Joaquín Hurtado, Teorema del equívoco, Pinos Alados Ediciones, Mexicali, 2019, 60 pp.

Desde hace muchos años, la publicación de un libro de Joaquín Hurtado (Monterrey, 1961) es motivo de júbilo para mí. Aún puedo recordar, después de casi un par de décadas, la impresión que me causó leer Crónica Sero (2003), un documento tan valioso porque no tiene paralelo en la literatura de nuestro país. Con ese libro descubrí a Hurtado y supe que siempre le seguiría la huella. Su manera descarnada de retratar situaciones tan íntimas y la insolencia de su prosa, aunada con el activismo social que deja impregnado en sus páginas, conjuraron un efecto hipnótico que hasta el día de hoy sigue vigente.

Enterarme de que Teorema del equívoco era un libro de poesía y no uno de crónicas o relatos me sorprendió sobremanera, así que leer a Hurtado en estrofas y no en párrafos resultó ser una experiencia para la que nada pudo haberme preparado.

Si bien es cierto que no había publicado poesía, cuando me detengo para reflexionarlo, pienso que este giro es el resultado lógico de un proceso orgánico y una visión lírica que llevaba décadas gestándose. Después de todo, incluso en los textos de sus primeros libros, es posible detectar sus inquietudes poéticas, que explora mediante frases cortas y rítmicas que casi devienen letanías.

En Teorema del equívoco, Hurtado favorece un nuevo registro: el de un hombre vociferando imágenes contundentes, pero rotas, como si alguien estuviera aplastándole el cuello con el pie para desfigurar su voz y convertirla en un canto muy original, en una especie de miasma lírico y prosaico que se anuncia como una bofetada a las buenas costumbres, donde intercala estrategias narrativas y poéticas con coloquialismos para que quien lo lea aprenda un nuevo dialecto dentro de la lengua hurtadiana.

Desde el inicio, el autor siembra una serie de versos que funcionan como llaves maestras para acceder a este lirismo tan lúdico y enloquecido que golpea a los lectores como una avalancha. El libro comienza de la mejor manera posible, con un chisme sobre una de las tres figuras protagónicas del poemario que establece el tono desenfadado y socarrón que ha de venir. Una de sus estrofas dice:

Úrsula Zuzuki me confió: mi marido gusta que lave su cazuela
Y le haga cocorito en el chimuelo
¡Por favor, no se lo digas a nadie!

Enseguida cierra el poema con el siguiente verso: “Mi lengua es lápida.”

En este poemario, la lengua de Hurtado es todo menos una lápida porque, incluso, se atreve a decirnos lo indecible. Y el libro avanza de esta manera, registrando los quehaceres de un triángulo y salpimentándolo con idiosincrasias como la anterior. En sus páginas, Hurtado deja en claro su talento y la amplitud de registros que es capaz de yuxtaponer en una sola obra.

Teorema del equívoco es, también, un ensamblaje de mosaicos que se unen para contar una historia, detalle que encuentro admirable, pues se trata de un libro de poemas con cierta ambición novelística.

Algunas veces, la poesía resulta difícil de descifrar porque un solo poema puede contar con numerosas lecturas, pero en ese detalle también reside su potencial. Quien lea este libro no debe preocuparse si acaso no comprende alguno de los textos o algunas de las palabras que Hurtado inventa, porque poco a poco él mismo construye un universo autosuficiente, lleno de símbolos, pero también de significados que admiten múltiples interpretaciones —y todas serán correctas—. Creo que la mejor estrategia para acercarse a Teorema del equívoco es asimilándolo como una especie de diorama, como la representación casi teatral de las aventuras de tres personajes en un escenario tropical y amenizado por la cerveza, el sudor, las hamacas, los mariscos y ese contraste tan inusual entre las expresiones vulgares y las reflexiones filosóficas.

Este es, definitivamente, un nuevo aire en la producción literaria de Hurtado y uno que es necesario celebrar. Espero que Teorema del equívoco sea apenas el primero de muchos volúmenes de poesía que tiene planeado escribir.

Citlali Guerrero, Días de sueños y pesadillas, Instituto Sinaloense de Cultura, Sinaloa, 2019, 80 pp.

 

¿Cuál es el laberinto que un escritor fabrica?
Bárbara Jacobs

Lo primero, quizá, es un círculo. Y el adverbio es importante. Un círculo que tal vez sea vía de escape, de consuelo, aunque no podemos asegurarlo.

El fondo es negro y el círculo que no se aprecia en su totalidad (la parte inferior dice más de lo que oculta), pero ahí está la fuerza concéntrica del trazo. Ráfagas blancas, rojas; furioso recorrido a la noria en un juego de luces, pocas, de las que surge el abismo pero también la aventura de adentrarse y cruzar, un poco más allá, las lindes de esta invitación: Días de sueños y pesadillas, de Citlali Guerrero (Copala, Guerrero, 1971).

El paso de Guerrero en la poesía no conoce la premura. Sus títulos resultan de un objetivo preciso y de un largo proceso de maduración —de maceración, para ser preciso—. Entre 2001 y 2015 publicó Llorando el naufragio (2011), Los pantanos son algo verde como el deseo (2003), Todas las horas alumbran (2005), La vida es crónica (2010) y Postales en su sitio (2015). En 2001 obtuvo el Premio Estatal de Poesía María Luisa Ocampo y, en 2008, el Estatal de Poesía Ignacio Manuel Altamirano. Ha sido, además, becaria del PECDA en dos categorías.

Guerrero apuesta en este título por una serie de historias que, como presencias alucinantes, conviven entre sí a cuatro niveles: con guiños históricos y referencias familiares, y con ejes rectores como la preeminencia lúdica del planteamiento, de la imagen y del equilibrio a través de un uso mesurado del lenguaje —y lo que este cuenta. Con el dominio de la brida y el pulso de quien conoce la ruta y dosifica sus ánimos, Guerrero emprende un recorrido lleno de hallazgos, claroscuros, historias, puntos de encuentro, ensoñaciones, apariciones del duelo y de la reconciliación, por cuyos entresijos la existencia rebasa la temporalidad del acto de leer; lo rebasa y, entonces, concluido el trayecto, queda su esencia en el lector, permea poco a poco en él ese diario híbrido a cuatro voces y desde cuatro puntos cardinales. Los mundos simultáneos de Días de sueños y pesadillas avizoran a una lectora que celebra su condición nómada a través de la mirada lenta, escudriñadora, que deviene brújula y remedio para lograr su objetivo.

Citlali Guerrero exhibe una necesidad apremiante de escribir, de contar las historias que la cuenten a ella y las que tienen a la imaginación como soporte. Lo que atrae al lector es la reunión de esa multiplicidad de sucedidos, de aconteceres ciertos que van, poco a poco, sumando puntos a favor para concluir con las dos piezas finales, en una revitalizante action paiting que se convierte en un estallido polifónico regido por la armonía. Es en esa síntesis, en ese gran fresco de sueños, muertes y resurrecciones donde se hace evidente la madurez de la autora, quien en ningún momento se deja llevar por la enumeración vana o el sentimentalismo ramplón.

Las cuatro secciones del libro (“Primera pesadilla”, “Segundo sueño y pesadilla”, “Tercera pesadilla” y “Cuarto sueño”) alcanzan en los últimos poemas, “Hay golpes en la vida” y “El tiempo de los muertos es el origen de mis sueños”, la culminación, el punto cumbre de un libro signado por el rigor, el dominio linguístico y del poema en prosa. Libro singular, sin duda, cuya genealogía nos regresa al inicio.

Vuelvo a mirar la portada solo para confirmar que en esos hilos, que son fuegos y reverberaciones, se anuncia, avasalladora, la fuerza de una estirpe.

Versiones del inglés de Jordi Doce.

 

Carta de noviembre

Amor, el mundo
cambia de pronto, cambia de color. La luz de la farola
segmenta en dos las vainas del laburno,
esas colas de rata, a las nueve de la mañana.
Y este pequeño círculo

negro es el Ártico,
con sus hierbas sedosas y leonadas, como pelusa de bebé.
El verde está en el aire,
mullido y delicioso.
Me recoge amorosamente.

Cálida y sonrojada,
tengo la sensación de ser enorme.
Me siento estúpidamente feliz,
chapoteando
con mis botas de agua entre el primor del rojo.

Esta es mi propiedad.
La recorro dos veces
al día, olisqueando
el bárbaro acebo con sus verdes
festones, hierro puro,

y el muro de viejos cadáveres.
Los amo.
Los amo como amo la historia.
Y las manzanas son doradas,
imagínate:

mis setenta manzanos
ofreciendo sus globos dorados y rojizos
en una densa y gris sopa mortal,
y su millón de hojas doradas,
metálicas y sin aliento.

Oh amor, oh célibe.
Nadie más que yo
recorre esta humedad mojada hasta la cintura.
Y los irremplazables oros
sangran y cuajan, bocas de las Termópilas.

11 de noviembre de 1962

 

Letter in November

Love, the world
Suddenly turns, turns color. The streetlight
Splits through the rat’s tail
Pods of the laburnum at nine in the morning.
It is the Arctic,

This little black
Circle, with its tawn silk grasses — babies hair.
There is a green in the air,
Soft, delectable.
It cushions me lovingly.

I am flushed and warm.
I think I may be enormous,
I am so stupidly happy,
My Wellingtons
Squelching and squelching through the beautiful red.

This is my property.
Two times a day
I pace it, sniffing
The barbarous holly with its viridian
Scallops, pure iron,

And the wall of the odd corpses.
I love them.
I love them like history.
The apples are golden,
Imagine it —

My seventy trees
Holding their gold-ruddy balls
In a thick gray death-soup,
Their million
Gold leaves metal and breathless.

O love, O celibate.
Nobody but me
Walks the waist high wet.
The irreplaceable
Golds bleed and deepen, the mouths of Thermopylae.

 

Tulipanes

Los tulipanes son muy impulsivos; aquí es invierno.
Mira qué blanco se ve todo, qué tranquilo, cuánta nieve.
Aprendo a estar en paz y a quedarme en silencio a solas
como la luz reposa en las paredes blancas, esta cama, estas manos.
No soy nadie; no tengo nada que ver con ningún estallido.
He cedido mi nombre y mi ropa de diario a las enfermeras,
mi historial al anestesista y mi cuerpo a los cirujanos.

Me han instalado la cabeza entre el embozo y la almohada
como un ojo entre párpados muy blancos que no quieren cerrarse.
Estúpida pupila, de todo tiene que enterarse.
Las enfermeras van y vienen sin molestar
y son como gaviotas que vuelan tierra adentro con su tocado blanco,
haciendo cosas con las manos, todas idénticas,
por lo que es imposible deducir cuántas son.

Mi cuerpo es un guijarro para ellas, lo cuidan como el agua
cuida de los guijarros sobre los que discurre, puliéndolos sin prisa.
Sus agujas brillantes me traen el sopor, me traen el letargo.
Estoy desorientada y no soporto este equipaje:
mi neceser de charol como un pastillero negro,
mi marido y mi hija, que sonríen desde la foto de familia;
sus sonrisas, minúsculos anzuelos, se me enganchan al cuerpo.

He dejado correr las cosas, un carguero de treinta años
que se agarra tenaz a mi nombre y mi domicilio.
A fuerza de frotarme, me limpiaron de lazos amorosos.
En la camilla verde con la almohada de plástico, desnuda y asustada,
vi mi juego de té, mis libros y mi cómoda con la ropa de cama
hundirse más allá de mi vista, y el agua me cubrió la cabeza.
Ahora soy una monja, nunca he sido tan pura.

Yo no quería flores; yo solo deseaba
echarme con las palmas hacia arriba y quedarme vacía.
Qué libre se ve una; no os podéis imaginar qué libre…
La sensación de paz es tan intensa que deslumbra, y a cambio
nada pide: una etiqueta con tu nombre, baratijas.
Eso se embolsan los muertos, después de todo; me los figuro
tomándola en la boca como una hostia consagrada.

Para empezar, los tulipanes son muy rojos, me duelen.
Hasta envueltos en papel de regalo los oía respirar
con suavidad entre pañales blancos, como un bebé molesto.
El rojo de las flores conversa con mi herida y ella le corresponde.
Son sutiles: parece que flotaran, aunque me pesan,
contrariándome con sus lenguas repentinas y su color:
una docena de plomadas rojas que me cuelgan del cuello.

Antes nadie me observaba, ahora me siento observada.
Los tulipanes se vuelven hacia mí, y también la ventana a mis espaldas
donde una vez al día la luz se ensancha poco a poco y después enflaquece,
y me veo a mí misma, plana, ridícula, una sombra de papel recortado
entre el ojo del sol y los ojos de los tulipanes,
y me quedo sin rostro: soy el eclipse de mí misma.
Los tulipanes, vigorosos, se nutren de mi oxígeno.

El aire era tranquilo antes de que llegaran:
iba y venía, soplo a soplo, sin revuelo.
Luego los tulipanes lo llenaron como un estrépito.
Ahora el aire se estanca y los rodea como un río
se empantana y bordea una máquina hundida y herrumbrosa.
Ya tienen mi atención, que se alegraba
de jugar y descansar sin compromiso.

Y también las paredes parecen avivarse.
Los tulipanes deberían estar entre rejas como fieras salvajes;
se abren como las fauces de un felino africano
y me vuelvo consciente de mi corazón: abre y cierra
su búcaro de flores rojas de puro amor por mí.
El agua que me ofrecen es cálida y salada, como el mar,
y viene de un país lejano como la salud.

18 de marzo de 1961

 

Tulips

The tulips are too excitable, it is winter here.
Look how white everything is, how quiet, how snowed-in.
I am learning peacefulness, lying by myself quietly
As the light lies on these white walls, this bed, these hands.
I am nobody; I have nothing to do with explosions.
I have given my name and my day-clothes up to the nurses
And my history to the anesthetist and my body to surgeons.

They have propped my head between the pillow and the sheet-cuff
Like an eye between two white lids that will not shut.
Stupid pupil, it has to take everything in.
The nurses pass and pass, they are no trouble,
They pass the way gulls pass inland in their white caps,
Doing things with their hands, one just the same as another,
So it is impossible to tell how many there are.

My body is a pebble to them, they tend it as water
Tends to the pebbles it must run over, smoothing them gently.
They bring me numbness in their bright needles, they bring me sleep.
Now I have lost myself I am sick of baggage—
My patent leather overnight case like a black pillbox,
My husband and child smiling out of the family photo;
Their smiles catch onto my skin, little smiling hooks.

I have let things slip, a thirty-year-old cargo boat
stubbornly hanging on to my name and address.
They have swabbed me clear of my loving associations.
Scared and bare on the green plastic-pillowed trolley
I watched my teaset, my bureaus of linen, my books
Sink out of sight, and the water went over my head.
I am a nun now, I have never been so pure.

I didn’t want any flowers, I only wanted
To lie with my hands turned up and be utterly empty.
How free it is, you have no idea how free—
The peacefulness is so big it dazes you,
And it asks nothing, a name tag, a few trinkets.
It is what the dead close on, finally; I imagine them
Shutting their mouths on it, like a Communion tablet.

The tulips are too red in the first place, they hurt me.
Even through the gift paper I could hear them breathe
Lightly, through their white swaddlings, like an awful baby.
Their redness talks to my wound, it corresponds.
They are subtle : they seem to float, though they weigh me down,
Upsetting me with their sudden tongues and their color,
A dozen red lead sinkers round my neck.

Nobody watched me before, now I am watched.
The tulips turn to me, and the window behind me
Where once a day the light slowly widens and slowly thins,
And I see myself, flat, ridiculous, a cut-paper shadow
Between the eye of the sun and the eyes of the tulips,
And I have no face, I have wanted to efface myself.
The vivid tulips eat my oxygen.

Before they came the air was calm enough,
Coming and going, breath by breath, without any fuss.
Then the tulips filled it up like a loud noise.
Now the air snags and eddies round them the way a river
Snags and eddies round a sunken rust-red engine.
They concentrate my attention, that was happy
Playing and resting without committing itself.

The walls, also, seem to be warming themselves.
The tulips should be behind bars like dangerous animals;
They are opening like the mouth of some great African cat,
And I am aware of my heart: it opens and closes
Its bowl of red blooms out of sheer love of me.
The water I taste is warm and salt, like the sea,
And comes from a country far away as health.

 

Amapolas en julio

Pequeñas amapolas, llamitas del infierno,
¿sois tan inofensivas?

Vuestro fuego fluctúa y no puedo tocaros.
Pongo mi mano entre las llamas. Nada se quema.

Y me agota observaros
arder así, arrugadas y rojas, como piel de una boca.

Una boca con sangre fresca.
¡Pequeñas faldas ensangrentadas!

Hay vapores que no puedo tocar.
¿Dónde vuestros opiáceos, vuestras cápsulas nauseabundas?

¡Si pudiera sangrar o quedarme dormida!…
¡Si mi boca pudiera desposar un daño semejante!

O calaran en mí vuestros licores, en esta cápsula de vidrio,
que mitigan y embotan y adormecen.

Pero incoloros. Incoloros.

20 de julio de 1962

Poppies in July

Little poppies, little hell flames,
Do you do no harm?

You flicker. I cannot touch you.
I put my hands among the flames. Nothing burns

And it exhausts me to watch you
Flickering like that, wrinkly and clear red, like the skin of a mouth.

A mouth just bloodied.
Little bloody skirts!

There are fumes I cannot touch.
Where are your opiates, your nauseous capsules?

If I could bleed, or sleep! —
If my mouth could marry a hurt like that!

Or your liquors seep to me, in this glass capsule,
Dulling and stilling.

But colorless. Colorless.

 

Palabras

Hachas
tras cuyo golpe el bosque reverbera,
¡y los ecos!
Ecos que viajan
desde el centro como caballos.

La savia
aflora como el llanto, como
el agua que persigue
restablecer su espejo
sobre la roca

que cae y se sumerge,
cráneo blanco
comido por las algas.
Años más tarde
me las cruzo por el camino…,

palabras secas, sin jinete,
el ruido infatigable de los cascos.
Y mientras,
desde el fondo de la charca, estrellas fijas
gobiernan una vida.

1 de febrero de 1963

 

Words

Axes
After whose stroke the wood rings,
And the echoes!
Echoes traveling
Off from the center like horses.

The sap
Wells like tears, like the
Water striving
To re-establish its mirror
Over the rock

That drops and turns,
A white skull,
Eaten by weedy greens.
Years later I
Encounter them on the road—

Words dry and riderless,
The indefatigable hoof-taps.
While
From the bottom of the pool, fixed stars
Govern a life.

 


* Estos cuatro poemas son un adelanto de Ariel, de Sylvia Plath, publicado por Nórdica Libros (Madrid, España, 2020).

Arturo Loera, Nada notable, Cuadrivio, México, 2018, 70 pp.

 

I.
Una negación y un adjetivo.

Sobre notable, dice el diccionario de etimologías que se trata de una palabra formada con raíces latinas y significa “que se puede señalar”, y se compone del término “nota” y del sufijo -able para indicar algo que se puede hacer. Nota se refiere a una marca o a un signo que sirve para recordar o reconocer algo posteriormente. Es un señuelo futuro. Aquello notable pertenece necesariamente a otro tiempo; sería entonces un rastro, un código secreto, un anclaje para la memoria, un lenguaje propio, la historia misma de esas marcas.

   nada notable
   nada notable

Repiten los versos del peruano José Watanabe que sirven de epígrafe. Quizá el título de este libro alude a la dimensión. Lo notable que se asume reservado a los grandes acontecimientos, al estruendo o a los fuegos artificiales que colorean el cielo no se encuentra en estos poemas. En cambio, hay un despliegue de los días cualesquiera, de recortes extraídos de lo cotidiano, de composiciones en apariencia triviales, como las cuatro piedras halladas en un lote baldío que sostienen una cancha de futbol imaginaria: “cuatro piedras que se convertirán/ en postes, el viento de una red infinita”, o como un juego infantil que transcurre “entre las bicicletas, los carritos;/ los calcetines, regalo de la tía más vieja”.

II.
En la comunidad nasa de Colombia, se cree que el futuro es lo que está detrás, y el pasado, lo que está adelante. En la primera parte de Nada notable, mirando al pasado de frente, Loera lanza una piedra, que bien podría ser una canica o una pelota, para trazar el recorrido de este libro. ¿Dónde colocar la mirada durante ese trayecto? ¿En las ausencias que proyectan una sombra amplificada?, ¿en los juegos de la calle donde una persona aprende a nombrarse en plural?, ¿en las advertencias de mamá, en las voces de las tías o en la visita mensual de la mujer que acude a cobrar la renta?, ¿frente al espejo donde nunca hubo clases de rasurar?

En todos esos lugares, parece decir este libro.

III.
No recordaba que se había hecho una colecta de llaves para hacer una estatua en honor a Juan Pablo II. “2007 fue el año y el día de las madres/ otra vez/ enmarcaba la fecha de una nueva fiesta”. Leo este poema y recuerdo de repente las imágenes en la televisión. Un hombre viejo vestido de blanco. Una multitud. Una voz de fondo, verborrea grandilocuente que no se cansa. Pero nada de lo que recuerdo me conmueve. Vuelvo a leer el poema. “Se convocó a la gente/ para que donara sus llaves/ inservibles/ y ser parte, en llave y alma,/ del absurdo monumento./ Mi madre, trabajadora de bienes/ raíces/ contenta con la noticia/ donó un par de cajas con llaves/ de casas que ahora no existen.”

Y pienso en ese montón de llaves insignificantes que ya no abren puerta alguna, acumuladas al lado de una cancha de béisbol.

IV.
“Tarde es la palabra exacta del fracaso.”

VI.
La otra parte del libro se llama “Las golondrinas”. Desde luego, los poemas están vinculados por variaciones sobre la muerte. En esta sección las citas son profusas, y los escenarios, diversos; ya no se constriñen a la memoria personal, sino a lecturas del imaginario compartido: un cementerio donde una chica baila y que alude a Allan Kaprow, el Empire State, la tortuga gigante que sostiene al mundo sobre su caparazón, una clase de guitarra para aprender una sola canción. “Dile que voy a aprender/ a tocar las golondrinas para eventos tristes./ Los eventos tristes lo vuelven a uno millonario.”

Al final el libro vuelve a explorar la oposición de lo cotidiano frente a lo que pensamos monumental, extraordinario. ¿Cómo conviven esas dos miradas en el tejido de los relatos que nos contamos? ¿Cuál es el borde que las separa?

Nada notable es una pregunta sobre esa frontera.

Eva Castañeda, Decir otro lugar, Elefanta, México, 2020, 100 pp.

“Para sobrevivir no podemos quedarnos quietos o poner en duda la posibilidad de encontrarnos”, escribe Eva Castañeda (Ciudad de México, 1981) en su libro más reciente, Decir otro lugar. Se trata de poemas estructurados a modo de fragmentos narrativos, construidos desde una imposibilidad inicial por decir con palabras eso que acontece en el cuerpo. La voz que enuncia pone en duda el yo como principio de identidad y se coloca en una herida que trasciende la voz individual para enunciar un yo colectivo, un cuerpo en desplazamiento constante hacia el otro que se extiende, se ofrece al tacto y a la posibilidad del encuentro.

La escritura de Castañeda acontece en un límite: oscila entre el aquí y el allá, entre lo singular y lo múltiple: “Si lo piensas, todo el tiempo algo cruzamos: líneas divisorias o fronteras, límites y términos. Arribamos con el trabajo de llevar la memoria a todas partes”. La unidad del yo que enuncia está marcada por todo aquello que lo ha atravesado; es una voz que se vuelca hacia fuera, que se niega a olvidar y que da lugar a los cuerpos borrados por medio de la poesía. 

Pero ¿cómo puede la escritura encarnar en un cuerpo? Y, si es posible, ¿qué tipo de cuerpo produce la escritura? Parece que estas dudas están en el centro de Decir otro lugar, pues, aunque la voz que articula sabe que no puede hablar por la afectividad ajena, utiliza su experiencia sensible para palpar el dolor del otro y sentirlo como propio: “Así este cuento con tu nombre, el mío, el de quien sea”. Los poemas podrían leerse como un registro de ausencias que cobran presencia a través de la palabra. Por lo tanto, la escritura se transforma en un medio para afirmar la vida de los cuerpos que han sido negados y silenciados. Castañeda se inserta en el hueco que dejaron los que ya no están y llena con su voz ese vacío:

Apela al nosotros aunque te cueste, date contra la pared si es necesario.
Me negué al monólogo. Regresé las veces que hizo falta. Pausa, me
decía. Cambia la voz. No en singular, ni en primera persona. No te
vuelvas trágica y ridícula. Vuélvete él. No seas trágico y ridículo.
Sé todos.

Al leer Decir otro lugar, pienso en Réquiem de Anna Ajmátova: “No, no era la mía, era la herida de otra gente. Yo nunca la hubiera soportado”. Ambas autoras construyen una poética del dolor, donde el cuerpo encuentra su sitio en lo abierto. En estos poemas resuenan aquellas poetas que han escrito desde la herida expuesta, formulando un cuerpo múltiple que se desborda hacia los otros y que existe a partir de la diferencia: “A veces ocurre que buscamos maneras de relatar al mundo una/ crítica al cuerpo masa que hacemos todos”.

La poesía de Castañeda pone en duda las categorías y los nombres que nos condicionan como sujetos; se propone una corporalidad que nunca es estática, que se reconfigura al entrar en contacto con el exterior y se encuentra en constante tránsito:

En el extravío como si fuera un lugar, ahí andábamos a veces, no
siempre, sólo a veces. Encontrando y perdiendo porque de eso
van los días, lo que pasa es que a la gente no le gusta aceptar que
vamos dejándonos en el camino.

En Decir otro lugar , la escritura acontece en la piel de la misma manera que el dolor, el placer y la alegría. Escribir es hacer que lo incorpóreo conmueva; es decir, que las palabras nos toquen. A través de la imagen poética, Castañeda trastoca la forma en que percibimos el mundo para modificar aquello que nos define.

La escritura es una experiencia compartida: cuerpo presente en el texto para que nosotros, lectores, nos veamos reflejados en él. La poesía posibilita nuevos modos de comprensión en torno a lo que nos rodea y atraviesa, pues configura un espacio en el que yo puedo existir en nuestra diferencia:

Esto se trizó permanentemente y de un relato salió
otro, luego otro, luego otro; por eso yo podía ser todos: el más
hermoso y la más fuerte.

La sympathía, para los griegos, remitía a la capacidad de experimentar por la pena de los demás. Escribir es también un modo de simpatizar, de compadecernos, de pensarnos más allá de los códigos y las construcciones sociales que generan sistemas de exclusión de los cuerpos.

Escribir para volver a acercarnos de manera afectiva, para afirmar la vida de quienes han sido negados, desaparecidos, oprimidos y abusados. Yo es tú, yo soy contigo, yo existo en mi apertura hacia ti, yo soy cuando tú me tocas, yo soy en tanto que puedo tocarte, yo soy porque me hago vulnerable en mi encuentro contigo. 

José Pulido, Tigre, Cuadrivio Ediciones, México, 2020, 78 pp.

Hay fotografías a las que uno vuelve una y otra vez para convencerse de que nada, en realidad, puede fijarse. Imágenes borrosas, mal encuadradas, oscuras, que nos transmiten la lucha constante de los paisajes por no hundirse. Robert Frank, que tomó muchas de estas fotografías, dijo en una entrevista que nada es real salvo lo que está allá afuera y que todo lo que está allá afuera cambia todo el tiempo. En ese sentido, una foto es siempre un lugar imaginario.

Siguiendo una lógica parecida, José Pulido (Orizaba, 1985) decidió, al armar Tigre (Cuadrivio, 2020), no escribir un texto sino, por el contrario, dejar de escribir otros. Lo que leemos —nos enteramos ya en las primeras páginas— no es un libro de poemas: es una libreta roja prácticamente vacía, “un diario percudido que no llegó a escribirse”. Pensada en los márgenes de una experiencia, esta colección de fragmentos a veces líricos, a veces seca y violentamente narrativos, en realidad es una carta, el último espacio de comunicación entre dos personas, la revisión de la experiencia perdida a través de la creación de un pasado posible.

Tras Permanencia voluntaria (2015), un conjunto de poemas que utiliza la forma del guion cinematográfico para presentarnos al elenco y la trama de una película slasher, José Pulido reconstruye en este libro una historia más íntima, menos delineada; pequeños fragmentos en prosa que, a través del diario, la lista y el silogismo, nos hablan de todo aquello que, con su parálisis, deja incompleto una relación. Si hubiera que contarla brevemente, la trama que dibuja este libro de poesía podría resumirse así: alguien construye, mezclando datos históricos, accidentes y recuerdos ajenos e inventados, una estancia en Tigre —en el delta del Río de la Plata, en Argentina— que no sucedió nunca, compensando con ello esos planes que las parejas suelen hacer y no concretar jamás: “¿No quisimos ir o no pudimos? ¿Cómo era? ¿Vimos algunas fotografías en internet? ¿Pensamos en subir al bondi?”. Sin embargo, al igual que su estilo, el tema del libro es engañosamente claro. Como el río que lo atraviesa y le da nombre a la región, Tigre es un caudal que se enturbia conforme avanza y mezcla los sedimentos de historias privadas y sociales:

Un poema llamado Tigre. Un texto en prosa que hable de nosotros, pero también de algo más. Un rincón para tirarse largo rato. Un espacio en donde todavía podamos compartir algunas cosas. Una pileta para nadar con un traje de baño nuevo (aunque alguien más lo haya usado). La posibilidad de escribir.

Fragmentos como el anterior trazan una línea y se entretejen con el pasado de un lugar famoso, no solo por lo célebre de sus visitantes y su mitología vacacional, sino también porque durante los años de la dictadura argentina albergó un centro de detención clandestino: 

En el Delta también corría sangre. Un código distinto. Había un credo silencioso que algunos edificios retenían. Les cortaron las alas. Eran blancas pero todo quedó tupido por un olor rancio. La clave era entender que las fuerzas de seguridad estaban hipnotizadas por los gritos. Crecía alta la hierba. Un forraje oscuro que lo fue arruinando todo. Los atardeceres fueron desde entonces del color de las ciruelas. Si alguien presta atención se escucha una carcajada que quiebra los huesos.

Como en la Venecia de Thomas Mann, en este Tigre la imaginación de un deseo posible se toca también con aguas oscurecidas de cadáveres. Sin embargo, los canales inmóviles de la ciudad italiana son la contracara del río que imagina Pulido, el cual funciona como un espacio que, al igual que la forma misma del cuaderno, es el hogar de las experiencias inacabadas, abiertas, en tránsito. Como en el Diario argentino de Witold Gombrowicz, en Tigre el paisaje no es solamente un estado de ánimo, sino también un cuerpo embrionario, en perpetua transformación, ficcional en el sentido que este gesto permite compartirlo.

Si bien, por su tono, algunos fragmentos del libro mezclan la sencillez magnética de Claudio Bertoni con los artefactos enciclopédicos de María Negroni, la voz que escuchamos posee todo el tiempo una visceralidad que caracteriza a los mejores poemas de Pulido, donde la necesidad y el dolor del contacto humano son siempre urgentes, incluso —y sobre todo— cuando parecen ya no ser posibles: “Mírate las manos cuando leas esto. Mírate morir entre las manos. Es posible que las cosas se acomoden de otra forma. Es posible que un día podamos volver, por fin, a ese lugar al que nunca fuimos”. El libro no es la crónica de una separación, sino todo lo contrario: la certeza de que es posible modificar, completar, expandir una historia que parece ya definitivamente clausurada; de entender las posibilidades afectivas de ese fin. Por ello, no es casual que dos de las presencias que atraviesan discretamente el libro sean Henriette Vogel —cuyo suicidio con von Kleist tuvo lugar a orillas de otro río en 1811— y el Otelo del peruano Rodolfo Hinostroza, personajes para los que el sentido de un final —imaginario o verídico— solo interesa en la medida en que sea posible seguir imaginándolo, crear para él un espacio en el que continúe existiendo: “Te buscaré en Tigre un día para regalarte esto. No importa que nunca vayas, a veces es necesario que así sea,  pero tal vez puedas escuchar, si lo deseas, la música oblicua en Tigre”.

A través de la indefinición promulgada por Gombrowicz, este libro, este cuaderno vacío, busca constantemente insertarse en historias e idiomas ajenos; y entiende la poesía como un saqueo que suspende los aislamientos definitivos, donde el pasado no resulta menos habitable, por incomprensible, doloroso o imaginario que sea:

Que un perro negro y cojo nos persiga. Bañarnos en el agua helada. Sentir el repiqueteo del mar en los pulmones. Alguien cediendo su lugar a otra persona en el bondi. Tu cara llena de admiración una noche frente a la Casa Rosada. Comprender que murió gente. Escuchar la misma canción un sinfín de veces. Tener que salir siempre con una botella de agua llena. Encontrar cualquier lugar para beber agua de la llave. Comprender que murió gente. Una ocasión para sentir el aire. Trasladar significantes. Un hueco en alguna parte para pasar el rato.

Si en Permanencia voluntaria José Pulido utilizó el género noir para hablar sobre el espectáculo de la violencia, en Tigre los apuntes, las listas, los textos que parecen entradas de diarios o sueños recordados a medias permiten entender lo imposible de querer fijar una imagen, ya sea la de una relación o la de una pequeña ciudad argentina de provincia.

Mucho más libre y sutil, con este libro José Pulido logra crear un espacio imaginario que funciona dentro de la historia como prótesis, donde lo idílico y lo bestial conviven sin la carga mortal de ser irreversibles. Es este, creo, uno de los aportes más emocionantes de Tigre. Que, a través de fragmentos que son al mismo tiempo poemas y páginas en blanco, nos permite entender que la memoria también está allá afuera y que todo lo que está allá afuera cambia todo el tiempo. Que, por ello, podemos no solo aceptar dicha memoria, sino también seguir construyéndola.

Tomás Sánchez Santiago, Este otro orden. Poesía reunida (1979-2016), introducción de Álvaro Acebes Arias, Editorial Dilema, Madrid, 2019, 510 págs.

 
Desde el título mismo, Este otro orden, se hace referencia al título de uno de los últimos poemarios de su autor, El que desordena, publicado originalmente en 2006. Un título, sobra aclarar, con una vocación claramente autobiográfica; o, mejor dicho, metapoética, en la medida en que venía a definir la naturaleza del empeño poético. El poeta, así, en el poema inaugural de aquel libro, era, entre otras cosas, “el que no se conforma y rompe/ los espejos”, “el que abre por el centro las palabras/ en busca de otra luz”, “el que corrige su propio aliento”, “el que enciende la lengua/ y desordena”. Ese acto de desordenar, pues, tiene que ver con el lugar de la escritura en relación con lo real, con la posición del poeta en el mundo —un ángulo de visión oblicuo, un lugar casi furtivo, buscado y asumido cabalmente—, pero supone también la voluntad de proponer desde la escritura, en la escritura, un nuevo orden: este, el que aquí encarna o se encapsula. Este otro, el que se despliega en estas páginas.

No es poca ambición. Hay, desde luego, un elemento de reparación en este empeño. Reparar el daño, las injurias del tiempo o del prójimo, las secuelas más o menos perdurables del apartamiento o el menosprecio: “hacer incandescencia de lo calcinado”, como escribió con tinta morada en la hoja de respeto de mi ejemplar de Pérdida del ahí (2016). Hablo de reparación en un sentido de hacer justicia. En los poemas de Tomás Sánchez Santiago (Zamora, España, 1957), desde aquel remoto y juvenil Amenaza en la fiesta de 1979, tiene lugar algo así como un acto de transferencia que es también de sustitución: el yo se hace a un lado, busca las callejas y laterales de una vida, se vela o difumina a conciencia para poner en el centro de la escena el “resplandor tardío” de las cosas humildes, de la minucia doméstica u hogareña, de los rostros y cuerpos que trajinan lejos de las grandes avenidas mundanas; ese “murmullo del mundo” con el que ha titulado sus diarios y cuadernos de notas, escritos desde el mismo lugar y con parecido empeño. Donde haya seres indefensos lejos del poder, allí estará el poeta: cerca de las cosas, “seguro en la extrañeza”. Se trata de reivindicar —como lo hace esta escritura, sin estridencias, sin trampas ni falsos reclamos— la dignidad tácita de la vida allí donde se cumple y cobra sentido. Ese sentido se da siempre en el tiempo, como quería Machado, y tiene que ver con lo concreto, con las cosas, con el amor a las cosas y las manos que las toman y los cuerpos que conviven con ellas.

Y ese sentido, como señala con acierto Álvaro Acebes Arias en el largo y detallado estudio que abre este volumen, emana también de un espacio muy concreto, que es el espacio nutricio de la infancia y primera juventud: el hogar familiar, la tienda del padre, un ámbito de zaguanes y galerías y altillos y corredores y puertas que llevan, en fin, a esa calle Feria de Zamora que protagoniza la novela homónima de nuestro autor. Las abstracciones, en esta poesía, tienen que ver no tanto con categorías intelectuales o de pensamiento —y menos aún con ese fondo neoplatónico tan habitual en nuestro simbolismo—, cuanto con códigos de conducta o guías morales: discreción, parsimonia, respeto, dignidad, higiene… Es algo que conviene tener en cuenta cuando hablemos, más adelante, de la relación del autor con su lengua, con las palabras del poema.

Hablé antes de reparación en el sentido de hacer justicia. Pero hay también un elemento de corrección en ese querer poner nuevo orden en lo real. Es un orden frágil y casi invisible —y quizá poco perdurable— que solo existe en el poema y en sus lectores. Con todo, sin ese anhelo de justicia correctiva no se podría entender, me parece, un empeño poético sostenido con fe y dedicación durante más de cuarenta años. Un empeño que ha aprendido a convivir a lo largo de los años con la dedicación igualmente obsesiva a la prosa, de la que ha tomado lecciones y hasta se ha contaminado, y que ha dictado su evolución como poeta hasta Pérdida del ahí.

Si leo los primeros libros hasta En familia, publicado en 1995, parece que la palabra de Sánchez Santiago se va asentando y afinando hasta llegar a ese libro nuclear, que vale tanto por lo que es como por lo que anuncia: la imantación barroca de la sintaxis y el léxico —y es claro, sin incurrir en falacias biográficas, que algo tiene algo que ver la lectura y el magisterio de poetas como Carlos Barral o Jesús Hilario Tundidor—, que en Vida del topo genera incluso una escritura que ronda los predios novísimos (“Serenas cornamusas dañan el lago, el circo/ helado en que perviven ocultas formas, sueños/ que los cuernos de caza convocan. Terciopelo/ y dentera”); el gusto por la imagen atrevida y expresionista, preñada de materialidad, que se aparta de la dictadura del ojo para convocar un mundo de sensaciones táctiles, olfativas, del gusto y del oído, reivindicando de este modo las texturas del mundo, sus grumos, sus pliegues y repliegues; y, asociado a esa sintaxis barroca que mencioné antes, el gusto por el encabalgamiento, por la frase que se despliega de verso en verso y se frena súbitamente o acelera y toma impulso aprovechando la entrada de un nuevo verso: abundan las aliteraciones, los enjambres sonoros y léxicos, el adjetivo sorprendente, los acentos que desafían a la preceptiva y juegan a salirse de quicio. Todo esto se percibe desde el poema inaugural de ese primer libro, Amenaza en la fiesta, titulado (sintomáticamente) “Cementerio”:

Lo penúltimo cesa ante esas puertas
llagadas de unos goznes gastados donde un olor
perpetuo a crisantemo aleja hasta la grima
la ternura tan tibia de la vida. Qué dolor
de cipreses lanzados a los nimbos como un rayo
sordo y generoso; qué silencio de violetas;
qué urdimbre de zarzas, de espinos,
de hojarascas como una viva amenaza
entre la muerte […]

La anemia verbal o lingüística con que muchas veces se ha ensayado entre nosotros una escritura de la experiencia cotidiana, ha oscurecido el valor genuino de esta propuesta. Creo, incluso, que ha impedido leerla como es debido. En el caso de nuestro autor, además, el gusto por la parsimonia y su noción de escritura como “secreta labor” llevan aparejados un tercer elemento: la escritura como rumia o digestión, como pensamiento dilatado en el tiempo y arraigado en la carne, en los ritmos del cuerpo y de la sangre. Lo dice él mismo en la nota prologal de En familia al referirse a la segunda parte del libro, El soñoliento: “[estos poemas] vienen generalmente determinados por una aspiración de contigüidad entre la experiencia y los lentos engranajes del meditar sobre ella”, y añade: “algo que ya pudiera comprobarse en buena parte del cuerpo de poemas que hasta ahora he escrito” (mi cursiva, en ambos casos). Lo subraya el escritor Luis Marigómez en una reseña de este volumen cuando afirma que estos poemas son obra de “un taciturno que medita lo que ocurre a su alrededor y descree de lo que ve” (“Palabras como pájaros”, El Norte de Castilla, 31 de enero de 2020); cabe añadir que ese descreimiento inicial es justamente la condición que sostiene el impulso reflexivo. Esta contigüidad entre experiencia y meditación ha ido haciéndose con los años más estrecha y también más natural, más familiar, y la escritura se ha ido depurando y afinando, despojándose de atrevimientos retóricos sin faltar a su lealtad con las palabras y la materia verbal, hasta llegar a Pérdida del ahí, libro que pudo pasar algo desapercibido en su día, pero que daba la medida exacta de esa depuración, que era también una exigencia moral, una forma de situarse ante el mundo y, por ende, ante el poema. Marigómez habla de una actitud “estoica, ascética”. Un poema como “Pájaro en llamas: Verano” lo atestigua:

pájaro en llamas,

con su cayado
golpea el verano
sobre todas las ventanas ahora,

se apoya allí
con sus astas calientes y sus advertencias

su lengua roja de papel
ha dejado en los nudos cansados del invierno
música maniatada y un resplandor
de dátiles

vendrá a caer
cuánta luz excesiva
en las agendas contrarias
a la contabilidad […]

El poema que sigue a este que acabo de citar comienza con estos versos: “¿qué idioma hablo yo que ya no es/ el mismo idioma venial de mis hermanos?”. Y ellos nos introducen en uno de los grandes vectores de sentido de esta poesía última, y en realidad de toda su escritura, si pensamos también en el tono de sus libretas y cuadernos de notas. Nuestro autor observa cómo el lenguaje se va impregnando casi sin sentir, pero fatalmente, de los hollines de la mentira, la jerga evasiva, el interés, de esos tecnicismos que nada dicen o que encubren —a veces malamente— una realidad alternativa y amenazadora. Esa neo-lengua, de la que ofrece abundantes ejemplos en sus notas, supone una pérdida de sentido, de presencia real (por citar a Steiner) que es una pérdida de realidad, de tierra firme. Sigue el poema:

boca no domada por el interés
la mía

lengua cansada
y gorda
            y sílabas tan gachas
que se van al extravío
como esos animales pensativos,
con el cuello partido de la desilusión […]

Esas sílabas “tan gachas” de la humildad y la “desilusión pensativa” conducen finalmente al extravío. Pero aquí extravío, esto es, desvío, desviación, debe tomarse como la condición o el sentido natural de la escritura. La lengua instrumental, según Sánchez Santiago, no solo se agota en el cumplimiento de una función: también pierde sustancia, se adelgaza, se desrealiza. Y lo que parece estar señalando el escritor en sus notas y poemas es que la lengua instrumental, a fuerza de oscurecer y falsear sus verdaderas intenciones, ni siquiera cumple con la función que tiene asignada. Frente a esa neo-lengua, esa lengua instrumental solo en apariencia, o dirigida a alienar a sus víctimas y a divorciarlas de su propia vida, ser poeta consiste en “escribir/ nada más sobre insistencias”; es una tarea, o un empeño, que “no sabe del uso ni tiene cuentas/ pendientes con las comprobaciones”. Lo suyo es “manifestarse/ y basta”.

Esa manifestación supone un desafío tácito de la realidad creada por la neo-lengua, y a la vez una celebración del mundo en su riqueza vasta, contradictoria, profundamente material. Es un reordenamiento de las prioridades que, retomando el hilo que dejé suelto al comienzo, reordena el mundo, sus cosas, sus minucias, sus miserias. Asombro y perplejidad, merodeo y desconcierto, vuelo y desolación, serían algunas de las chinchetas que dibujan el viaje poético y creativo de Tomás Sánchez Santiago. Hora es de abrir el libro que lo despliega ante nosotros.

Irma Torregrosa, Piélago, Cuadrivio, 2020, 64 pp.

Desde El contemplado de Pedro Salinas hasta La arena errante e Islas a la Deriva de José Emilio Pacheco, el tono predominante con el que se ha abordado en tantas ocasiones el tema del mar, tan caro a la poesía en lenguas romances, ha sido el del panegírico contemplativo e idealizante que ha visto en el mar un arquetipo de la contemplación poética y una alegoría de la totalidad.

En Piélago (Cuadrivio, 2020), el primer libro de la poeta yucateca Irma Torregrosa, ganador del XLII Premio Hispanoamericano de Poesía San Román, 2017, la autora se aparta radicalmente de este tratamiento, mostrando una exploración revisionista del signo del mar en la tradición literaria. Torregrosa efectúa una intervención crítica al espacio idealizado de las memorias de infancia, aportando una nota inquietante en la que los motivos del ahogamiento y del abandono paterno son el contrapunto de las marinas y paisajes de las playas, exaltados en los poemas del canon sobre el tema —en los que el océano suele fungir como una metafísica de la trascendencia—. Desde el título del libro, que se refiere a la parte más remota del océano —el piélago, aquella que ya no está sobre la plataforma continental—, se adivina una voz profunda y madura que subvierte las expectativas del lector acostumbrado al elogio pastoral de lo marino:

Su cuerpo es la forma más limpia de la muerte
la más suave
cobija el cuerpo de los exiliados
los náufragos,
Calma la agonía de los niños a la deriva
[…] los recibe de vuelta si nadie los reclama.

El poemario posee un registro confesional y observacional que combina el poema en prosa con el verso libre, permitiéndole a la autora una gran flexibilidad formal para sopesar, con precisión de cirujano, la punzada de cada recuerdo, la hondura de la sonda con la que se reescribe la experiencia de la fragilidad. En Piélago se desarrolla con nitidez una subjetividad femenina que manifiesta su condición de subalternidad, en un lenguaje directo que transmite la dureza de la memoria, su implacabilidad llana e irreversible:

Una foto con la cara de mi padre trozada por una tijera. Había otra quemada por una de las esquinas. De mi padre quedaba lo que hay después de un vaso roto en la cocina. Astillada con su nombre, mi madre desangró sus mejores años en una tarde, mirando hacia la única ventana que había en nuestra casa.

Un tono ominoso y reflexivo atraviesa el poemario, intercalando memorias, imágenes, metáforas y premoniciones bajo el nombre de “Fotos y dibujos” (en la primera parte del libro) y “figuras” (en la tercera). Dichas imágenes operan como fotos en un álbum que sumergen al lector en su atmósfera sombría y evocativa, y componen una especie de Bildungsroman, lírico y femenino, donde se entretejen las etapas de la vida de la protagonista:

Mamá y papá, en cambio, no tomaron fotos
no miraron
mi sonrisa
ni mis pies entrando al agua
ni cómo el salvavidas se iba
cada vez más lejos

El suspenso es una cualidad constante y recursiva que la autora maneja con maestría, variando la intensidad y el tempo en cada escena. La voz poética se ayuda de la narración y de una estructura fragmentaria, no lineal, llena de flashbacks para generar un universo interno de presagios. Un poco a la manera de Luis Cardoza y Aragón en Dibujos de ciego, Torregrosa logra reconstruir el estado de conciencia de su infancia y de ese estado primigenio y amenazante del mar, su conexión profunda con los sentidos y la memoria:

En ese momento algunos niños aprenden que el mar es lo que se escucha dentro de un caracol roto y, perdidos en el eco marino, cierran los ojos a la caricia azul frente a ellos.

La intensidad del lenguaje poético en Torregrosa logra transmitir de una manera casi táctil la sensorialidad de las imágenes que llevan al lector a su entorno enrarecido. En el fondo, Piélago, en sus tres partes, puede leerse como un homenaje no solo al océano sino al material poético —o poetizable— que la memoria configura y reescribe:

La luz hace visible la fragmentación del polvo:
la memoria, entonces, es algo húmedo
una herida que se abre a ciertas horas
o cada cierto tiempo.

Si bien el poemario abre con un epígrafe del poeta brasileño Lêdo Ivo, en la segunda parte del libro, “Metafísica del pez”, Torregrosa refiere en su epígrafe al mexicano Balam Rodrigo, conectándose con la poderosa tradición poética escrita desde el sureste del país. En la “Metafísica del pez” entra en juego un tercer registro, el científico, para explorar la misteriosa pulsión marítima que nos liga al agua. El mundo submarino de Cousteau, la teoría de la evolución y la taxonomía de los peces del naturalista Marcus Elieser Bloch se articulan con una conciencia lírica y existencial que proviene de la profunda conexión entre lo animal y lo humano, entre nuestro pasado acuático y las resonancias míticas que del mar.

En la tercera y última parte, la que le da nombre al libro, la autora nos invita a viajar a través de este espacio intersticial que crea mediante una serie de instantáneas y retazos visuales, de figuras que revelan, a la vez, las discontinuidades y los abismos de la conciencia, las percepciones lúcidas del instante en la región más profunda del pensamiento, el piélago. Un lugar donde el lenguaje del agua es el de la herida, la revelación, la experiencia que se traduce al idioma clarividente de la poesía. Acercarse a la obra de Irma Torregrosa es hacerlo a un espacio de inesperadas revelaciones, en el que las visiones se mantienen en la retina después de haberlas leído. Un universo fascinante, como una caracola que captura, por largo tiempo, el sonido del mar.

Andi Nachón, En la música vamos. Poesía reunida (1990-2019), Bajo La Luna, Buenos Aires, 2019, 448 pág.

En la música vamos nos acerca a la totalidad del trabajo poético publicado por Andi Nachón (Buenos Aires, 1970) hasta la fecha: Siam, W.A.R.S.A.W.A., Taiga, Goa, Plaza Real, 36 movimientos hasta, Volumen I, La III Guerra Mundial y el último y homónimo En la música vamos.

Con el correr de las páginas se advierte que, mutando para permanecer, diversos rasgos han persistido en su obra: el apego sonoro de la frase (intercalando encabalgamientos suaves y abruptos); una puntuación elidida para la obtención de imágenes en la amalgama de sintagmas; un tono piadoso y sereno, grácil; la mirada extrañada del viaje, aun en lo doméstico y lo cotidiano; la esperanza como vocación de la melodía; la fragilidad del cuerpo en sí mismo y ante los otros; la mixtura de un imaginario y una paleta abigarrados, que van desde la escena del hogar a la visualidad del rock, el animé o el fantasy; la biografía fugada en el verso; el espejo del yo lírico que alza los ojos al entorno, a lo social.

Rastreemos esto leyendo un fragmento de “Ángel trash”, poema de Siam (1990): “dilata el roce/ la chancha que/ crece la/ carne es/ sangre/ flesh de viola en/ la cúspide/ riff y golpe/ laten crack/ manda y registra/ bombeo/ la sangre la/ chancha/ blood/ la vida”.

Luego, “Madrugada en la avenida”, un texto de Plaza Real (2004): “un chico, no más// seis o siete años/ repite perfecto aquel/ ademán del malabar con botellas/ vacías/ de agua mineral. Niño// en medio de la calle/ día/ insinuado en la frontera de esa/ nuestra avenida más/ ancha para el mundo. Alza las villa/ vicencio contra el cielo, hace el gesto// vacío de atajar”.

Y, ahora, uno de La III Guerra Mundial (2013): “Que en mis peores pesadillas seas vos// manchado de sangre a mis pies/ solamente vos frente a quien// yo me rindo. Que en esas/ las peores noches todavía/ seas vos a quien busco/ infinitamente ahí// rendido a mis pies.”

Como vemos, se trata de recursos y fuentes devenidos organicidades de la voz. Una voz que, por cierto, resulta fácilmente reconocible en la poesía argentina, incluso cuando libro a libro vaya espiralándose sobre su propio eje lírico. Lo importante, por ello, no es la capacidad, ni la riqueza estilística que a primera vista surgen ante el lector, sino la presencia que poema por poema Andi Nachon ha insistido en hacer aparecer: el cuerpo que vibra en el canto.

Porque si hay algo que caracteriza la lectura de esta obra es la sensación de estar percibiendo que, al otro lado de la —valga la referencia a Paul Celan— “reja del lenguaje”, un cuerpo nos hace señas desde su debilidad, su flaqueza, su finitud. Es notorio que, a lo largo de ya más de treinta años de labor, la frescura de ese anuncio, ese descubrimiento, no cese. Así, en estos poemas, la música es evento, puro acontecer de la carne. Ello ocurre aunque se cante (o se baile) desde el yo, desde el vos, desde la tercera persona o el impersonal. Sucede una y otra vez, y siempre distinta, aun reconociéndose tal gesto.

No es casual que el título del último libro sea En la música vamos, leitmotiv que ya había hecho su aparición formal en “Madre: rayo de luz”, poema de Volumen I (2010): “Dejá que tu cuerpo vaya en la música cuando afuera/ reverbera el viento su rugido a través de las casuarinas/ y el gallo canta: solamente 80 minutos/ del centro tu otra vida. A estas horas// dejarías la disco rumbo a algún kiosco/ pomelo: botellita de vidrio y caminata/ hacia el taxi que te regresa a casa. Rimbombante// este viento de la madrugada resuena cada superficie/ en la crecida su beat continuo finalmente/ dos maneras apenas de salirte de vos/ perderte/ a través de las mareas que desarman y te exceden. Ya// cuando estalla afuera el alba, si digo yo/ quién habla.”

El último texto nos da pie para enfatizar el rasgo quizá más sobresaliente de toda esta poética, y que arriba no enumeramos: la apertura de un espacio del lenguaje al que acceden al unísono el vos y el yo. Decimos esto en tanto la preponderancia del diálogo es constante del primer al último texto. A veces, la segunda persona ingresa a modo especular, otras como máscara o destinataria de una reflexión o un relato, pero siempre para trazar un vínculo, lograr un puente. Y por más que la voz se dirija a sí misma, este enlace constituye su punto de apoyo, su lugar verdadero.

¿A qué nos referimos cuando hablamos de un espacio de acceso conjunto? Tal vez a una zona en la que ni la segunda ni la primera persona ingresen tal cual son, sino proyectadas de sí como espectros, hologramas que pueden fundirse. Una real intimidad. El “si digo yo/ quién habla” que citamos más arriba es la prueba del desdoblamiento y de la entrada, en el poema, a un punto de encuentro distinto al de la comunicación, para sobrepasar las sentencias: “En mi casa/ uno es carne, dos/ siempre algo/ que no llega” y “De las incontables pantallas/ que conducen a mí/ habrás pasado una/ tal vez dos”, quebrando, así, su desilusión. El poema sería, entonces, un sitio de entrecruce de aquella parte del vos y del yo que, en su fragilidad y su falta, realmente desean fundirse, sean o no la misma o distintas personas en la enunciación, y decir “quién/ te hace el otro cuando llama” mientras se celebra “esto que aparece/ entre las personas mientras bailan”.

Párrafo aparte merece el último libro, ya que corona la ambivalencia del vos y el yo a través de la figura de la niña/hija (“todo tan rato tan/ no yo”) y la apuesta a una gran expansión musical de la voz (aumentando la ya desplegada en Plaza Real), como si esos crecimientos estuvieran implicados uno en el otro: “esa que fui, creía/ los dioses no existían y ahora/ toca tu piel y toca/ algo más que el universo”. En consecuencia, poemas como “Largos permanecen los tallos en tus manos…” y “Unas llaves levantadas en el aire…” extreman las posibilidades formales de la búsqueda sostenida por la poeta y, a modo coral o pictórico, superponen sus capas sonoras y figurativas unas sobre otras hasta lograr una profundidad y un equilibrio esplendorosos.

Por encima de todas sus cualidades y capacidades técnicas, En la música vamos nos convoca desde su singularidad al hacernos oír de principio a fin la existencia del cuerpo en la voz y, al mismo tiempo, al introducirnos con ella a esa dimensión donde el vos y el yo ya no se distinguen (ni siquiera a través de la inmanencia), concretando, una y otra vez, la fusión esperanzadora que llamamos poema.

Yanko González, Objetivo general, Lumen, Santiago de Chile, 2019, 191 pp.


Vengo de un encuentro de Pueblos Abandonados (PPAA) que se realizó en Talca. Allí estuve con Óscar Barrientos, de Magallanes, y con los maulinos recién incorporados. Mandaron saludos y te recuerdan como comprometido con el colectivo, concretamente, como firmante del manifiesto que apareció en The Clinic y Letras s5. Este es un acontecimiento no menor, eso queremos creer los tributarios del colectivo que se juega algunas tesis sobre la práctica textual que debiéramos revisar. Se trataría, entonces, esto que tenemos entre manos, de una escritura abandónico-territorial que enlaza con una poética del desplazamiento o del fuera de lugar de una subjetividad horadada por lo otro —que exhibe un modo institucional de amenaza.

El objetivo estratégico o general de PPAA, expuesto en el manifiesto, es el de la destrucción retórica de la República y, al parecer, este texto cumple con ese objetivo operacional. Quizás reconstruir la República desde otra parte o con otro recorrido, no necesariamente desde el margen o la periferia (concepto algo domesticado por los recursos de colectivos de interés cultural), sino desde el lugar del acontecimiento otro. La obra o el proyecto poético de Yanko González (Buin, Chile, 1971), del cual Objetivo general es una muestra de sus claves y tópicos, es parte o tiene complicidades con el colectivo Pueblos Abandonados, no sólo por los temas territoriales, sino también en relación a un modo o a una mirada epistemológica que lleva implícita la estrategia poética como mediadora de nuevos saberes.

Fue precisamente en Valdivia donde nació el colectivo Pueblos Abandonados, en el dos mil y tantos. El más entusiasta era el narrador Oscar Barrientos; esto fue en el bar La Bomba. Estábamos José Ángel Cuevas, yo y un poeta local que no me acuerdo quién era, pero que nos miraba con cierta suspicacia porque, como venía de la política, desconfiaba de nuestra voluntad de hueveo, lo que no le restaba potencialidad táctico-estratégica. Yanko firmaría, tiempo después, la carta fundacional. Pero su gran gesto táctico-estratégico, brutalmente abandónico, se produjo unos años después en Valdivia, cuando me propuso una iniciativa que lo obsesionaba en ese entonces (antes del 2010): reproducir o hacer materialmente el itinerario propuesto por De Rokha en la Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile. Proyecto que está aún pendiente. Una ruta por el largor territorial que rompía o quebraba con la linealidad tópico-geográfica del orden país, lo que implicaba una ruda complejidad de transporte pero que suponía un proceso de reterritorialización, fraguando un giro radical en la construcción del paisaje.

El territorio, en el texto poético de Yanko González, no es tal solo una zona geográficamente determinada, aunque pasa por ahí; es, sobre todo, la lengua que el sujeto construye desde la carnalidad del cuerpo como un conjunto de saberes obsesos de una intimidad-subjetividad, que construyen la relación del sujeto con el mundo —relación mediatizada por la cita, el texto y la historia personal cargada de biografemas—. Esto lo veníamos leyendo en Metales pesados, incluido en parte en Objetivo general, donde su poética da cuenta de una instantaneidad dialectal: la de las hablas tribales que instalan sus modos y su soberbia, la del desposeído cuya carencia de capital simbólico provoca la disolución del objeto deseado. Quiero creer que los poemas son o pueden ser una clave analítica para explicar el mundo; es decir, que hay en ellos una carga cognitiva, incluso epistemológica, de la que el hablante lírico, en el caso de González, se encarga de dar cuenta. Y esta perspectiva se nos presenta con claridad en el título: Objetivo general, conjunción irónica que apunta tanto al canon poético nerudiano como a la jerga pedagogista que hemos padecido como profes; pero, también, al género discursivo de los proyectos que viene de las políticas públicas promovidas en el área cultural. El objeto-poema, en esta poética abandónica de González, constituye un aparataje conceptualmente sólido, que nos permite vislumbrar cómo funciona la perversión de la otredad y, por ende, diseña los modos de la sobrevivencia del sujeto. Todo ello en un contexto en que el otro es una amenaza que descompone su estructura defensiva. Los versos son como un lanzazo isomorfo que puede recorrer varios niveles. En ese sentido, esta poética indaga en el diseño de aquella entidad antropomórfica que llamamos sujeto, tramando una red analítica entre lo simbólico, lo imaginario y lo real.

Pero, hablando en términos de Rancière, ¿cuál es el régimen de lo poético que rige esta propuesta? Si es que la pregunta tiene cabida, pensando que el eje composicional se centra en la construcción de imágenes que interrogan diversos registros fuertes de la modernidad —que van desde el diseño del yo, la memoria y la identidad, hasta el territorio o ciertos dispositivos del saber—. Vivimos en un contexto poetizante en donde los regímenes son variados, usando el concepto sin mucho rigor, y van desde el régimen épico al lírico estricto, pasando por el análisis culturoso-político, la declamación combatiente, el ritmo hip-hopero o el panqueta de la soberbia digital, incluido el filosofeico y, probablemente, un gran etcétera. En este caso, el hablante del poeta González opera como un observador con pautas precisas de análisis, sometido a un régimen de variados registros, ya sean íntimos, objetuales, tribales o territoriales, donde agradecemos la coherencia que hace de una obra reunida una verdadera colección. Por ejemplo, en el libro Elábuga —incluido aquí de forma íntegra—, se opera sobre una de las dimensiones clave del trabajo poético y sus construcciones simbólicas: la muerte suicida y sus tácticas estelares (escénicas). Aquí la locación territorial define giros estéticos, quizá por la arbitrariedad de la lejanía y de la ocupación de lugares retóricos. La paradoja de la muerte vertical, la del pender arbóreo, por ejemplo, es claramente una interrogación de los procedimientos; la muerte vertical que rompe con la horizontalidad (paradigma y sintagma, recordemos a propósito de condensación y relato). Y aquí es fundamental la cita o el epígrafe anticipatorio de Alfonso Alcalde: “Hoy un hombre se subió a un árbol y el árbol bajó por el hombre”. Es decir, se apela a esa catástrofe del sujeto que es el autoexterminio y se busca sus escenarios o zonas de ocurrencia: “Hay un cuerpo girando en la/ cocina”, en donde lo doméstico es la ruta. Gastronomía, medios y masturbación, es decir, Carradine y Bourdain. El arte de morirse supone un protocolo y un decorado, y la búsqueda de un buen árbol. Un más acá (o allá) de lo forense.

En Alto Volta el territorio, el territorio del lenguaje, en que se apela además al formato editorial como parte de la oferta poética (y que es muy evidente en la primera edición de Elábuga), hay varias cápsulas retóricas, casi refranes, que comparecen junto a objetos que van siendo sometidos a otras taxonomías. Esta fórmula recorre todos los textos, sobre todo en el libro en desarrollo, Torpedos, en donde comparecen réplicas y equívocos, zona de territorios en disputa en donde la otredad es una amenaza constituyente del sujeto: “Hay muchas maneras de hacer infelices a los hombres, una de ellas es visitándolos”. Torpedos prosigue; son receptáculos proverbiales que tienen el correlato de la función pedagógica como reverso del orgullo tribal.

La poesía de Yanko González es un registro del sujeto que ajusta cuentas con lo pendiente, con lo no resuelto, quizás el código de un deseo improbable. El otro no sólo es límite, sino también cita de la improbabilidad de su redención. Lo que uno más valora aquí es que la poesía es un recurso del lenguaje; no el proyecto de un sujeto llamado poeta, sino un lugar al servicio del pensamiento crítico, donde se pueden combinar varios niveles de conciencia. Una especie de etnografía fóbica.