmurar de ríos y de ramas
prodigando sus ondas y sus flores.
Abre sus ojos lánguidos y advierte
albergues solitarios de pastores,
y las ramas y el agua se diría
que a seguir sollozando la convidan.

Mas sus lamentos son interrumpidos
por un claro sonido que le llega
y parece de cantos pastoriles
que se alternan con rústicas zampoñas.
Se levanta y se acerca lentamente
y ve a un anciano que en el fresco teje
cestas de mimbre junto a su rebaño
mientras oye cantar a tres muchachos.

Al ver aparecer tan de repente
la insólita armadura, se asustaron;
mas los saluda Herminia y dulcemente
se descubre el cabello y la mirada:
—Continuad vuestro trabajo—dice—,
gente feliz, del Cielo predilecta,
porque estas armas no declaran guerra
ni a tu labor ni a vuestras cantinelas.—

Y añadió: —Oh, padre, ahora que la guerra
está incendiando toda la región,
¿cómo vivís aquí, plácidamente
sin miedo de los bélicos ataques?—
—Hijo—le respondió—ni mi familia
ni mi ganado han padecido daño
ni oprobio, y el estrépito de Marte
no turbó nunca estas remotas partes.

O es la gracia del Cielo, que respeta
la humildad e inocencia de un pastor,
o bien, igual que el rayo que descarga
en las excelsas cimas, no en el valle,
así el furor de las espadas sólo
da en las altas cabezas de los reyes,
y nuestra vil pobreza no despierta
ni la avaricia de la soldadesca.

Es vil pobreza para los demás,
mas yo no quiero cetro ni riqueza,
y mi tranquilo pecho no cobija
ni la preocupación ni la codicia.
Sacio mi sed con agua clara y nunca
tengo miedo de que alguien la envenene,
y en parca mesa el huerto y los rebaños
me sirven alimentos no comprados.

Ni deseamos ni necesitamos
mucho para seguir con nuestra vida.
Estos que ves son hijos míos; cuidan
los rebaños y no tengo criados.
Así vivo en mi claustro solitario:
veo saltar las cabras y los ciervos,
culebrear los peces en el río
y sus alas abrir los pajarillos.

Hace tiempo, a la edad en la que el joven
abriga vanos pensamientos, quise
cambiar de vida y descuidé el rebaño;
abandoné el lugar en que nací
y viví un tiempo en Menfis trabajando
al servicio del rey, y aunque fui sólo
el guardián del jardín, conocí a fondo
la inicua corte y su corrupto entorno.

Llevado de insensatas esperanzas,
soporté humillaciones mucho tiempo,
pero cuando, al llegar la edad madura,
menguaron mi candor y mi arrogancia,
eché de menos esta vida humilde
y lloré por la paz que había perdido.
Dije: “¡Adiós, corte!”, y, vuelto al bosque amigo,
recuperé la dicha en que ahora vivo.—

 

5. La muerte de Clorinda
(XII, 64-69)

Pero ha llegado ya el fatal instante
en que acaba la vida de Clorinda.
Él en el bello pecho hunde la espada
y el filo bebe ávido su sangre;
y un cálido torrente va empapando
la delicada túnica dorada
que cubría sus senos. Ella siente
que le fallan las piernas, y que muere.

Él sigue persiguiendo la victoria
y acosa a la doncella agonizante.
Ella suspira mientras se desploma
y pronuncia sus últimas palabras;
palabras que le dicta un nuevo espíritu
de fe, de caridad y de esperanza;
Dios lo infunde, pues si ella fue rebelde
en vida, hoy devota es en la muerte.

—Amigo, me has vencido: te perdono.
Perdóname tú a mí, no al cuerpo impávido,
sino al alma, que es digna de tus ruegos;
dame el bautismo que mis culpas lave.—
Resuena en estas lánguidas palabras
un no sé qué suave y melancólico
que a él le traspasa el pecho, el odio aplaca
y que lo deja al borde de las lágrimas.

No muy lejos de allí brota un pequeño
río en la cavidad de la montaña.
Él en el manantial llenó su yelmo
y regresó a su compasivo oficio.
Las manos le temblaban mientras iba
a descubrir el rostro aún ignoto.
La vio, la conoció y se quedó mudo.
¡Triste el ver y el saber! ¡Triste infortunio!

No murió entonces, porque todo el ánimo
acudió al corazón, y reprimiendo
su dolor, con el agua dio la vida
a la que con la espada dio la muerte.
Mientras él pronunciaba el sacro rito,
ella rio, transida de alegría;
y al morir parecía estar diciendo:
“Me voy en paz, porque me acoge el cielo”.

De hermosa lividez se tiñe el rostro,
como un lirio mezclado con violetas;
vuelve al cielo los ojos, y parece
que ante ella el sol y el cielo se conmueven;
y alzando su desnuda y fría mano,
sin decir nada le hace al caballero
el signo de la paz. De esta manera
la vida entrega, como si durmiera.

 

 

 
 
Dicen que la voz es lo primero que se pierde. A diferencia de lo que vemos, aferrado al recuerdo por la profusión de palabras que existe para las imágenes, el referente acústico del mundo es líquido y se desliza fácilmente entre las manos. No me sucederá eso con la voz de Antonio Deltoro. La encuentro oculta en tantos sitios. Sé que no la perderé nunca.

Tantos poemas que amo están marcados por la huella digital de su voz. Poemas que no puedo leer sin Toni, donde siempre está conmigo puesto que los escucho inevitablemente en su peculiar entonación grave y pausada. Cuando los releo, la encuentro ahí, al fondo, anidando intacta.

Me gustaría empezar leyendo uno de esos poemas pues pienso que una gran forma de celebrar a alguien es compartir lo que ama. Nos lo leyó una mañana de jueves del 2016 en la Fundación para las Letras Mexicanas. En esa época, por unos arreglos, teníamos tutoría en el salón de abajo. Aunque no puedo jurarlo, prefiero imaginar que era un día soleado de mayo y la luz se duplicaba en los espejos. Una luminosidad de esas que a Toni le gustan: una luz que se pertenece a sí misma, un mediodía sin sombras que cercenen los objetos, en el que las cosas saben habitarse. Nos leyó el primer poema de José Watanabe que escuché en mi vida, un autor al que más adelante leería con ahínco.

El guardián del hielo

Y coincidimos en el terral
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol.
En esa situación cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.
Oh cuidar lo fugaz bajo el sol…

El hielo empezó a derretirse
bajo mi sombra, tan desesperada
como inútil
Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza
de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.

No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
Yo soy el guardián del hielo.

Me quedé para siempre con esos dos versos: “No se puede amar lo que tan rápido fuga./ Ama rápido, me dijo el sol”. Y tenía tanta razón. No sabía que poco más de un año después, Toni no iba a llegar a tutoría y su vida cambiaría para siempre. Pero cuando leo este poema, él me acompaña. Hay poemas que amamos porque guardan las voces de los ausentes. Éste de Watanabe contiene dentro de sí, en esa combinación particular de sonidos, la contraseña de la voz de mi maestro. En algún lugar de esas palabras está Toni todavía y siempre, leyéndonos estos versos un jueves soleado de 2016. En estos sonidos perdura esa otra escena simple, paralela.

Hay poemas que amamos porque guardan las voces de los otros, porque en ellos canta no sólo la vida indescifrable de su autor, sino también nuestras otras vidas y las vidas de quienes hemos querido y ya no están. Un buen poema es como un catalizador, un metal conducente, una caja que guarda fragmentos de la vida de los otros. Escribo poemas como quien construye laberintos. Laberintos para atravesarlos, buscando no la salida sino el centro. Para guardar algo terrible, bestial, como el deseo. Esa flecha de sombra. Y para que otros, cuyos rostros no conozco, puedan guardar allí lo que ellos quieran.

Cuando quiero hablar con Antonio, voy también a sus libros. Con los años de lecturas y relecturas, en sus poemas he guardado algo mío. En ellos, lo encuentro a él y me encuentro a mí misma. Sus poemas se han vuelto con el tiempo ciudades secretas.

La costumbre de lo oculto
 

A Alejandro Rossi

En cada casa debe haber por lo menos un espacio cerrado. La quintaesencia de las casas no está en su centro, en el espacio abierto a las miradas, sino en el fondo: debajo, arriba, en un lugar siempre difícil y poco frecuentado. Me gustan las covachas, los desvanes, las cambras, los sótanos e incluso los cuartos traseros; me gustan no para entrar como Pedro por su casa sino para saberlos desconocidos; en su existencia se cifra la salud de toda casa, son sus glándulas y su metabolismo.

Siempre he sospechado de esas gentes que se abren de puertas y se enseñan como si fueran guías de su propio museo: un alma fina, delicada, lo mismo que un destripador o un alquimista, debe guardar algún secreto. Aún hoy que estoy en decadencia y vivo en un departamento, mantengo la costumbre de lo oculto. En la recámara del fondo, entre periódicos, fotografías, ropa usada, persevera el secreto. En esa habitación entro una o dos veces al año, abro la puerta y saco una caja de cartón o una corbata.

Este poema, además de ser un retrato de cuerpo entero de Antonio, puede leerse también, o eso pienso, como una especie de arte poética. Como una lección de escritura. Un poema es una casa que habitamos. Como tal, debe también tener su cuarto secreto, su “lugar difícil y poco frecuentado”. Un texto completamente diáfano se vuelve burdo, plano, sin encanto. Es como esas personas que “se abren de puertas y se enseñan como si fueran guías de su propio museo”. Un buen poema, como una verdadera casa, sabe guardar su secreto, mantiene “la costumbre de lo oculto” y desde ella mana la palabra, lo sí dicho.

La voz de Toni no sólo anida ahí, en sus poemas y en los que nos compartió en tutoría, sino que también la encuentro en una forma de mirar el mundo. Hace poco un amigo me relató un intercambio que escuchó de pasada en un café. Dos mujeres mayores, con viseras, el cabello teñido y un acento marcadamente ibérico, planeaban su estancia en nuestro país con una guía de viajes en la mano. Una, que parecía ya conocer un sitio al que tenía particular deseo de llevar a la otra, exclamó en un arranque de emoción: “¡Prepara asombro, Carmela!, ¡prepara asombro!” No sé qué fue de esas turistas, si Carmela de hecho pudo conseguir la delicada pócima del asombro como quien prepara un suculento caldo de gallina. Pero una cosa sí sé: si Antonio Deltoro me enseñó algo, fue justamente eso. A cultivar el asombro, el equilibrio delicado de esa alquimia bisiesta. Siempre tenemos las semillas del asombro a la mano, pero él me enseñó a germinarlas con paciencia. Antonio me enseñó a mirar las cosas de nuevo por primera vez. Y eso no es fácil. Nos mostró cómo hacer para “plantar un árbol de silencio/ y sentar[nos] a esperar/ a que sus frutos de caigan”.

Y el asombro sólo puede conjugarse en presente. Antonio me dio las herramientas necesarias para habitar el presente, ese país ignoto que sólo a veces miramos a lo lejos, como a través de un vidrio, sin ganas ni atención. Puesto que yo soy un animalillo adicto a la nostalgia y la ansiedad y habito el continente en sombras del pasado o me desvivo siempre por llegar al futuro, esa tierra minada por mis propios huesos. Como diría Toni, “soy hijo (hija en este caso) del minuto y de la esquina, de los días que saltan uno tras otro hacia la muerte”. Toni me enseñó a quedarme. A explorar el perfil de los centímetros, a observar cómo avanza sobre el tejado el anzuelo de la luz. Cuando pensé que sólo el pasado existía, Antonio se inclinó y me dijo al oído: “todavía hay presente en que apoyarse”.

Hay muchas maneras de mirar el mundo. Hay quien lo mira sólo para despreciarlo, para notar sus carencias, lo incongruente que es consigo mismo, lo ácido de la lluvia, el gentío en el metrobús, las malas lenguas. Hay quienes lo miran para llegar a otro sitio, para tratar de descifrar en él lo que ha sido o lo que será. Son arqueólogos del futuro y profetas del pasado y se pierden de tanto. Ninguna de estas miradas toca el mundo, que permanece intacto e insolente.

Antenoche me llamó Aurelia Cortés, que tanto quiso a Toni, para avisarme que ya no estaba. Es difícil poner en palabras cualquier pérdida, pero la de Toni nos despierta algo distinto, un dolor no sólo por él sino también por el mundo que habitamos. Y pienso que sé por qué: la mirada de Toni cambiaba todo a su alrededor. Tenía algo de hechizo pues sabía tocar las cosas con los ojos. Y la realidad respondía, transformándose.

Hay miradas que son como una luz artificial y blanca que alumbra el mundo exponiéndolo sin dimensiones ni textura, otras que son como la luz de la tarde que al tocar las cosas se despide. La de Toni era una mirada mediodía, luz franca y pleno sol, que no es ajena al mundo, sino que existe dentro de él y así lo cambia.

Apenas me enteré de la muerte de Toni y me parece completamente imposible conjugarlo en pasado. Tal vez no lo haga nunca. Porque para mí Toni nos acompaña aún. Su voz y su mirada han hecho este lugar un mundo más habitable. ¿Cómo hablar en pasado de alguien que ha cambiado así el sitio donde vivimos?

En uno de sus poemas, escribe: “No hice nada extraordinario,/ pero me visitó lo extraordinario”. A mí también me visitó lo extraordinario: tuve la oportunidad de conocer, de platicar con y de querer a Antonio Deltoro.
 
 
* Palabras leídas durante un homenaje a Antonio Deltoro, realizado el 23 de mayo en la Casa Universitaria del Libro (CASUL) de la UNAM, dentro de los festejos por el vigésimo aniversario de la Fundación para las Letras Mexicanas (FLM).
 
 

 
Traducciones del francés de Maximiliano Sauza Durán
 
 
Hospes comesque

Cuerpo, portador del alma, en quien quizá creer
sería más vano, caro cuerpo, que el no amarte;
corazón sin fin transmutado en esta viva crátera;
a los alicientes novedosos boca siempre abierta.

Mares donde se puede navegar, fuentes donde es lícito beber;
trigo y vino mezclados en ritual vianda;
cuartada del sueño, dulce cavidad ennegrecida;
inseparable tierra entregada a todos nuestros pasos.

Aire que me llena de espacio y me hincha de equilibrio,
a lo largo de los nervios (espasmo de fibra en fibra) escalofrío;
ojos al inmenso vacío por un poco de tiempo abiertos.

Cuerpo, pereceremos juntos, viejo compañero mío.
Cómo no voy a amarte, forma a la que me parezco,
si son tus brazos con los que estrecho al universo.
 
 
Hospes comesque

Corps, porte-faix de l’âme, en qui peut-être croire
Serait plus vains, cher corps, que de ne t’aimer pas ;
Cœur, sans fin transmué dans ce vivant ciboire ;
Bouche toujours tendre aux plus récents appâts.

Mers où peut voguer, sources où l’on peut boire ;
Froment et vin mêlés du rituel repas ;
Inséparable terre offerte à tous nos pas.

Air qui m’emplit d’espace et m’emplit d’équilibre,
Frissons au long des nerfs ; spasmes de fibre en fibre ;
Yeux sur l’immense vide un peau de temps ouverts.

Corps, mon vieux compagnon, nous périrons ensemble.
Comment ne pas t’aimer, forme à qui je ressemble,
Puisque c’est dans tes bras que j’étreins l’univers.
 
 
 
 
Macrocosmos

Soles, exvotos de tinieblas,
corazones palpitantes, corazones en traspaso,
lágrimas plateadas de fúnebres cobijos.
Soles, yo paso y ustedes pasan conmigo.

Miradas al fondo de mi pupila,
como yo, ustedes se consumen,
ruedan en la sombra eterna
sin saber que la iluminan.

Yo sé, pues sé que ignoro.
En este caracol sonoro,
en esta esponja donde mi corazón late

en las entrañas de mi vientre,
la misma fuerza se concentra
y es mi pena su combate.
 
 
Macrocosme 

Soleils, ex-voto des ténèbres,
cœurs palpitants, cœurs transpercés,
larmes d’argent des draps funèbres
soleils, je passe et vous passez.

Mirés au fond de ma prunelle,
comme moi, vous consumez,
vous roulez dans l’ombre éternelle,
sans savoir que vous l’allumez.

Je sais, car je sais que j’ignore.
Dans ce coquillage sonore,
dans cette éponge où mon cœur bat,

dans les entrailles de mon ventre,
la même force se concentre
et ma peine est votre combat.
 
 
 
 
Epitafio. Tiempo de guerra

El cielo de fierro se ha abatido
sobre esta tierna estatua.
 
 
Épitaphe. Temps de guerre

Le ciel de fer s’est abattu 
sur cette tendre statue.
 
 
 
 
El visionario

Vi en la nieve
un ciervo en la trampa herido.

Vi en el estanque
un ahogado flotante.

Vi en la playa
un caracol ensordecido.

Vi en las aguas
a las trémulas aves.

Vi en las ciudades
a los condenados serviles.

Vi en las planicies
la humareda de los odios.

Vi en la mar
del sol la amargura.

Vi en los cielos
insondables ojos.

Vi en el espacio
este siglo pasando.

Vi en mi alma
la ceniza y la flama.

Vi en mi corazón
a un negro dios invicto.
                                                                                                                            (Hacia 1965)
 
 
Le visionnaire

J’ai vu sur la neige
un cerf pris au piège.

J’ai vu sur l’étang
un noyé flottant.

J’ai vu sur la plage
un sec coquillage.

J’ai vu sur les eaux
les tremblants oiseaux.

J’ai vu dans les villes
des damnés serviles.

J’ai vu sur les plaines
la fumée des haines.

J’ai vu sur la mer
le soleil amer.

J’ai vu dans les cieux
d’insondables yeux.

J’ai vu dans l’espace
ce siècle qui passe.

J’ai vu dans mon âme
la cendre et la flamme.

J’ai vu dans mon cœur
un noir dieu vainqueur.
                                                                                                                            (Vers 1965)
 
 
 
 
Claroscuro
                                                                                                                            Para Jean Cocteau
 

Claroscuro, sombra insidiosa
donde mueven las estatuas sin ruido
una voz melodiosa,
allí callan las cosas su murmullo.

Enigmas que el corazón resuelve,
secretos muy caramente comprados,
todo sabio es alumno de un enloquecido,
toda alma es instruida por la carne.
 
 
Clair-obscur
                                                                                                                            Pour Jean Cocteau

Clair-obscur, ombre insidieuse
où bougent sans bruit des statues,
une voix mélodieuse
y murmure des choses tues.

Énigmes que le cœur résout,
secrets achetés fort cher ;
tout sage est l’élève d’un fou,
toute âme s’instruit par la chair.
 
 
 
 
Poema para una muñeca rusa

Yo
soy
azul rey
y negro hollín.

Soy el gran Moro
(rival de Petrushka).
La noche me sirvió de troika;
y tuve al sol por balón de oro.

Casi tan vasto como las tinieblas.
Pero todo tan frágil como algún viviente,
el menor soplido mueve mi cuerpo invertebrado.

Estoy demasiado resignado, pues soy demasiado sabio.
No se burlen de mi tez negra ni de mis labios entreabiertos:
Yo no soy, como ustedes, sino un juguete entre gigantes manos.

 
 
Poëme pour une poupée russe 

Je suis
Bleu de roi
Et noir de suie.

Je suis le grand Maure
(Rival de Petrouchka).
La nuit me sert de troïka;
J’ai le soleil pour ballon d’or.

Presque aussi vaste que les ténèbres,
Mais tout aussi fragile qu’un vivant,
Le moindre souffle émeut mon corps sans vertèbres.

Je suis très résigné, car je suis très savant :
Ne raillez pas mon teint noir, ni mes lèvres béantes,
Je suis, comme vous, un pantin entre des mains géantes.

 
 
 
 
Erótico

Tú el abejorro y yo la rosa,
tú la espuma y yo el peñasco;
en la extraña metamorfosis,
tú el Fénix y yo la hoguera.

Tú el Narciso y yo la fuente,
mis ojos reflejando tu emoción;
yo el cofre y tú el tesoro,
yo la onda y el nadador en mí.

Y tú, labio sobre labio,
tú la frescura que mece la fiebre,
la ola entremezclada con las olas.

Que yo algo sea del tierno juego,
siempre con el alma envuelta en fuego:
bello pájaro de oro cruzando el cielo.
                                                                                                                            (1925-1945, 1950-1954)
 
 
Erotique

Toi le frelon et moi la rose ,
toi l’écume et moi le rocher ;
dans l’étrange métamorphose,
toi le Phénix, moi le bûcher.

Toi le Narcisse et moi la source,
mes yeux reflétant ton émoi ;
toi le trésor et moi la bourse ;
moi l’onde et le nageur en moi.

Et toi, la lèvre sur la lèvre,
toi la fraîcheur berçant la fièvre,
la vague aux vagues mêlant.

Moi quelque soit le tendre jeu
toujours l’âme en feu s’envolant
bel oiseau d’or, en plein ciel bleu.
                                                                                                                            (1925-1945, 1950-1954)
 

 

 
Versión al otomí-hñähñu de dos “Sonetos de amor y discreción” de Margarita León.

 

 

Me gusta creer que sor Juana Inés de la Cruz pensó y quizá soñó en náhuatl, y sé que en algún momento de su vida escuchó el otomí en alguna de sus variantes. Motivada por estas suposiciones, me he adentrado a traducir algunos sonetos —por ahora, un par de los más conocidos—. Llevar a sor Juana al otomí-hñähñu a través de la traducción, me concede escuchar su voz desde ese otro lugar, desde el universo otomí, y es ahí donde puedo acercarme a ella.

—Margarita León

 
 
Ha te da ne ra hintopädi ha ra hñeñä ra zoni

Nuna ndee, ma zi hoga bui, ham´u sta zofoi,
ngu ha ri hmi ne sta handi ri ot´e
ge nu ma noya hinsta zohni´í,
gi handi ma ndäte sta ne.

Ne hmädi, ge ma tsa bi faspi,
bi thät´i nuú ra b´emfeni o´te,
ngetho ha mbo ra dumui bi xiti ra zoni,
bi dent´i ra aki ndäte.

Ndunthi ya nñ´ädi, ma ehya, bi dege,
ya nts´omfeni hinge da tu ri umui,
nehe ra nts´obui ri paha hinda xaxi

ha ya dondo xudi, ge tu ya oki thandi:
ge ha ri pigi tsa ska handi ne ska thüni
ma dent´i ndäte mbo ri ye.
 
 
En que satisface un recelo con la retórica del llanto

Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y tus acciones veía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba.

Y Amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía,
pues entre el llanto que el dolor vertía,
el corazón deshecho destilaba.

Baste ya de rigores, mi bien, baste,
no te atormenten más celos tiranos,
ni el vil recelo tu quietud contraste

con sombras necias, con indicios vanos:
pues ya en líquido humor viste y tocaste
mi corazón deshecho entre tus manos.
 
 
 
¿Nu gi denigi, ximhai, te gi ne?
¿Te di nengaí? Sehe di ne
da doni ma beni,
¿Hinge ma mfeni ha ya doní?

Nuga hindi hmädi ya boja, ne ya madi,
nubu, zantho da raki ntso tsa,
ñutsi ya boja ha ma mfeni
hinge ma beni ha ra boja.

Hindi ne ra tsamahotho, ge ngu da huadi,
ge hinte kohi ha ya thogi pa;
nehe hinge di ho ra bojä nu ge hinmajuäni.

Nuhe ga buihe ha ya majuäni,
hinge ga tsihe ya tsamahotho ha nuna bui,
ge da huadi ra bui ha ya hinte otho.
 
 
¿En perseguirme, Mundo, ¿qué interesas?
¿En qué te ofendo? Cuando sólo intento
Poner bellezas en mi entendimiento,
¿Y no mi entendimiento en las bellezas?

Yo no estimo tesoros, ni riquezas,
y sí, siempre me causa mal contento,
poner riquezas en mi entendimiento
que no mi entendimiento en las riquezas.

Y no estimo hermosura, que vencida,
es despojo civil de las Edades;
ni riqueza me agrada si es mentida.

Teniendo por mejor en mis Verdades,
consumir vanidades de la Vida,
que consumir la Vida en Vanidades.

 

 
Traducciones al español de Yaki Setton y Sergio Waisman

 
Nacida y muerta en Nueva York (1913-1980), Muriel Rukeyser fue poeta y traductora. En 1935 publicó su primer libro Theory of Flight. Luego siguió The Book of the Dead (1938), pionero dentro la poesía documental y unos diez libros más reunidos en 1978 en The Collected Poems of Muriel Rukeyser, reeditado con aparato crítico en 2005 por la Universidad de Pittsburgh.

Yo viví en el primer siglo de guerras mundiales”, expresa Rukeyser en uno de los más conocidos poemas del libro La velocidad de las tinieblas (The Speed of Darkness), al que pertenecen los cinco aquí presentados. Su publicación, en 1968, implicó el despertar de un nuevo interés por releer su obra y un reconocimiento acerca de su lugar en la poesía norteamericana de esta “madre de todas y todos”, como la llamó Anne Sexton.

Editado en el contexto de la lucha por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam, este libro reúne de manera potente momentos de lírica íntima y, también, de lírica política en lo que en esa época se definió como una “politización de la experiencia íntima” en el campo de la poesía escrita por mujeres.

En “El poema como máscara / Orfeo”, primero de este libro y al mismo tiempo una declaración de principios, Rukeyser declama: “Los fragmentos se juntan en mí con su propia música”. Coexisten, a la sazón, en La velocidad de las tinieblas distintas estéticas e influencias de la tradición poética estadounidense —incluyendo a Walt Whitman, William Carlos Williams y H. D.–, junto con la ratificación de su propio estilo tras una trayectoria activa de más de treinta años de escritura.

—Yaki Setton y Sergio Waisman

 

El poema como máscara
Orfeo

Cuando escribí de las mujeres en sus bailes, salvajes, fue una máscara,
en su montaña, cazando dioses, cantando, en orgías,
fue una máscara; cuando escribí del dios,
fragmentado, exiliado de sí, su vida, el amor unido con el canto,
fui yo misma, partida por la mitad, incapaz de hablar, exiliada de mí.

No hay montaña, no hay dios, hay memoria
de mi vida desgarrada, abierta mientras duermo, la niña rescatada
a mi lado entre los doctores, y una palabra
de rescate desde los ojos grandes.

¡Basta de máscaras! ¡Basta de mitologías!

Ahora, por primera vez, el dios levanta su mano,
los fragmentos se juntan en mí con su propia música.

 
The Poem of a Mask
Orpheus

When I wrote of the women in their dances and wildness, it was a mask,
on their mountain, god-hunting, singing, in orgy,
it was a mask; when I wrote of the god,
fragmented, exiled from himself, his life, the love gone down with song,
it was myself, split open, unable to speak, in exile from myself.

There is no mountain, there is no god, there is memory
of my torn life, myself split open in sleep, the rescued child
beside me among the doctors, and a word
of rescue from the great eyes.

No more masks! No more mythologies!

Now, for the first time, the god lifts his hand,
the fragments join in me with their own music.

 

 
¿Qué te doy?

¿Qué te doy?               Esta memoria
No te la puedo dar.                La fuerza de una memoria
No te la puedo dar   :   suena en mis nervios.
Ninguna de estas canciones
Está hecha en sus imágenes.
Semillas de toda memoria
Dadas a mí te doy a vos
Mi yo.        Voz de mis días.
Bendición;         semilla y dolor,
El verde elogio de crecimiento.
El cuerpo sagrado de la sed.

 
What Do I Give You?

What do I give you?               This memory
I cannot give you.                Force of a memory
I cannot give you   :   it rings my nerves among.
None of these songs
Are made in their images.
Seeds of all memory
Given me give I you
My own self.        Voice of my days.
Blessing;         the seed and pain,
Green of the praise of growth.
The sacred body of thirst.
 

 
Entre rosas

Acostada aquí entre la hierba, ¿estoy muerta estoy durmiendo
asombrada entre silencios     no me tocás nunca
Aquí muy profundo, la pequeña luna blanca
llora como una ficha y oigo?

El sol vuelto cobre o me disuelvo
sin tocar sin tocar      una tierra sin tacto
niega mi muerte mi mano caída
el silencio corre por el lecho de los ríos

Un viento alto camina sobre mi piel
                                                                 brisa, memoria
aguantan en mi cuerpo (mientras el mundo se desvanece)
                                                                                                             entrando
muy tarde en la noche del mundo para ver las rosas abrirse
Recordá, amor, acostadas entre rosas.
¿No nos acostamos entre rosas?

 
Among Roses

Lying here among grass, am I dead am I sleeping
amazed among silences      you touch me never
Here deep under, the small white moon
cries like a dime and do I hear?

The sun gone copper or I dissolve
no touch no touch      a tactless land
denies my death my fallen hand
silence runs down the riverbeds

One tall wind walks over my skin
                                                           breeze, memory
bears to my body (as the world fades)
                                                                       going in
very late in the world’s night to see roses opening
Remember, love, lying among roses.
Did we not lie among roses?

 

 
Para mi hijo

Venís de poetas, reyes, deudores, predicadores, casi deudores, constructores de ciudades, vendedores,
los grandes rabinos, los reyes de Irlanda, almaceneros fracasados de alimentos secos, bellas mujeres de las canciones,
grandes jinetes, padres tiránicos en la orilla de un océano, las madres occidentales que miran al oeste por sus ventanas,
las familias escapándose por el mar a toda prisa y de noche —
las torres redondas de la puesta violeta del sol celta,
los difuntos, los brillosos, voladores, hombres expulsados del pueblo, hombre sobornado por sus primos para que se quede fuera del pueblo, maestras, el cantor litúrgico del viernes a la noche, los diarios morbosos,
mujeres fuertes manteniendo con elegancia relaciones, la niña judía que va al colegio parroquial, los niños que juegan carreras con sus barcos sobre el hielo en Lakes,
la mujer quieta frente al diamante en la ventana de terciopelo, dice “Maravilla de la naturaleza”.
Como todos los hombres,
venís de cantantes, de guetos, de hambrunas, guerras y rechazos de guerras, hombres que construyeron aldeas
que crecieron hasta ser nuestras ciudades solares, estudiantes, revolucionarios, derramar de edificios, los diarios del mercado,
un sastre pobre en un cuarto en penumbras,
un hombre del desierto, el héroe de las minas, el astrónomo, una mujer con cara pálida que enseña piano hora tras hora y su muñeca tullida,
como todos los hombres,
no has visto la cara de tu padre
pero lo conocés desde siempre en una canción, la costa de los cielos, en un sueño, donde sea que se encuentre el hombre jugando su rol de padre, padre entre nuestra luz, entre nuestras tinieblas,
y en tu ser hecho completo, completo con vos y completo con otros,
las estrellas tus antepasados.

 
For My Son

You come from poets, kings, bankrupts, preachers, attempted bankrupts, builders of cities, salesmen,
the great rabbis, the kings of Ireland, failed drygoods storekeepers, beautiful women of the songs,
great horsemen, tyrannical fathers at the shore of ocean, the western mothers looking west beyond from their windows,
the families escaping over the sea hurriedly and by night–

the roundtowers of the Celtic violet sunset,
the diseased, the radiant, fliers, men thrown out of town, the man bribed by his cousins to stay
out of town, teachers, the cantor on Friday evening, the lurid newspapers,
strong women gracefully holding relationship, the Jewish girl going to parochial school, the boys racing their iceboats on the Lakes,

the woman still before the diamond in the velvet window, saying “Wonder of nature.”
Like all men,
you come from singers, the ghettoes, the famines, wars and refusal of wars, men who built villages

that grew to our solar cities, students, revolutionists, the pouring of buildings, the market newspapers,
a poor tailor in a darkening room,
a wilderness man, the hero of mines, the astronomer, a white-faced woman hour on hour
teaching piano and her crippled wrist,
like all men,
you have not seen your father’s face
but he is known to you forever in song, the coast of the skies, in dream, wherever you find man
playing his part as father, father among our light, among our darkness,
and in your self made whole, whole with yourself and whole with others,

the stars your ancestors.

 

 
Poema

Yo viví en el primer siglo de guerras mundiales.
La mayoría de las mañanas estaba más o menos loca,
Los diarios llegaban con sus artículos desprolijos,
Las noticias chorreaban de varios aparatos
Interrumpidas por intentos de vender productos a los no-vistos.
Llamaba a mis amigos por otros aparatos;
Estaban más o menos enojados por las mismas razones.
De a poco llegué a la pluma y el papel,
Hacía mis poemas para otros no vistos y no nacidos.
De día algo me hacía recordar a esos hombres y mujeres
Valientes, que ponen señales entre grandes distancias,
Considerando un modo de vivir sin nombre, con valores casi inimaginables.
Cuando las luces se oscurecieron, cuando las luces de la noche brillaron más,
Tratábamos de imaginarlos, de encontrar al otro.
De construir la paz, hacer el amor, reconciliar
Despertar durmiendo, cada uno con el otro,
Cada uno con su propio ser. Tratábamos de cualquier modo
De alcanzar nuestros propios límites, de alcanzar nuestro propio más allá,
De abandonar los modos, de despertar.

Yo viví en el primer siglo de estas guerras.

 
Poem

I lived in the first century of world wars.
Most mornings I would be more or less insane,
The newspapers would arrive with their careless stories,
The news would pour out of various devices
Interrupted by attempts to sell products to the unseen.
I would call my friends on other devices;
They would be more or less mad for similar reasons.
Slowly I would get to pen and paper,
Make my poems for others unseen and unborn.
In the day I would be reminded of those men and women,
Brave, setting up signals across vast distances,
Considering a nameless way of living, of almost unimagined values.
As the lights darkened, as the lights of night brightened,
We would try to imagine them, try to find each other,
To construct peace, to make love, to reconcile
Waking with sleeping, ourselves with each other,
Ourselves with ourselves. We would try by any means
To reach the limits of ourselves, to reach beyond ourselves,
To let go the means, to wake.

I lived in the first century of these wars.

 

* Poemas seleccionados de The Speed of Darkness (La velocidad de las tinieblas), de 1968, a publicarse próximamente en la editorial Salta el Pez (Buenos Aires, Argentina).

 
Conocida, sobre todo, por sus dos novelas: El libro vacío (1958) y Los años falsos (1982), Josefina Vicens (1911-1988) ejerció en su vida muy diversos oficios, entre ellos los de articulista, cronista taurina y guionista de cine. Tiene, además, una obra de teatro y un cuento. Parte de esas “otras escrituras” son reunidas en un tomo reciente, publicado por el Fondo de Cultura Económica, debido, sobre todo, a la recopilación de esos materiales marginales a la redacción de sus novelas que realizó la investigadora universitaria Norma Lojero Vega. El tomo incluye una sección final de poemas; presentamos aquí algunos de ellos.

 
 
Los mismos lutos

La muerte, posible en todas las fechas,
falsamente olvidada, tañendo adentro como
una campana que nadie, sino el viento, moviera:

la vida, inexplicable, imperativa, rumorosa,
amada, tan propia en los momentos y tan
ajena en el instante final;

el amor, con su principio para siempre
y su terminación por sí; con su olvido a cuestas,
como un fardo lleno de vacíos, pesado de nada;

la dificultad del perdón;

la elección de un camino entre todos los que
se abren ante la mirada inexperta;
la agonía, hora tras hora, de la inocencia;
la ambición; los números como signos de la
magia fácil;
la conciencia, ese privilegio triste.

Iguales lutos en todos los hombres; los
mismos crespones gastados; iguales esquelas
para anunciar iguales muertes.

Pero tú, el que en verdad se confunde
con el color de la noche y se resguarda en
ella, llevas un luto más: el de tu piel de
tinieblas, perseguida, acosada.

La mano blanca con la que te escribo, y
que te tiendo, se avergüenza de su semejanza
con la que te golpea.

Ese golpe suma a tus lutos esenciales uno más,
que basta para enlutar el mundo del espíritu.

[Publicado en Cuadernos de Bellas Artes, año IV, núm. 1, enero de 1963.]

 
 
 
Romance de la hermosa Gloria

Sífilis, villa oriental
donde nació tu belleza
adornada con las galas
más fastuosas de la tierra.

Sífilis, villa bordada
con la luz de las estrellas
patria de nobles y altivos
caballeros de proezas.

La que guarda como estuche
la joya de tu presencia
y se engalana con mirtos
y se alboroza con fiestas.

Hoy relumbran más sus muros
sus torres y fortalezas,
hoy se yerguen más altivas
sus cúpulas y banderas.

Hay bullicio, copla y danza
en las plazas y callejas,
la risa sube hasta el cielo
por invisible escalera.

Hoy cuentas un año más,
si es que los años se cuentan,
cuando la belleza es
inalterable y eterna.

Que busquen los emisarios
por ver si en el mundo encuentran
otra princesa florida
que comparársete pueda.

Y aunque los años transcurran
y las penas se sucedan
y se marchiten los lirios
y palidezcan las perlas

y se agoten los trigales
y los pájaros perezcan
y sobre todos se abata
la vejez y la tristeza.
 
 
 
Se me han ahogado todas las palabras,
ya no podré decirte lo que siento.
Se las llevó el torrente de las aguas,
adivínalas tú en mi pensamiento.
 
 
 
Ya no podía tocar el instrumento que había recreado tantos años. 
     Pensaba que lo había aceptado pero esa voz no dejaba de sonar.
     Una voz dulce, entonada… llena de intención… ¿Por qué no cesaban esos acordes?
     Entonces, con condescendencia se ofreció a acompañarla, como quien cuenta un cuento a un niño para que esté contento.
     La acompañaba con cuidado, tratando de seguirla… recordando.
     Y esa condescendencia se le volvió asombro.
     Y ese asombro se le volvió entendimiento.
     Y ese entendimiento se le volvió amor.
     Supo que aquellas otras pulsaciones que no la abandonaban no eran más viejas… que no habían terminado; que ese instrumento era la vida misma, de  la que habían salido tantos cantos, tantos desdenes, tantos amores… que eran sus manos… y quedamente, empezó a cantar esa otra voz, una segunda voz que solamente reforzaba la otra.
     Porque esa otra voz era, por encima de todo, la misma, la única voz.

Octubre, 1986

 
 
La voz

Tu voz es la Todopoderosa,
es la esfera perfecta en la que guardas
las pequeñas palabras y quejas de los hombres
y las rotundas de los cuatro elementos.
Pueden ser los rugidos o rumores del aire
o la ira o el canto de las aguas
el crujido aterrado del fuego
o el oculto y fértil susurro de la tierra.
De tu garganta alada, de alto vuelo
surgen los trinos constantes de los pájaros libres
y los a veces doloridos, que están en jaulas.

Tomadas de la mano
recorres con Alfonsina Storni
su húmedo sendero hacia la nada.
Con inmensa ternura la sepultas
en una caracola
y a tu regreso informas que ya es feliz.
Solo el sonido es inmortal
él lo sabe y le place subsistir, llenar los ámbitos.
Ahí están, en el aire,
la última palabra del moribundo, el primer llanto del recién nacido
y el ladrido de aquel perrito
al que queríamos tanto.

Pero algunos sonidos
irritados del constante tumulto
se desesperan y huyen.

Y así como las aves escogen su árbol y su rama
los sonidos rebeldes escogen una garganta única
y en ella hacen su nido.

Tu garganta, Raquel Olmo, Raquel Olmedo
es el cálido nido del sonido perfecto.
 
 
 
A tu imagen y semejanza
solo el mar, solo la mar,
las olas, el oleaje.
Su Alteza hermafrodita,
Su Majestad leal
ante la que me inclino reverente.
Hablas constantemente, sin reposo,
en tus diversas lenguas:
el rumor, el murmullo,
el arrullo, el rugido,
pero quien pretenda ser oído por ti,
que te contemple absorto
y que guarde silencio,
el gran silencio humilde, respetuoso,
no la palabra, solo la mirada,
la mirada con lágrimas como las miles y millones
que te conforman.
Eres el llanto de todos los hombres,
mar dolor, mar martirio.
Todos los días, muy temprano
voy a la playa a contemplarte:
con una varita muy delgada, flexible,
pulida de tanto acariciarla,
dibujo en la arena un pentagrama
con la llave de Sol,
con la llave de luna,
con la llave de ensueño,
con la llave de dolor,
con la de los olvidos,
con la de los recuerdos,
con la del desengaño
y la esperanza.
Al final dibujo la llave de mi infancia
tan lejana de ti
pero que tú sin duda debes recordar
porque ya desde niña yo te soñaba
como el hogar perfecto.
Una ola se lleva mi dibujo,
algunas veces recibo tu respuesta:
otra ola, o la misma deja en la arena,
casi entre mis manos, un caracol pequeño
que me llevo al oído para oír tu mensaje.
Con un rumor lejano, balbuciente
me dice lo que anhelo:
que me apresure,
que me estás esperando.
 
 
 
¡Que alguien me oiga!
Estoy llamando desde que nací.
Ni un momento he dejado de agitar
mi blanco pañuelo de presencia.
¡Que alguien me vea,
que alguien se detenga a escucharme!
No quiero nada extraordinario,
sencillamente quiero incorporarme.
No quiero ser; quiero tan solo formar parte.
No quiero señales,
no quiero un número distinto
ni una música original.
No pido el arma del vencedor.
No quiero que mi voz se levante
por encima del balbuceo de los niños
ni el rugido de los animales
ni de las blasfemias y las plegarias de los hombres.
No quiero que sea difícil el camino que conduce a mí.
Quiero un camino cualquiera,
una vereda hecha con las pisadas de los hombres,
de los asnos, de los perros.
Quiero ser fruto vivo de la tierra de todos
y tener raíces comunes
de pequeña planta vulgar.
No quiero ser, en el huerto del mundo,
la manzana premiada.
Quiero ser nada más la manzana
que el niño se roba sin que nadie lo note.
 
 
 
Ya nació el hombre. Ya fue golpeado por el aire del mundo,
por la mano del experto, por el ansioso amor de sus dueños,
por la curiosidad de los demás.
Pasa el tiempo y el hombre goza el privilegio de ser y no serlo todavía.
Poco a poco se descubre: descubre que “se habita”; que tiene un resguardo,
un recinto en él, propio, inalienable, que lo contiene, lo traslada y lo expresa.  
Un cuerpo fiel, hasta la muerte fiel. Un compañero de todo el viaje. Compañero no elegido, solo donado, aparecido encima, pero tan adherido a él, que cuando al fin lo descubre y observa, ya está amado, ya ha estado amado por soldadura, por compañía, por años de convivencia inadvertida. Lo observa y todavía reclama algo: un centímetro, una línea, un determinado color. Pero es solo una reclamación ornamental, de lujo. Lo esencial está justo.
El hombre, entonces, hace un inventario, se da la mano y vive.
Pero hay un hombre.
También fue golpeado al nacer, también gozó la inocencia de no saber que lo era,
también descubrió un día su cuerpo e hizo su inventario.
Pero no pudo darse la mano.
No reclama una línea, no pretende otra medida. Pide solo su cuerpo, su traducción fiel, su materia relativa, el eco de la voz principal.
Pide, pide. Después se da cuenta. ¿A quién? Quien tuviera poder para corregir, tendría que haberlo tenido para no errar.
Entonces el hombre queda solo, con el error a cuestas.
Con el error de no sabe quién.
No es. No existe. Fronteras, fronteras y documentos falsos. Y la angustia de ser descubierto a cada intento de ser.
Cierra los ojos y mira hacia adentro. Allí están su medida justa, su estatura, su grave voz.
El hombre espera la noche, cubre los espejos y sueña.

 

 

¡Ven, pues! Salgamos al aire libre,
vayamos a buscar lo que es nuestro, por lejos que sea.

Hölderlin

 

Caminar siempre será un acto de recomienzo, una especie de regreso al origen. Camino porque quiero hacerlo; hallarme y hallar en el camino una respuesta que no me entrará por la cabeza, sino por los pies. Caminar es un acto antiguo y sin embargo entrar en él es siempre nuevo, desconocido, porque su enseñanza va desvelándose paso a paso sin que su objetivo sea dar una lección. Cuando camino soy yo misma; es mi oportunidad de estar conmigo y de inventarme una ruta personal. Caminar se parece a crear porque el camino también aporta sus sugerencias de dirección y de encuentros. El que camina debe estar en disposición de abrirse. Sin forzar la apertura, al caminar parecen disiparse las nieblas de la mente: el movimiento tiene, en su principio de agitación, la alegría. Nada complace más al cuerpo que el vibrar de la caminata; al activarse, se activa la existencia entera. Los pensamientos abren sus compuertas y salen, no intentan escapar; más bien practican una danza libre, nuevas asociaciones comienzan a crearse. Se trata de la imaginación. Caminar para imaginar. Si acaso hay nudos internos de agotamiento mental o emocional, el meneo de los pasos va desatando esas marañas y trae algo inusitado: tal vez ideas, creaciones, fantasías o simplemente bienestar, una curiosidad recién estrenada que, conforme se avanza, va creciendo. Al caminar se está solo, y no se está porque uno se siente acompañado por lo que le rodea; si es un ámbito natural, los cantos de los pájaros, el sonido del viento, hacen eco del caminante y en la ciudad los estímulos son infinitos e irrumpen con más decisión. Todo lo vital tiene un lenguaje y la caminata, por principio, provoca el confrontarse con uno mismo. Si el cuerpo se siente cómodo, energético, lo expresa; si se siente indispuesto, cansado, la caminata se altera. Se puede concebir una caminata recta o sinuosa o solo dejar que los pies decidan. En México se dice: “ir adonde apunte el huarache”. O como lo expresó Wajdi Mouawad: “La flecha inventa su blanco en el trayecto. Es decir, uno tiene que salir a caminar para encontrarse con su identidad y destino”. Y sí, la caminata da algo más que placer: ofrece un encuentro y, quizás, un destino. La caminata invita a que la mente no lo decida todo. Lo racional está incluido, pero no es el centro porque la totalidad está en moción y la moción despierta los matices, las sutilezas, las entretelas de la percepción activa.

Todo acto que se da por hecho en la vida moderna necesita un contrapeso. En el contrapeso está la poesía del mundo. Las comodidades que se nos ofrecen día a día están envenenadas, llenas de exigencias. Cambiamos comodidad por libertad y, al final, no tenemos ninguna. Por el contrario, cada acto que parece facilitar la vida termina complicándola, haciéndola pesada. Por esto, las acciones sencillas se vuelven una conquista porque dependen de lo más próximo y certero que tenemos: el cuerpo. Si perdimos lo fundamental, nos hemos perdido a nosotros mismos. No tenemos momentos de ocio, de contemplación, de mínimas acciones que recuperen la atención de estar aquí. Tal vez por todo esto caminar sigue siendo un acto desafiante, a contracorriente de lo maquinal, de la producción; a contracorriente también de la hiperactividad porque, para caminar, hay que tener tiempo disponible, de sobra, a sabiendas de que no se traerá de vuelta a casa un resultado utilitario. La metáfora de caminar se asocia a la vida: un desplazarse por rutas insospechadas, una predisposición a la aventura y al hallazgo de lo no previsible.

Caminar implica la no fragmentación, la unión de las piezas dispersas que, sin embargo, cambian su estructura con el movimiento. Como el cambio por la agitación de un caleidoscopio, así los colores y las formas arman una nueva estructura dentro del caminante y la juegan sin pausa. La lucidez aparece y no es de extrañarse que se parezca a la embriaguez; esto, contradictorio en apariencia, se vuelve un festejo interno, el amor a la vida aviva su antiguo fuego, el choque de las piedras primitivas que sacan de nuevo una chispa. La caminata recuerda este acto y produce felicidad; se trata de un llamado de la naturaleza que nos pide abandonar temporalmente la casa y salir al riesgo, por mínimo que sea. El exterior tiene voces encantadoras. Caminar activa en nosotros el encuentro de los cuatro elementos naturales: además del fuego nombrado, somos agua que se agita o que se atempera; percibimos los mensajes del aire circundante, de nuestra respiración, y nuestros pies recuerdan a cada paso la comunicación con la tierra, aunque esté recubierta de asfalto —pegarse a ella, resonar en la tierra, trae satisfacción y rumores de nosotros mismos.

Para los solitarios, siempre será mejor caminar a solas porque le experiencia se profundiza; la atención no se divide en una plática que exija concentrarse en ella. El eco de la caminata resuena hondo en quien la practica. Otras son las caminatas en compañía que también pueden resultar deliciosas si el interlocutor es la persona indicada. Jorge Luis Borges lo expresó muy bien en “Ulrica” (1975):

Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.

Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:

―A mí también. Podemos salir juntos los dos.

Claro que en la caminata importa el lugar al que se sale. A los citadinos no nos queda más que la urbe, con sus escasas zonas verdes que casi nunca están cerca. Afrontar los caminos en la ciudad no es fácil, y sortear los peligros implica una tensión que puede ser placentera si se tiene cierta destreza. El peatón es poco respetado en calles llenas de autos y de posibles asaltantes. El bosque o el campo ofrecen otras incertidumbres y, quizás, otros peligros. El punto es que el que camina, aparte de enriquecer su mundo interior, debe estar en alerta sin que ello implique el cese del disfrute.

En el comienzo de su libro Infancia en Berlín hacia 1900 (1950), Walter Benjamin escribe sobre la caminata citadina: “Importa poco no saber orientarse en la ciudad, perderse, en cambio en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje. Los rótulos de las calles deben entonces hablar al que va errando como el crujir de las ramas secas, y las callejuelas de los barrios céntricos reflejarle las horas de día tan claramente como las hondonadas del monte”.

Esta cita fusiona las experiencias diversas del caminar. Perderse se convierte en un aprendizaje necesario para que cuanto circunda al caminante le hable con su idioma diverso. Caminar, entonces, se vuelve una especie de diálogo abierto, una conversación al aire libre ─el aire libre como metáfora de una distinta circulación de las ideas o como una plática entre los recuerdos, el silencio, la reciente percepción de las cosas, la dicha del cuerpo, los estímulos próximos─. En la caminata hay un dinamo que se estrena cada vez; por eso nunca aburre, porque su sencillez invita a que lo desnudo se vista y que lo vestido se desnude. Es decir, la caminata despoja al caminante de lo innecesario, lo despoja de sus preocupaciones y le da algo más, lo viste con lo insólito, con lo que se ofrece como una potencia.

Al caminar, la animalidad y lo humano se juntan. Tal vez nos volvemos centauros: el sentido de alerta, la presencia de los músculos activos y de la respiración que se hace ritmo produce una energía poderosa, lista para lo que viene, para cazar pensamientos o ideas. Y lo que viene son, sobre todo, los oleajes internos, la secreción del ser que encuentra la manera de expresarse sin dureza alguna. Los caminantes se vuelven flexibles y porosos. La constitución del cuerpo cambia temporalmente. No existe más objetivo que vagar: la vagancia es el itinerario improvisado que a cada paso renueva su reto; la invitación que, como una pregunta, abre un signo de interrogación y lo deja así. Incluso lo aprendido entra en cuestión cuando se camina; lo que se sabe entra en un estado de plasticidad que se deja observar desde muchas perspectivas y ámbitos. Henry David Thoreau comparte una anécdota en su libro Caminar (1861): “Cuando un viajero le pidió a la criada de Wordsworth que le mostrase el estudio de su patrón, ella le contestó: ‘Esta es su biblioteca, pero su estudio está en el aire libre’”.

El conocimiento se ofrece en la caminata como un regalo vivo, a ratos aprehensible en el momento y, a veces, como un obsequio posterior porque el hormigueo dura más que ella. Todavía la agitación recorre las rutas de la sangre y los músculos cuando se ha regresado a casa. Caminar produce resonancias. La mente queda agradecida por los estímulos que forman un material rico con posibilidades de una elaboración consecuente (o no), porque puede quedar solo el sencillo agradecimiento de haber sacudido la existencia con la oscilación del caminar. Caminar es ver claro y es bailar por dentro con la música que cada quien entona, la sintonización de los órganos internos con la tonada del exterior, el poder ritmarse con el entorno sin perder el recóndito, secreto tamborileo.

Se asocia la caminata a los hábitos saludables, pero hay algo más. También importa la intención que busca un resultado. Hay caminatas que se ofrecen como un sacrificio o un pago, como sucede en ciertas celebraciones religiosas. Están las caminatas obsesivas de los que han enloquecido por alguna razón, como Travis, el protagonista de la película Paris-Texas (1984), de Wim Wenders, cuyo vigor parece excesivo; o el personaje de “El hombre de la multitud” (1840), de Edgar Allan Poe. Las peregrinaciones que se activan en colectivo son mareas inspiradas por un propósito común o una veneración compartida. Asimismo, las caminatas de los migrantes comparten objetivos comunes, ilusión de bienestar y cambio. Es probable que a toda caminata la sostenga un sueño, a veces individual, a veces social. Pero quizá la caminata más fructífera es la que se sostiene a sí misma sin aparente propósito, la caminata no domesticada, salvaje, que no sabe lo que busca y, sin buscar, se ilumina al accionarse. Como si la palidez de lo estático fuera cubriéndose de colores al entrar en actividad y naciera una percepción que no obedece a lo conformado. Rumi lo expresó así: “Como la ola, somos engendrados por nosotros mismos/ pero para contemplar nuestro yo interior, caminamos”. La caminata nos salva de los clichés. Su ley es el movimiento y su péndulo ampara al que camina de anquilosarse en una sola idea. Escribir se parece a caminar; se hace escritura al escribir. Existir se parece a caminar: se vive al ir viviendo, se aprende, pero para nada de esto puede diseñarse una fórmula.