Willy Gómez Migliaro, Moridor & otros poemas, Cinosargo / Mantra, México, 2019, 101 pp.

Moridor significa, según el diccionario, “tenaz”. Pero esta palabra, como nos hizo ver un autor combativo y suspicaz, José Revueltas, no quiere decir únicamente intransigencia. En su caso, saber leer “lo moridor” es elegir una alternativa crítica de representación: “Este lado moridor de la realidad, en el que se la aprehende, en el que se la somete, no es otro que su lado dialéctico: donde la realidad obedece a un devenir sujeto a leyes, en que los elementos contrarios se interpenetran y la acumulación cuantitativa se transforma cualitativamente”. Para Revueltas no hay un “realismo espontáneo, sin dirección” —y, yo agregaría, tampoco lirismo impoluto o vanguardismo programático— que sea capaz de aprehender la realidad más allá de lo evidente, sino que la labor de un escritor consistiría en discernir “la dirección fundamental” dentro de “ese torbellino que se nos muestra en su apariencia inmediata”.

El enunciador de Moridor & otros poemas, de Willy Gómez Migliaro (Lima, Perú, 1968), además de ser próximo a la concepción dialéctica del autor de Los muros de agua, despliega algunas estrategias vitales del voyeurista Charles Baudelaire. Como en los Pequeños poemas en prosa del poeta dandy, el libro de Gómez Migliaro debe leerse no como una colección más o menos estable, ordenada y temática, sino como un paseo que anuncia nuevas luchas desde el lenguaje, pero también frente a él. En estos poemas vemos a Debussy ofreciendo violines en un restaurante. Además, percibimos sangre fría, calles, cáscaras de plátano, fiestas de cumpleaños, edificios de una ciudad que se debate entre las ruinas y los laberintos, pero también desplazamientos, titubeos y enigmas. Como dice uno de los poemas: “No quiero ser hablador, pero todo puede ser movido./ Aunque te hagan quedar como un idiota, no eres más/ que un perro amistoso en el fondo del habla”.

Si en el poema “El extranjero” Baudelaire adopta la refracción ante el mundo y niega amar a su familia, los amigos, la patria, la belleza, el dinero y la religión, optando en cambio por las nubes que pasan —es decir, el cambio, el devenir y lo fugitivo—, Gómez Migliaro, en el primer poema de este libro, que opera como una declaración de principios, da cuenta de su lucha. Su modelo es el de las “reconstrucciones a través de asignar nuevas batallas a uno dentro & fuera entre la ilusión de decir todo o nada”. No desea elegir entre una estética pacifista o una turbulenta, sino descubrir en el lenguaje lo extranjero, lo flexible, lo insólito, que le permitan designar una realidad cada vez más inasible y escurridiza a la manera de Rubén Darío, quien hace más de cien años escribió: “Que lo que diga la inspirada boca/ Suene en el pueblo con palabra extraña;/ Ruido de oleaje al azotar la roca,/ Voz de caverna y soplo de montaña”.

Las palabras, como mecanismo proteico por antonomasia, permiten acceder a la experiencia de lo que Walter Benjamin, en relación con el flâneur, llama “el tiempo desaparecido”, lo que no es otra cosa que el espejismo mnemotécnico. Dice el autor de El libro de los pasajes: “Para él [Baudelaire] todas las calles descienden, si no hasta las madres, en todo caso sí hasta un pasado que puede ser tanto más físicamente fascinante cuando no es su propio pasado privado […] la calle sigue siendo siempre el tiempo de una infancia […] En el asfalto por el que camina sus pasos despiertan una asombrosa resonancia”. Este apunte del filósofo alemán está en sintonía con la poética de Moridor, pero también de otros títulos del autor, como Construcción civil (2013), donde el recorrido es no únicamente itinerario obligado, sino un surtidor de experiencias donde la memoria puede ser “el manantial donde empezaremos a emerger con el detalle de cualquier cosa haciéndose pronunciación”.

Lejos de un lirismo amelcochado y confesional o de un realismo sucio y ancilar, los poemas de Gómez Migliaro son objetos centrífugos, formas problemáticas y aceradas que permiten acceder al cascarón del mundo; es decir, la poesía cristaliza aquí como táctica de resistencia individual o militancia íntima, frente a la proliferación de lenguajes cada vez más pragmáticos y homogéneos. El hablante de este libro no se deja encantar por los señuelos del espacio público, las juergas, las ideologías o el poder, sino que se mantiene al margen de la celebración, como en el poema “Entre luciferianos”. No se niega la realidad sino que se vigila, con la cautela de quien sabe que “la gente es seducida para fundar/ en una patria de amor,/ repúblicas de odio”.

Hay una veta en la poesía peruana que se ha mantenido atenta y vigilante frente a las infatuaciones del lenguaje lírico, una que sospecha de las golosinas sentimentales y pseudomísticas que se ofrecen en las confiterías lingüísticas y verbales. Desde César Vallejo, pasando por Blanca Varela y el movimiento Hora Zero, hasta desembocar en autores tan disímiles como Mario Montalbetti o Domingo de Ramos, lo conversacional y digresivo, en coincidencia con una vena ensayística y narrativa, es una línea trasversal en la literatura en ese país. Esto no quiere decir que no haya diferencias y contrastes entre las propuestas de estos autores, pero sí que hay un aire de familia algo pendenciera. No es casual que los poemas de este libro dialoguen explícitamente (léase el poema “Versión del amor”) con algunos compatriotas de Gómez Migliaro como Antonio Cisneros, Pablo Guevara, Luis Hernández y Rodolfo Hinostroza bajo un halo de tensión e ironía, pues una tradición literaria significa justamente observar, dialogar y discutir crítica y a veces belicosamente con un corpus de obras, y no solo subordinarse u homenajear a cierto personaje, un estilo o cualquier doctrina. “Hiedra, alguna vez llamé hiedra ese jardín constituido/ y oscureciendo para nada en un montaje textual/ de candados y temblores./ De enorme grosería filosófica”, se lee.

La autoconciencia del hablante está presente a lo largo de estas páginas; nos recuerda que la poesía es una forma de representación, un instrumento que nos permite interrogar y dialogar con la realidad sin ser un objeto cerrado en sí mismo. Como quería Jack Spicer, la poesía debe aspirar a crear la realidad y trascender el mero simulacro; a que, si se nombra un limón, este pueda exprimirse y saborearse en los poemas, pero el sujeto que enuncia en Moridor sabe que “Nuestro lenguaje forma murallas. Es una/ defensa extraña./ En un tono de ‘desasimiento’/ lo mítico se hace críptico”. Frente a esa imposibilidad inherente a la creación, estos mismos poemas plantean una tentativa: “No importa por dónde vamos si la palabra amontona. Eso que vemos somos nosotros”. Es decir, a pesar del desdoblamiento y la máscara que porta la palabra poética, el autor parece decirnos que siempre habrá una huella testimonial.

Pero los poemas de Moridor no se remiten únicamente a la autorreferencialidad; todo lo contrario. Lo doméstico, lo urbano, lo cotidiano, la infancia, la vida en pareja, el orden político, la violencia, el capital, la familia o la paternidad son otros ámbitos en los que se entrometen. Por eso es difícil hablar de un tema; más bien, hay una mirada desencantada y lúcida, omnímoda, que abarca los distintos componentes de lo que llamamos realidad, en una ética y estética no muy distantes de la poesía esquiva practicada por el estadounidense John Ashbery. Frente al torbellino especular de las sociedades contemporáneas en Latinoamérica, el hablante descarnado y al mismo tiempo flemático de Gómez Migliaro es una hidra que planta cara a un mundo anfibio y difuso. La ironía opera como un recurso retórico que permite sortear cualquier efectismo sentimental, cualquier autocomplacencia ideológica. Por ejemplo: “Cobramos vida al sabernos silenciosos/ preocupándonos por la caída del cabello/ y la cremas de lechuga para la piel./ Así vemos venir la ayuda psiquiátrica/ cerrándose ante nosotros/ como tatuajes y helechos y burbujas de detergente”. O también: “Creamos el viñedo, el himno de paz/ y nos sumamos a otras estampidas”.

Frente a una literatura cada vez más chata, promovida desde la opaca moralidad de las redes sociales, en la cual la anécdota ha sido elevada a categoría ontológica y los lugares comunes se asumen automáticamente como recurrencias inevitables; frente a un mundo difuso donde se homogeneizan los discursos y los matices ideológicos devienen diferencias irreconciliables, y en el que el capital prioriza los bestsellers y quienes toman decisiones continúan pensando que promover la lectura es vender libros malos a bajo precio, la poesía de Willy Gómez Migliaro, sediciosa e indócil, resulta un estímulo imprescindible.

Miguel Casado, La ciudad de los nómadas. Lecturas, Dirección de Literatura, UNAM / DGP Secretaría de Cultura, 2019, 221 pp.

Sería difícil abarcar todos los hilos que componen La ciudad de los nómadas, de Miguel Casado (España, 1954), pero uno de ellos, de vital importancia, es el que insiste en la relación entre lo personal y lo político, el mismo que se abre ante la escritura y la vida como una tensión necesaria que no debe jamás olvidarse. El título hace referencia a unos versos de Paul Celan situados como epígrafe y, por lo tanto, como puerta de entrada a la reflexión: “Petrópolis / ciudad nómada de los no olvidados, / era para ti también toscana, de corazón” y en esos versos resuenan las apretadas referencias que en su poema “Todo en uno”, Celan interrelaciona y hace coincidir: la judeidad y Siberia (el destino de Osip Mandelstam), y las luchas en Viena, España y París, y desde estas: la injusticia, la revuelta libertaria, la miseria y la tragedia que conlleva. Lo político y lo poético se anudan en el poema de Celan y, también, en la escritura y las escrituras que propone Casado en su libro.

Nada más engañoso, entonces, que tomar La ciudad de los nómadas como una guía de posibles lecturas —aunque también pueda serlo—. Lo que se abre entre estas páginas es, más bien, una constelación de autores y materias que, dicho por el propio Casado, sugiere un mapa personal de intereses y lecturas que muestra un territorio difícil de transitar. No hay lectura ingenua y toda lectura es nómada, pareciera revelarnos Casado: cada una traza un camino incierto hacia otras lecturas u otros sucesos. Leer supone una forma de estar, un modo de pensar. Y leer también entraña un encuentro y es, además, una manera de propiciar otros encuentros. Leer, en suma, como un acto político. Así lo entendió Cesare Pavese, quien en El oficio de poeta anota: “Se habla de libros. Y se sabe que los libros, cuanto más pura y llana es su voz, tanto más dolor y tensión han costado a quien los ha escrito. Es inútil, por lo tanto, esperar sondearlos sin pagar nada. Leer no es fácil”. Esta sentencia queda clara al comenzar la lectura de Casado y desde su lectura leemos a la escritora estadounidense Tess Gallagher, a los palestinos Mahmud Darwish y Yabra Ibrahim Yabra, al “escritor no-escritor” cubano Lorenzo García Vega, al historiador soviético Lev Gumilev, a la poeta alemana Hilde Domin y, junto a ella, a la escritora y feminista Christa Wolf o a los poetas chinos Qu Yuan (del siglo IV) y Liu Xiaobo, escritor y activista; y, a través de estas escrituras, leemos la vida: la experiencia del exilio, la prisión, la opresión, la desdicha, pero también la energía para continuar, para ir contra la corriente, para intentar decir un mundo —su mundo— desde una lengua personal. La sentencia de Pavese se agudiza al detenernos en la lectura que hace Casado de Rosa Luxemburgo, a partir de la película de Margarethe von Trotta y la serie narrativa de Alfred Döblin, o al situarnos a su lado en la Comuna de París, siguiendo algunas frases de Bernard Noël y rememorando la película La comuna (París, 1871) de Peter Watkins; o cuando, ya al final del libro, nos detenemos en el último artículo dedicado a repensar “mayo del 68”, el “acontecimiento” que supuso y el campo de posibilidades que esta revolución (así la entiende Casado) abrió —aquí volvemos a encontrarnos con Paul Celan, sus cuadernos de mayo y junio de 1968, su anclaje en ese presente y, junto a él, los nombres de Deleuze, Blanchot, Guattari y Negri—. Si he trazado esta zigzagueante línea de autores (se podrían trazar otras que también están presentes en Casado), es porque me lleva de La ciudad de los nómadas a Las verdades nómadas, título y quizá también deseo con el que el poeta español cierra su libro. Lo nómada sugiere muchas cosas: el desplazamiento continuo de la lectura y la escritura, lo heterogéneo de las escrituras propuestas, lo frágil y transitorio de ciertas vidas: la errancia. Asimismo, la inestabilidad e incertidumbre que se oponen a toda certeza aprendida y, por consiguiente, el quiebre necesario de todo dogmatismo. Lo nómada, además, nos habla del entrecruzamiento dialógico que acompaña al texto de Casado, sin que existan fronteras. Ya desde el inicio, con ese menú mongol que abre el libro (Waugh, Basara, Palazuelos, Kahn), la nomadía nos lleva a la casa-móvil o tienda de fieltro —título dado en un principio a esta serie de artículos publicados entre el 2013 y el 2018 en el Periódico de Poesía y, anteriormente, en la “Sombra del Ciprés”, suplemento del periódico El Norte de Castilla, en Valladolid.

El lazo entre México y España, fundamental por esa mirada transatlántica tan necesaria hoy en día, se establece desde la dedicatoria: “en memoria a Gerardo Deniz”, poeta y químico español, exiliado en México, a quien dedica no sólo el libro, sino también un artículo cuyo título es muy sugerente: “Anticuerpos para aprender a leer”. Y es que Casado piensa los poemas de Deniz como un ejemplo de escritura “antisistema”, que trabaja “contra los mecanismos de pensamiento codificados en la cultura y en la lengua, contra todas las formas de un lenguaje poético que concentra de modo ejemplar tales mecanismos”. La insistencia de Casado en la urgencia de “desaprender” se relaciona con estos “anticuerpos” y esos “contras”: la importancia de “aprender a mirar lo nuestro con ojos ajenos”, de poner a la vista el desajuste entre las evidencias ideológicamente construidas y lo que podría llamarse “la realidad”. Desaprender también sería “prescindir de los mitos de la identidad, tanto los individuales como los de la comunidad”: ir en contra incluso de uno mismo; de los hábitos que vuelven rígidos el pensamiento y la percepción. La lectura y la escritura tendrían, para Casado, que romper con toda normativa y regularidad, posibilitar un pensamiento crítico, suscitar experiencias singulares y hallazgos que hagan despertar en nosotros la pregunta esencial: ¿cómo vivir?

El extrañamiento es la piedra de toque de Casado, quizá también lo es la lectura in-pertinente de la que hablaba Roland Barthes: ese estar siempre des-colocado de cualquier método o teoría, el no ser nunca oportuno y por lo tanto poder ver. Pero si Casado puede ver; si en sus artículos puede dar cuenta de un detalle, del tono o de la atmósfera de un texto, de la materialidad de las palabras; si se detiene en los ritmos de una narración, en el aliento de una frase o en el gesto de algún personaje antes que en la anécdota del relato, es porque el punto de vista de Casado es el del poeta. Su trabajo como crítico, ensayista y traductor está atravesado por la mirada del poeta, la cual nos permite percibir las interrelaciones al interior y al exterior de esta obra de Casado.

“Escritura/ produce escritura, traza aceras / en medio de la vida. Pero es raro, / un punto hostil, abierto / es su exigencia.” Estos versos de Miguel Casado, tomados precisamente de su libro de poemas Tienda de fieltro, señalan ese espacio de libertad, interior, abierto y crítico a la vez, que la lectura y la escritura detonan. El deseo de escribir que ciertas escrituras provocan es lo que articula La ciudad de los nómadas. Hugo Gola llamó resonancias al fenómeno que se da entre la lectura y la escritura, y me parece que ese término se ajusta bien al deseo de nuestro autor: el de entablar una conversación entre un yo y un tú que es un nosotros. Resonar sería provocar una vibración en el otro que abra posibilidades para seguir pensando y seguir diciendo. O, como lo dice el mismo Casado en su artículo “Música salvaje”: “pesan las palabras, se revela la vida, un tono se hace nuestro; ocurre cada vez que hay un encuentro entre el texto y el lector”.

Silvia Eugenia Castillero, En esa delgada separación, Universidad Veracruzana, Xalapa, Veracruz, 2019, 83 pp.

Una pregunta, tal vez la más importante de todas las que me vinieron a la mente al terminar de leer En esa delgada separación, de Silvia Eugenia Castillero (Ciudad de México, 1963): ¿Qué tan pertinente es un libro de poemas que trata sobre los migrantes centroamericanos, precisamente ahora que nos enfrentamos a la mayor crisis migratoria de los últimos tiempos? Mi respuesta es que no sólo resulta necesario, sino urgente, señalar con precisión y desde la poesía un asunto que no queremos ver. Claro que abundan las novelas sobre el tema y una extensa serie de crónicas nos informa al respecto. Libros de poemas, en cambio, hay pocos (los de Omar Pimienta y Roberto Castillo, por mencionar algunos), y en general están escritos desde y sobre la frontera.

La sensibilidad y el estilo de Castillero es capaz de transcribir con precisión el tortuoso y a veces mortal trayecto de los migrantes, y lo hace de una forma tan sincera y honesta que en ocasiones resulta incómoda. Escribe desde el luto y la pérdida, y demuestra que ningún poeta puede ser ajeno al dolor de los demás.

Al leer En esa delgada separación vienen a mi mente los nueve círculos del infierno dantesco, así como la novela Amarás a Dios sobre todas las cosas, del periodista Alejandro Hernández. Castillero nos presenta siete moradas en vez de aquellos nueve círculos. Aquí no se castigan los pecados pero sí hay dolor, sufrimiento y muerte. Y, al igual que en la novela de Hernández, se habla de dos bestias: la de hierro a la que suben los migrantes centroamericanos y la otra bestia, casi humana: la fiera salvaje con sed de sexo y sangre.

El lirismo de En esa delgada separación es cruel, realista y sin adornos. En la mayoría de sus poemas, Castillero elige el final abrupto —un golpe seco y pesado como un cadáver o un migrante dormido.

Aunque la «delgada separación» de la que habla la autora es una referencia geográfica, puede aludir a muchas diferencias, tanto humanas como poéticas: la línea que divide a la víctima del victimario, ¿qué separa realmente? ¿La resignación de uno y la furia del otro? ¿El enfrentarse sin armas al destino y el matar a quien sea sin remordimiento? Respecto a lo literario, se trata de un libro que invita a pensar el presente de la poesía mexicana: ¿Qué tan delgada es la diferencia entre la nota roja y los poemas que hablan de la violencia? ¿Qué tan fina es la línea entre la fotografía explícita y los versos que describen sin artificio los cuerpos mutilados? La diferencia es que, en poesía, hay un espacio para la reflexión que permite ver más allá y, tal vez, entender que nuestro país es un tren que atraviesa un túnel largo y oscuro.

Castillero se pone en la piel de los migrantes, comparte el dolor y la tragedia de ese largo viaje sobre «La Bestia»: desde el sur hasta llegar con los «polleros» de Tijuana y, después, el decadente paisaje al otro lado de la frontera. La poeta se transmuta en varias mujeres: la que se queda atrapada en el Calypso —un prostíbulo disfrazado de salón de baile—, la niña que encuentra cadáveres y narra cómo su madre prepara el funeral del padre acribillado a balazos, la víctima de una violación… Es por medio de esas otras que Castillero nos comparte un dolor que no queremos, una vivencia que preferimos no ver, un abuso que seríamos incapaces de soportar en carne propia.

Silvia Eugenia Castillero camina con perfecto equilibrio sobre una tensa y delgada cuerda: pasa por encima de los muertos y, cansada de esa vista panorámica, se lanza al vacío para compartir la pena a bordo del tren, escribe cerca de los que caen y ya no se levantan, baila sobre las mesas del Calypso y se confunde con los cuerpos de vivos y muertos, al punto de que «esa delgada separación» entre la poesía y el mundo deja de existir.

Dante Alighieri, Comedia, prólogo, comentarios y traducción de José María Micó, Acantilado, Barcelona, 2018, 936 pp.

Con todo esto, me parece que el traducir de una
lengua en otra, como no sea de las reinas de las
lenguas, griega y latina, es como quien mira los
tapices flamencos por el revés, que aunque se veen
las figuras, son llenas de hilos que las escurecen y
no se veen con la lisura y tez de la haz.

Quijote, II, 62

La metáfora que don Quijote ha empleado en el párrafo anterior —no original de Cervantes, por cierto— es de una soberbia exactitud: más allá del injusto traduttore, traditore, la imagen del tapiz en el que se reconocen las figuras, aunque sin lisura y oscurecidas por los hilos colgantes, condensa de manera harto sugerente las implicaciones literarias y hasta filosóficas de leer un texto en traducción. Es, sin embargo, una generalización, y como toda generalización es también un tanto injusta. Para resarcirlo, el propio hidalgo propone dos excepciones: el Pastor Fido y la Aminta —aquél un libro pastoril en verso, ésta una obra de Tasso—, los cuales, al haber sido vertidos con maestría en el vaso del español, alcanzan a poner en duda, al menos ante sus ojos, “cuál es la traducción y cuál el original”. Si jalamos el hilo de la metáfora primera, lo que ha hecho toda traducción digna de tal loa es tejer, con la madeja que trasquila del original, un tapiz igual de bello.

Reseñar la Comedia de Dante sería tan absurdo como imposible. Mi tarea, entonces, tiene que ver aquí con atender las ingentes labores que José María Micó hubo de desempeñar para presentarnos esta nueva edición de la obra maestra dantesca, edición que es ya un hito entre quienes leemos en español. Traducir, prologar y comentar la Comedia es vivir en carne propia una batalla contra un ente descomunal y mitológico.1 Aunque quizá convenga evitar el lugar común de la metáfora bélica: ¿en qué telar el hilandero puede reunir los 14233 versos de Dante, atendiendo al sentido y al sonido, sin que el tapiz acabe lleno de deformaciones que lo alejen del que aspira a emular? Solamente en el telar de un entusiasmo —lo digo etimológicamente— casi tan grande como la Comedia misma:

Traducir la Comedia es una labor extenuante, física y mentalmente, y no sólo a causa de su extensión […], sino por la concentración semántica y la profundidad poética de sus innumerables tesoros verbales. Como se deduce de la dedicatoria del prólogo [“A todos los traductores de Dante, condenados al mismo paraíso.”], me ha proporcionado momentos de gran felicidad, y desde que la leí por primera vez quedé fascinado por sus versos y fantaseé con la idea de traducirla algún día. Han pasado casi cuarenta años y no he leído ningún libro que me haya gustado más, de manera que esta traducción es también un testimonio de gratitud. [Micó, Nota sobre el texto y la traducción, p. 40]

Testimonio de gratitud y fidelidad, la edición aparecida el año pasado es, con todo, mucho más que una nueva, “melódica e inspirada” traducción —según se dice tino en la cuarta de forros—. Lo vemos ya desde el “Prólogo”, en parte texto introductorio para quienes no están familiarizados con la Comedia —y hay que decirlo: no existe en español una mejor edición que esta—, en parte señuelo del conocimiento profundo que Micó posee de la obra dantesca.

El “Prólogo” está dividido en seis secciones. A lo largo de ellas, con un poder de síntesis que sólo logra quien conoce a fondo la materia de su discurso, se tocan temas fundamentales: un poco de la vida de Dante —su pasión juvenil por Beatriz, las vicisitudes penosas de su exilio—; un poco de la génesis del texto —la idea de escribir “un poema elevado de tema paradisiaco”, según parece, se le presentó a Dante hacia 1294, idea que no retomaría sino hasta el segundo lustro del siglo XIV, para trabajar sin descanso en ella hasta su muerte—;2 un poco del malentendido común de llamar Divina a la que Dante sólo llamó Comedia —el apelativo es testimonio de otro entusiasmo (el de Boccaccio: insigne editor y comentador del poema)—; un poco de las implicaciones del título original en su tradición; un poco de la arquitectura ambiciosísima y precisa del poema, obsesionada con detalles matemáticos (aquí Micó aporta un dato crucial que yo desconocía: la estrofa de la Comedia —los tercetos encadenados— es invento dantesco y fue forjada especialmente para su obra maestra, en donde el tres es una fuerza numerológica medular); un poco del argumento, o de los muchos argumentos de la obra (cómo está dividido cada reino —Infierno, Purgatorio y Paraíso—, con toda su detallada geografía, con todas las reglas que rigen la suerte de sus habitantes y el paso de la estafeta de los tres guías dantescos, con todos sus recovecos políticos, sociales y religiosos); un poco de ciertas influencias decisivas y de la construcción alegórica peculiar de la Comedia; un poco de la materia verbal (todo es susceptible de ser dicho poéticamente por Dante: ese es uno de su más grandes logros) y de su magia sacra y pedestre.

Al “Prólogo” le sigue una “Nota sobre el texto y la traducción”. Esta edición de la Comedia es del todo singular, también, porque es bilingüe: ventaja doble, pues reproduce, como nos informa aquella “Nota”, el texto de la que aún se considera la edición italiana más autorizada, por más que la fijación definitiva del texto —y en todo esto hay vericuetos sabrosos para quienes somos afectos a las minucias ecdóticas— sea todavía una fantasía. Su preparación como filólogo, por cierto, le permite a Micó cosas que no tiene cualquier traductor. Va un ejemplo ilustrativo: la Comedia, por su historia textual, tiene montones de variantes enfrentadas (ello significa que en un grupo de testimonios del poema se lee una palabra en un verso y en otro grupo se lee otra; elegir entre ambos implica, pues, cambiar el sentido del verso o del pasaje). Para decidir cuál de las dos versiones tiene más posibilidades de ser la correcta, hay que emprender sesudas reflexiones, basadas en el estudio detallado de los testimonios y su filiación. Micó, aunque se basa en la veraz edición de Giorgio Petrocchi, no dejó de atender, mientras traducía, cada uno de esos conflictos, para tomar a menudo sus propias decisiones, como cuando en el Purgatorio (canto II, verso 108), allí donde no se sabe si Dante quiso decir doglie (“dolores, sufrimientos”) o voglie (“deseos, anhelos”), el traductor propone el salomónico afanes, que tiene algo de los dos sentidos. Cosa curiosa: cuando el original duda, la traducción puede, así sea en casos contadísimos, proponer soluciones y limar asperezas. Es, digamos, como si ya en el tapiz original, tal y como lo conservamos, hubiera un hilo suelto que la traducción vuelve a incorporar a la urdimbre.

Pero más allá de esos detalles importantísimos, o de la importancia absoluta de que el traductor esté tan pendiente de ellos y tenga las herramientas para incorporarlos a su labor, habrá que dar dos pasos atrás y volver los ojos, ahora sí, a esa inspiración y a esa melodía que son la sustancia misma de la edición. Hay algo, de entrada, a lo que Micó renuncia casi del todo: la rima.

He decidido traducir en endecasílabos sueltos que presentan asonancias no sistemáticas, respetando la sintaxis y la disposición estrófica de los tercetos y prescindiendo de la rima consonante encadenada, porque una cosa es la rima generatrice en manos del autor y otra cosa muy distinta es la obligación del traductor de respetar, además del sentido original, la legibilidad del relato y sus matices estilísticos, sin añadir elementos ajenos, extemporáneos o forzados por la necesidad de rimar. La fidelidad no consiste en remedar las consonancias, sino en preservar el sentido literal y en reconstruir la condición poética del texto traducido, dando un grado aproximado de legibilidad y, en el caso de la Comedia, buscando una pulsión narrativa y una variedad lingüística equiparables a las originales.

Podrían discutirse teóricamente algunos de estos postulados —quiero decir que habrá otros traductores que se rijan por otras convicciones—. Con lo que no puede discutirse es con los resultados: no enrarecer la sintaxis ni violentar los versos originales al emular sus rimas, le ha permitido a Micó acercarse a su cadencia rítmica y prosódica.3 Le ha permitido, asimismo, hacer que Dante se sienta más cercano que nunca en nuestra lengua. Si se ha perdido algo fundamental —y la rima lo es, quién lo duda—, las ganancias resultan mucho más preciadas: esa música, esa fuerza poética, ese pulso narrativo, según puede sentirse en el Canto XV del Infierno (cuya reproducción al final de estas líneas, junto con su “Nota introductoria”, ha sido amablemente concedida).

Me apuro, entonces, a terminar, para dejarlos pasar al plato fuerte. Cito a Micó:

Podría decirse que el último y más terrible círculo del infierno, el reservado a quienes traicionan a sus benefactores, es idóneo para todos aquellos que nos dedicamos a traducir, pues estropeamos las obras de quienes han mejorado nuestras vidas. Sin embargo, pienso más bien que los traductores son, somos, como las almas perdidas del limbo (Inf., iv, 40-42), melancólicamente suspendidos entre el deseo de alcanzar la perfección de la obra original y la conciencia de que nunca la alcanzaremos:

            Por sólo esos defectos, sin más culpa,
            estamos condenados, padeciendo
            un deseo sin sombra de esperanza.

Decir que la Comedia tejida por Micó es tan gloriosa como el tapiz original; decir que ante nuestros ojos impresionados ya no se sabe cuál es el original y cuál la traducción, sería un elogio desmedido —pues es de Dante, nada menos, de quien hablamos—. Y no creo, he de decirlo, que a Micó le gustaría tamaño halago. Baste con decir que ningún tapiz que hayamos visto nos ha acercado tanto al original dantesco; ese tapiz descomunal, hospedado en el empíreo de nuestra incomprensión, pero que aquí, por un largo y delicioso momento, sentimos al alcance de la mano. Cuánta esperanza hay allí para nuestro deseo. 

 

*

 

INFIERNO, CANTO XV

 

NOTA INTRODUCTORIA

Después de pasar junto a los blasfemos, Dante y Virgilio avanzan por uno de los márgenes de la zona, un arenal comparable a los diques de Flandes y a los terraplenes con que en Padua se protegen de las crecidas. Se alejan, pues, del bosque y topan con una hilera de almas. Una de ellas reconoce a Dante: es Brunetto Latini, reconocido a su vez por el cantor de Beatriz. Acomodan su paso para alcanzar juntos todo el trecho que sea posible y mantienen una conversación cargada de afecto y respeto. Dante explica a su maestro cómo y por qué ha llegado hasta ahí, todavía con vida, y Brunetto augura a su discípulo un futuro glorioso, acorde con las esperanzas que él mismo albergaba y que habría favorecido con más ímpetu de no haber muerto demasiado pronto. Después se aíra y entristece porque sabe lo que la Florencia del futuro depara a Dante. Son versos amargos y bellos: amargos por la certificación de la deshonestidad, la ingratitud y la envidia de sus conciudadanos, y bellos por el valor moral de la transmisión de la cultura y por la esperanza de la perennidad de algunas obras humanas, que es la lección que el discípulo reconoce y agradece a su maestro, para asegurarle después que sabrá afrontar las penas del exilio y que el relato de la peripecia de su vida está encaminado a Beatriz, que lo completará (“una mujer que bien sabrá glosarlo”). Virgilio cree que ya han hablado bastante y recomienda a Dante que asimile lo que ha oído, pero éste sigue hablando con Brunetto y le pregunta por los otros espíritus condenados en este recinto del séptimo círculo por sodomía. Menciona al gramático Prisciano y a un par de contemporáneos: el jurista Francesco d’Accorso y Andrea di Spigliato dei Mozzi, que fue obispo de Florencia hasta que el papa Bonifacio viii lo destituyó y mandó a Vicenza (“del Arno al Bachiglione”), donde murió. Brunetto debe interrumpir la conversación porque se acerca otro grupo de pecadores con los que no conviene mezclarse, pero antes le encomienda a Dante su gran obra, el Tesoro. La sencillez del símil con que el poeta de la Comedia expresa el modo en que Brunetto se aleja (como en una carrera que se celebraba en Verona) y el prodigioso verso final que lo matiza logran singularizar al personaje y dotarlo, en su desgracia, de la dignidad que tuvo y del afecto que merece.

 

Avanzamos por uno de los bordes;
el humo del arroyo aplaca el fuego,
preservando los márgenes y el agua.
     Como entre Brujas y Wissant, temiendo
las mareas del invierno, los flamencos
para frenar el mar construyen diques;
     o como los paduanos, que, avanzándose
a la llegada del calor, protegen
sus villas y castillos junto al Brenta,
     en la Carintia, así, fuese quien fuese,
procedió el constructor de estas barreras,
si bien no eran tan altas ni tan anchas.
     Nos alejamos tanto de la selva
que, aunque volví a mirar atrás, quedaba
ya fuera del alcance de mi vista.
     Nos encontramos una hilera de almas
que iban avanzando por el margen,
y nos miraban como mirar suelen
     dos hombres que se cruzan en la noche,
escudriñándonos como escudriña
el viejo sastre el ojo de la aguja.
     En esta inquisidora comitiva,
uno me conoció, me asió del borde
del manto y me gritó “¡Vaya sorpresa!”.
     En el momento en que tendió su brazo,
examiné su aspecto requemado,
y así, a pesar del abrasado rostro,
     y sin dudar, logré reconocerlo.
Acercando mi mano hacia su cara,
pregunté: “¿Aquí estás, micer Brunetto?”
     Me respondió: “Hijo mío, no te importe
si Brunetto Latini retrocede
y deja el grupo para hablar contigo”.
     “¿Cómo me va a importar”, le dije, “hacedlo,
y si el que me acompaña está de acuerdo,
me sentaré con vos”. “Ay, hijo mío”,
     me dijo, “el que se para en el rebaño
un instante no puede por cien años
cubrir del fuego el rostro con las manos.
     Sigue adelante; me pondré a tu lado
y después volveré con mi mesnada,
que va llorando sus eternas penas”.
     No me atreví a bajar para seguirle
yendo a la par con él, pero incliné
la cabeza en señal de reverencia.
     Me preguntó: “¿Qué azar o qué destino
te trae por aquí abajo antes del día
de tu muerte y quién es el que te guía?”.
     “En la vida serena de allá arriba”,
le contesté, “me extravié en un valle
antes del fin del tiempo de mi vida.
     Ayer mismo intenté volver, y éste
apareció en mi ayuda y me acompaña,
cruzando este lugar, de vuelta a casa”.
     Él me predijo: “Si tu estrella sigues
y no me equivoqué contigo en vida,
arribarás al puerto de la gloria.
     Si no me hubiese muerto antes de tiempo,
al ver que el cielo te es tan favorable,
en tu labor te habría estimulado.
     Pero aquel pueblo ingrato y malicioso,
el que desciende de la antigua Fiésole
y aún sigue siendo rústico y porfiado,
     por tu honradez se volverá en tu contra,
pues no conviene que entre amargas serbas
logre fructificar el dulce higo.
     Ciegos los llama un viejo dicho, y son
avaros, envidiosos y soberbios:
procura estar a salvo de sus vicios.
     Tanto honor te depara tu fortuna,
que te pretenderán las dos facciones,
pero lejos tendrá la cabra el pasto;
     y que las bestias fiesolanas, hechas
forraje de sí mismas, se devoren
sin tocar la raíz, si alguna crece
     en su estiércol, y aflore la romana
sacra semilla de los que restaron
cuando se volvió un nido de maldad”.
     “Si se cumpliese lo que yo deseo”,
le dije, “vos no habrías sido aún
expatriado de la vida humana,
     pues fija está en mi mente y me adolora
vuestra imagen paterna, cara y buena,
de cuando tantas veces me enseñabais
     la eternidad que el hombre alcanzar puede,
y es de justicia que, mientras yo viva,
mi lengua exprese mi agradecimiento.
     Lo que narráis del curso de mi vida
lo escribo y lo comento para uso
de una mujer que bien sabrá glosarlo.
     Quiero tan sólo que tengáis muy claro
que, si no me lo afea mi conciencia,
a afrontar la Fortuna estoy dispuesto.
     No es nuevo a mis oídos tal anuncio:
gire como le plazca la Fortuna
su rueda y use el labrador su azada”.
     En ese mismo instante mi maestro
se volvió hacia la izquierda, me miró
y dijo: “Bien escucha el que comprende”.
     Mas yo, con todo, sigo conversando
con Brunetto y pregunto quiénes eran
sus compañeros más significados.
     “Alguno hay”, me dijo, “interesante;
de los otros mejor no decir nada,
porque no hay tiempo para tal discurso.
     Debes saber, en suma, que éstos fueron
clérigos y eruditos de gran fama,
todos afectos de un pecado inmundo.
     Ahí va Prisciano con su infame turba,
y Francesco d’Accorso, y ver podrías,
si es que acaso quisieras ver tal tiña,
     a aquel a quien el siervo de los siervos
mandó del Arno al Bachiglione, donde
abandonó sus mal erguidos nervios.
     Diría mucho más, pero el discurso
no puede prolongarse, porque veo
venir del arenal más polvareda
     y yo no debo estar con los que llegan.
Un único favor te pido. Cuida
de mi Tesoro: en él sigo viviendo”.
     Se volvió, y parecía uno de aquellos
que en la carrera del pañuelo verde
compiten por los campos de Verona.
Parecía el que gana, no el que pierde.



1 Sobre la traducción y el prólogo hablaré más adelante; sobre los comentarios, vale la pena señalar ahora en qué consisten. Son de dos clases: 1) las notas introductorias a cada canto, donde se glosa el argumento y se apunta información necesaria para su mejor análisis —y que son, por cierto, una de las más grandes virtudes de la edición, por su certero acompañamiento—; y 2) los utilísimos apéndices: una cronología de la vida de Dante; dibujos topográficos del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, según la cosmología dantesca; y un índice razonado donde “se dan noticias sobre personajes, obras y lugares citados y aludidos, para contribuir a su correcta contextualización histórica, mitológica, bíblica, geopolítica, literaria o biográfica”.

2 Dante, nos cuenta Micó, fue trabajando de manera cronológica en cada cántica (así se les llama a las tres grandes partes, Infierno, Purgatorio y Paraíso, compuestas a su vez por cantos). En ocasiones, cuando terminaba un canto, hacía (¿o mandaba a hacer?) unas cuantas copias y las repartía entre sus amigos y conocidos. Hizo lo mismo cuando terminó el Infierno y el Purgatorio: por eso se conservan ediciones sueltas de ambas cánticas. No fue sino hasta que terminó el Paraíso, muy cerca de morir, cuando la obra fue editada completa. Me resulta muy conmovedor algo que Micó no cuenta en la edición: el hecho de que él supo, también en eso, emular a Dante. Por un amigo en común, supe desde hace varios años que estaba embarcado en el proyecto demencial de traducir la Comedia, al que le dedicaba sus pocos ratos libres y vacaciones. Y lo supe porque a menudo, cuando terminaba de traducir un canto, hacía ediciones caseras —trípticos acaso diseñados en Word e impresos en tamaño carta— para enviar por correo a sus amigos y conocidos. Fue esa la manera de desperdigar el entusiasmo y de tener a un montón de gente en ascuas durante la década que le dedicó a la traducción, en espera de este volumen que al fin tenemos en las manos.

3 Además, aunque la rima se ha perdido, hay dos maneras en que puede reincorporarse a la experiencia de lectura: una es gracias a las asonancias que Micó busca; otra es gracias a que se cuenta con la versión original a pie de página. Aunque no sepa italiano, el lector puede aprender relativamente rápido las reglas de pronunciación, sintiendo cómo su boca —allí la cuarta dimensión de la poesía, según M. H. Abrahams— moldea cada sílaba.

Fernando Carrera, Fuego a voluntad, Toluca, Instituto Municipal de Cultura, 2018, 91 pp.

En el fuego coexisten el inicio y el término. Es un símbolo del origen y también de la devastación. La chispa divina, el fuego de Prometeo, la hoguera de la tribu, las flamas del infierno, el hogar, la llama de las rebeliones, el ardor pasional y la fiebre del enfermo son tan solo algunas de sus formas para la memoria y la imaginación. Con su nombre se invocan el peligro y la seguridad, el mal y la purificación, el deseo y la muerte.

Fuego a voluntad es el tercer libro del poeta Fernando Carrera (Guadalajara, Jalisco, 1983). No debe confundirse con el primero, Expresión de fuego (2007), si bien la palabra “fuego” designa en ambos títulos un componente fundamental en el imaginario del autor. Se diría que Carrera busca refugio y liberación en el concepto mismo de fuego, cuyas extensas y contradictorias implicaciones lo atraen poderosamente.

Organizado en seis partes, Fuego a voluntad se compone de treinta y cinco poemas unidos por el hilo temático anunciado en el título del volumen. Escritos con fuego, aunque no siempre de la misma forma, los poemas de Carrera están hechos, por lo regular, de frases entrecortadas y flujos discursivos que, al cruzarse unos con otros, terminan mezclándose y confundiéndose. Corresponde a cada lector conjeturar cuál habrá sido el comienzo y cuál será el final de muchas de las oraciones que Carrera entrelaza, yuxtapone, combina, repite o abandona sugerentemente. No utilizo este adverbio por casualidad: el sentido último de la palabra poética, para el autor de Fuego a voluntad, existe sólo a título de sugerencia.

En este sentido, quizá el propósito más ambicioso de Carrera sea poner de manifiesto una visión total de la vida y la muerte valiéndose de materiales fragmentarios, cuando no residuales. Carrera es, como ciertos neoclásicos y románticos, un pintor de ruinas, aunque lo es con una particularidad necesariamente moderna: no sólo representa la ruina, sino que sus textos aparecen como los vestigios de una devastación. Se me dirá que no hay mayor novedad en que así sea: el poema contemporáneo es, como se sabe, un ente roto y, por ello mismo, incompleto.

Tarde. Ante mí
sólo un paisaje derruido
e indiferentes rostros

Nadie

responde porque nada
pregunto. El templo ha sido destruido
(el cuerpo quise decir)
y ya no sé si piedra sobre piedra
de nuevo será la luz en la raíz
de alguna de mis pobres palabras

Ahora bien, que la edad contemporánea renuncie a los discursos totalizadores no significa que renuncie también a soñar con la totalidad. Al menos para Carrera, la totalidad existe negativamente: es una especie de totalidad en reversa, confirmada por el proceso mismo de su desarticulación. Así, por ejemplo, ante la fecha de su cumpleaños, el poeta se mira en la “sustancia que da nombre / al soy / esto y no otra cosa”, como quien consulta el oráculo de un espejo de agua y, al concebirse como una cruza de palabra, materia y tiempo, encuentra en el envejecimiento la confirmación de una identidad fija e indestructible:
  

        las palabras
para decir la piedra
que soy
el risco
que el tiempo
intolerante
lengüetea

El tema subyacente del poemario es la trascendencia. Decirlo puede sonar extraño, sobre todo ante la evidencia de los versos que acabo de citar. Después de todo, la figura del risco golpeado una y otra vez por la ola del tiempo no parece referirse a lo que trasciende, sino a lo que resiste y permanece. Pero, en el fondo, ¿no cambia poco a poco aquello que, a fuerza de resistir, deja de ser piedra para ser arena, trascendiendo con ello su condición de roca, renaciendo en las innumerables partículas minerales de su nueva condición?

Saberse humano, para Carrera, es atestiguar dolorosamente la destrucción de casas y de árboles; asistir a la conclusión de otras vidas; escuchar el último acorde, la palabra final, el soplo exhausto de una vida que sabemos a punto de agotarse; y pese a ello, pero también gracias a ello, atesorar experiencias y alimentar deseos, aferrándonos tanto al pasado como al futuro:

Duele saberse quien taló el árbol, el que incendió deliberadamente la casa donde moraba la belleza. Duelen la esperanza y la memoria: saberse vivo en medio de la devastación

En el último apartado del poemario, Carrera empareja dos poemas que son, ante todo, dos experiencias musicales. La escucha del cantaor Camarón de la Isla, por un lado, y la del Tercer concierto para piano y orquesta de Rachmaninov, interpretado por Vladimir Horowitz, por el otro. Son dos atisbos al esplendor y la muerte de la belleza en momentos dominados por el amor: el amor que, al irse, nos enseña que todo se va, en el primer caso, y el amor que, incluso tras la muerte, perdura, en el segundo caso. Con ese impulso, la nota final de Fuego a voluntad es un amor morte fortior:
 

Aquí
: amor que no muere con la muerte
Fuego que
en el corazón de los que escuchan
prevalece

Desde mi perspectiva, el modelo literario más notorio en la poesía de Carrera está en los primeros libros de Luis Armenta Malpica. Pienso, en particular, en Voluntad de la luz y Des(as)cendencias, aunque sospecho que la observación puede generalizarse a la obra poética de Armenta Malpica en su conjunto. La predilección de Carrera por las mitologías de la creación del universo y la fundación de la ciudad, a las que se agregan los mitos personales del nacimiento, la familia y la identidad individual en un contexto de frecuentes alusiones y referencias culturales, lo vincula decididamente con el autor de Luz de los otros y Envés del agua. Hasta cierto punto, el interés de Carrera por el fuego puede leerse como una reacción al interés de Armenta Malpica por el agua.

Debo decir, en honor a la verdad, que ciertos giros de la expresión poética de Carrera me parecen desacertados y, por ello mismo, indignos del estilo que predomina en un libro como Fuego a voluntad. Me refiero, en particular, a dos construcciones que no son sino vaguedades de cierto pensamiento estandarizado: el cuerpo de la mujer como “misterio insondable” (como se puede leer en el poema “H”) y la muerte como partida y como “gran silencio” (en el poema “José Monge y el río”). Pero son apenas dos detalles que no le restan profundidad a un libro audaz, cruzado por auténticos hallazgos y estructurado con pasión y sabiduría.

Pura López Colomé, Imperfecta semejanza II. In nomine vocis. Ulteriores meditaciones en torno a la traducción poética, Dirección de Literatura / UNAM, 2018, 332 pp.

Quienes seguimos de cerca el oficio de Pura López Colomé (Ciudad de México, 1952), sabemos que cada prólogo, proemio o antesala que ofrezca —ya sea en un libro que haya compilado, traducido o reunido— es un auténtico obsequio. Nos muestra una lectura con devoción, tan clara que es preciso dejarse guiar. Y si esta guía se prolonga, nos encontramos entonces frente a un legado: cuestión puramente de vocación.

Borges, en una de sus conferencias acerca de la metáfora en Arte poética, apuntaba que era mucho más fácil aceptar una verdad a través de una imagen que de una proposición filosófica. En el momento en que alguien nos quiere instruir, huimos, lo enjuiciamos. Pero si se nos expone un camino, una dificultad; si se nos transparentan algunas tareas de amor, entonces nos quedamos cerca. Presenciamos la labor no sólo de traducir de una lengua a otra, sino de un fondo a otro, de una verdad semejante a otra.

López Colomé alude con frecuencia a faros, brújulas, citas impostergables; en estas “Ulteriores meditaciones en torno a la traducción poética”, es Anne Carson quien se presenta como el umbral que le abre el camino. Tras una cita invisible con Nay Rather (2013), Pura López Colomé comparte con Carson el hecho de estar “convencida de la sinonimia entre poesía y traducción”. En ambas tareas, el oficiante se topa con lo intraducible: un espacio pleno de sí, que el poeta-traductor deberá saber leer para materializar la visión. Huyendo de las generalizaciones, la autora expone algunos casos de poetas del canon anglosajón a través de seis ensayos con poemas en edición bilingüe.

La autora ha pasado buena parte de su vida meditando frente a sus poemas predilectos, sus querencias; ha gozado del tiempo concedido para sopesar, medir, vislumbrar líneas y vacíos, amando el lenguaje, el ser de palabras de Susan Howe, Alice Oswald, Louise Glück, Dionne Brand, C. D. Wright y Lucie Brock-Broido. (Recordemos que el primer volumen de Imperfecta semejanza estuvo dedicado a poetas como Emily Dickinson, Elizabeth Bishop, Marianne Moore, Fanny Howe e Hilda Doolittle. Es preciso leerlo todo de vuelta y no olvidar el apéndice que dedica al trabajo de la traducción poética en México, a los diferentes proyectos y casas editoriales dedicadas a esta labor de índole devocional).

A diferencia de las disertaciones escritas para exhibir logros o desaciertos, conquistas o derrotas irremediables, Imperfecta semejanza parece más un testimonio de vida, una confesión del quehacer en el hacer; comparte desde la sinceridad y la práctica el amor a la poesía, las principales preguntas que esta genera. En el libro Visita guiada a una sala de estar (2018), López Colomé nos cuenta su propia historia como lectora y los encuentros más significativos que la han formado y que han “afinado su instrumento” como poeta. En este tránsito se evidencia, por supuesto, la relación entrañable que tiene con el inglés y la traducción, profundamente enraizada desde sus orígenes: un camino de ida y vuelta entre las lenguas. En algún punto del libro, la autora comparte cómo una maestra de un internado, en Dakota del Sur, le recomendó que tradujera algún poema en inglés para no perder vocabulario en español; le sugirió, además, traducir algo pequeño: nada menos que un poema de Emily Dickinson.

Escuchar es lo que ha hecho López Colomé desde niña. Así como escuchó poemas como oraciones en boca de su madre, o abrazos sostenidos en otra lengua y poemas desde el internado en Saint Marty High School que disiparon toda nostalgia, supo también hacerlo con Tomás Segovia cuando le dijo: “A quien hay que traducir es a Seamus Heaney; escúchalo con atención”. Y ella no sólo se abocó a la tarea, sino que descubrió en sus líneas un secreto mayor: “Lee poemas como oraciones y, de penitencia, tradúceme algo de san Juan de la Cruz”.

Cuando López Colomé tradujo Isla de las estaciones (1991), de Heaney, calificó su actividad como traductora de “peregrinaje penitencial”. Penitencia para ganarse un oficio, una voz. No es gratuito que Imperfecta semejanza II tenga como subtítulo la voz latina In nomine vocis (“En el nombre de la voz”): todo lo que se precise para reconocer, comprender, dejar a la voz decir o callar también lo suyo mediante el canto. (Quizá debamos llamar a estas entregas “penitencias reveladas”, “flechas” o “navíos”.)

Conversaciones rítmicas, dice la autora, donde la apuesta mayor es conservar “el brillo” o, al menos, buscarlo. “Distribuir interpretando” e “interpretar distribuyendo” fragmentos hasta toparse con ese “margen de iluminación” que pedía George Steiner. López Colomé ofrece su poética de la traducción después de afiladas lecturas de Roman Jakobson, los citados Steiner y Carson, y Ezra Pound, entre muchos otros. Su erudición sutil no estorba para encontrarse directamente con los poemas elegidos; nos lleva de la mano, o del oído, con pentagramas que nos reta a interpretar.

No creo en el castigo.
El mundo ascenderá por la mañana,
incandescentes las puntas de sus alas.
El mundo seguirá haciendo lo que hace.
De día yo seré ligera una vez más.
O en la ecuación sonora de Lucie Brock-Broido:

I do not believe in punishment.
The world will rise by morning red

at the tips of its wings.
What the world will do it will keep
on doing. By day, I will be light again.

La autora/traductora nunca nos dice “la poesía es esto o aquello”; más bien, nos explica el modo de proceder de tal o cual poeta. En Glück encuentra lo siguiente: “Cuando uno lee algo digno de recordarse, desencadena una voz humana; pone en libertad a un espíritu compañero. Yo leo poemas para escuchar esa voz. Y escribo para hablar con aquellos a quienes he escuchado”. López Colomé tal vez añadiría: “Traduzco-traslado-interpreto-reafirmo-confirmo para hablar con las poetas a quienes he escuchado”.

“La analogía vuelve habitable el mundo”, según Octavio Paz. “A la contingencia natural y al accidente opone la regularidad; a la diferencia y a la excepción, la semejanza […] La analogía es el reino de la palabra como, ese puente verbal que, sin suprimirlas, reconcilia las diferencias y las oposiciones”. La dicha del como siempre sugiere una versión, un poema análogo. Dice Oswald en el ensayo de López Colomé: “el símil es el arte curativo”. Es en la práctica de la traducción que una lengua puede llegar a otro punto evolutivo, a un estado saludable.

En este libro se encuentran seis retratos íntimos, detallados, que surgen a raíz de una intensa investigación documental; seis retratos construidos a partir de entrevistas, artículos críticos, relatos autobiográficos y, sobre todo, gracias al enfrentamiento con la obra poética. López Colomé nos acerca con pasión a la lectura de las autoras mencionadas al comienzo. A propósito, por ejemplo, de la bostoniana Howe, escribe: “No quiere dar cátedra esta gran inconforme, esta María Magdalena que decide ir al sepulcro a toparse con el vacío, la ausencia que es presencia”. Y acerca de Brock-Broido nos comparte otro símil: “se sabe nocturna, furtiva, creadora que se y nos sorprende por sus saltos escriturales esporádicos. Como cualquier felino, tiene épocas de cacería y apacibilidad. Según ha dicho en entrevistas, trabaja de noche y sólo cuando el año empieza a declinar”. En medio de estos relatos nos cuenta, por ejemplo, cómo Oswald supo que debía dedicarse a su oficio: “A los ocho años, se comprometió con la poesía. Antes siempre había deseado ser policía. Luego de una eterna noche de insomnio, se percató de los cambios en el mundo, de la necesidad de otro modo comunicativo, y de ahí en adelante mantuvo las antenas atentas a todos los detalles de su entorno. Comenzó a leer cada vez más y a reconocer el espejo natural entre palabras”.

Junto con los retratos recibimos, como lectores, el propio autorretrato de López Colomé: devota de la lengua, entregada a una labor exigente y autocrítica. Junto con Oswald, podría afirmar: “soy una brecha, articulo espacios”. O bien: “me dedico a la poesía porque así mantengo el infinito en mi vida cotidiana”. ¿Semejanza imperfecta también entre poetas?

Una parte fundamental de estos ensayos transparenta el modus operandi de las escritoras abordadas. Varios resultan profundamente inspiradores. Por ejemplo, el caso de Howe: su amor a las artes visuales, el libro de artista que dedica a Dickinson o su práctica de conversar frente a un cuadro: “no tenía miedo de escribir frases, se la pasaba haciendo listas de palabras al pie de una imagen”. López Colomé observa también el proceso por el cual Howe transcribe e interviene textos de su autoría y de otros, cortando, insertando cosas de manera atípica —“les inyecta otra sangre sonora y les adjudica otro esqueleto sintáctico […] un cierto fragmentar sin romper”—. Al atender estas dinámicas, la autora procede como las poetas que traduce y, en consecuencia, actuar con libertad. Una lección aprendida bajo el auspicio de Heaney: “Si te lo encuentras, ya es tuyo”.

Imperfecta semejanza II pone en escena un diálogo entre los poemas escritos en inglés y las interpretaciones de López Colomé en español. Ésta, a mi parecer, es una de las partes más propositivas del libro. Lecturas asistidas donde no hay obviedades, donde cada caso requiere (y ofrece) un acento preciso. A veces, el inglés va la cabeza; en otras, el español. A veces, poemas enteros se alternan; en otras, se citan solo algunas líneas. Incluso los poemas llegan a desplegarse en columnas paralelas, como si se pudiera hacer una lectura a dos voces. Aquí está el trabajo de la partitura. Avanzamos bajo la batuta de una directora de orquesta para dar inicio al juego del lector: asistir a una transformación con ojos y oídos gozosos, atestiguar una anhelada conversación musical.

Veamos, por ejemplo, lo que sucede en este fragmento del poema “Y vi un ángel de pie bajo el sol”, de Howe:

… Reader I do not wish to hide
in you to hide from you
It is the Word to whom she turns
True submission and subjection.

… [Lector no deseo esconderme]
esconderme en ti de ti
Ella se dirige [a] la Palabra
Eco: Ella se vuelve [a] la Palabra
Verdadera súbdita sumisa.

López Colomé se refiere a esta traducción como su “contribución más arriesgada”, incluso “cuestionable”. ¡Qué regalo encontrar en este libro los comentarios que evidencian esas dudas y tomas de decisiones! Y, también, el juicio atinado de una lectora aguda. A propósito de la puntuación en el citado poema, López Colomé apunta: “Howe inserta propuestas críticas a ‘lo metafórico’, diríase, para poner en tela de juicio las poéticas —la suya incluida—, casi en franca burla. He colocado esas consideraciones entre corchetes, conservando la posibilidad de leer la parte puramente metafórica sin someterla al dedo flamígero, y que el lector (a quien ella convoca ahí, por cierto) elija”.

“Lo que se articula se fortalece”, anota Pura López Colomé siguiendo a Czesław Miłosz. Como lectores presenciamos con placer y gratitud un significado que, al revelarse, “alude a otro y a otro, y así sucesivamente”. Cierro con esta cita de Paz, que ilumina el trabajo de López Colomé: “¿Qué es el poeta, en el sentido más amplio, sino un traductor, un descifrador? […] cada poema es una lectura de la realidad; esa lectura es una traducción; esa traducción es una escritura: volver a cifrar la realidad que se descifra”.

Esta es la segunda parte de este ensayo. Puedes leer aquí la primera parte.



Al poco de llegar a la gran metrópoli, el poeta busca a conocidos y amigos que trató durante su primera estancia, de finales de marzo de 1912 a mediados de febrero de 1913. Muy pronto se le verá en el estudio de Saturnino Herrán, en el número 82 de la calle de Mesones. El pintor aguascalentense se ha ido forjando poco a poco un nombre, en medio de una generación brillante, donde habrán de figurar José Clemente Orozco, Diego Rivera, Ángel Zárraga, Roberto Montenegro y otros más. Algunas tardes, mientras el artista continúa sus faenas con la paleta y los pinceles, un grupo de bohemios se reúne en su estudio. Varios de los asiduos a la tertulia herraniana son periodistas, reporteros gráficos y literatos, por lo que el recién llegado se siente, aunque tímido y expectante, en su elemento.

En el primer semestre de 1914, Ramón López Velarde sólo publicará el cuento “Luna de miel”, el 13 de abril, y la crónica “Dolor de inquietud”, el 18 de mayo, ambas en las páginas de La Ilustración Semanal.1 Tal vez el contacto para publicar en este semanario fue el pintor Alberto Garduño, visitante consuetudinario del taller de Herrán y hermano del fotógrafo Antonio Garduño, colaborador estelar de dicha publicación, la cual renovaría el periodismo mexicano de aquel momento. Fundada por el fotógrafo tapatío Ezequiel Álvarez Tostado y J. M. Cuéllar, en La Ilustración semanal también participarían Agustín V. Casasola y José María Lupercio, dos pilares de la fotografía en México. Aunque tuvo corta vida, la publicación hizo época. Su primer número apareció el 7 de octubre de 1913 y sus directores bajaron la cortina el 13 de marzo de 1915, tras lanzar a la calle su última edición. Sus portadas son memorables y pasaron a formar parte del imaginario colectivo de la Revolución Mexicana (recuérdese por ejemplo, la instantánea de la edición 62, del 7 de diciembre de 1914, con Pancho Villa sentado en la Silla del Águila y flanqueado por Emiliano Zapata y Tomás Urbina).2 Bajo el control y la censura huertista de los medios, la revista de Álvarez Tostado gozó de cierta independencia editorial gracias, en buena parte, a los numerosos lectores que seguían cada semana los reportajes de los frentes de batalla. En esas páginas saturadas de fotos se publicaban poemas y relatos para el solaz cultural del lector fiel. Sin someter su conciencia a ninguna aduana moral, el autor de El minutero entregó un par de colaboraciones a una publicación orquestada por periodistas libres y comprometidos a muerte con su oficio. En esos momentos cruciales, los periódicos católicos de la capital —El País, La Nación o El Tiempo— se hundían en el lodazal del oficialismo y de la sobrevivencia frente a un régimen criminal y chantajista.

¿Qué otras opciones tenía para dar a conocer su trabajo literario? Aunque seguramente lo pensaría en varias noches de insomnio, Ramón López Velarde decidió buscar a José Juan Tablada, el antimaderista número uno de la intelectualidad mexicana, convertido ahora en diputado federal huertista por el distrito 6 de Jalisco. Como ya conocía el camino a la casa japonesa del autor de Florilegio, por el rumbo del convento de Churubusco —puesto que en abril de 1912 lo visitó en compañía de Pedro de Alba—, emprendió el camino hacia el pueblo de Coyoacán a inicios de mayo de 1914. Para contrarrestar su timidez, se hizo acompañar del escritor guanajuatense Jesús Villalpando, con el que se pudo terciar la conversación, sin duda apabullante y seductora, de Tablada. Tres años después, López Velarde recordará aquella visita exótica y órfica cuando el escritor modernista —ya en trato con otras estéticas y vestido con kimono de seda— “nos leyó, entre el humo de sus pebeteros orientales, el prólogo y un capítulo de su Hiroshigué. Nos recitó en su jardín, en presencia de los sapos y las otras bestias predilectas, los poemas en los que los alaba. Nos hizo sentarnos en el umbral de su pagoda. Nos mostró las repetidas cartas autógrafas de Lugones…”3 Con toda seguridad, al final del encuentro el anfitrión solicitó al zacatecano que le remitiese a la brevedad unos poemas, puesto que guardaba muy buena impresión de aquellos que había reproducido en El Imparcial en 1911, cuando supuso que se trataba de un poeta español. Los dos jóvenes escritores salieron de la mansión oriental, deslumbrados por haber compartido unas horas “con una de las más severas aristocracias de nuestra poesía”.4 Además, la cortés y sincera petición hecha a López Velarde animó el espíritu del poeta, quien, en poco tiempo, remitió al hogar nipón de Tablada una carta y varios de sus poemas, pertenecientes a su primer libro todavía inédito. Días después, el 7 de junio, en su columna de El Mundo Ilustrado, el autor de Li Po y otros poemas escribirá una nota elogiosa sobre los poemas manuscritos que el jerezano le enviara, donde lee “con la creciente emoción de encontrar un nuevo astro que se revela con sencillas músicas y fragancias encantadoras”.5

¿Qué poemas seleccionó López Velarde en la carpeta que remitió a Tablada? En esa breve nota, donde también dedicaba líneas a un poeta francés de nacionalidad belga, Auguste Genin y a Efrén Rebolledo, curiosamente destaca y cita completo un soneto alejandrino, “Del pueblo natal”, que el joven poeta había publicado en Guadalajara, en el suplemento Pluma y Lápiz del 25 de mayo de 1912 —texto que por cierto ya aparecía en la edición frustrada de La sangre devota de 1910—. Digo curiosamente porque José Juan Tablada se encontraba en otra latitud estética: en febrero de 1912 visitó una exposición futurista en París y sucumbió a tal revuelta; antes de este encuentro con Marinetti y compañía, había desertado del modernismo versallesco y satánico, y su literatura se encontraba en la digestión cultural del mundo japonés y de la lírica lunar y conversacional de Leopoldo Lugones. Y, sin embargo, lo atrapó un soneto, el más clásico de los formatos clásicos, donde López Velarde recrea una estampa de la vida pueblerina con cierta audacia narrativa, sobre todo en el primero de sus tercetos: “De pecho en los balcones de ventanas de madera / platicáis en las tardes tibias de primavera / que Rosa tiene novio, que Virginia se casa”. Con el ejército constitucionalista dominando el norte del país y algunos estados de la región occidental, José Juan Tablada ya no pudo cumplir el artículo prometido donde ampliaría sus comentarios en torno de tan prometedor poeta. En otro contexto de menos alarma política y de exilio inevitable, cinco años después de la promesa, se publicará la nota juramentada por el poeta de Al sol y bajo la luna en las páginas de El Nuevo Tiempo de Bogotá, con fecha del 31 de marzo de 1919.6

* Adelanto del libro Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-192, publicado por el sello Calygramma.

1 Los hermanos Garduño, dedicados a la actividad artística, fueron Alberto, Alfonso y Antonio. Los tres pasaron por la Academia de San Carlos, interesados en el oficio de la pintura. Allí conocieron a Saturnino Herrán, quien pintaría un retrato al óleo de Alberto fechado en 1914. Los historiadores de arte y literatura suelen confundirlos muy a menudo. José Juan Tablada publicó una reseña en la Revista Moderna de México de diciembre de 1904 sobre la exposición del Salón de Alumnos de Bellas Artes; en esa muestra participó la nueva hornada de artistas mexicanos bajo las enseñanzas del pintor español Antonio Fabrés (1854-1936), entre ellos Alberto y Antonio. El poeta destaca especialmente los méritos del primero y dice del segundo, tras un forzado elogio: “Entendemos que este alumno tiene mucho que dar de sí”. Por fortuna, Antonio Garduño se toparía con la cámara fotográfica y dedicaría su talento a la magia de ese arte que comenzaba a definir su territorio. Tal vez, una de las series fotográficas más memorables sea la de los desnudos tomados a Nahui Olin en las playas de Nautla, Veracruz.
2 No obstante que en la portada aparece el crédito de Antonio Garduño, varios de los historiadores de la fotografía en México han argumentado que la célebre instantánea es de la autoría de Agustín V. Casasola. En realidad, ese momento histórico y simbólico de la Revolución Mexicana fue cubierto por tres fotógrafos; a los dos mencionados debe agregarse el nombre de Manuel Ramos, quien también disparó su cámara, un segundo antes que sus dos colegas, desde otro ángulo y con un panorama más abierto pues en su foto aparece, con la cabeza vendada, el general Otilio Montaño.
3 RLV, Obras, 42. Con el título “Poesía y estética. (José Juan Tablada)”, la crónica apareció originalmente en el número 16 de la revista Pegaso del 29 de junio de 1917. Para ese entonces, radicado en Nueva York, Tablada y sus amigos inician una campaña a sotto voce para que el régimen carrancista “disculpe” al escritor por su colaboración en el gobierno de Victoriano Huerta a fin de regresar a México y, tal vez, ocupar un cargo público —como finalmente sucedería.
4 Ibid., 541.
5 Citado en Calendario de Ramón López Velarde, recopilación de Alí Chumacero y Fedro Guillén, México, diciembre de 1971, p.761. El título del artículo es “Versos de Augusto Genin, prosas de Efrén Rebolledo y un nuevo poeta”. Promete Tablada dedicar un próximo escrito para ahondar sus impresiones sobre este “poeta intenso y noble”.
6 Tablada, José Juan, Crítica literaria, 304-309. Si bien el artículo —titulado “La nueva poesía de Méjico. Ramón López Velarde”— reproduce dos largos párrafos de Jesús Villalpando, tomados de la reseña sobre La sangre devota que publicó la revista Vida moderna, la agudeza crítica de Tablada observó pasajes de la lírica del zacatecano que remontan la superficie de la sociología y del paisaje provinciano; nota el crítico que en los versos velardeanos existe “movimiento espiritual” y que rebasada “la ingenuidad ilusoria, hay hondos estudios de síntesis, de dinamismo, de cromatización…” Para ilustrar su comentario, cita la estrofa antepenúltima del fragmento final del poema “Hoy como nunca”, que ese año de 1919 aparecerá en Zozobra, y las dos primeras estrofas de “A Sara” de La sangre devota. Para cerrar esta entrega periodística, Tablada reproduce tres poemas de López Velarde: “A la gracia primitiva de las aldeanas”, “La bizarra capital de mi estado” y “Trasmútase mi alma”, los dos primeros de su ópera prima y el tercero de su segundo libro, que posiblemente aún no llegaba a las manos del poeta de los caligramas.

Raymond Federman, la voz en el cuarto trastero / the voice in the closet/ la voix dans le cabinet de débarras, trad. de Gabriel Wolfson y Octavio Moreno Cabrera, Puebla, CabezaPrusia, 2018, 250 pp.

 

El hablante de varias lenguas habrá experimentado la necesidad de interrogarse sobre su identidad tras, por ejemplo, una conversación en la que habló en francés, le contestaron en español, luego tradujo al inglés e hizo referencia a un escrito italiano. ¿En cuál de todas esas lenguas se expresa el verdadero “yo”? Algunos tendrán la sensación de traducir una identidad forjada en la lengua materna, mientras que otros concebirán la identidad como algo fragmentado en diferentes sistemas lingüísticos. Pero entonces, ¿qué hacer? ¿Habrá que ir añadiendo más y más lenguas para enriquecer las perspectivas de nuestra identidad? ¿O es más adecuado intentar depurarse de cualquier idioma para encontrarla? Quizá haya que atender a la audacia de Raymond Federman (Francia, 1928 – Estados Unidos, 2009), cuya literatura plantea las dos alternativas simultáneamente: textos que desarticulan el lenguaje concebidos en varias lenguas a la vez.

Desde el año pasado, a la emblemática obra de The voice in the closet / La voix dans le cabinet de débarras, ha venido a sumarse una traducción al español a cargo de Octavio Moreno Cabrera y Gabriel Wolfson, en la editorial CabezaPrusia. La edición acumula tres títulos en la portada y tres versiones en su interior, la nueva española y las dos originales, en inglés y en francés. La apuesta es alta: el lector que se adentre en la obra de Federman para buscar esa voz escondida en el cuarto trastero no solo tiene que enfrentarse al reto que supone el propio texto, sino a la cuestión del plurilingüismo y la identidad a través del idioma. Dos lenguas originales, decíamos, puesto que hay dos lenguas que vehiculan el proyecto de escritura de Federman: una para la Francia de la ocupación, para esa madre que lo empujó a dicho cuarto de la escalera cuando llegaron los soldados alemanes, para las horas que pasó a oscuras, entre sombreros y periódicos viejos, escuchando lo que pasaba en el patio exterior, aguantándose las ganas de orinar; y la otra lengua, aquella que recuerda todo eso, desde Estados Unidos años después —en 1979—, encargada de confrontar escritura con verdad. El texto se abre a las diferentes voces que se cuestionan, se acusan de falsearse o se contradicen cuando intentan contar lo que le ocurrió en aquel cuarto. Buscan la verdad más allá de lo factual: quieren llegar a una verdad que integre el antes y el después, una historia que sea justa al mismo tiempo con el que la escribe y con el que la vivió. Conflicto entre polifonías, polifonías del conflicto y tensión, a veces de gran violencia, que hacen sufrir a la página. 

Es tentador pensar La voz en el cuarto trastero como un texto autobiográfico, pues al fin y al cabo hay una comunicación directa entre el “Federman” que encontramos en la portada y el que aparece dentro como personaje. Tentador, sí, pero no sin riesgo, pues el mismo texto entra en conflicto con esta categoría. Y es que la ficción, tal y como la concibe Federman, es la única vía para aprehender la realidad, generando así un discurso que integra la dimensión subjetiva en la percepción del mundo. Todavía más arriesgado sería hablar de “relato” sin tener en cuenta la desarticulación que se efectúa a nivel del eje cronológico —saltos temporales, iteraciones, circularidad…— y de la noción de narrador. La forma recuerda ciertamente a aquella del flujo de conciencia que se abre a digresiones o manifestaciones del subconsciente y que reniega del encadenamiento lógico del discurso, pero, de nuevo, hay que ser precavido: el recurso a la polifonía como elemento estructural del texto que mezcla las voces del niño y del adulto sin que ninguna se imponga como principal nos hace descartar esta hipótesis. Reacio a ser etiquetado de manera convencional, el texto de Federman remite a la escritura torrentosa de un Sollers o un Guyotat, al tiempo que pide no dejar de lado completamente la dimensión autobiográfica.

El Federman adulto quiere acceder a la voz del Federman niño, pero no consigue liberarse de la obsesión de que el acto de recordar contamina lo que vivió. Querría desplazar el marco contextual de la enunciación: invertir los roles, como se lee en el texto, para surgir como escritor en el cuarto donde todo era incierto, donde todavía no sabía siquiera que sus padres y su hermana morirían en un campo de exterminio, ni que emigraría años después a América, ni aun que conseguiría abrir la puerta del armario para refugiarse en el sur de Francia. Y, sin embargo, han pasado ya treinta años, y pretender escribir como si fuera aquel niño es también falsear la verdad. El mecanismo de escritura tiene que hacer frente a esta duplicidad y producir un solo texto, como una “bestia bicéfala”, que sea justo con lo que es y lo que fue. A veces Federman opta por hablar de “moinous”, contracción de los pronombres “moi” (yo) y “nous” (nosotros), para definir el estado ontológico al que quiere acercarse.

¿Cómo llegar al punto en el que el adulto y el niño existen independientemente el uno del otro, sin contaminarse, pero donde también se admite la paradójica continuidad de la identidad? Parece que los pronombres personales también se lo preguntan. La primera persona prevalece remitiendo al niño y al adulto, lo que no impide que se establezca una comunicación entre ellos mediante el cruce de acusaciones —“mientes”— que consiguen llegar a la enunciación para ponerla en entredicho. También se accede desde la primera persona a un tercero, un “él” que habla, que se esconde, que orina, pero que también escribe; un “él” donde el yo se exterioriza, se hace objeto, es visto desde lejos, con la distancia necesaria para abordar la identidad también a través de la alteridad. Las estrategias se van acumulando para construir un todo en que monólogos, diálogos y descripciones son apenas discernibles. Para Federman se trata de “liberar[se] de la ausencia de [su] propia presencia” cueste lo que cueste, caiga quien caiga.

Y callar no es una opción:

supongamos renunciara él a decirme si muriera una mañana así de repente en medio de millones de frases incompletas momentos inconclusos en medio de una frase de una página me quedaría ahogado entonces de mi sangre-tinta seca voz sin vida dentro de un grito sofocado sin historia que contar mi miedo mi principio pospuesto hasta nuevo aviso suprimido hasta nunca por la ausencia de federman aquí precipitado […]

Existe cierto débito, pero no tanto con la Historia —y su “H” mayúscula— como hacia la historia personal, la historia de Federman, vista como la cosmología del hombre que golpea con miedo —“tipografifobia”, dice el texto— en su máquina de escribir. En las líneas de La voz en cuarto trastero se puede intuir que no es la primera vez que el autor se enfrenta al martilleo de las teclas golpeando e imprimiendo la cinta entintada en el papel, y la aparición en el texto de otros de sus títulos como Amer Eldorado o Take It or Leave It invita a tejer una red de sentido entre toda la obra de Federman. Quizás hubo entonces un momento decisivo, una primera experiencia de vida, que marcó todas las demás; el origen de una vocación, de la construcción de un featherman, un “hombre pluma”; una primera voz escondida en aquel lugar que sería metáfora del hondo agujero al que tiende la escritura de Federman (siguiendo la publicación original de 1979, la edición de CabezaPrusia acompaña el texto de una caja que se cierra en prisma, cada vez más pequeña, cada vez más profunda).

Hablar de trauma, aunque atrevido, no parece injusto. La víctima directa es un lenguaje al que el lector no puede sino intentar seguir el ritmo, y que le hará pedir cita una vez más con el texto nada más acabada la sesión. Es una verdadera sintaxis del trauma, desarticulada, neurótica, que vuelve constantemente sobre los mismos episodios. En su construcción, la frase de Federman concede un espacio a la aparición espontánea de conceptos que se manifiestan como infinitivos o sustantivos en medio de la secuencia verbal. A menudo, señalar con seguridad el sujeto de un verbo es imposible, puede haber dos o incluso tres candidatos, y la falta de puntuación niega una lectura guiada por la prosodia. Su escritura parece estar diciendo que una noción sólida de jerarquía en la sintaxis también supone falsear de cierta manera la experiencia, al hacer de ella un relato estructurado por la lógica. El resultado es un “lodo verbal” por el que el lector avanza no sin dificultades, hundiéndose hasta las rodillas, destrozándose los zapatos por seguir las huellas que dejó Raymond Federman cuando atravesó con su pluma el fangal de una identidad inconquistable.

Antonio Calera-Grobet, Sed jaguar, Bonobos, México, 2018, 145 pp.

Sed jaguar, de Antonio Calera-Grobet (Ciudad de México, 1972), transita por las posibilidades de lo poético para instalarse en un espacio narrativo; un libro de poesía cuya columna vertebral es el relato, que va desde lo fundacional (como el nacimiento de un hombre: “Nací el día del entrecruzamiento entre vivos y muertos, en que ambos se acurrucan entre flores y cantos, en un entrecerrado páramo de realidad”) hasta tópicos relacionados con la muerte, la amistad, el amor, la filosofía, la política, la literatura y la cultura. Sed jaguar no es un libro construido a partir de un yo desbordado y solipsista (y, por ello, estéril). Si bien la voz enuncia desde su particularidad, acude todo el tiempo al plural, es decir, al nosotros. En estas páginas encontramos una miscelánea de temas cuyo común denominador es la idea de lo colectivo. Así, la apuesta del autor reside en asumir la escritura poética como una práctica generosa que hermana y une.

Construiré un barco con mis propias manos, construiré un barco con el nombre de “Amaré”. Construiré ese barco para mí y todos mis hermanos, que es casi decir un pleonasmo, porque yo soy tu consabido otro, tú ese otro tan raído como vejado que soy yo, en donde cabe decir que andamos necesitados de ramos y velas, océanos de gente para navegar seamos lo que seamos y vayamos a donde vayamos. Porque simple y sencillamente todo lo que escribo es por ti (no importa quién seas ni cuándo leas esto), para ti por ser lo único en lo que yo creo.

Este fragmento evidencia una voluntad de articular un discurso que asume su compromiso con el afuera y con los otros. Tal preocupación se potencia si tomamos en consideración que el lugar enunciativo de Calera-Grobet es un país signado por la pobreza y la violencia —un país que dejó de pertenecernos hace mucho tiempo: “‘Valle de México’ todo esto que vemos. Ahora esto no es un valle y mucho menos es nuestro”—. Dos temas, pues, atraviesan Sed jaguar: por una parte, el sentido de comunidad y, por otra, la crítica sin ambages a la violencia: “Una guerra de la más alta intensidad se vive en Tamaulipas y en ella los civiles no importan. Indagarán muerte de 7 por fuego cruzado mientras que en el último año, al menos 26 policías han desaparecido en Guanajuato”. La escritura de Calera-Grobet no es solo un guiño a temas de índole social y política: el autor enuncia de manera clara una realidad y, al hacerlo, toma partido por una escritura que no da vueltas sobre lo metafísico; muy por el contrario, se avecina a lo más inmediato y cotidiano.

Junto a lo anterior, hay también una mirada aguda que no condesciende y que, mediante el humor, va mostrando aspectos de la realidad poética mexicana: “Leyó su biografía el poeta, el ensayista intelectual, vendedor de cañuelas, editor y gestor cultural, además de artista y disc jockey, porque todos son diyeis y serán diyeis de ahora en adelante en el mundo ultramoderno”. Respecto a ello, encontramos una reflexión que se extiende a lo social o, dicho de otro modo, la dupla poesía-sociedad se nombra de un modo descarnado y, por momentos, desesperanzador:

La poesía no es Alicia, no. Menos en este país. Acaso un arma blanca, acaso una hipoteca. Se maneja, eso sí, bajo las enaguas, una honda e infectada herida, honda hondonada para reclinarse y pedir perdón, una laceración que no cierra ni cerrará nunca. […] La poesía aquí no se dio, acaso nace algo de unas matas largas y secas, que se descelebra aquí, nuestro otrora país. Siendo los años del señor, tiempos del centro de México, en donde no se mueve ni conmueve, llueve sobre nadie.

Las dos citas anteriores muestran una escritura capaz de moverse entre el humor y la profundidad, privilegiando siempre la agudeza.

Estamos frente a un libro que dialoga de tú a tú con el resto de la producción poética reciente de nuestro país. (Pienso en lo que Raúl Zurita escribió para el cintillo: “Antonio Calera-Grobet escribe con la extrañeza que solo tienen los grandes”.) Esta, la extrañeza, es una buena manera de caracterizar lo que hallará el lector: una serie de textos que en los linderos de la prosa narrativa, que ensancha la definición de poesía y nos invita a repensarla desde otras orillas.

Cabe mencionar que el artista Demián Flores realizó las ilustraciones que acompañan a los textos, y que hacen las veces de correlato a los diversos aspectos en la vida de un hombre que es muchos hombres. Sed jaguar es un recordatorio constante de la importancia de lo colectivo y lo plural para estos tiempos. Al respecto, no puede obviarse la enorme labor que Antonio Calera-Grobet realiza como editor y promotor cultural; su generosidad, aparentemente extraliteraria, ha creado un libro vasto, extenso y lúcido. Uno que cuestiona permanentemente a la poesía como forma y práctica. Uno que nombra a un país marcado por la violencia y, al mismo tiempo, apunta a sus zonas más luminosas:

No pierda su amor por la sangre. Perder el amor por la sangre es perder la escritura y perder la escritura es perder el libro. Perder el libro es perder el relato y perderlo es perder el espejo, desconocernos a nosotros mismos, error craso éste de comenzar a hundirnos. No pierda su amor por la sangre. Perderlo es perdernos, olvidar el cultivo, y olvidarlo equivaldría a convertirnos en monos, algo tan bello como innecesario: tajarnos

Robin Myers, Tener / Having, trad. de Ezequiel Zaidenwerg, Antílope, 2019, 132 pp.

Cada determinado tiempo surgen, más o menos, las mismas preguntas en torno a la poesía: ¿Para qué la lírica hoy? ¿Cuál es la función del poeta y cuál la del poema? ¿Cuál es el lugar de la poesía en la actualidad? La respuesta a cada una de estas dudas es mutante como el lenguaje mismo. Los nombres, dice Giorgio Agamben “son vórtices en el devenir histórico de la lengua”. En Tener, de Robin Myers (Nueva York, 1987), estos remolinos se abisman hasta buscar su centro, tal vez su origen:

No hay nada que me guste más
que tirarme en el pasto bocarriba

y acordarme de dónde vengo.
Vengo del pasto, y me gusta acordarme

de lo que me enseñó:
a ser pequeño, a mirar para arriba, a repartirme

parejo en el espacio que me den.
Ama la tierra húmeda. Ama

los dientes diminutos de las hormigas.
La playera manchada de verde. Los gusanos.

La poeta y traductora norteamericana, radicada en México, busca atisbar algo que nos han velado los significados al establecer un diálogo con las cosas mínimas:

En la ciudad, la taza
de las cosas —banquetas
y balcones, mofles, hiedra,
cuerdas donde la ropa baila
suelta en el cautiverio del aire—
se llena alrededor de mí.

Algunos días, el cielo
parece estar tan cerca
que trato de no hacerle caso
y siento cómo se endurecen
a lo lejos los cerros pelados.

“El vórtice tiene su propio ritmo, que ha sido paragonado al movimiento de los planetas en torno al Sol. Su interior se mueve a una velocidad más grande que su margen externo” (Agamben, otra vez). Los poemas de Robin Myers son artefactos lingüísticos cuya manufactura puede resultar similar y que invitan a hacer una pausa en medio de una realidad que se mueve constantemente. Sin embargo, lo que se encuentra por debajo es una manera distinta de tocar el mundo, el reconocimiento constante de que el sentido de aquello que se nombra habita, encendido, en los detalles:

Hay unas pocas formas
por descubrir,
como nos gusta pensar que
nosotros (¡nosotros!) descubrimos
los mares, la comunión
alrededor del fuego

y hasta el fuego.

El yo lírico de Tener ahonda en la sustancia de lo que contempla; se relativiza, sufre y goza al observar detrás de las cosas; transita de un estado a otro, va, viene, y el lenguaje lo regresa constantemente a la huella que dejan los acontecimientos más exiguos.

No puedo vivir sin eso,
dicen.

Si no pudiera pintar,
me moriría.
No podría vivir sin comer carne.
Me moriría si no pudiera
trabajar en una habitación bien iluminada.
Con ese calor, me moriría.
Si no pudiera nadar,
si no pudiera tomar
vino, si no me acordara
de la cara de mi hija,
me moriría. No podría vivir
con mi conciencia si nos hubiéramos
acostado hace muchos años.
Me hubiera muerto si
no lo hubiéramos hecho. No podría
vivir sin ti.

Cuando se mueran,
habrán tenido razón.

Personalmente
yo, si pudiera, volvería
a tocarte la mejilla

con todos mis no tengos
vivos en mi piel.

“Debemos —considera Agamben— concebir el sujeto no como una sustancia, sino como un vórtice en el flujo del ser”. Tener es un libro donde existe una doble alteridad, la del yo lírico masculino y la del traductor Ezequiel Zaidenwerg. ¿Cuál es la intención de Robin Myers al ceder la voz de quien escribe a alguien más? La construcción del otro; recorrer sus umbrales, enigmas y zonas de misterio; conceder a las experiencias personales la virtud de una erótica de la imaginación, porque el amor es una cosa de dos y la palabra, en este caso, irrumpe en la perspectiva del uno para construir el mundo desde la del otro —o de la diferencia.

Leer la poesía de Robin Myers nos recuerda que, en una época en la que se siente por doquier la inquietud social, la idolatría por los datos y la pérdida del sujeto producida por la masificación anónima de la vida social y el narcisismo, la lírica es necesaria para recuperar nuestros sentidos, reconocer lo atópico, arrancarnos de nosotros mismos y ser arrebatados por una intimidad distinta del lenguaje, la cual nos permita tantear el mundo y encontrar al otro multiplicado en su alteridad. Porque el eros comparte con el arte (o así debería ser) el ser social. Algo que, me parece, comparte también cualquier poema.